domingo, 26 de noviembre de 2017
COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 6
Eran casi las cinco de la tarde cuando Paula, en la esquina de la calle 77 y Second Avenue, intentaba parar un taxi. No le sobraba el dinero, pero agosto era un mes muy caluroso en Nueva York y no podía soportar ir en metro. Además, quería llegar a casa de su madre lo antes posible para no tener que pagarle horas extras a su cuidadora.
Cuando por fin un taxi se detuvo a su lado, Paula le dio la dirección de su madre en el barrio de TriBeCa. Había intentado mil veces convencerla para que se fuera a vivir con ella al apartamento de Sebastian Stone, pero Raquel se negaba.
El apartamento de renta antigua en TriBeCa donde vivía su madre era el amor de su vida, quizá porque había sido su primera casa cuando se mudaron desde Albany casi veinte años antes. Raquel se angustiaría mucho si la sacara de allí y Paula había decidido no obligarla a hacer nada que pudiese agravar su estado.
La solución era que estuviera lo más cómoda posible mientras luchaba contra los efectos de esa terrible enfermedad.
Paula entró en el apartamento con su llave. Como siempre, lo primero que vio fueron las paredes llenas de cuadros pintados por su madre, que apenas dejaban un espacio libre.
El arte era la razón por la que se habían ido a vivir a Nueva York… bueno, una de las razones.
Durante más de quince años, Raquel Chaves había disfrutado de una carrera como artista pero, como todos los artistas, cuando dejó de producir, dejó de generar fondos. Aún seguía recibiendo algún cheque por los cuadros que vendía su agente y, por fortuna, había ahorrado algo de dinero. Pero en Manhattan eso no era suficiente.
Paula saludó a Wanda, que estaba en la cocina preparando la cena, antes de entrar en la habitación de su madre. Era una habitación que apenas había cambiado en veinte años: lucía lámparas antiguas, un armario que se había llevado con ella de Albany, fotografías y objetos de todo tipo, una estantería repleta de libros, varios cuadros abstractos en las paredes, algunos pintados por ella, otros regalos de algún amigo también artista. En medio de la habitación había una cama con cabecero de hierro, un insólito edredón rojo y montones de cojines de colores.
Paula se sentó sobre la cama. Bajo el edredón, con el pelo sujeto en un moño, estaba su madre, con aspecto cansado.
Siempre había sido delgada, pero ahora tenía un aspecto tan demacrado…
Después de tantos años volviendo del colegio para oír a los Depeche Mode a todo volumen y ver a su madre con una brocha en la mano, siempre necesitaba un momento para acostumbrarse a la terrible realidad.
Raquel la miró y sus ojos pardos brillaron.
—Te pareces a mi hija.
—Soy tu hija.
—¿Cómo te llamas?
—Paula.
Raquel sonrió.
—Qué bonito.
—A mí también me parece bonito.
Raquel se incorporó un poco.
—Tengo sed.
—Voy a buscar algo de beber. Vuelvo enseguida.
Paula salió de la habitación echando de menos el aroma a hierbas y menta que siempre había parecido emanar de la piel blanca de su madre. En fin, echaba de menos muchas cosas. La primera vez que le había dicho: «te pareces a mi hija», tuvo que escapar al baño para vomitar. Porque ésa era una frase que una hija nunca debería escuchar de labios de su madre.
Afortunadamente, no siempre era igual. Algunos días eran geniales. Algunos días, su madre sabía quién era. Y ésos eran los mejores, un tesoro para ella.
Paula volvió unos minutos después con un vaso de té helado.
—Aquí está.
Pero Raquel miraba la taza como si fuera una bomba de relojería.
—No quiero eso.
—Es un té helado, con limón… es lo que más te gusta.
—¿Ah, sí?
—Te gusta mucho.
—Entonces, de acuerdo —suspiró Raquel, quien después de tomarse el té empezó a masticar los cubitos de hielo—. ¿Quién eres?
Paula apretó su mano.
—Soy Paula, mamá, tu hija.
—Ah, bien. ¿Me lees algo?
Sí, algunos días eran peores que otros.
Paula tomó el libro que había en la mesilla y empezó a leer.
Leyó mientras su madre cenaba y luego, mientras se quedaba dormida. Pero cuando se marchó unas horas después, no recordaba una sola palabra de lo que había leído.
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