Pedro abrió los ojos sobresaltado, y maldijo a su hermano cuando reconoció el número de Damian en la pantalla del teléfono móvil.
—¿Es que te has vuelto loco? ¿Sabes qué hora es? ¿Qué ocurre?
—Acabo de recibir una llamada de comisaría. La alarma de la librería de Paula Chaves saltó hace diez minutos. Pensé que querrías saberlo.
Pedro ya se estaba poniendo los pantalones.
—¿Paula está bien? ¡Maldita sea, Damian, dime algo! ¿Está bien?
—Supongo que sí… No me han dado más detalles; sólo me han dicho lo de la alarma —explicó—. ¿Vas a ir?
—Ya estoy de camino.
Diez segundos más tarde, cerró la puerta de su piso y corrió hacia su coche.
Mientras conducía a toda velocidad por la autopista, en dirección a Capitol Hill, intentó convencerse de que Paula se encontraba a salvo.
Antes de dejarla había comprobado la puerta principal del
establecimiento, y era sólida como una roca. Además, había cambiado las cerraduras y ahora se necesitaba poco menos que un antitanque para forzar la entrada.
Por otra parte, no tenía motivos para pensar que el intruso se hubiera presentado de nuevo. La alarma podía estar defectuosa o mal programada; incluso cabía la posibilidad de que se hubiera ido la luz y hubiera saltado al quedarse con la batería de emergencia.
Aún estaba pensando en ello cuando dio la vuelta a la esquina y vio a Paula frente a la librería, bajo la luz de los coches patrulla.
Asombrosamente, llevaba un viejo mosquete en las manos; y miraba a su alrededor como desafiando a cualquier cosa que se atreviera a moverse entre las sombras.
Pedro estuvo a punto de reír.
La mayoría de las mujeres se habrían metido en uno de los coches de la policía y habrían cerrado las portezuelas para sentirse seguras. Pero Paula, no. Sus ojos ardían con furia y no sólo parecía dispuesta a defenderse si llegaba a ser necesario, sino que además sabía manejar un mosquete.
No necesitaba ser muy listo para comprender que era el tipo de persona que le podía ayudar a olvidar el pasado, Carla incluida. De hecho, empezaba a considerar seriamente la posibilidad de mantener una relación con ella.
Aparcó el coche y salió. Mientras se acercaba, se dijo que sería mejor que dejara el caso en manos de la policía de la ciudad y que mantuviera las distancias con Paula. Era muy peligrosa para él. Pero cuando vio el fondo de temor bajo su expresión decidida, supo que no podría dejarla.
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—¿Quién está ahí? —bramó ella al oír sus pasos.
Pedro salió de entre las sombras y sonrió.
—No dispares. Vengo desarmado.
Ella se sorprendió tanto al verlo, que estuvo a punto de dejar caer el mosquete.
—¡Pedro! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Damian me ha llamado. Le avisaron de comisaría y se puso en contacto conmigo —respondió—. ¿Estás bien?
Ella alzó la barbilla, orgullosa.
—Por supuesto. Sé cuidar de mí misma.
Él sonrió con sarcasmo.
—No lo he dudado ni un momento. Pero, ¿el mosquete funciona?
Paula también sonrió.
—No, pero los malos no lo saben. Y no me iba a quedar sola en la calle, sin ninguna defensa, mientras los agentes registran el edificio.
Pedro soltó una carcajada. Después, le quitó el mosquete y lo dejó en el techo de un coche patrulla.
—¿Qué ha pasado? ¿Alguien ha intentado entrar?
Ella se estremeció por el frío de la noche, y metió las manos en los bolsillos de la bata.
—No lo sé. Cuando la policía ha llegado, he alcanzado el mosquete y he bajado enseguida, pero la puerta estaba bien cerrada.
—¿Y qué me dices de la puerta de atrás y de las ventanas del piso bajo? Sé que estaban cerradas porque lo comprobé, pero son bastante viejas… Si alguien quisiera entrar, podría forzarlas fácilmente.
Paula palideció.
—No he tenido ocasión de asegurarme. Sólo quería salir de ahí.
—¿Y no has oído nada además de la alarma? Tal vez pasos o ruidos extraños…
Ella sacudió la cabeza y él imaginó lo mal que lo habría pasado.
Paula era más que capaz de afrontar cualquier problema, pero empezaba a conocerla bien y sabía que no era tan dura como fingía.
Se acercó un poco más a ella y le puso una mano en la cara.
Fue un contacto leve, pero suficiente para que el ambiente se cargara de electricidad.
Los ojos de Paula se oscurecieron, y durante un segundo, Pedro tuvo la sensación de que podía ver su alma.
Se quedó hechizado, inmóvil, sin poder pensar, sin poder sentir nada salvo el calor embriagador de su piel y los latidos acelerados de su propio corazón.
Los dos agentes que estaban registrando la librería salieron a la calle y caminaron hacia ellos, rompiendo el hechizo.
Pedro maldijo su suerte y apartó la mano al verlos.
Naturalmente, los conocía; pero eso no tenía nada de particular, había muy pocos policías o miembros del FBI que los Alfonso no conocieran.
—Hola, Pedro —dijo Jackson White, que le estrechó la mano—.¿Damian te ha llamado?
Pedro asintió.
—Sí. Existe la posibilidad de que este caso esté relacionado con unos robos en nuestros archivos —respondió.
—¿Ya han descubierto por dónde han entrado? —preguntó Paula.
—No han entrado —intervino Rick Sánchez—. Obviamente, alguien no sabía que había cambiado la cerradura…
Sánchez le enseñó una bolsa de plástico que contenía una llave. La llave con la que habían intentado entrar.
Al verla, Paula se quedó blanca como la nieve.
—¿Habéis encontrado huellas dactilares? —preguntó Pedro.
—No —dijo Jackson, disgustado—. La puerta estaba totalmente limpia; es obvio que llevaba guantes. Supongo que se asustó tanto al oír la alarma que salió corriendo y se dejó la llave en la cerradura.
—Y como no ha habido allanamiento ni robo —intervino su compañero —, tampoco hay nada…
—Nada que puedan hacer —lo interrumpió Paula.
—Eso me temo.
—¿Y ya está? ¿Se van a marchar sin más?
—No se ha cometido ningún delito —le explicó Jackson—. La ayudaríamos si pudiéramos, pero no podemos hacer nada hasta que ese canalla cometa un delito.
Paula sabía que tenía razón, pero estaba muy asustada. El barrio estaba tan terriblemente oscuro y silencioso, que le resultaba inquietante.
Empezaba a imaginar peligros detrás de cada sombra.
—Dime la verdad, Pedro. ¿Crees que ha sido la misma persona?
—Sí.
—Pero, ¿por qué? Ya se llevó los recibos que quería.
—Puede que sí y puede que no… —comentó—. No quiero asustarte, Paula, pero es posible que tu padre comprara más objetos robados y que nuestro intruso necesite algo que no encontró la primera vez.
—Pero no lo entiendo, dijiste que sólo habían robado veinte
documentos, los mismos que yo vendí por Internet.
—No —le corrigió—, yo no dije eso. Dije que los documentos que vendiste por Internet procedían de los Archivos Nacionales. Pero tenemos tantas cosas que no están en el inventario, que es imposible saber cuántos se han llevado y cuántos acabaron en posesión de tu padre.
—¡Oh, Dios mío! —dijo, estremecida—. Si esa persona tiene miedo de que lo encontréis, volverá para conseguir lo que está buscando. ¡Y ni siquiera sé lo que mi padre compró! ¡No tengo los recibos!
—Eso no importa. Lo solucionaremos —le prometió.
Pedro no estaba seguro de poder solucionarlo, pero quería
tranquilizarla. Además, Paula estaba en peligro y necesitaba su ayuda.
—¿Lo solucionaremos? ¿Los dos? —preguntó, sorprendida.
—No voy a dejarte sola. Te ayudaré —dijo—. Si trabajamos juntos, puede que tengamos las respuestas a finales de semana.
Paula dudó y pensó que debía rechazar su ofrecimiento. La
perspectiva de apoyarse en él resultaba demasiado atractiva, demasiado tentadora, demasiado peligrosa.
Pero le gustara o no, lo necesitaba. El intruso se había marchado aquella noche porque se había llevado una sorpresa al ver que había cambiado las cerraduras de la casa, pero la próxima vez, estaría prevenido.
Incluso cabía la posibilidad de que entrara en pleno día, cuando la librería estaba abierta al público. Al fin y al cabo, sólo debía esperar a que estuviera sola. Lo demás sería muy fácil; cerraría la puerta, la amenazaría con un arma, encontraría lo que necesitaba, y la mataría para no dejar testigos.
Al pensarlo, se le hizo un nudo en el estómago. Y por primera en su vida, conoció el verdadero significado de la palabra miedo.
—Está bien. ¿Cuándo empezamos?
Él se encogió de hombros.
—Cuando tú quieras. Si quieres acostarte ahora, volveré por la mañana. Pero si prefieres que empecemos ahora mismo…
Paula sólo había dormido cuatro horas cuando la alarma empezó a sonar. Estaba agotada, pero la idea de acostarse otra vez y de volver a oír los crujidos del viejo edificio y el sonido del viento en los árboles, la aterrorizó.
—Si no te importa, preferiría empezar ahora mismo.
Él asintió.
—No me importa en absoluto. ¿Por dónde empezamos?
—Por la cocina; por dónde si no —respondió con rapidez—. Antes que nada, necesito un café bien cargado.
Me encanta este tipo de historias de intriga.
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