lunes, 30 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 18





Cuando dejó al niño en el colegio, se sintió inmensamente vacío.


Quería pensar que Carla no era tan cruel como para expulsarlo de su vida, pedirle un favor puntual, y volver a expulsarlo de nuevo.


Sin embargo, la creía capaz de cualquier cosa. Si había podido dejar a Tomy sin padre, tampoco tendría escrúpulos para jugar con sus emociones.


No debía subestimarla. La conocía muy bien. Las cicatrices de su corazón, lo demostraban.


Sabía que Carla lo estaba manipulando y tuvo la necesidad de hablar con alguien, pero no quería acudir a su madre o a sus hermanos. Le dirían que desconfiara de ella y no le diera ocasión de hacerle daño otra vez. Y tendrían razón. Pero por otra parte, no podía renunciar a la posibilidad de que su ex mujer hubiera cambiado de actitud; aunque fuera una posibilidad verdaderamente remota, se trataba de su hijo.


Atrapado entre la razón y las emociones, condujo durante un buen rato sin prestar atención al camino. Y cuando se volvió a fijar, se encontró delante de la librería de Paula.


Sorprendido, permaneció unos minutos en el coche y se preguntó por qué habría terminado precisamente allí. Tras divorciarse de Carla, se había prometido que jamás volvería a confiar en una mujer. Pero eso había cambiado. Paula lo había cambiado.


Y quería hablar con ella.


Paula se estaba preparando un café cuando oyó la marcha de John Philip Sousa, anunciando la llegada de algún cliente. Su corazón pegó un respingo, y durante un momento, deseó que fuera Pedro; pero habían pasado tres horas desde que se marchó y supuso que ya no volvería.


—¡Espere un momento! —gritó—. ¡Salgo enseguida!


—No hay prisa —dijo Pedro desde la entrada de la cocina—. Tengo todo el tiempo del mundo.


Paula dio media vuelta y lo miró. Pedro estaba sonriendo, pero la expresión sombría de sus ojos verdes le dijo que su mañana no había sido fácil. Parecía dolido, cansado, incluso más viejo.


Se preocupó tanto que quiso preguntar, pero se contuvo y dijo:
—Por tu aspecto, cualquiera diría que no has desayunado.


Sorprendentemente, él rió.


—No, te equivocas; desayuné hace un rato. Me tomé una de esas cosas con agujeros —explicó—. ¿Y tú?


—¡Oh, yo no tenía hambre…! Pero siéntate, por favor. Te prepararé algo.


—No, no me prepares nada. Todavía te debo ese desayuno.


Ella se encogió de hombros.


—Bueno, ya quedaremos otro día. Además, es un poco tarde para desayunos; si te apetece, te puedo dar algo de comer. Tengo pollo asado, sopa, chile…


Pedro supo que Paula no iba a aceptar un no por respuesta, de modo que arqueó una ceja y preguntó:
—¿La sopa es casera?


Ella sonrió y asintió.


—Sí, es una receta de mi abuela.


—¿En serio? ¿Y te sale tan bien como a ella?


—Mejor todavía. Yo preparo mis propios fideos.


—Entonces, trato hecho. Sopa… Y un sándwich. ¿En qué te puedo ayudar?


—Pon la mesa y corta el pan mientras yo caliento la sopa. ¿Qué quieres que te ponga en el sándwich?


—Cualquier cosa menos el fregadero.


Ella rió y abrió el frigorífico.


—Eso está hecho.


Diez minutos después, cuando ya estaban sentados a la mesa, Paula pensó que se podía acostumbrar a tener un hombre en casa.


Sobretodo, un hombre como él.


Era evidente que Pedro sabía valerse por sí mismo en una cocina. No tuvo que preguntar ni una vez por las cosas; sabía dónde estaba todo y encontró todo lo que necesitaba. Y cuando terminaron con los preparativos, los sándwiches y la sopa les parecieron un festín.


—Estoy impresionada —le confesó—. Sabes moverte en una cocina.


—¿Bromeas? La cocinera eres tú; yo me he limitado a vaciarte el frigorífico —comentó—. Si esto sabe tan bien como huele…


—Sabe mejor —aseguró ella, sonriendo—. Es un hecho.


—Sí, bueno, eso es lo que dicen todas… —bromeó—. Tendría que ser una sopa verdaderamente buena para que me guste más que la de mi madre.


Pedro metió la cuchara en el plato y probó la sopa. Cinco segundos después, la miró como si le hubiera caído un rayo.


—¿Quieres casarte conmigo?


Paula soltó una carcajada.


—¿Lo ves? Sabía que te gustaría.


—¿Seguro que no te quieres casar conmigo? Si comercializamos tu sopa, nos haremos ricos.


—¿Nos haremos?


—Bueno, es verdad… La sopa es tuya y la receta es de tu abuela. Entonces, tú te quedarás todo el dinero y pagarás las facturas.


Paula volvió a reír.


—Y entonces, ¿para qué te necesito a ti?


Pedro no dijo nada, pero la miró con picardía.


—Eres un diablo —continuó ella—. Deja de mirarme así.


—Si no quieres que te mire así, no hagas preguntas tan peligrosas. Te creía más inteligente, Paula…


Ella alcanzó un trozó de pan y le tiró una miga. Él respondió del mismo modo y se enfrascaron en una batalla que terminó entre carcajadas.


Cuando se tranquilizaron, Paula pensó que volvía a ser el mismo de siempre. Su tensión había desaparecido y sus ojos brillaban con humor.


—Tienes mucho mejor aspecto —declaró—. ¿Qué te pasó esta mañana?


Él parpadeó, sorprendido.


—¿Cómo sabes que me ha pasado algo?


—Lo supe por tus ojos. Tenías una mirada taciturna y cansada, como si te hubieran pegado una paliza. Pero si no te apetece hablar de ello, lo entenderé. No es asunto mío. Es que me preocupó un poco.


—Bueno, yo…


—Oí que hablabas con un niño y que lo ibas a llevar al colegio, pero no es…


—Asunto tuyo —la interrumpió, sonriendo—. Sí, ya lo habías dicho.


—¡Oh, discúlpame! —dijo, nerviosa—. En realidad no es…


—Asunto tuyo —la volvió a interrumpir—. Creo que eso ya ha quedado claro. Pero me temo que te lo voy a contar de todas formas.


—¿Sí?


—Sí. He estado tres horas dando vueltas por Washington D.C., intentando dilucidar ciertas cuestiones. Y de repente, me he encontrado delante de tu casa —respondió—. Necesito hablar con alguien y tú eres la persona más adecuada. Si te parece bien, por supuesto…


—Por supuesto. Puedes contarme lo que quieras.


Paula se recostó en la silla y escuchó. Pero Pedro no empezó por la llamada telefónica de aquella mañana, sino por el pasado y por un antiguo amor.


—Conocí a Carla cuando ella tenía catorce años y yo, dieciséis. Nos conocimos en la cola de un cine —le explicó—. Fue amor a primera vista… Era tan hermosa y tan inteligente, que me enamoré al instante, sin conocerla siquiera.


—Erais muy jóvenes —dijo ella.


—Y tanto… Carla se escapaba de casa de sus padres para verme o nos encontrábamos en el supermercado cuando iba a comprar. Todo era muy inocente; de hecho, sólo duró un mes. Su familia se marchó a Nueva York y perdimos el contacto.


Era evidente que la historia no terminaba así, pero cuando Paula contempló el dolor de los ojos de Pedro, supo que no quería oír nada más. De algún modo, Carla le había partido el corazón. Y le causó una angustia inmensa.


—Yo ya había terminado los estudios en la universidad cuando volvió a Washington —continuó Pedro.


—Y os volvisteis a encontrar.


Él asintió.


—Sí, supongo que fue una estupidez por mi parte. No la había olvidado. Me volví a enamorar de ella y tres meses más tarde me dijo que estaba embarazada de mí, así que nos casamos.


—Entonces, el niño con el que has hablado esta mañana es tu hijo…


—Se llama Tomy. Pero no es hijo mío.


Ella lo miró con extrañeza.


—Pero, ¿no acabas de decir que se había quedado embarazada de ti?


—Me mintió. Estaba embarazada, pero de otro hombre.


Paula se estremeció.


—¡Oh, Dios mío…! Debió de ser terrible.


—Lo fue.


—¿Seguro que no dijo eso para herirte? La gente es capaz de decir cosas terribles cuando se divorcia.


—No, me temo que fue sincera. Cuando nos divorciamos, el juez ordenó que se hiciera un análisis de ADN al niño. No soy el padre de Tomy.


—Genéticamente —puntualizó ella—. Porque, ¿cuántos años tenía cuando lo supiste?


—Tres.


—¿Tres? —preguntó, indignada—. ¿Carla esperó tres años para decirte la verdad?


Pedro asintió.


—Se encontró por casualidad con el padre de Tomy y se dio cuenta de que era el hombre al que amaba, así que se libró de mí.


—¿Y qué pasó con Tomy?


—Que me prohibió verlo —contestó—. Lo tenía muy fácil; a fin de cuentas, no soy su verdadero padre.


Pedro se mantuvo en silencio durante unos segundos y siguió hablando.


—Si alguien me hubiera dicho cuando me enamoré de Carla que era una mujer fría y vengativa, habría pensado que era un mentiroso; pero me expulsó de su vida y de la vida de Tomy como si yo nunca hubiera existido. Hasta esta mañana. Más de dos años después de que me prohibiera verlo.


Paula no salía de su asombro.


—¿Cómo es posible? ¿Cómo le pudo hacer eso a un niño de tres años? Pobre… No quiero ni pensar lo que debió de sufrir. De la noche a la mañana, se quedó sin padre.


—Hasta hoy… —Pedro estaba tan tenso que se levantó de la silla, caminó un poco y se apoyó en la encimera—. No sé lo que Carla está tramando. ¿Me llama dos años después para pedirme que lleve a Tomy al colegio porque se le ha estropeado el coche? Podría haber acudido a cualquiera de sus amigos. O haber pedido un taxi.


—Es evidente que ha cambiado de opinión sobre ti. Pero, ¿por qué? ¿No se te ocurre ningún motivo?


—No, ninguno —dijo, pasándose una mano por el pelo—. Y no tiene ni pies ni cabeza. Además, me parece una canallada… Ahora que Tomy se había acostumbrado a vivir sin mí, Carla me vuelve a llamar y me vuelve a meter en su vida.


—Tiene que saber que eso no es bueno para su hijo. O eres su padre o no lo eres. O estás en su vida o no lo estás —afirmó.


—¡Oh! Carla lo sabe de sobra… No es estúpida. Me echó de la vida de Tomy porque no quería que me creyera su padre.


—¿Y qué pasa con su padre biológico? ¿Está con ellos?


Él se encogió de hombros.


—No tengo ni idea.


Paula lo miró durante unos momentos y preguntó:
—¿Qué harás si te concede la oportunidad de volver a verlo?


Pedro dudó. Por una parte, adoraba a Tomy y se sentía su padre, aunque la genética afirmara lo contrario; pero por otra, no estaba seguro de que su presencia fuera lo más conveniente para el pequeño.


—No lo sé —respondió con sinceridad—. Yo no estaba preparado para casarme cuando Carla me dijo que se había quedado embarazada, pero la idea de tener un hijo me atraía tanto que cedí a sus deseos y me casé con ella. Durante tres años, fui el mejor padre que pude ser. Luego, Carla se lo
llevó y yo no tuve más remedio que asumir que Tomy no era hijo mío y que no lo sería nunca, por mucho que lo quisiera.


—Qué fácil es para ella, ¿no? Tiene todo el poder. Cree que puede hacer lo que le venga en gana y que te puede manipular como si fueras una marioneta —afirmó Paula—. Pero tú también puedes elegir; puedes decidir si permites que juegue contigo.


Él sonrió con tristeza.


—Exacto. Y en este momento, no sé qué hacer.


A Paula se le encogió el corazón.


—Es una pesadilla, Pedro. Ojalá pudiera hacer algo por ayudar…


—Ya lo has hecho. Has escuchado mi historia sin protestar ni una sola vez —ironizó—. Y eso que acabamos de conocernos… La mayoría de las mujeres habría huido de inmediato.


—Pero yo no soy como la mayoría de las mujeres.


Pedro pensó que era verdad. Paula era distinta; una mujer
increíble, que lo fascinaba y lo aterrorizaba a la vez. En algún momento, tendría que decidir lo que sentía por ella; pero ahora tenía un problema más inmediato.


—No, no lo eres. Te acusé de vender documentos robados y ¿qué haces? Me ayudas a buscar los registros de tu padre.


—Bueno, ¿qué otra cosa podía hacer? Debía limpiar su buen nombre.


—Podrías haber llamado a tu abogada. No habría permitido que me acercara a tu librería sin una orden judicial.


—Pero habría sido absurdo. Habrías conseguido la orden más tarde o más temprano, y al final, habría hecho lo mismo.


—Pero cariño mío, sólo hemos registrado una parte de la librería —le recordó—. Todavía podríamos encontrar pruebas que incriminen a tu padre.


Ella agitó la mano en gesto de desdén, desestimando la idea.


—Olvídalo. Pregunta a quien quieras por mi padre y te dirá lo mismo, que era un hombre íntegro y honrado. No robó nada en toda su vida.


—Es posible, pero ¿cómo explicas que el diario de Washington acabara en sus manos? ¿Y qué me dices del cartel del teatro Ford y del resto de los objetos robados que vendiste por Internet? Esas cosas no llegaron solas a la librería. Puede que tu padre no las robara, pero estuvo haciendo tratos con el ladrón.


Paula suspiró.


—Lo sé… Y lamento no haber estado con él durante los últimos años de su vida… Cuando hablábamos, limitábamos nuestras conversaciones a los amigos, nuestros planes para el fin de semana siguiente o la conferencia a la que pensara asistir. Nunca mencionó a ningún socio o cliente que despertara mis sospechas.


Pedro frunció el ceño.


—¡Maldita sea…! Necesitamos encontrar esos recibos. Es probable que el ladrón utilizara un seudónimo, pero al menos tendríamos algo por donde empezar. Ahora no tenemos nada; nada en absoluto.


—¿Y qué podemos hacer?


—Podríamos poner el diario a la venta en Internet para tenderle una trampa; pero responderían cientos de personas y no sabríamos cuál de ellas es el ladrón.


Paula asintió.


—Además, el ladrón conoce el valor de ese diario; si lo ve en Internet, sospechará… Es una pieza demasiado importante para venderla de esa forma. ¿Qué te parece si lo anunciamos en The Patriot?


Pau se refería a un periódico de Concord, una localidad de
Massachusetts, que se leía mucho. No tenía sección de clasificados, pero de cuando en cuando anunciaban piezas históricas de forma discreta.


—¡Magnífica idea! —exclamó Pedro, satisfecho—. Tus colegas de profesión saben que estás haciendo inventario para vender el sobrante, así que no se extrañarán cuando vean un anuncio tuyo en The Patriot. Es el periódico preferido de los coleccionistas de verdad, de los que 
buscan objetos auténticos.


—Pero nosotros no estamos buscando a un coleccionista, sino a un ladrón. ¿Por qué querría comprar algo que ya ha vendido? Se arriesgaría mucho.


—Sí, pero necesita recuperarlo.


—¿Para qué?


—Para hacerlo desaparecer y que nadie encuentre una pista que lo acuse. Además, no se trata solamente del diario de Washington, se trata de todo lo que le vendió a tu padre, que es mucho. Ahora sabe que estamos investigando los robos y no se puede arriesgar a que vendas algo más por Internet.


—Entonces, tendremos que encontrar lo que buscamos antes de que ese canalla vuelva.


—Exactamente. ¿Por dónde empezamos? ¿Por tu casa? ¿Por el ático?


—Por el ático. No he estado allí desde que mi padre falleció. Abajo hay tantas cosas por ordenar que no he tenido tiempo —respondió—. Pero deberías saber que el ático ya estaba lleno hasta los topes cuando yo era una niña. Y mi padre no era de los que tiraban cosas.





domingo, 29 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 17





Habían pasado dos años desde la última vez que se presentó en la puerta de la casa de Carla, la casa que habían compartido. Pero todo seguía igual; las flores del jardín eran las mismas y las ventanas del salón tenían las mismas cortinas.


Sin embargo, Pedro no se sintió como si volviera al hogar. 


Se sintió como si caminara hacia una trampa.


Durante unos momentos, consideró seriamente la posibilidad de dar la vuelta y regresar sobre sus pasos. Pero la puerta se abrió.


—¡Papá! —Tomy salió corriendo de la casa y se abalanzó hacia él—. ¡Has venido!


—Por supuesto que he venido —dijo Pedro entre risas.


Cuando lo abrazó, se dio cuenta de que estaba más alto y de que había perdido la carita regordeta que le hacía parecer un querubín. Crecía tan deprisa, que sintió un profundo dolor por no estar a su lado.


—¿Qué has estado comiendo últimamente, campeón? —preguntó—. Ya casi eres tan grande como yo…


—Mamá dice que voy a ser más alto que tú.


La sonrisa de Pedro desapareció. Tomy podía ser más alto, más bajo, más delgado o más fuerte, pero su constitución no tenía nada que ver con él. Sin embargo, no le podía decir la verdad. Era demasiado pequeño para entenderlo.


Justo entonces, oyó un ruido en la entrada de la casa. 


Cuando alzó la mirada, vio a su ex mujer y tuvo la impresión de que en sus ojos había lágrimas, pero supo que se engañaba a sí mismo. Era la Carla de la que se había divorciado, no la Carla de quien se había enamorado a los dieciséis años; aquella jovencita había desaparecido para siempre.


—Anda, despídete de tu madre y ve a buscar tu mochila, campeón. Si no nos vamos enseguida, llegarás tarde al colegio.


El niño no necesitó que se lo repitiera. Le dio un beso a su madre, alcanzó la mochila y se despidió.


—Adiós, mamá…


—Que tengas un buen día —dijo Carla al pequeño—. Pasaré esta tarde a recogerte. Iré en el coche de la tía Binky.


—De acuerdo, mamá.


El niño tomó a Pedro de la mano y tiró de él hacia el coche.


—Venga, papá, vamos a comprar donuts. Ya sabes, esas cosas con un agujero en medio… Antes nos los comíamos por toneladas. ¿Te acuerdas?


Pedro rió.


—Claro que me acuerdo. ¿Quieres que pasemos por la pastelería de Lulu?


—¡Sí, por favor! —exclamó con entusiasmo.


—Entonces, te llevaré. Pero no podemos llegar tarde al colegio…


Tomy subió al coche y se puso a hablar del colegio y del árbol de Navidad de su casa, pero Pedro era demasiado inteligente para pensar que las cosas volvían a ser como antes. Sabía que Carla estaba tramando algo. Si era verdad que su coche se había estropeado, podía haber llamado a Bianca, su hermana, para que lo llevara al colegio y lo recogiera por la tarde. Además, Tomy adoraba a Bianca.


Pero en lugar de eso, le había pedido a Tomy que lo llamara a él.


No podía ser más sospechoso.







NO TE ENAMORES: CAPITULO 16




—No sabemos por qué lo compró tu padre. De hecho, aquí hay tantas cosas que dudo que ni él mismo supiera lo que tenía… Es posible que lo adquiriera en un lote y que lo dejara por ahí sin prestarle atención.


—Mi padre no habría hecho eso.


—Tu padre no lo habría hecho cuando era joven, pero la gente cambia cuando envejece y enferma. Seguro que al final no era el hombre que conociste de niña; es ley de vida… Pero eso carece de importancia en este momento. Sospecho que la persona a quien le compró el diario, es la misma que ha intentado entrar esta madrugada. No puede ser casualidad. Buscaba el diario de Washington.


Paula pensó que era más que probable. El diario era un objeto extraordinariamente valioso. Y un objeto tan conocido que no se podía vender en ferias de coleccionistas.


—¿Qué hacemos ahora? Quien se lo vendiera a mi padre, sabe que he cambiado las cerraduras y el código de la alarma. ¿Cómo lo vamos a atrapar? No sabemos quién o quiénes pueden ser…


—Ya se nos ocurrirá algo cuando terminemos de comprobar las pertenencias de tu padre —le prometió—. Pero de momento, descansemos un rato. Vamos, ven conmigo… Te llevaré a desayunar.



***


Quince minutos después, entraron en un bar que se encontraba a dos manzanas del Capitolio. Eran poco más de las seis de la mañana, pero a Paula no le extrañó que estuviera lleno de gente.


Se dirigieron a la única mesa libre y se sentaron. Una camarera se acercó a toda prisa, les sirvió dos cafés y les dejó un menú antes de marcharse.


Paula miró a su alrededor y se sintió mucho mejor con el ruido de la multitud. Era justo lo que necesitaba tras los sucesos de la noche.


Café y huevos fritos con panceta. No quería nada más. No quería preocuparse con las posesiones de su padre, ni con el deseo que sentía por Pedro. Sólo quería desayunar y relajarse un poco.


Mientras esperaban a que la camarera se acercara de nuevo, Pedro estiró las piernas por debajo de la mesa y la rozó. El corazón de Paula se aceleró de inmediato, aunque sabía perfectamente que lo había hecho de forma inadvertida, sin intención alguna de coquetear. De hecho, ni siquiera la estaba mirando; seguía leyendo el menú.


Pero no se podía decir lo mismo de ella.


Intentó justificarse y se dijo que estaba agotada, que la noche había sido difícil y que la cercanía de Pedro no la habría afectado tanto en otras circunstancias. Incluso se dijo que sólo era un amigo, pero no sirvió de nada; a fin de cuentas, había sobrepasado la línea de la amistad cuando la besó.


Y deseaba que la besara otra vez.


Frustrada, intentó recobrar la cordura y dejar de pensar en esos términos. Sin embargo, era demasiado tarde. Su mirada se clavó en la sensual curva de los labios de Pedro y sintió un vacío que necesitaba llenar. Ardía en deseos de probar su boca, aunque sólo fuera para comprobar si sus besos eran tan embriagadores como le habían parecido la primera vez.


Al otro lado del bar, un hombre estalló en carcajadas por una broma de su acompañante. El sonido interrumpió la deriva de Paula, que volvió a la realidad y se ruborizó como una adolescente cuando Pedro la miró.


—Te has ruborizado…


—¡Qué tontería! Es que…


—No puedes dejar de mirarme —la interrumpió.


—¡No te estaba mirando!


—Por supuesto que sí.


—Yo…


—¿Qué? Te escucho atentamente. Di lo que tengas que decir —la desafió—. Me encantaría saber lo que estabas pensando.


Paula recobró el aplomo de inmediato. Si Pedro pensaba que la había atrapado, estaba a punto de descubrir que se equivocaba.


Sonrió con más dulzura de la cuenta, le acarició la mano con un dedo y dijo:
—Estaba pensando que puedes ser muy atractivo cuando quieres. Eres tan… Masculino.


Él rompió a reír y le atrapó el dedo antes de que ella lo pudiera retirar.


—Así que masculino, ¿eh?


—No puedo quitarte los ojos de encima.


—Sí, claro. ¿Y esperas que me lo crea?


—Claro que sí. ¿Por qué no me ibas a creer? Eres fascinante y…


Pedro contempló la sonrisa de Paula y supo que se había buscado un buen problema.


—¿Por qué tengo la sensación de que estás a punto de destrozar mi ego?


—No lo sé —respondió ella con inocencia fingida—. Sólo iba a decir que hasta tus besos son relativamente aceptables.


Pedro se puso tenso.


—¿Relativamente aceptables?


—Sí, la forma de besar es importante —respondió—. Denota la forma de ser y los defectos de cada uno.


—¿Insinúas que tengo defectos?


Ella se encogió de hombros.


—Es lamentable, pero todos los tenemos… Unos más que otros, desde luego —puntualizó—. En cualquier caso, te recomiendo que sigas practicando los besos. Por si acaso…


Pedro rió, llevó su mano a los labios y se la besó.


—¿Crees que necesito practicar? ¿Tan mal lo hago?


Paula se ruborizó otra vez. Su intención de incomodar a Pedro había fracasado miserablemente, y se empezaba a volver contra ella.


Pedro jugaba en una división superior a la suya.


—No, ni mucho menos —se defendió—. Aunque resultan algo previsibles.


Él soltó una risotada.


—Parece que te he subestimado, Paula. Felicidades. No suelo cometer ese error.


—Reconoce que te lo merecías. Eres insoportable.


—Gracias. Es lo que pretendo —bromeó.


Paula no pudo hacer otra cosa que reír.


—Dios mío, tu madre debió de volverse loca contigo cuando eras pequeño.


—No, qué va, mis hermanos eran peores que yo. Y mi padre, por supuesto… Siempre fue la única persona que podía hacer reír a mi madre en cualquier situación.


—¿Podía? —preguntó ella, más seria—. ¿Es que ha muerto?


—Sí, murió cuando yo tenía once años. Patrullaba las calles y le pegaron un tiro cuando quiso detener a un conductor que se había saltado un semáforo en rojo. No podía saber que aquel canalla acababa de atracar una tienda y que estaba totalmente drogado.


—Lo siento mucho, Pedro. Debió de ser terrible para todos
vosotros… Sobretodo para tu madre, claro.


Él asintió.


—Sí, estaban muy enamorados. Tenían el mejor matrimonio que he visto nunca. Veinte años después, ella lo sigue echando de menos.


—¿No se volvió a casar?


—No. Ha tenido ocasiones, pero sigue estando tan enamorada de mi padre que ni se da cuenta cuando alguien coquetea con ella —dijo Pedro.


Paula sonrió.


—A mi padre le ocurría lo mismo. Cuando mi madre falleció, una vecina del barrio le empezó a llevar guisos todas las noches. Lo hizo durante un año entero, y mi padre no notó que estaba loca por él.


—Pero tú lo notaste. Y seguro que la odiabas.


Ella volvió a reír.


—¿Cómo lo sabes?


—Lo sé porque yo también odiaba a los amigos de mi padre que pasaban por casa e intentaban convencer a mi madre de que estaba muy sola y necesitaba compañía. Menos mal que a ella no le interesaban, porque mis hermanos y yo no los tratábamos precisamente con cortesía… Aunque hubo una excepción: Neal.


—¿Neal?


—Sí, el compañero de patrulla de mi padre. Nos ayudó mucho cuando él murió. Mi madre se habría vuelto loca sin él. Criar a tres preadolescentes puede ser muy difícil.


Pedro se disponía a darle ejemplos de lo rebeldes que sus hermanos y él habían sido, cuando su teléfono móvil sonó.


—¿Quién llamará a estas horas? —preguntó, frunciendo el ceño.


Cuando miró la pantalla del teléfono, se llevó una sorpresa. 


Era el número de Carla.


No salía de su asombro. Su ex mujer sólo lo había llamado una vez en dos años, y sólo lo había hecho para decirle que Tomy no era hijo suyo y que dejara de molestarla y de perder el tiempo, porque jamás permitiría que lo volviera a ver.


—¿Te encuentras bien, Pedro? —preguntó Paula, notando su inquietud—. ¿Por qué no respondes?


—¿Cómo? —dijo él, desconcertado—. ¡Ah, sí…! Sí, estaba a punto de contestar.


Se llevó el teléfono a la oreja y aceptó la llamada.


—¿Dígame?


—¿Papá?


Pedro no esperaba oír la voz de Tomy, pero disimuló su emoción.


—Hola, amigo… ¿Qué tal estás?


—El coche de mamá no arranca. Me ha pedido que te llame para preguntarte si me puedes llevar al colegio.


Pedro desconfió inmediatamente. No era normal que después de rechazarlo durante años, Carla quisiera que llevara al niño.


Pero obviamente, no se podía negar.


—¿A qué hora tienes que salir?


—Mamá ha dicho que estés aquí a las ocho.


—Entonces, te veré a las ocho —le prometió.


Tras despedirse del niño, Pedro cortó la comunicación y se disculpó ante Paula.


—Lo siento, pero me tengo que ir.


—No te preocupes. Pero, ¿qué ocurre? Si te ha surgido alguna urgencia, puedo volver a casa andando. Sólo está a cuatro manzanas de aquí.


Él la miró con humor.


—No digas tonterías, Pau. Te llevaré yo. Sólo lamento que debamos dejar el desayuno para otro día…


—Creo que sobreviviré a esa desgracia —bromeó.


Pedro rió, pagó la cuenta de los cafés y dejó una propina generosa.


—Venga, salgamos de aquí.


Segundos más tarde, salieron de la cafetería. Pedro estaba tan silencioso que Paula supo que seguía pensando en la llamada telefónica. Por su tono de voz, sabía que había estado hablando con un niño. Y habría dado cualquier cosa por saber si era un sobrino, el hijo de algún amigo, el hijo de alguna novia, o quizás su hijo.


Fuera quien fuera, su reacción le había parecido extraña. 


Era obvio que no esperaba la llamada del niño y que lo había alterado mucho.


Quiso preguntar para salir de dudas, pero no tuvo ocasión. Pedro detuvo su coche delante de la librería, salió del vehículo, y le abrió la portezuela.


—Siento tener que marcharme así, tan de repente —se disculpó otra vez—. Es que… Me ha surgido un imprevisto.


Entonces, volvió al interior del coche y se marchó sin dar más explicaciones.