miércoles, 1 de noviembre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 25




Ni siquiera sabía cómo había sobrevivido a la tarde.


Tenía mucho trabajo que hacer, pero prácticamente no había dormido la noche anterior y se caía de sueño. A la una, estaba tan agotada que no podía mantener los ojos abiertos.


Irritada, consideró la posibilidad de cerrar la librería durante un par de horas para echarse una siesta. Sin embargo, la puerta se abrió en ese momento.


Cuando vio a Silvina, soltó un grito ahogado.


—¡Oh, Dios mío! Hoy tienes la cita con el médico…


—¿Lo habías olvidado?


Paula asintió.


—Lo siento mucho. Han pasado tantas cosas que se me ha ido de la cabeza, pero te puedo acompañar de todas formas. Dame un minuto para que recoja el abrigo y el bolso. No tardaré nada.


Silvina la siguió.


—¿Qué quieres decir con eso de que han pasado muchas cosas? ¿Tiene algo que ver con ese agente tan atractivo con el que estás saliendo?


—Yo, no…


—¡Oh, sí! Tú, sí. Y no lo niegues; lo sé por tu mirada.


Paula se miró en el espejo de su dormitorio, segura de que Silvina le estaba tomando el pelo. No era posible que se le notara tanto. Pero se le notaba.


Se puso el abrigo a toda prisa y miró a su amiga con inseguridad.


—Está bien, lo admito; me gusta —declaró.


—Ya me había dado cuenta, Pau. Pero dime, ¿a qué hora se ha marchado esta mañana?


—A las siete.


Paula se dio cuenta de que Silvina le había tendido una trampa y de que había caído en ella como una tonta. 


Obviamente, no podía saber que Pedro había pasado la noche en la casa, pero con una simple pregunta sobre la hora, Paula se lo había confirmado.


—Eres una diablesa, Silvina…


Silvina rió.


—Pero una diablesa muy lista —ironizó.


—Sí, desde luego que sí. Y vas a llegar tarde al médico si no nos vamos.


—Tenemos tiempo de sobra —dijo con un gesto de desdén—. Ahora quiero que me lo cuentes todo. ¿Lo vuestro va en serio?


—No empieces a hacerte ilusiones con planes de bodas y cosas así. No ha cambiado nada. Sólo nos divertimos un poco.


—Bueno, eso ya se verá. Pero deberías dar una oportunidad a ese hombre; incluso cabe la posibilidad de que no quiera tener hijos.


Las dos salieron de la librería y entraron en el coche de Silvina, que había aparcado en la esquina de la manzana.


—No, estoy segura de que Pedro quiere tener hijos.


Paula le contó la historia de su ex mujer y del niño que le había arrebatado.


—¡Esa mujer es horrible! —exclamó Silvina—. Miente para que se case con ella, miente durante todo su matrimonio, y sólo le dice la verdad cuando le pide el divorcio… ¿Cuántos años tardó en desarrollar mala conciencia?


—Tres —respondió.


—¿Tres? ¿Cómo es posible que mintiera con algo tan grave durante tres años? Si su hijo le importara algo, habría cerrado la boca. Pedro es el único padre que ha conocido.


—Si su hijo le importara —repitió Paula—. Pobre Pedro; no
quiero ni pensar lo que se debe sufrir al perder a un niño de ese modo…


Silvina se llevó una mano al estómago y mantuvo la otra en el volante.


—Ni yo. Debe de ser una pesadilla. A mí me perseguiría todos los días de mi vida.


—Dime, Silvina… Si tu hubieras perdido un hijo, ¿querrías tener otro?


—Supongo que sí, pero eso no significa que Pedro sea de la misma opinión. Puede que no quiera arriesgarse otra vez.


—O puede que sí…


—En efecto. En cualquier caso, es algo que tendrás que hablar con él en el futuro. No puedes tomar una decisión en este momento.


Paula pensó que Silvina se equivocaba. Debía tomar una decisión tan pronto como fuera posible, porque Pedro le gustaba tanto que corría el peligro de enamorarse de él.


—No puedo esperar —le confesó.


Silvina la tomó de la mano.


—Pues tendrás que hacerlo. Concédete un poco de tiempo y disfruta de su compañía, Pau. Todo saldrá bien.


—¿Tú crees?


Silvina sonrió mientras aparcaba el vehículo frente a la consulta del ginecólogo.


—Por supuesto que sí —respondió—. Piensa en mí… Todo el mundo me decía que no podría tener hijos por mis problemas físicos; pero daré a luz en menos de seis semanas, y la pequeña Savannah Green empezará a disfrutar del mundo.


Paula sonrió.


—Y será la niña más mimada de la Tierra.


—Sí, supongo que sí —rió Silvina—. Aunque cuando empiece a llorar…


—Os volverá locos a John y a ti.


Lejos de preocuparse, Silvina sonrió.


—Lo sé. ¿No te parece maravilloso?






NO TE ENAMORES: CAPITULO 24




Un buen rato después de que Pedro la abrazara y se quedara dormido, Paula seguía despierta. Escuchaba los latidos de su corazón y se preguntaba qué le estaba pasando. Tenía la sensación de que acababa de hacer el amor con su alma gemela.



Sin embargo, Pau no creía en las almas gemelas. O más bien, no se podía permitir el lujo de creer que podía enamorarse de un hombre que la amara a su vez, y que aceptara sus temores del pasado y las promesas que se había hecho a sí misma.


Porque si ese hombre existía, sería Pedro.


Nerviosa, llegó a considerar la posibilidad de levantarse y pasar el resto de la noche en el despacho, trabajando, enviando felicitaciones de Navidad, o haciendo cualquier cosa excepto estar en la cama con él. Pero siguió a su lado, fingiendo que el tiempo había dejado de existir, que no había pasado ni futuro, sino sólo presente.


Cuando la luz del día empezó a entrar por la ventana, Paula se dedicó a mirarlo con fascinación.


Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había acostado con un hombre. Incluso había olvidado lo cálidos que podían ser.


Era como acostarse con un horno; una sensación tan placentera que se preguntó cómo podría volver a acostarse en esa cama sin pensar en Pedro Alfonso.


Los ojos se le llenaron de lágrimas al instante. Con él, hasta se creía capaz de tener un hijo. O incluso una hija; una hija que indudablemente adoraría a su padre y que le pediría que le leyera cuentos por las noches.


Harta de torturarse a sí misma, apartó el edredón, se levantó, y se puso la bata antes de salir del dormitorio.


El sol ya había salido cuando Pedro entró en la cocina.


Paula acababa de preparar el café y se estremeció al verlo.


Había estado en el despacho, enviando tarjetas de Navidad e intentando recobrar el control de sus emociones.


Incluso había llegado a convencerse de que podría mirarlo a los ojos sin que el amor de la noche anterior la turbara.


Pero se había equivocado. Bastó una mirada suya para que lo recordara todo, y volviera a sentir cada caricia, cada beso, cada latido de su corazón.


—Buenos días —dijo él.


Ella se ruborizó. Rápidamente, le dio la espalda y alcanzó una taza para servirle un café.


—Buenos días. Estaba a punto de preparar el desayuno. ¿Tienes hambre?


—Me temo que no me puedo quedar —declaró con tristeza—. Ni siquiera tengo tiempo para un café… Tengo que ir a los tribunales para prestar declaración contra un idiota que quiso comprobar si en la parte de atrás de la Declaración de Independencia hay efectivamente un mapa.


—¿En serio? ¿Se puede ser tan estúpido?


—Sí. Y eso que tiene una carrera universitaria… Menudo cretino. Pensó que podía burlar el sistema de seguridad y echarle un vistazo.


Ella sonrió.


—Pero obviamente, no es tan listo como pensaba.


—¡Oh! Logró burlar el sistema de seguridad del edificio, pero se olvidó de los sensores de la sala y saltaron todas las alarmas —explicó—. El pobre diablo se quedó encerrado.


—¿Y es verdad que sólo pretendía echar un vistazo a la Declaración de Independencia? ¿O es tan tonto que la quería vender por Internet? —se burló.


Él sonrió.


—Quién sabe… —dijo Pedro—. Conozco a cierta persona que vendía objetos robados por el mismo medio…


Paula soltó una carcajada.


—Está bien, tienes razón. Pero yo no sabía que estuviera vendiendo objetos robados —se defendió—. ¡Y jamás habría vendido la Declaración de Independencia!


—Eso es cierto —dijo mientras echaba un vistazo al reloj—. En fin, tengo que marcharme o llegaré tarde.


En lugar de irse, Pedro se acercó a ella y la tomó de la mano.


—¿Podemos desayunar otro día? —preguntó.


Ella se dijo que debía rechazarlo; ya había descubierto que Pedro era el error más embriagador y adictivo que había cometido en su vida.


Desayunar con él implicaba pasar la noche con él, entre besos largos y sensuales, haciendo el amor constantemente mientras se acariciaban, se tocaban, se lamían…


—¿Paula? Aún no has contestado a mi pregunta, pero llegaré tarde a los juzgados si no me respondes.


Paula parpadeó y lo miró a los ojos.


—No. Nada de desayunos.


Pedro rió.


—¿No? Si tuviera cinco minutos, te aseguro que cambiarías de opinión.


—Si los tuvieras. Pero no los tienes —dijo ella entre risas—. Y no puedes cometer el pecado de llegar tarde a un juicio, ¿verdad?


Pedro nunca había sido un hombre que huyera de los desafíos, así que la tomó entre sus brazos y la besó.


Paula todavía estaba flotando cuando oyó su risa y lo vio marcharse.



martes, 31 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 23





Tras ver una película de dos horas y dar cuenta de todas las
palomitas, Paula estaba tan relajada que se le cerraban los ojos. Se sentía tan segura con Pedro, que había apoyado los pies en la mesa y deseaba apoyarse en su pecho y quedarse dormida.


En lugar de eso, hizo un esfuerzo por mantenerse despierta; pero poco antes de las tres de la madrugada perdió la batalla, cerró los ojos y se quedó dormida.


Pedro parpadeó, sorprendido, cuando vio que se tumbaba sobre él.


—Eh, bella durmiente —dijo entre risas—. ¿Ya te has cansado de ver la televisión?


La única respuesta de Paula fue un ronquido suave.


Él sonrió y le pasó un brazo alrededor de los hombros, pero lo lamentó de inmediato. Debajo de la bata, Paula llevaba un camisón de franela. Y él siempre había sentido debilidad por la franela.


Supuso que la mayoría de la gente lo habría considerado estúpido.


Los hombres tendían a fantasear con mujeres envueltas con telas más seductoras, o mejor aún, con nada en absoluto. 


Pero a él le encantaba la franela. Había algo en su contacto que le resultaba enormemente atractivo. Incluso se imaginó con ella en una cabaña del bosque, desabrochándole los botones mientras la cubría de besos.


Le acarició suavemente el brazo e intentó refrenar sus emociones.


Paula no era su amante. Y por supuesto, tampoco estaban en la cabaña de un bosque.


Había ido a su casa para asegurarse de que se encontraba bien y para hacerle compañía durante un rato. De hecho, ya había conseguido su objetivo. Ni siquiera tenía motivos para permanecer allí.


Además, sabía que estaba jugando con fuego; pero la idea de volver a su casa y meterse en una cama fría y vacía, no le pareció tan interesante como la mujer que descansaba contra su pecho. Y aparentemente, no corría ningún riesgo; Paula estaba dormida y él no tenía intención de aprovecharse de ella.


Estiró las piernas para ponerse más cómodo y cerró los ojos. 


Casi al mismo tiempo, Paula se retorció contra él y hundió la cara en su cuello.


Pedro sintió su aroma y supo que estaba perdido. De repente, todo su cuerpo estaba atento a su respiración, a sus suspiros, al más ligero de sus movimientos. Se repitió que debía darle un beso de buenas noches y marcharse, pero no podía.


Sin embargo, tampoco podía dormir con ella en el sillón. Si se quedaban allí, se quedarían helados.


La apartó con delicadeza, se levantó y se inclinó para tomarla en brazos y llevarla a la cama. Ella abrió los ojos, confundida, y frunció el ceño.


—¿Pedro? ¿Qué ocurre?


—La película ha terminado. Iba a llevarte a la cama.


Demasiado cansada para protestar, ella apoyó la cabeza en su hombro y le pasó los brazos alrededor del cuello.


—Lo siento… —acertó a decir en mitad de un bostezo—. Estoy muy dormida…


Pedro la llevó al dormitorio y la metió en la cama. Después, le dio un beso en la mejilla y dijo:
—Duerme. Voy a apagar las luces del salón.


Su declaración asustó a Paula, que lo tomó de la mano.


—No te vas a ir, ¿verdad?


—¿Quieres que me quede?


Paula supo lo que le estaba preguntando. Si se quedaba en la casa, sería para compartir su cama. Era tan sencillo y tan complicado como eso.


Le apretó la mano y respondió:
—Sí. Quédate.


Cuando Pedro vio su mirada de necesidad, pensó que el mundo podría haber desaparecido en ese momento y a él no le habría importado.


—Vuelvo enseguida —le prometió.


Pedro volvió al salón, apagó el televisor y las luces, y regresó al dormitorio. Una vez allí, se quitó las botas y se metió en la cama.


Paula rió.


—¿Qué haces? ¿Te acuestas con ropa?


—Igual que tú —dijo él—. Ya solucionaremos ese problema más tarde.


Paula esperaba que la besara apasionadamente, pero Pedro le demostró que no era un hombre previsible. Se tumbó de lado, la abrazó y le dio un beso en la mano.


Pedro


—¿Sí?


Paula no fue capaz de pronunciar otra palabra. En ese momento, él le lamió la muñeca y ella se excitó tanto que se preguntó cómo era posible. Hasta la más leve de sus caricias la volvía loca.


Comprendió que había cometido un error al acostarse con él. 


Era demasiado susceptible a su encanto, demasiado vulnerable. Desde el principio, Pedro le había llegado al corazón, y había conseguido que deseara cosas que no quería desear.


Pensó que debía encontrar la forma de sacarlo de su cama. 


Era lo más seguro, y quizás, lo más razonable. Pero estaba harta de jugar seguro, de renunciar al placer por miedo a que le hicieran daño, de protegerse en exceso. Además, su aroma y su calor la embriagaban y la llenaban de necesidad.


Por una vez, quería sentirse libre. Por una vez, quería olvidar el pasado y ser como cualquier mujer normal y corriente, capaz de entregarse al hombre en el que no podía dejar de pensar.


Pedro volvió a besarle la muñeca y ella gimió y se arqueó.


Había tomado una decisión.


Sus bocas se encontraron en un beso apasionado. Pedro le soltó el cinturón de la bata y ella no encontró ningún motivo para oponerse; bien al contrario, lo empezó a acariciar con tanta dulzura y tanta necesidad que lo puso nervioso.


—Basta… —protestó, desesperado.


Ella sonrió y él no deseó otra cosa que volverla loca de placer. Se desnudaron poco a poco en la oscuridad, prenda a prenda, hasta que todos los obstáculos desaparecieron y los dejaron piel contra piel.


La besaba con toda la pasión de la que era capaz. Y Paula
respondía del mismo modo, sorprendiéndolo con su entrega y amenazando su autocontrol de mil formas distintas.


En determinado momento, ella lo atrajo hacia sí para que la
penetrara. Pedro apenas tuvo tiempo de ponerse un preservativo; de repente, se encontró en su interior y supo que Paula estaba tan sorprendida como él. Era obvio que no esperaba sentir un deseo tan incontrolable. Le hacía el amor con desenfreno, como si llevara demasiado tiempo sola, como si lo necesitara mucho más de lo que ella misma estaba dispuesta a admitir.


Se preguntó quién era aquella mujer que lo asombraba
constantemente. Se hizo un montón de preguntas que se fueron apagando entre la abrumadora sensación de su cuerpo, y el placer dulce y puro que lo dominaba.


Gimió e intentó recobrar el control. Sin embargo, Paula arqueó las caderas y soltó un grito que destrozó el silencio de la noche.


Había llegado al orgasmo. Y él, satisfecho, se dejó llevar.


Nunca se había sentido tan feliz.