domingo, 29 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 15






Armados con un café tan fuerte que habría servido para quitar pintura de un metal, pasaron a la sala de lectura y echaron un vistazo a su alrededor.


Las estanterías y los expositores de cristal de la sala y del resto de las zonas públicas, estaban llenas hasta arriba con los objetos que el padre de Paula había adquirido a lo largo de toda una vida de trabajo. Y los tenían que comprobar todos, uno a uno.


Cualquiera se habría arredrado ante la perspectiva; pero lejos de sentirse intimidado, Pedro se acercó al expositor que le quedaba más cerca.


—Será mejor que empecemos. Busca cualquier marca o nota que se parezca a las de los documentos oficiales.


—Si buscamos eso, perderemos el tiempo. Mi padre lo habría notado. No encontraremos nada por el estilo.


—Espero que tengas razón, pero el intruso busca algo y necesitamos saber qué es.


Durante las dos horas siguientes, comprobaron todos los objetos de la sala. Paula hizo entonces un descubrimiento que la deprimió: Unos bocetos de William Thornton, del siglo XVIII. No tenían ninguna señal que indicara que procedían de los Archivos Nacionales, pero le extrañó que su padre no hubiera sospechado de ellos; eran bocetos del Capitolio en varias fases de su construcción.


—¿Qué has encontrado? —preguntó él.


Ella se los dio sin decir una sola palabra y Pedro los examinó.


—Esto no significa nada. Es posible que pertenecieran a un
coleccionista privado… Estoy seguro de que Thornton hizo muchos bocetos antes de presentar el plan definitivo del Capitolio al Gobierno.


Paula ya había considerado esa posibilidad, pero el comentario de Pedro no sirvió para tranquilizarla.


—Aunque así fuera, mi padre debería haber guardado la
documentación sobre su origen. Siempre lo hacía… La gente se presentaba en la librería con todo tipo de mapas y libros antiguos, pero él se negaba a comprarlos si no tenían la documentación adecuada — comentó—. ¿Cómo es posible? ¿Por qué dejó de ser cuidadoso?


—Quizás, porque estaba viejo y enfermo —respondió—. Mira a tu alrededor, cariño… Es obvio que era demasiado trabajo para él. Sospecho que llegó un momento en el que ya no podía pensar con claridad.


—Debería haber estado a su lado… —declaró, al borde de las lágrimas—. Me necesitaba y no estuve con él.


—Deja de responsabilizarte. Tenías tu propia vida. Nadie te puede culpar por ello, y seguro que tu padre, tampoco.


—Lo sé, pero…


Pedro dejó los bocetos a un lado.


—Además, ni siquiera sabes qué intenciones tenía cuando compró los bocetos. Si su procedencia es dudosa, es posible que los comprara para que no acabaran en manos de un coleccionista privado y se perdieran para siempre. Puede que tuviera intención de devolverlos a los archivos y que no pudiera por algún motivo.


Paula lo miró con asombro.


—¿Te he oído bien? ¿Esas palabras las ha pronunciado el agente especial Alfonso? ¿El hombre que estaba dispuesto a meterme entre rejas?


Pedro sonrió.


—Está bien, lo confieso… A veces soy un blandengue. Si me pillas en el día adecuado, hasta es posible que crea en Papá Noel.


—¿En serio? —bromeó.


Paula se dejó llevar por un impulso. Se acercó a él, se puso de puntillas y le dio un beso en los labios.


Pedro se quedó anonadado.


—¿A qué ha venido eso? —preguntó.


—Es un premio por ser tan bueno conmigo —dijo ella—. Lo he hecho porque me apetecía y porque podía hacerlo.


Paula intentó alejarse, pero él la tomó de la muñeca y la detuvo.


—No tan deprisa, pequeña… Creo que empiezo a conocerte. Eres una de esas mujeres que se aprovechan de los hombres cuando bajan la guardia, y cometen el error de enseñar su lado más vulnerable —dijo en tono de broma.


Ella lo miró con malicia.


—No sé de qué estás hablando.


—¿Ah, no? Tal vez te lo debería demostrar…


Pau rió, se soltó y se alejó de él.


—¡Oh, no, nada de eso! Por si lo habías olvidado, tenemos mucho trabajo por delante. Por no mencionar que tienes que capturar al lobo feroz.


—De acuerdo, por esta vez dejaré que te salgas con la tuya; pero si cambias de idea, dímelo. Puedes aprovecharte de mí siempre que te apetezca.


Paula se ruborizó levemente, y él se intentó convencer de que sólo estaba bromeando con ella. Sin embargo, no se engañó. Cuanto más la conocía, más le gustaba. Habría hecho cualquier cosa por seducirla.


—Bueno, volvamos al trabajo —dijo él, molesto con el rumbo que sus pensamientos habían tomado—. Seguiré por la zona de los mapas.


Ella sintió el rubor de sus mejillas y pensó que ningún hombre le había sacado los colores de ese modo. Ni siquiera Hugo, cuya amistad se transformó con el paso del tiempo en pasión, aunque nunca había estado enamorada de él; durante los dos años que estuvieron juntos, jamás se sorprendió soñando con él en pleno día ni fantaseando con sus caricias por la noche. Nunca había sentido lo que sentía por Pedro.


Desconcertada, estuvo a punto de dejar caer un ejemplar de pastas de cuero que cuyo estado era sorprendentemente bueno a pesar de su antigüedad. Lo dejó sobre el montón de libros que había sacado antes para inspeccionarlos. Y sólo entonces, en ese momento, lo miró bien.


Era un libro muy antiguo, sin título en la portada o en el lomo. Lo abrió por la primera página, dominada por la curiosidad, y estuvo a punto de dejarlo caer otra vez.


Una nota manuscrita, cuya tinta negra había adquirido un tono siena con el paso de los siglos, afirmaba que aquel libro era propiedad personal del general George Washington. Y la fecha que indicaba era Diciembre de 1777.


No lo podía creer. Era el diario que Washington había escrito en Valley Forge. Un diario que indiscutiblemente pertenecía a los Archivos Nacionales. Un diario tan famoso, que su padre tenía que haber sabido que era robado.


Pedro


Paula sólo pronunció su nombre. No dijo nada más. Pero él captó su tono de desesperación y se acercó a grandes zancadas.


—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?


—Es el diario de Washington. El de Valley Forge.


Paula se sentía derrotada. Su padre, la persona a la que había amado y respetado durante toda su vida, no había sido el hombre que ella creía.


Pedro le quitó el libro, lo dejó a un lado y la abrazó.


—No te preocupes sin motivo… —murmuró para animarla—. Puede que no signifique lo que piensas.


—¿Cómo? —dijo ella con lágrimas en los ojos—. ¿Es que se te ocurre otra explicación? Mi padre investigó en los archivos durante años… Sabía distinguir lo que pertenecía al Estado. Por muy enfermo que estuviera, habría reconocido ese diario en cualquier circunstancia. ¡Es el diario de George Washington!


Si la situación no hubiera sido tan terrible para Paula, Pedro habría sonreído. Estaba tan indignada que le pareció muy graciosa.


sábado, 28 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 14





Pedro abrió los ojos sobresaltado, y maldijo a su hermano cuando reconoció el número de Damian en la pantalla del teléfono móvil.


—¿Es que te has vuelto loco? ¿Sabes qué hora es? ¿Qué ocurre?


—Acabo de recibir una llamada de comisaría. La alarma de la librería de Paula Chaves saltó hace diez minutos. Pensé que querrías saberlo.


Pedro ya se estaba poniendo los pantalones.


—¿Paula está bien? ¡Maldita sea, Damian, dime algo! ¿Está bien?


—Supongo que sí… No me han dado más detalles; sólo me han dicho lo de la alarma —explicó—. ¿Vas a ir?


—Ya estoy de camino.


Diez segundos más tarde, cerró la puerta de su piso y corrió hacia su coche.


Mientras conducía a toda velocidad por la autopista, en dirección a Capitol Hill, intentó convencerse de que Paula se encontraba a salvo.


Antes de dejarla había comprobado la puerta principal del
establecimiento, y era sólida como una roca. Además, había cambiado las cerraduras y ahora se necesitaba poco menos que un antitanque para forzar la entrada.


Por otra parte, no tenía motivos para pensar que el intruso se hubiera presentado de nuevo. La alarma podía estar defectuosa o mal programada; incluso cabía la posibilidad de que se hubiera ido la luz y hubiera saltado al quedarse con la batería de emergencia.


Aún estaba pensando en ello cuando dio la vuelta a la esquina y vio a Paula frente a la librería, bajo la luz de los coches patrulla.


Asombrosamente, llevaba un viejo mosquete en las manos; y miraba a su alrededor como desafiando a cualquier cosa que se atreviera a moverse entre las sombras.


Pedro estuvo a punto de reír.


La mayoría de las mujeres se habrían metido en uno de los coches de la policía y habrían cerrado las portezuelas para sentirse seguras. Pero Paula, no. Sus ojos ardían con furia y no sólo parecía dispuesta a defenderse si llegaba a ser necesario, sino que además sabía manejar un mosquete.


No necesitaba ser muy listo para comprender que era el tipo de persona que le podía ayudar a olvidar el pasado, Carla incluida. De hecho, empezaba a considerar seriamente la posibilidad de mantener una relación con ella.


Aparcó el coche y salió. Mientras se acercaba, se dijo que sería mejor que dejara el caso en manos de la policía de la ciudad y que mantuviera las distancias con Paula. Era muy peligrosa para él. Pero cuando vio el fondo de temor bajo su expresión decidida, supo que no podría dejarla.



****

—¿Quién está ahí? —bramó ella al oír sus pasos.


Pedro salió de entre las sombras y sonrió.


—No dispares. Vengo desarmado.


Ella se sorprendió tanto al verlo, que estuvo a punto de dejar caer el mosquete.


—¡Pedro! ¿Qué estás haciendo aquí?


—Damian me ha llamado. Le avisaron de comisaría y se puso en contacto conmigo —respondió—. ¿Estás bien?


Ella alzó la barbilla, orgullosa.


—Por supuesto. Sé cuidar de mí misma.


Él sonrió con sarcasmo.


—No lo he dudado ni un momento. Pero, ¿el mosquete funciona?


Paula también sonrió.


—No, pero los malos no lo saben. Y no me iba a quedar sola en la calle, sin ninguna defensa, mientras los agentes registran el edificio.


Pedro soltó una carcajada. Después, le quitó el mosquete y lo dejó en el techo de un coche patrulla.


—¿Qué ha pasado? ¿Alguien ha intentado entrar?


Ella se estremeció por el frío de la noche, y metió las manos en los bolsillos de la bata.


—No lo sé. Cuando la policía ha llegado, he alcanzado el mosquete y he bajado enseguida, pero la puerta estaba bien cerrada.


—¿Y qué me dices de la puerta de atrás y de las ventanas del piso bajo? Sé que estaban cerradas porque lo comprobé, pero son bastante viejas… Si alguien quisiera entrar, podría forzarlas fácilmente.


Paula palideció.


—No he tenido ocasión de asegurarme. Sólo quería salir de ahí.


—¿Y no has oído nada además de la alarma? Tal vez pasos o ruidos extraños…


Ella sacudió la cabeza y él imaginó lo mal que lo habría pasado.


Paula era más que capaz de afrontar cualquier problema, pero empezaba a conocerla bien y sabía que no era tan dura como fingía.


Se acercó un poco más a ella y le puso una mano en la cara. 


Fue un contacto leve, pero suficiente para que el ambiente se cargara de electricidad.


Los ojos de Paula se oscurecieron, y durante un segundo, Pedro tuvo la sensación de que podía ver su alma. 


Se quedó hechizado, inmóvil, sin poder pensar, sin poder sentir nada salvo el calor embriagador de su piel y los latidos acelerados de su propio corazón.


Los dos agentes que estaban registrando la librería salieron a la calle y caminaron hacia ellos, rompiendo el hechizo.


Pedro maldijo su suerte y apartó la mano al verlos.


Naturalmente, los conocía; pero eso no tenía nada de particular, había muy pocos policías o miembros del FBI que los Alfonso no conocieran.


—Hola, Pedro —dijo Jackson White, que le estrechó la mano—.¿Damian te ha llamado?


Pedro asintió.


—Sí. Existe la posibilidad de que este caso esté relacionado con unos robos en nuestros archivos —respondió.


—¿Ya han descubierto por dónde han entrado? —preguntó Paula.


—No han entrado —intervino Rick Sánchez—. Obviamente, alguien no sabía que había cambiado la cerradura…


Sánchez le enseñó una bolsa de plástico que contenía una llave. La llave con la que habían intentado entrar.


Al verla, Paula se quedó blanca como la nieve.


—¿Habéis encontrado huellas dactilares? —preguntó Pedro.


—No —dijo Jackson, disgustado—. La puerta estaba totalmente limpia; es obvio que llevaba guantes. Supongo que se asustó tanto al oír la alarma que salió corriendo y se dejó la llave en la cerradura.


—Y como no ha habido allanamiento ni robo —intervino su compañero —, tampoco hay nada…


—Nada que puedan hacer —lo interrumpió Paula.


—Eso me temo.


—¿Y ya está? ¿Se van a marchar sin más?


—No se ha cometido ningún delito —le explicó Jackson—. La ayudaríamos si pudiéramos, pero no podemos hacer nada hasta que ese canalla cometa un delito.


Paula sabía que tenía razón, pero estaba muy asustada. El barrio estaba tan terriblemente oscuro y silencioso, que le resultaba inquietante.


Empezaba a imaginar peligros detrás de cada sombra.


—Dime la verdad, Pedro. ¿Crees que ha sido la misma persona?


—Sí.


—Pero, ¿por qué? Ya se llevó los recibos que quería.


—Puede que sí y puede que no… —comentó—. No quiero asustarte, Paula, pero es posible que tu padre comprara más objetos robados y que nuestro intruso necesite algo que no encontró la primera vez.


—Pero no lo entiendo, dijiste que sólo habían robado veinte
documentos, los mismos que yo vendí por Internet.


—No —le corrigió—, yo no dije eso. Dije que los documentos que vendiste por Internet procedían de los Archivos Nacionales. Pero tenemos tantas cosas que no están en el inventario, que es imposible saber cuántos se han llevado y cuántos acabaron en posesión de tu padre.


—¡Oh, Dios mío! —dijo, estremecida—. Si esa persona tiene miedo de que lo encontréis, volverá para conseguir lo que está buscando. ¡Y ni siquiera sé lo que mi padre compró! ¡No tengo los recibos!


—Eso no importa. Lo solucionaremos —le prometió.


Pedro no estaba seguro de poder solucionarlo, pero quería
tranquilizarla. Además, Paula estaba en peligro y necesitaba su ayuda.


—¿Lo solucionaremos? ¿Los dos? —preguntó, sorprendida.


—No voy a dejarte sola. Te ayudaré —dijo—. Si trabajamos juntos, puede que tengamos las respuestas a finales de semana.


Paula dudó y pensó que debía rechazar su ofrecimiento. La
perspectiva de apoyarse en él resultaba demasiado atractiva, demasiado tentadora, demasiado peligrosa.


Pero le gustara o no, lo necesitaba. El intruso se había marchado aquella noche porque se había llevado una sorpresa al ver que había cambiado las cerraduras de la casa, pero la próxima vez, estaría prevenido.


Incluso cabía la posibilidad de que entrara en pleno día, cuando la librería estaba abierta al público. Al fin y al cabo, sólo debía esperar a que estuviera sola. Lo demás sería muy fácil; cerraría la puerta, la amenazaría con un arma, encontraría lo que necesitaba, y la mataría para no dejar testigos.


Al pensarlo, se le hizo un nudo en el estómago. Y por primera en su vida, conoció el verdadero significado de la palabra miedo.


—Está bien. ¿Cuándo empezamos?


Él se encogió de hombros.


—Cuando tú quieras. Si quieres acostarte ahora, volveré por la mañana. Pero si prefieres que empecemos ahora mismo…


Paula sólo había dormido cuatro horas cuando la alarma empezó a sonar. Estaba agotada, pero la idea de acostarse otra vez y de volver a oír los crujidos del viejo edificio y el sonido del viento en los árboles, la aterrorizó.


—Si no te importa, preferiría empezar ahora mismo.


Él asintió.


—No me importa en absoluto. ¿Por dónde empezamos?


—Por la cocina; por dónde si no —respondió con rapidez—. Antes que nada, necesito un café bien cargado.