domingo, 29 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 16




—No sabemos por qué lo compró tu padre. De hecho, aquí hay tantas cosas que dudo que ni él mismo supiera lo que tenía… Es posible que lo adquiriera en un lote y que lo dejara por ahí sin prestarle atención.


—Mi padre no habría hecho eso.


—Tu padre no lo habría hecho cuando era joven, pero la gente cambia cuando envejece y enferma. Seguro que al final no era el hombre que conociste de niña; es ley de vida… Pero eso carece de importancia en este momento. Sospecho que la persona a quien le compró el diario, es la misma que ha intentado entrar esta madrugada. No puede ser casualidad. Buscaba el diario de Washington.


Paula pensó que era más que probable. El diario era un objeto extraordinariamente valioso. Y un objeto tan conocido que no se podía vender en ferias de coleccionistas.


—¿Qué hacemos ahora? Quien se lo vendiera a mi padre, sabe que he cambiado las cerraduras y el código de la alarma. ¿Cómo lo vamos a atrapar? No sabemos quién o quiénes pueden ser…


—Ya se nos ocurrirá algo cuando terminemos de comprobar las pertenencias de tu padre —le prometió—. Pero de momento, descansemos un rato. Vamos, ven conmigo… Te llevaré a desayunar.



***


Quince minutos después, entraron en un bar que se encontraba a dos manzanas del Capitolio. Eran poco más de las seis de la mañana, pero a Paula no le extrañó que estuviera lleno de gente.


Se dirigieron a la única mesa libre y se sentaron. Una camarera se acercó a toda prisa, les sirvió dos cafés y les dejó un menú antes de marcharse.


Paula miró a su alrededor y se sintió mucho mejor con el ruido de la multitud. Era justo lo que necesitaba tras los sucesos de la noche.


Café y huevos fritos con panceta. No quería nada más. No quería preocuparse con las posesiones de su padre, ni con el deseo que sentía por Pedro. Sólo quería desayunar y relajarse un poco.


Mientras esperaban a que la camarera se acercara de nuevo, Pedro estiró las piernas por debajo de la mesa y la rozó. El corazón de Paula se aceleró de inmediato, aunque sabía perfectamente que lo había hecho de forma inadvertida, sin intención alguna de coquetear. De hecho, ni siquiera la estaba mirando; seguía leyendo el menú.


Pero no se podía decir lo mismo de ella.


Intentó justificarse y se dijo que estaba agotada, que la noche había sido difícil y que la cercanía de Pedro no la habría afectado tanto en otras circunstancias. Incluso se dijo que sólo era un amigo, pero no sirvió de nada; a fin de cuentas, había sobrepasado la línea de la amistad cuando la besó.


Y deseaba que la besara otra vez.


Frustrada, intentó recobrar la cordura y dejar de pensar en esos términos. Sin embargo, era demasiado tarde. Su mirada se clavó en la sensual curva de los labios de Pedro y sintió un vacío que necesitaba llenar. Ardía en deseos de probar su boca, aunque sólo fuera para comprobar si sus besos eran tan embriagadores como le habían parecido la primera vez.


Al otro lado del bar, un hombre estalló en carcajadas por una broma de su acompañante. El sonido interrumpió la deriva de Paula, que volvió a la realidad y se ruborizó como una adolescente cuando Pedro la miró.


—Te has ruborizado…


—¡Qué tontería! Es que…


—No puedes dejar de mirarme —la interrumpió.


—¡No te estaba mirando!


—Por supuesto que sí.


—Yo…


—¿Qué? Te escucho atentamente. Di lo que tengas que decir —la desafió—. Me encantaría saber lo que estabas pensando.


Paula recobró el aplomo de inmediato. Si Pedro pensaba que la había atrapado, estaba a punto de descubrir que se equivocaba.


Sonrió con más dulzura de la cuenta, le acarició la mano con un dedo y dijo:
—Estaba pensando que puedes ser muy atractivo cuando quieres. Eres tan… Masculino.


Él rompió a reír y le atrapó el dedo antes de que ella lo pudiera retirar.


—Así que masculino, ¿eh?


—No puedo quitarte los ojos de encima.


—Sí, claro. ¿Y esperas que me lo crea?


—Claro que sí. ¿Por qué no me ibas a creer? Eres fascinante y…


Pedro contempló la sonrisa de Paula y supo que se había buscado un buen problema.


—¿Por qué tengo la sensación de que estás a punto de destrozar mi ego?


—No lo sé —respondió ella con inocencia fingida—. Sólo iba a decir que hasta tus besos son relativamente aceptables.


Pedro se puso tenso.


—¿Relativamente aceptables?


—Sí, la forma de besar es importante —respondió—. Denota la forma de ser y los defectos de cada uno.


—¿Insinúas que tengo defectos?


Ella se encogió de hombros.


—Es lamentable, pero todos los tenemos… Unos más que otros, desde luego —puntualizó—. En cualquier caso, te recomiendo que sigas practicando los besos. Por si acaso…


Pedro rió, llevó su mano a los labios y se la besó.


—¿Crees que necesito practicar? ¿Tan mal lo hago?


Paula se ruborizó otra vez. Su intención de incomodar a Pedro había fracasado miserablemente, y se empezaba a volver contra ella.


Pedro jugaba en una división superior a la suya.


—No, ni mucho menos —se defendió—. Aunque resultan algo previsibles.


Él soltó una risotada.


—Parece que te he subestimado, Paula. Felicidades. No suelo cometer ese error.


—Reconoce que te lo merecías. Eres insoportable.


—Gracias. Es lo que pretendo —bromeó.


Paula no pudo hacer otra cosa que reír.


—Dios mío, tu madre debió de volverse loca contigo cuando eras pequeño.


—No, qué va, mis hermanos eran peores que yo. Y mi padre, por supuesto… Siempre fue la única persona que podía hacer reír a mi madre en cualquier situación.


—¿Podía? —preguntó ella, más seria—. ¿Es que ha muerto?


—Sí, murió cuando yo tenía once años. Patrullaba las calles y le pegaron un tiro cuando quiso detener a un conductor que se había saltado un semáforo en rojo. No podía saber que aquel canalla acababa de atracar una tienda y que estaba totalmente drogado.


—Lo siento mucho, Pedro. Debió de ser terrible para todos
vosotros… Sobretodo para tu madre, claro.


Él asintió.


—Sí, estaban muy enamorados. Tenían el mejor matrimonio que he visto nunca. Veinte años después, ella lo sigue echando de menos.


—¿No se volvió a casar?


—No. Ha tenido ocasiones, pero sigue estando tan enamorada de mi padre que ni se da cuenta cuando alguien coquetea con ella —dijo Pedro.


Paula sonrió.


—A mi padre le ocurría lo mismo. Cuando mi madre falleció, una vecina del barrio le empezó a llevar guisos todas las noches. Lo hizo durante un año entero, y mi padre no notó que estaba loca por él.


—Pero tú lo notaste. Y seguro que la odiabas.


Ella volvió a reír.


—¿Cómo lo sabes?


—Lo sé porque yo también odiaba a los amigos de mi padre que pasaban por casa e intentaban convencer a mi madre de que estaba muy sola y necesitaba compañía. Menos mal que a ella no le interesaban, porque mis hermanos y yo no los tratábamos precisamente con cortesía… Aunque hubo una excepción: Neal.


—¿Neal?


—Sí, el compañero de patrulla de mi padre. Nos ayudó mucho cuando él murió. Mi madre se habría vuelto loca sin él. Criar a tres preadolescentes puede ser muy difícil.


Pedro se disponía a darle ejemplos de lo rebeldes que sus hermanos y él habían sido, cuando su teléfono móvil sonó.


—¿Quién llamará a estas horas? —preguntó, frunciendo el ceño.


Cuando miró la pantalla del teléfono, se llevó una sorpresa. 


Era el número de Carla.


No salía de su asombro. Su ex mujer sólo lo había llamado una vez en dos años, y sólo lo había hecho para decirle que Tomy no era hijo suyo y que dejara de molestarla y de perder el tiempo, porque jamás permitiría que lo volviera a ver.


—¿Te encuentras bien, Pedro? —preguntó Paula, notando su inquietud—. ¿Por qué no respondes?


—¿Cómo? —dijo él, desconcertado—. ¡Ah, sí…! Sí, estaba a punto de contestar.


Se llevó el teléfono a la oreja y aceptó la llamada.


—¿Dígame?


—¿Papá?


Pedro no esperaba oír la voz de Tomy, pero disimuló su emoción.


—Hola, amigo… ¿Qué tal estás?


—El coche de mamá no arranca. Me ha pedido que te llame para preguntarte si me puedes llevar al colegio.


Pedro desconfió inmediatamente. No era normal que después de rechazarlo durante años, Carla quisiera que llevara al niño.


Pero obviamente, no se podía negar.


—¿A qué hora tienes que salir?


—Mamá ha dicho que estés aquí a las ocho.


—Entonces, te veré a las ocho —le prometió.


Tras despedirse del niño, Pedro cortó la comunicación y se disculpó ante Paula.


—Lo siento, pero me tengo que ir.


—No te preocupes. Pero, ¿qué ocurre? Si te ha surgido alguna urgencia, puedo volver a casa andando. Sólo está a cuatro manzanas de aquí.


Él la miró con humor.


—No digas tonterías, Pau. Te llevaré yo. Sólo lamento que debamos dejar el desayuno para otro día…


—Creo que sobreviviré a esa desgracia —bromeó.


Pedro rió, pagó la cuenta de los cafés y dejó una propina generosa.


—Venga, salgamos de aquí.


Segundos más tarde, salieron de la cafetería. Pedro estaba tan silencioso que Paula supo que seguía pensando en la llamada telefónica. Por su tono de voz, sabía que había estado hablando con un niño. Y habría dado cualquier cosa por saber si era un sobrino, el hijo de algún amigo, el hijo de alguna novia, o quizás su hijo.


Fuera quien fuera, su reacción le había parecido extraña. 


Era obvio que no esperaba la llamada del niño y que lo había alterado mucho.


Quiso preguntar para salir de dudas, pero no tuvo ocasión. Pedro detuvo su coche delante de la librería, salió del vehículo, y le abrió la portezuela.


—Siento tener que marcharme así, tan de repente —se disculpó otra vez—. Es que… Me ha surgido un imprevisto.


Entonces, volvió al interior del coche y se marchó sin dar más explicaciones.




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