domingo, 26 de noviembre de 2017
COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 7
Eran casi las nueve cuando Pedro entró en el ascensor, con los hombros de la chaqueta mojados de la lluvia. Había salido de la comisaría unas horas antes, pero en lugar de ir directamente a casa decidió cenar fuera.
Cuando las puertas del ascensor estaban a punto de cerrarse, alguien metió un paraguas entre ellas haciendo que titubearan y volvieran a abrirse.
Pedro sonrió al ver a la propietaria.
—Hola, 12B.
La bonita morena levantó la cabeza y, al ver quién era, no se molestó en sonreír.
—Hola.
Mientras se cerraban las puertas, Pedro se fijó en su triste expresión y su pelo empapado.
—¿Te ha pillado la tormenta?
—Evidentemente.
—¿Estás bien?
Pedro la observó mientras intentaba secarse el pelo con un pañuelo de papel. No era una belleza, pero sus generosos labios, sus voluptuosas curvas y su actitud sobria tenían algo, no sabía qué, que lo hacía desear tomarla entre sus brazos y besarla hasta que olvidase lo que fuera que la tenía tan cabreada.
Tal vez un buen beso también lo haría a él olvidar aquella infausta tarde.
—Perdona —le dijo.
—¿Por qué? —preguntó ella, sorprendida.
—Lo de 12B. Sólo era una broma.
Paula sacudió la cabeza.
—No pasa nada. Es que hoy me molesta particularmente que la gente olvide mi nombre.
—¿Algún problema en el trabajo?
—No, personal.
—¿Un hombre?
Ella esbozó una sonrisa.
—No, sólo personal.
Personal, ¿eh? Pero no era un hombre. ¿Por qué le interesaba eso?
—No quería aumentar tus problemas. Sólo estaba intentando inyectar un poco de humor a un día funesto.
—¿Tú también has tenido un mal día?
—Sí.
Enclaustrada en el ascensor, Paula se sentía como un trapo mojado. Y pensar que seguramente lo parecía de verdad hizo que deseara alejarse de aquel hombre cuanto antes.
Intentaba no mirarlo, pero no resultaba fácil.
A Pedro también lo había pillado la tormenta y tenía el pelo y la cara mojados, pero estaba guapísimo, incluso mejor que cuando pasó por su casa para darle el periódico. ¿Cómo era posible que ella pareciese una andrajosa y él un modelo?
Tuvo que contener el deseo de preguntarle por su funesto día para comparar historias tristes. Después de todo, no se conocían y no quería cargar a nadie con sus problemas.
Además, los de Pedro seguramente tendrían que ver con una rubia que le había dado plantón porque tenía una cita con Karl Lagerfeld o algo así.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron por fin, Paula le hizo un gesto con la cabeza y se dirigió a su apartamento, con él detrás. Muy cerca, demasiado cerca.
—¿Qué tal si tomamos una copa?
Paula no se dio la vuelta, pero sintió un pequeño escalofrío.
—No, gracias.
—Pues yo creo que te vendría bien algo fuerte.
Sí, desde luego. Pero lo que necesitaba no era alcohol.
Estaba en su fase solitaria, una fase por la que pasaba varias veces al año, cuando su vida no iba como ella había planeado. Aquella noche sacaría el helado de la nevera y, mientras lo devoraba, intentaría olvidar que no tenía trabajo, que su madre nunca iba a ponerse mejor y que tendría que acostumbrarse a estar sola permanentemente. Después pasaría a las patatas fritas o los gusanitos y al recuerdo del peso de un hombre sobre ella mucho, mucho tiempo atrás; las manos masculinas acariciando su piel, sus labios, su cuello, su ombligo…
—Buenas noches.
—Espera un momento.
Paula se volvió, el tirador de la puerta clavándose en su espalda.
—¿Qué?
—No lo sé —Pedro se quedó allí parado, con su metro ochenta y cinco y sus ojazos azules—. A lo mejor podríamos hablar o algo.
—No me apetece hablar.
—Podríamos salir. ¿Qué te apetece hacer?
—Nada.
—Venga…
Paula suspiró.
—Mira, no quiero ser antipática, pero ya tengo la noche planeada: una ducha caliente, un cartón entero de helado y, si no me pongo enferma, una bolsa de gusanitos de los que te dejan los dedos de color naranja.
Pedro sonrió, mostrando esos fabulosos hoyitos en las mejillas.
—Vaya.
—Sí, vaya. Además, estoy cansada, empapada y…
—¿Y qué?
—Y nada —suspiró ella, volviéndose para abrir la puerta—. Adiós, Pedro.
Pero no pudo entrar porque él la tomó del brazo. Paula se quedó parada, escuchando los latidos de su corazón. Si no le gustase tanto…
No pudo terminar el pensamiento porque Pedro tiró de ella, aplastando sus pechos contra el sólido muro de su torso.
Paula contuvo el aliento mientras lo veía inclinar la cabeza, mientras sentía el roce de su barba…
No se movió cuando Pedro apartó el pelo mojado de su cara y la besó entre el cuello y el hombro. Un besito suave, aparentemente inofensivo. Pero cuando su boca conectó con ese sitio en concreto, el dique que había estado conteniendo la pasión de Paula durante tanto tiempo se rompió.
Le temblaban las piernas y el punto ardiente y húmedo que había entre ellas. Pedro la besaba y ella se derretía sin remedio entre sus brazos.
Ninguno de los dos llevaba la iniciativa en el beso. Cada uno tenía su propio estilo y cada uno cedía ante el deseo del otro. Pedro mordisqueaba su labio inferior antes de explorar su boca con la lengua y Paula se apartaba de tanto en tanto para hacerlo sufrir…
Entonces sintió la mano masculina acariciando su estómago desnudo y puso una mano sobre la suya, pero no para detenerlo, sino para llevarla a su corazón, que latía salvajemente.
—¿Quieres entrar? —le preguntó, sin pensar.
—Sí —contestó Pedro—. Pero no puedo —dijo un segundo después.
Eso la dejó inmóvil, con el corazón en la garganta.
—¿Qué?
—Tengo que irme. Ahora mismo.
Paula se llamó tonta un millón de veces. ¿Qué había esperado de aquel hombre?
—Entonces, márchate —le dijo.
No era una histérica, pero cerró de un portazo y después se apoyó en la puerta, con los ojos cerrados.
Muy bien.
Había actuado como una tonta.
Pero no iba a llorar por ello.
No pensaba regañarse a sí misma por lo que había pasado.
Había besado a un hombre guapísimo, ¿y qué? Ocurría todo el tiempo. Bueno, quizá a ella no, pero eso daba igual. Le había gustado y, ahora que sabía lo que se estaba perdiendo, tal vez podría abrirse un poco más, salir con alguien.
¡Pedro Alfonso… olvidado por completo!
Pero entonces sonó un golpecito en la puerta y se le encogió el estómago.
Dejando escapar el aire que había estado conteniendo, abrió la puerta y se preparó para mostrarse, al menos, civilizada.
—Por favor, no me digas que quieres más —le dijo, sarcástica.
Pedro apoyó un hombro en la pared, sus ojos azules oscurecidos.
—Soy un idiota.
Por un segundo, Paula pensó darle con la puerta en las narices, pero era una neoyorquina. Discutir y mostrarse sarcástica para disimular una atracción era lo suyo.
—Añade un «maldito» a ese adjetivo y creo que lo has pillado.
Él rió, sacudiendo la cabeza.
—Es que hoy he tenido un día horrible, de verdad.
—Sí, yo sé mucho de eso.
—Te pido disculpas, en serio.
La rabia de Paula disminuyó un poco. ¿Qué iba a hacer, echarle un sermón?
—Muy bien, acepto las disculpas.
—¿Puedo compensarte de alguna forma?
—Gracias, pero tengo todo lo que me hace falta.
—¿Helado y gusanitos?
Ella dejó escapar un suspiro.
—La verdad es que suena un poco patético, ¿no?
—Insisto en compensarte de alguna forma.
—No, no tienes que compensarme por nada, de verdad.
Pedro se apartó de la puerta. Era demasiado guapo, demasiado alto, demasiado musculoso. En realidad, era un sueño de hombre.
—Imagino que habrás oído suficientes cosas sobre mí como para saber que yo no hago nada porque tenga que hacerlo.
—Sí, seguramente será verdad, pero…
Pedro tomó su mano entonces y, de nuevo, le temblaron las rodillas.
—Me gustas —le dijo—. Lo suficiente como para evitar que las cosas llegasen demasiado lejos en medio del pasillo. Hay algo en ti que me excita… Paula Chaves. Y no me refiero sólo al sexo. Quiero volver a verte.
Ella sintió un cosquilleo en el vientre.
—¿Qué tenías pensado?
—Sal conmigo.
—¿Cuándo?
—El viernes por la noche.
—¿Una cita?
—A las siete y media —dijo Pedro. Y no era una pregunta.
Paula intentó recuperar el sentido común.
—Siento decirlo, pero no soy tu tipo.
Él sacudió la cabeza, sonriendo.
—A lo mejor sí. A lo mejor ya es hora de que «lista y guapa» sea mi tipo.
Ah, muy bien. El sentido común se podía ir a tomar viento.
—De acuerdo —dijo Paula—. ¿Dónde quedamos?
—¿Qué tal la iglesia de Lexington?
—¿Una iglesia? —repitió ella, sorprendida.
Pedro suspiró, mirándola con extraña mansedumbre.
—Hay algo que tengo que decirte.
«Ay, no. ¿Por qué?», pensó ella, temiéndose lo peor.
—Eres sacerdote.
—No —sonrió Pedro.
—Ya me lo imaginaba.
—En realidad, tengo que preguntarte una cosa.
De repente, Paula sintió como si tuviera un montón de insectos bajo la camiseta; una sensación que solía indicar que era buen momento para salir corriendo.
—¿Paula 12B Chaves?
—¿Sí?
—Esto va a sonar absolutamente absurdo.
—No es la mejor manera de empezar una pregunta…
Pedro clavó una rodilla en el suelo.
—Sé que acabamos de conocernos.
—Te advierto que la cosa no va mucho mejor.
—Pero creo que eres tú —siguió Pedro.
¿Ella era qué? La musiquilla de La dimensión desconocida empezó a sonar en su cabeza.
—¿Quieres casarte conmigo, Paula?
COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 6
Eran casi las cinco de la tarde cuando Paula, en la esquina de la calle 77 y Second Avenue, intentaba parar un taxi. No le sobraba el dinero, pero agosto era un mes muy caluroso en Nueva York y no podía soportar ir en metro. Además, quería llegar a casa de su madre lo antes posible para no tener que pagarle horas extras a su cuidadora.
Cuando por fin un taxi se detuvo a su lado, Paula le dio la dirección de su madre en el barrio de TriBeCa. Había intentado mil veces convencerla para que se fuera a vivir con ella al apartamento de Sebastian Stone, pero Raquel se negaba.
El apartamento de renta antigua en TriBeCa donde vivía su madre era el amor de su vida, quizá porque había sido su primera casa cuando se mudaron desde Albany casi veinte años antes. Raquel se angustiaría mucho si la sacara de allí y Paula había decidido no obligarla a hacer nada que pudiese agravar su estado.
La solución era que estuviera lo más cómoda posible mientras luchaba contra los efectos de esa terrible enfermedad.
Paula entró en el apartamento con su llave. Como siempre, lo primero que vio fueron las paredes llenas de cuadros pintados por su madre, que apenas dejaban un espacio libre.
El arte era la razón por la que se habían ido a vivir a Nueva York… bueno, una de las razones.
Durante más de quince años, Raquel Chaves había disfrutado de una carrera como artista pero, como todos los artistas, cuando dejó de producir, dejó de generar fondos. Aún seguía recibiendo algún cheque por los cuadros que vendía su agente y, por fortuna, había ahorrado algo de dinero. Pero en Manhattan eso no era suficiente.
Paula saludó a Wanda, que estaba en la cocina preparando la cena, antes de entrar en la habitación de su madre. Era una habitación que apenas había cambiado en veinte años: lucía lámparas antiguas, un armario que se había llevado con ella de Albany, fotografías y objetos de todo tipo, una estantería repleta de libros, varios cuadros abstractos en las paredes, algunos pintados por ella, otros regalos de algún amigo también artista. En medio de la habitación había una cama con cabecero de hierro, un insólito edredón rojo y montones de cojines de colores.
Paula se sentó sobre la cama. Bajo el edredón, con el pelo sujeto en un moño, estaba su madre, con aspecto cansado.
Siempre había sido delgada, pero ahora tenía un aspecto tan demacrado…
Después de tantos años volviendo del colegio para oír a los Depeche Mode a todo volumen y ver a su madre con una brocha en la mano, siempre necesitaba un momento para acostumbrarse a la terrible realidad.
Raquel la miró y sus ojos pardos brillaron.
—Te pareces a mi hija.
—Soy tu hija.
—¿Cómo te llamas?
—Paula.
Raquel sonrió.
—Qué bonito.
—A mí también me parece bonito.
Raquel se incorporó un poco.
—Tengo sed.
—Voy a buscar algo de beber. Vuelvo enseguida.
Paula salió de la habitación echando de menos el aroma a hierbas y menta que siempre había parecido emanar de la piel blanca de su madre. En fin, echaba de menos muchas cosas. La primera vez que le había dicho: «te pareces a mi hija», tuvo que escapar al baño para vomitar. Porque ésa era una frase que una hija nunca debería escuchar de labios de su madre.
Afortunadamente, no siempre era igual. Algunos días eran geniales. Algunos días, su madre sabía quién era. Y ésos eran los mejores, un tesoro para ella.
Paula volvió unos minutos después con un vaso de té helado.
—Aquí está.
Pero Raquel miraba la taza como si fuera una bomba de relojería.
—No quiero eso.
—Es un té helado, con limón… es lo que más te gusta.
—¿Ah, sí?
—Te gusta mucho.
—Entonces, de acuerdo —suspiró Raquel, quien después de tomarse el té empezó a masticar los cubitos de hielo—. ¿Quién eres?
Paula apretó su mano.
—Soy Paula, mamá, tu hija.
—Ah, bien. ¿Me lees algo?
Sí, algunos días eran peores que otros.
Paula tomó el libro que había en la mesilla y empezó a leer.
Leyó mientras su madre cenaba y luego, mientras se quedaba dormida. Pero cuando se marchó unas horas después, no recordaba una sola palabra de lo que había leído.
sábado, 25 de noviembre de 2017
COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 5
Desde los catorce a los diecisiete años, Pedro Alfonso se había rodeado de un grupo de gente de moral más que cuestionable. Tal vez por haber vivido con dos padres ausentes, tal vez por la olla a presión que era el colegio o tal vez por haber tenido una sola niñera que lo quiso realmente, la verdad era que cuando llegó a la pubertad se encontró luchando contra una atracción magnética por el peligro.
Cuando se metía en su cuarto con la excusa de que tenía que estudiar, lo que hacía en realidad era meter varias almohadas bajo las sábanas y escaparse sigilosamente por la ventana. Salía con una pandilla de chicos de mala reputación que pasaban la noche bebiendo, pateando buzones y robando coches.
Por supuesto, no tardó mucho en encontrarse ente los fríos y poco amistosos muros de una comisaría.
Y huelga decir que tener que ir a sacar a su hijo de allí no era un momento de orgullo paternal para Saul Alfonso.
Antes de que Pedro descubriera que tener una relación normal con su padre iba a ser imposible, esos viajes de la comisaría a casa eran la única forma de verlo… aunque tuviera que soportar un sermón y alguna bofetada ocasional.
Pero todo eso había quedado en el pasado. Ahora era un adulto y su único objetivo era ganar dinero, de modo que, cuando entró en la comisaría el domingo por la tarde, no tenía ningún miedo y nada que esconder. Aunque, por si acaso, había llevado a su abogado.
Pedro era una persona segura de sí misma, pero no era tonto.
—Gracias por venir, señor Alfonso.
—De nada.
Sí, era un auténtico incordio tener que acudir a la comisaría para hacer una declaración un domingo por la tarde, pero Pedro tenía buenos recuerdos de Marie Endicott. Aunque no había habido química entre ellos. Marie era una persona decente y lamentaba mucho lo que le había pasado.
Y si podía ayudar en algo, lo haría sin la menor duda.
En una habitación iluminada por fluorescentes, con una pared desconchada que un día estuvo pintada de amarillo, Pedro y su abogado, Eduardo Wallace, se sentaron frente a un policía de unos cuarenta años y aspecto cansado.
Los ojos verdes del detective Arnold McGray se clavaron en él con curiosidad y con lo que, Pedro reconoció, prematura incredulidad sobre su declaración.
El detective tomó un ejemplar del New York Post y empezó a hacerle preguntas rápidamente:
—¿Ha publicado usted mismo esta fotografía?
—No.
—¿Salía usted con Marie Endicott?
—Nos vimos alguna vez, sí.
—¿Podría ser más específico?
Pedro lo pensó un momento.
—Salimos exactamente dos veces.
—¿Y por qué dejaron de salir? —quiso saber el detective.
—Ya le digo que no estábamos saliendo juntos. Nos vimos dos veces, nada más.
—¿Por qué? ¿Marie decidió no volver a verlo?
—Lo decidimos los dos. Supongo que no nos gustábamos lo suficiente como para mantener una relación.
—No es fácil soportar un rechazo. Supongo que eso le molestaría.
Wallace decidió intervenir:
—Eso es ridículo. El señor Alfonso salió dos veces con esa mujer. No tenían una relación.
—No pasa nada, Wallace.
McGray seguía mirando fija y seriamente a Pedro.
—Está usted acostumbrado a conseguir siempre a las mujeres que quiere, señor Alfonso.
—¿Eso es una pegunta o una afirmación?
—Los hombres como usted no se toman bien un rechazo.
Pedro intentó explicarle el asunto:
—No teníamos nada en común y ninguno de los dos se enfadó.
—¿Cómo lo sabe?
—Hablamos de ello durante la segunda cita, nos reímos de ello, en realidad. Marie me dijo que prefería salir con un hombre normal, no con alguien que trabajaba doce horas al día.
El detective siguió con las preguntas, todas en la misma línea: cómo definiría los sentimientos de él por Marie y los de Marie por él, adónde habían ido durante esas dos citas y un largo etcétera. Wallace siguió interrumpiendo el interrogatorio y el detective seguía presionando.
Y, por fin, como no conseguía las respuestas que quería, le hizo una que pilló a Pedro absolutamente desprevenido:
—¿Ha recibido algún tipo de amenazas últimamente? ¿Llamadas, notas, correos ofensivos?
—Sí.
Wallace, que estaba mirando su Blackberry, levantó la mirada.
—¿Qué? Yo nunca he sido informado de que…
—He recibido una carta —afirmó Pedro, interrumpiéndolo.
El detective McGray levantó una ceja.
—¿Y qué decía esa carta?
—Que debía enviar un millón de dólares a una cuenta secreta en las islas Caimán o expondrían al público un secreto de mi pasado.
—¿Y qué secreto podría ser?
Wallace le advirtió con la mirada que guardase silencio, pero Pedro no tenía nada que ocultar.
—No lo sé, por eso tiré la nota a la papelera. Pensé que era una broma de mal gusto.
—¿Y qué piensa ahora?
—Que alguien quería que estuviera aquí, hablando sobre la muerte de Marie.
El detective les pidió disculpas antes de salir de la habitación y Pedro miró la puerta con cara de pocos amigos. ¿Por qué tenía tanta importancia la maldita nota?
Mientras esperaba que volviera, sonó su móvil.
—Nos has puesto en una posición muy difícil, Pedro.
Su padre. Pedro giró la cabeza para mirar a Wallace, que se limitó a levantar una ceja. Evidentemente, tenía que contratar los servicios de otro abogado; Wallace era el director jurídico de AMS y su lealtad hacia Saul Alfonso era lo primero para él.
—Hola, Saul—Pedro llamaba a su padre por su nombre de pila desde los quince años. En realidad, jamás lo había llamado «papá».
—Pensé que tus días de comisaría habían terminado.
—No estoy encerrado en la comisaría, únicamente he venido para contestar a unas preguntas.
—Sobre esa mujer con la que salías —afirmó su padre secamente.
—La mujer con la que salí dos veces —suspiró él, sin disimular su irritación.
—Una mujer que murió el mes pasado en circunstancias extrañas. Y ahora hay fotografías de los dos en todos los periódicos.
Pedro se negaba a explicar lo que era una simple coincidencia.
—¿Qué es lo que quieres, Saul?
—Quiero saber cómo puedes ser tan poco sensato.
—Salí con una chica que, lamentablemente, se suicidó. No creo que eso tenga que ver con mi sensatez.
Pero los hechos no cambiaban nada para Saul Alfonso.
—Quiero que terminen las especulaciones y los cotilleos de inmediato.
—Yo también —murmuró Pedro, con los dientes apretados—. ¿Alguna cosa más?
Marie y él sólo habían salido juntos dos veces, pero su muerte lo había afectado mucho y que su padre ensuciara algo que había sido simplemente una amistad lo disgustaba hasta el extremo.
—No voy a intentar razonar contigo —suspiró Saul Alfonso—. Hablar contigo nunca sirve de nada.
—En eso tienes razón.
—Has de tomar una decisión y tienes veinticuatro horas para hacerlo.
¿No volvía el maldito detective? No tenía tiempo para aquello.
—Los ultimatums y las amenazas no me interesan.
—Tal vez ésta sí. Estoy hablando de AMS.
Pedro tuvo que sonreír amargamente. De modo que volvía con eso otra vez. Malditas amenazas. Prácticamente nadaba en ellas últimamente.
Pero las palabras de su padre llegaron muy despacio, como miel cargada de arsénico:
—Hay algo que podría salvaguardar el buen nombre y la reputación de nuestra familia.
—¿Qué, despedirme?
—No, una boda.
—No creo que esto se convierta en un escándalo.
—Una boda por todo lo alto.
—¿Otra vez con eso? —dijo con hastío. Como si casarse pudiera limpiar su reputación de chico malo.
—AMS es mi empresa —le recordó Saul—. Es toda mi vida. Los patrocinadores podrían retirarse y no pienso dejar que se me escape ninguno por tu culpa. Si estás tan entregado a la empresa como dices, harás lo que tengas que hacer para evitar un escándalo —Pedro no dijo nada—. Puedes mostrarte tan despreocupado como quieras, pero ésta es una oferta que sólo voy a hacer una vez. Incluso estoy dispuesto a poner por escrito que tú me sucederás como presidente de AMS, pero debes casarte este fin de semana.
—Seré el presidente de la empresa porque soy muy bueno en mi trabajo —replicó Pedro, con los dientes apretados—. Nadie puede quitarme el puesto y tú lo sabes.
—Ahora mismo me da igual lo bueno que seas. Maldita sea… ¿es que no te importa el buen nombre de la familia?
—No creo que te gustase mi respuesta.
Saul hizo una pausa.
—Anuncia tu compromiso mañana por la noche a más tardar y yo anunciaré a los ejecutivos y a los medios que eres el nuevo presidente de AMS. Si no lo haces, entenderé que renuncias a tu cargo.
Una súbita ira hizo que Pedro lo viera todo rojo.
—Voy a colgar…
—Aún no; una cosa más —lo interrumpió su padre—. La mujer que elijas no puede ser el tipo de chica con la que sueles salir. Los traseros permanentemente morenos y los implantes están muy bien para jugar, pero estoy hablando de una esposa para siempre, una Alfonso. No tiene que ser una chica de buena familia, eso me da igual, pero debe tener cerebro y clase. Así que elige bien, Pedro.
—Adiós, Saul.
—¿Quieres que hable con Wallace?
—Creo que él ya ha hablado contigo.
El detective McGray volvió a la habitación mientras Pedro cerraba el móvil.
—Tiene usted antecedentes por delincuencia juvenil.
—¿Eso es una afirmación o una pregunta?
—Los antecedentes del señor Alfonso han prescrito y no tiene usted derecho… —empezó a decir Wallace.
Pedro lo detuvo con un gesto.
—¿Qué quiere saber, McGray?
El hombre lo miró, sin parpadear.
—¿Era usted un chico malo en su juventud, señor Alfonso?
—No mucho. Pero hacía lo que podía.
Esa respuesta le granjeó una sonrisa del detective, que de nuevo se quedó mirándolo en silencio durante unos segundos, como intentando decidir si debía continuar con el interrogatorio o no.
Luego bajó la mirada y se echó hacia atrás en la silla.
—No es usted el único que ha recibido esa nota.
—¿Ah, no? ¿Quién más la ha recibido?
—Otra persona de su edificio.
—¿No va a decirme quién?
—Eso no es importante. Lo importante es que me cuente todo lo que recuerde sobre el contenido de esa nota.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)