domingo, 17 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 22





Paula saludó con la mano a los dos adultos que estaban detrás del trío de niños disfrazados de piratas y que acababan de tomar un puñado de caramelos de su bol. 


Cerró la puerta y se apoyó en ella un momento. Zeus y Arquímedes estaban tumbados en el suelo al lado del sofá. 


Los dos tenían diademas en la cabeza con cuernos de diablo saliendo de ellas, pero el golpeteo perezoso de sus rabos tenía muy poco de diabólico.


Se habían portado muy bien toda la noche, sin alterarse por el frecuente sonido del timbre. Paulales lanzó una galleta de perro a cada uno y llevó el bol vacío a la cocina para rellenarlo.


El timbre sonó de nuevo y se volvió a contestar, pero antes de que abriera, los perros se levantaron ladrando con suavidad y la rodearon.


—Sentaos —dijo ella.


Los animales obedecieron, pero Arquímedes ladró un poco aunque no muy alto. Paula abrió la puerta con una sonrisa. 


Pero no se encontró con otro niño con una calabaza de plástico en la mano.


Era Pedro.


Y después del primer arrebato de alegría, ella se dio cuenta de que parecía nervioso. Llevaba el pelo revuelto y alrededor de sus ojos había arrugas que no estaban allí unas horas antes.


La alegría de ella dio paso a la preocupación.


—¿Fiona está bien?


—Sí.


Ella abrió más la puerta.


—Entra. No esperaba verte.


Él entró en la sala y puso las manos en las cabezas de los perros.


—Ellos también se disfrazan, ¿eh?


Paula se encogió de hombros.


—A los niños que vienen les gusta —ella fue a la cocina y volvió con el bol lleno de caramelos—. ¿Qué tal tu reunión? —le ofreció el tazón.


Pero él negó con la cabeza y ella dejó las chucherías en la mesa al lado de la puerta.


—He tenido que cambiarla —repuso él. Empezó a pasear por la pequeña sala y los perros lo siguieron—. Han adelantado el juicio por la custodia.


—¿Por qué? —Paula se sentó en el brazo del sofá, alarmada.


—Por la agenda de Ernesto. HuntCom lo envía a Europa dentro de unas semanas y no de unos meses.


—¿Y puede cambiar un juicio así sin más?


—Ernesto trabaja para HuntCom. Ellos tienen mucha influencia.


Paula empezaba a ponerse también nerviosa.


—Eso no parece justo —declaró.


Pedro se pasó la mano por el pelo y la miró. Las pecas que se había pintado destacaban ahora más en sus mejillas pálidas.


—«Justo» no ha sido algo que haya formado parte de esta ecuación hasta el momento —señaló—. ¿Por qué iba a ser distinto ahora?


—¿Qué puedo hacer yo?


Él apretó los dientes. Sacó una cajita de joyería del bolsillo de la chaqueta y se la pasó.


—Ponte esto.


Paula tomó la cajita con lentitud, la abrió y miró el anillo.


—Mi abogado quiere que vayas al tribunal conmigo.


Ella lo miró con un sobresalto.


—Eso no era parte del trato.


—Lo sé.


Paula tragó saliva.


—No tengo un buen presentimiento con esto, Pedro.


—No tendrás que decir ni una palabra.


—¿Estás seguro? Porque no puedo mentirle a un juez.


—Lo sé. Yo no te lo pediría.


Ella pasó el pulgar por la piedra solitaria del anillo.


—¿Es un diamante de verdad?


Pedro no esperaba aquella pregunta.


—Sí —carraspeó—. El aro es de platino —y debería haber sido fácil elegirlo, pero había estado mucho rato en la joyería intentando imaginar cuál podría gustarle más.


—Habría sido mejor optar por una piedra falsa —comentó ella en voz baja—. Puesto que todo lo demás lo es.


—No hay nada de falso en lo mucho que te necesito.


Ella cerró los ojos.


—Me necesitas por los niños.


Pedro se moría por dentro. Tenía que centrarse en Ivan y Valentina, no en enamorarse de una mujer que merecía mucho más de lo que él podía ofrecer. Le tomó la cajita y sacó el anillo.


—¿Quieres ponértelo?


Ella lo miró. Y luego levantó despacio la mano izquierda.


Pedro le puso el anillo y ella dobló los dedos. Bajó la mano al regazo y miró el anillo.


—Es muy hermoso —dijo con voz ronca—. ¿Ahora se lo dirás a los niños?


Él asintió.


—Se lo diré mañana.


—¿Y cuándo es ese juicio?


—El viernes.


—¿Este viernes? —ella pareció alarmarse de nuevo—. ¡Santo cielo!


Sonó el timbre y se sobresaltó. Pero se puso en pie y fue a abrir. Se mostró amable y animosa con los dos niños, un chico con sombrero de cowboy y una chica con alas de hada, que llamaron y a los que ofreció el tazón de chucherías.


Pero cuando cerró la puerta y se apoyó en ella, dejó de sonreír. Lo miró largo rato y luego se volvió, abrió la puerta y dejó el tazón de chucherías en el escalón. Cerró la puerta con llave y bajó la persiana antigua que cubría la única ventana que daba a la parte frontal de la casita.


Pedro estaba más nervioso que nunca.


—Sabes que algún niño emprendedor se llevará todo el bol.


Ella negó con la cabeza y tiró de una de las cintas rojas atadas al final de las coletas.


—Ten un poco de fe.


Todavía con la cinta en la mano, se apartó de la puerta y se quitó los zapatos negros brillantes de tacón alto. Pedro sintió la boca seca. Pero ella pasó delante de él y entró en la cocina, seguida por los perros.


—Supongo que no has cenado, ¿verdad?


—No —Pedro la siguió a su vez—. ¿Qué tienes en mente?


—Pizza congelada —ella dejó la cinta en la encimera y abrió el congelador, del que sacó una caja plana que dejó con fuerza en la encimera antes de buscar una botella de vino en el frigorífico—. No les digas a Valentina e Ivan que comemos pizza sin verduras. Nunca me lo perdonarían —encendió el horno y abrió un cajón, del que sacó un sacacorchos—. Toma. Abre el vino.


Pedro abrió la botella sin dejar de mirarla. Paula quitó los cuernos a los perros y les dio agua fresca.


—¿Prefieres que me vaya? —preguntó Pedro.


Ella lo miró por encima del hombro.


—No lo sé —luego negó con la cabeza—. No.


No parecía muy segura, pero él decidió dar la respuesta por buena. No quería irse.


Giró el sacacorchos en el corcho y lo sacó despacio de la botella de vino.


—¿Copas?


Ella abrió un pequeño armario y sacó dos copas altas. Las sostuvo mientras él servía el vino y después le pasó una.


—El horno tardará un rato en calentarse —dijo. Se sentó en el sillón de cuero y cruzó las piernas.


Pedro le miró los muslos y tomó un trago de vino como si fuera un chupito de tequila.


—¿Cómo va el suelo del baño? —como sentía una necesidad brusca de escapar, se alejó por el corto pasillo.


—Está perfecto —contestó ella—. ¿Esperabas otra cosa?


Él miró el baño. Pero en vez de examinar el suelo, sus ojos se posaron en los tres sujetadores que colgaban de la barra de la cortina de la ducha y en los tangas que había al lado.


Volvió a la sala y paseó por ella.


—Hay que pintar los techos —dijo.


—Y las paredes —repuso ella—. Pero soy perfectamente capaz de hacerlo yo —tomó un sorbo de vino y lo miró por encima del cristal—. ¿Cómo es tu apartamento?


—Es sólo un lugar para dormir. Hay dos dormitorios extra para Valentina e Ivan, que sólo se han usado una vez, la semana pasada —miró una grieta en la escayola de la pared—. Lo alquilé porque estaba cerca de los niños. Los muebles también son alquilados. Todas mis cosas siguen aún en Colorado. Allí me hice una casa hace seis años.


—¿Y qué harás si consigues la custodia compartida?


—No quiero volver a mudarlos. Compraré algo aquí. O volveré a construir si encuentro un terreno de mi gusto.


—¿Y si no te dan la custodia? ¿Volverás a intentarlo?


—Podría seguir llevando a Stephanie a los tribunales durante mucho tiempo. ¿Pero cómo afectaría eso a los niños? —todavía no tenía una buena respuesta para aquello—. No lo sé. Probablemente volveré a Colorado —seguir a sus hijos a Suiza no era una opción. Tenía demasiadas cosas en marcha en Alfonso‐Morris. Si no conseguía que siguieran sus hijos en el país, la empresa sería lo único que le quedaría.


Ella bajó las pestañas. Tomó otro sorbo de vino.


—¿Y tu empresa de aquí?


—Podemos contratar a un encargado, como hemos hecho con la sucursal de Texas.


—¿No echarías de menos a Fiona?


—Echaría de menos muchas cosas —murmuró él. Y ella no sería la que menos. Sonó un timbre en la cocina y ella empezó a levantarse, pero él la detuvo—. Yo meteré la pizza en el horno.


Entró en la cocina. Terminó el vaso de vino de dos tragos, desenvolvió la pizza y la metió en el horno. Leyó las instrucciones en la caja y, como no vio cronómetro en el horno, puso el de su reloj. Rellenó su vaso de vino y se llevó la botella consigo a la sala de estar.


Zeus y Arquímedes se habían tumbado en el suelo, dejando muy poco espacio para pasear. Paula alzó la copa y él se la rellenó y dejó la botella en un estante de libros al lado de su sillón. Tomó uno de los álbumes de fotos y empezó a hojearlo.


Vio a una Paula más joven con dos perros ya crecidos. Pasó la página.


Más perros de distintas edades. Más personas. Un par de rubias espectaculares que asumió debían de ser las hermanas a las que todavía no conocía.


—Deberías considerar la oferta de Fiona —cerró el álbum y volvió a ponerlo en su sitio—. Lo harías bien.


—Estoy bien donde estoy.


—¿Sirviendo café?


Paula achicó sus ojos grises.


—¿Eso tiene algo de malo?


—Nada en absoluto, si eso es todo a lo que aspiras. ¿Lo es?


Ella apartó la vista.


—No estoy hecha para ese tipo de trabajo. Es demasiada responsabilidad.


—¿Seguro que lo que pasa no es que tienes miedo de fracasar?


Paula frunció los labios.


—Bueno, eso también, claro —se levantó de la silla—. Voy a hacer una ensalada para acompañar la pizza. ¿Te importa sacar a los perros fuera unos minutos?


Quería tener espacio propio. Y a Pedro le parecía bien. Él también necesitaba espacio. Quizá así recordaría por qué era importante no tocarla y no complicar aquel acuerdo.


Abrió la puerta y llamó a los perros. Salieron inmediatamente y saltaron por encima del bol de chucherías, que no estaba tan lleno como antes, pero tampoco estaba vacío.


Paula le había dicho que tuviera fe.


Siguió a los perros fuera y entornó la puerta antes de sentarse a vigilarlos en el escalón. La casa de Fiona estaba a oscuras, excepto por una luz que iluminaba la terraza de atrás.


Suspiró y se pasó una mano por la nuca. Zeus se acercó a él y le olisqueó las botas, pero volvió a alejarse para visitar otro arbusto. Unos minutos después, ambos perros regresaron y se sentaron tranquilamente al pie de los escalones.


—¿Cómo puede dejaros marchar? —preguntó Pedro, acariciándoles la cabeza.


Oyó un crujido detrás y supo que Paula había abierto la puerta.


—Porque están destinados a cosas más importantes que ser mis cachorros —ella salió al porche y se sentó a su lado.


—¿No tendrás frío sin chaqueta? —preguntó él.


Ella negó con la cabeza.


—Tenía mucho calor dentro. Y hace una noche hermosa.


—Sí —Pedro la miró. Se había deshecho las trenzas y el pelo, más rizado que nunca, le colgaba sobre un hombro, contenido apenas por un lazo de cinta roja. Apretó los puños para no tocarlo—. Deberías considerar la oferta de Fiona.


Ella suspiró.


—Es más seguro seguir con lo conocido.


—Y puedes vivir muchas cosas nuevas cuando sales de la zona conocida —él le pasó el tazón de chucherías—. Tú puedes tener fe en desconocidos, pero no en ti misma.


—Lo pensaré —musitó ella, después de un momento.


—Buena chica.


—Humm —ella lo miró de soslayo—. ¿Así es como me ves? ¿Como una chica?


—Creo que ya deberías saber la respuesta a eso.


—A veces creo saberla —a pesar de la pequeña luz del porche y de las estrellas, las sombras eran demasiado profundas para leer en sus ojos. Para saber si aquellos ojos grises eran suaves como la niebla o plateados como metal líquido. Ella se pasó una mano despacio por el pelo—. A veces no.


Él quería que fuera su mano la que tocara el pelo de ella. 


Miró hacia la casa de Fiona.


—Paula, cuando te miro, veo una mujer —una mujer que deseaba y sabía que no debía tomar.


Ella respiró hondo, se apoyó en las manos y estiró las piernas, que parecían muy largas para una mujer tan pequeña, hasta que tocó con los dedos la piel de Zeus.


—¿Incluso cuando voy vestida así?


Pedro pasó la vista por el vestido amarillo que se pegaba a su cuerpo.


—Incluso ahora —musitó—. Especialmente ahora.


Ella respiró con fuerza.


Pedro


El reloj de él empezó a pitar y los dos se sobresaltaron. 


Pedro reprimió un juramento y paró el ruido.


—La pizza está hecha.


Paula se levantó y entró en la casa. Pedro respiró hondo. No necesitaba pizza.


Necesitaba una ducha fría. Muy fría.


La siguió dentro. Esperó a que entraran los perros y cerró la puerta, pero volvió a abrirla al darse cuenta de que salía humo de la cocina. Entró allí y encontró a Paula acuclillada delante del horno abierto. El humo salía de allí.


—He quemado la pizza.


—He sido yo el que ha puesto el cronómetro.


Ella cerró el horno, pero siguió acuclillada allí.


—Y yo la que ha subido cincuenta grados la temperatura —se pasó los dedos por el pelo, se engancharon en la cinta roja y tiró de ella y la dejó en la encimera—. No soy capaz de preparar una maldita pizza congelada, ¿y tú crees que puedo dirigir la agencia de Fiona?


Él se acercó por detrás y le puso las manos bajo el brazo.


—Sólo es una pizza.


—Es la historia de mi vida —replicó ella.


Él le alzó la cara. Las pecas que se había dibujado se borraban con las lágrimas y él pasó despacio los pulgares por ellas.


—Pues escribe otra historia.


Los ojos brillantes de ella contenían algo que no sabía descifrar.


—¿Estarás tú en ella? ¿O la semana que viene, cuando se acabe el juicio por la custodia, yo también seré algo del pasado?


Pedro sintió que se tensaba su mandíbula. Ahora que la conocía, ¿podía imaginarla ausente de su vida?


—No hace falta que contestes —musitó ella. Apartó la cara y se pasó las manos por las mejillas—. La pizza no está comestible. ¿Qué tipo de aliño quieres en la ensalada?


Él la tomó por los hombros y la volvió hacia sí.


—Olvida la maldita ensalada.


La besó en la boca y ella emitió un sonido suave. Pedro la estrechó más contra sí. El sabor de ella resultaba más embriagador que el vino y nunca había sentido tanta sed.


Apartó la boca de la de ella y respiró con fuerza. La deseaba tanto que le dolía físicamente.


—Si no me marcho ahora, no podré irme esta noche.


Ella lo miró con los labios rojos hinchados por el beso y círculos de color en las mejillas.


—¿Y eso sería tan malo?


Él la miró a su vez.


—Dímelo tú.


Paula respiró hondo. De pronto se sacó el vestido por la cabeza y él tuvo la sensación de que ya nunca volvería a ser el mismo.






UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 21





Se marchó poco después y el resto del día pasó con rapidez. 


En el café había bastante trabajo y, cuando no estaba atendiendo, estaba hablando con Cheryl, de la agencia.


Cuando terminó su turno a las cuatro, estaba agotada. Pero el cielo estaba despejado para variar, así que caminó hasta una floristería cercana y compró una maceta de margaritas amarillas. Se metió con ellas en el coche y fue a ver a Fiona.


Pedro le había dejado un mensaje en el móvil para decirle que tenía que acabar unas cosas y que los papeles del banco seguían con Fiona.


—Hasta luego, Pipi —terminaba.


No había nada de romántico en el mensaje, pero Paula lo escuchó cinco veces en el descanso para comer. Y de camino al hospital, no pudo evitar pensar si se lo encontraría allí.


Pero no fue así.


Su exmujer y sus hijos, en cambio, sí estaban y, aunque tanto Valentina como Ivan, que iban disfrazados con los trajes que habían planeado la noche anterior, se mostraron encantados de verla, su madre, desde luego, no.


Le lanzó una mirada glacial, pero se apartó para que Paula pudiera colocar la planta en el alféizar de la ventana, donde había ya un jarrón de cristal con un ramo de orquídeas. Paula se acercó a Fiona y la besó en la mejilla. La mujer estaba sentada en la cama.


—Vas a acabar con un jardín aquí.


Fiona sonrió y le dio una palmadita en la mejilla.


—Las margaritas son preciosas. Muy alegres. Gracias.


—Nosotros hemos traído las orquídeas —intervino Valentina.


Había completado su disfraz de cisne con un tutú blanco de su casa y parecía una bailarina haciendo poses por la habitación, a pesar de las protestas de su madre para que se estuviera quieta.


—Son preciosas —dijo Paula.


Stephanie se alisó el vestido granate con la mano.


—Los niños querían ver a su abuela antes de quitarse los disfraces.


—Y te agradezco que los hayas traído —repuso Fiona, guiñando un ojo a Ivan.


Stephanie pareció algo más complacida.


—Sí, bueno, ahora tenemos que ir a casa. Ernesto vendrá a cenar esta noche y estoy planeando algo especial.


Ivan hizo una mueca.


—Yo prefiero ir a pedir caramelos.


—Eres demasiado mayor para esas cosas —le dijo su madre—. Y es una actividad peligrosa.


Paula se mordió la lengua para no contestar a eso. Ivan sólo tenía diez años y Valentina doce. Y si visitaban unas cuantas casas del barrio supervisados por algún adulto, no les pasaría anda.


Ivan hundió los hombros un poco y Paula se alegró de haberles ayudado a buscar disfraces que les gustaran más que la sábana de plástico de fantasma y el chaleco de cowboy que les había comprado su madre.


Así al menos habían podido disfrutar de los trajes en el colegio


Les devolvió el abrazo que le dieron los niños e intentó ignorar la mirada fría con que los observaba su madre. Paula se sintió muy aliviada cuando ésta se marchó sin añadir ninguna palabra a la animosidad que mostraban sus ojos.


Cuando se quedaron solas, sacó una bolsa de su gigantesco bolso y se la dio a Fiona antes de sentarse al lado de la cama.


—¿Qué es esto?


—Artículos de aseo.


Fiona sacó el peine, el cepillo de dientes y la pasta.


—¡Dios te bendiga! —tomó el peine y se lo pasó por el pelo corto.


Paula sonrió.


—También hay loción y unas revistas. ¿Cómo te encuentras hoy?


Fiona señaló con una mueca los cables que salían por debajo de su camisón de hospital y llevaban a máquinas situadas al lado de la cama.


—Con ganas de salir de aquí —señaló con el peine un sobre marrón que había en la mesa con ruedas colocada a los pies de la cama—. Pásame eso, ¿quieres? Es la información del banco que me ha traído Pedro esta mañana.


Paula le pasó el sobre y volvió a sentarse.


—Cheryl me ha llamado media docena de veces. Todo va bien en la agencia. La graduación del sábado sigue en pie. Al siguiente sábado, los criadores entregarán un nuevo grupo de cachorros a los entrenadores —aquello se hacía siempre con un picnic festivo. Era un modo de honrar y dar las gracias a los criadores por ser una parte importante del proceso—. Le he dicho que confirme las fechas y las horas con el servicio de catering para el picnic y que deje de preocuparse tanto.


Fiona sonrió débilmente. Dejó el peine, abrió el sobre y sacó una hoja de papel que tendió a Paula.


—Firma en la X roja al pie de la página.


Paula tomó automáticamente el papel.


—¿Para qué?


—Para que tengas firma en las cuentas del banco.


La joven se quedó inmóvil.


—Fiona…


La anciana alzó una mano.


—No te molestes en discutir conmigo.


—Pero tu hijo debería…


—Nada. Adrian preferiría cerrar la agencia a participar en algo relacionado con ella.


—O Pedro


—Ya tiene bastantes cosas en la cabeza. Eres tú la que quiero, así que firma.


—Pero Fiona, yo ni siquiera trabajo para ti.


—Y creo que ya es hora de cambiar eso, ¿no te parece?


—¿Y en calidad de qué me vas a contratar? ¿De firmadora oficial de cheques? No tienes ningún puesto libre. Y no me extraña. Todos los que entran a trabajar para ti en Golden no quieren trabajar para nadie más.


—Hay un puesto libre. Directora.


Paula la miró de hito en hito.


—Es algo que llevo un tiempo pensando —prosiguió Fiona—. Me han dicho que esto ha sido un aviso de que debo frenar. Y francamente, prefiero hacerlo mientras todavía puedo controlar lo que ocurre con el trabajo de mi vida que esperar a estar dos metros bajo tierra y que mi familia acabe con todo lo que he hecho.


Paula se inclinó hacia delante y le tocó la mano.


—Ellos no harían eso.


—Yo estoy bastante segura de que sí.


Paula no podía discutir aquello.


—Te quieren —dijo—. Si había algo claro en tu fiesta de cumpleaños, era eso.


Fiona hizo una mueca.


—Los Alfonso no son como los Chaves, querida. El amor en esta familia no significa necesariamente apoyo incondicional. Lo supe cuando me casé con Sergio y su madre vino a nuestra boda de negro.


—¡Caray!


—Y que lo digas. El negro puede estar de moda ahora, pero entonces no se llevaba. Fue un escándalo. No le gustaba que Sergio y yo nos casáramos sólo un mes después de habernos conocido y ella le había elegido ya otra novia. Después sólo le di un nieto. Otro defecto por mi parte, aunque ella también había tenido sólo uno. La única bendición fue que no vivió lo suficiente para ver morir a su hijo antes de tiempo o me hubiera culpado también por eso.


—Fiona.


—No temas. Pedro me ha dicho esta mañana que conoces el secreto de la familia.


—Lo siento mucho.


—Sergio y yo tuvimos una buena vida juntos. Simplemente fue demasiado corta, y aunque sabía que me quería, también comprendía la presión que sentía de responder a las expectativas de su familia. Cuando perdía la vista, intentó escondérselo a todos y nada podía calmar sus miedos —movió la cabeza—. Quiero pensar que Sergio no murió en vano. Su muerte me dio el impulso de montar Golden Ability. Y ahora, ¿quién mejor que tú para tomar las riendas? Me recuerdas mucho a mí misma cuando era joven.


—Eso me cuesta creerlo. Tú siempre eres tan… centrada.


—Encontré mi centro —replicó Fiona con gentileza—. Debido a las circunstancias. Pero tú siempre has sido muy centrada en todo lo de la agencia.


—Sí, claro. Criando cachorros.


—Y procurando que tengamos más criadores maravillosos. Y ayudando en todo siempre que te necesito. Querida, ¿no te das cuenta de que, independientemente de lo demás que hicieras en tu vida, siempre has mantenido tu compromiso con Golden Ability? Conoces a los empleados, sabes lo que hacemos y por qué. Cheryl lleva casi siete años trabajando conmigo y te llama a ti siempre que yo no estoy y tiene alguna pregunta. No me cabe duda de que puedes hacerlo. Y yo pienso estar a tu lado hasta que te sueltes y confíes en tus habilidades tanto como yo.


A Paula se le ocurrían un sinfín de argumentos en contra de los de Fiona, pero no tuvo tiempo de decir ninguno antes de que la otra continuara:
—Y ahora te vas a casar con mi nieto —la anciana se cruzó de brazos con el aire satisfecho de un gato que ha cazado al canario.


Paula olvidó todos sus argumentos.


—¿Por eso lo haces? ¿Porque de pronto estoy prometida con Pedro?


Fiona ladeó un poco la cabeza.


—En realidad, una cosa tiene poco que ver con la otra.


Paula achicó los ojos, intentando leer en ella.


—¿Estás segura?


—¿Te he mentido alguna vez?


—No —pero había algo en la expresión de Fiona que le preocupaba.


—Pues firma. Aunque sólo sea para que no tenga que preocuparme de nada por un tiempo —miró las máquinas que le hacían compañía—. Y para que sepa que, si ocurre algo, la agencia podrá funcionar un tiempo antes de que
Adrian se salga con la suya.


—A ti no te va a pasar nada —Paula firmó el papel—. Y esto no significa nada, excepto que ya no tendré que falsificar más tu nombre en los cheques. ¿De acuerdo?


La sonrisa de Fiona se volvió angelical.


—Por el momento. Y ahora cuéntame cómo se te declaró Pedro. ¿Y habéis fijado ya la fecha?


Paula estuvo a punto de atragantarse con la saliva. ¿Cómo podía mentirle a Fiona en la cara?


—Todavía no tenemos fecha —dijo.


—Ya sé que a la gente le gusta casarse en verano, pero las bodas en invierno también son maravillosas —declaró Fiona—. Y me refiero a este invierno, claro, no a dentro de doce meses.


—¿Qué no va a ser dentro de doce meses?


Paula se volvió y vio a Pedro de pie en la puerta. Aliviada, se levantó de un salto y el documento que acababa de firmar cayó al suelo.


—Nada —se puso de rodillas para buscarlo debajo de la cama.


—Bonito disfraz, Pipi —gruñó él. Su mirada bajó por el torso de ella.


Paula recordó su aspecto y se sonrojó. Tiró apresuradamente del dobladillo de la camiseta hacia abajo.


—Son las trenzas las que hacen el disfraz —dijo.


La mirada de él se clavó en sus muslos.


—Cierto —se acercó, le levantó la barbilla con los dedos y la besó en los labios—. Las pecas también.


—No he tenido tiempo de cambiarme antes de venir.


—Me ha traído las margaritas —dijo Fiona. Pedro miró la planta.


—Muy bonitas —tomó el sobre marrón—. ¿Esto ya puede ir al banco?


Fiona asintió y Paula lo miró.


—Supongo que te ha dicho lo que quería.


—Sí —él tomó el sobre—. Y me parece muy bien.


—También le he dicho que quiero que me sustituya como directora de la agencia —añadió Fiona—, pero se muestra terca. Ablándala, por favor. Seguro que tus métodos son mucho más persuasivos que los míos.


Paula se sonrojó aún más. Fiona se echó a reír.


—Y ya podéis iros. Las parejas recién prometidas no deben perder el tiempo en hospitales cuando tienen que fijar una fecha y planear una boda.


Paula se inclinó a abrazar a Fiona y siguió a Pedro al pasillo.


—Podías haberme avisado —murmuró cuando llegaron a los ascensores.


—¿De esto? —él alzó el sobre—. Es algo entre ella y tú, yo sólo soy el mensajero.


—Que haya firmado esos papeles no implica que vaya a aceptar lo demás —ella tiró de un hilo suelto en uno de los cosidos de su disfraz—. Sería un desastre.


—¿Por qué?


—Porque sí.


Pedro enarcó las cejas.


—Repito. ¿Por qué?


Paula respiró con fuerza. No hacía mucho que se conocían, pero Pedro tendría que haber visto ya sus defectos.


—Olvídalo. ¿Vas a llevar eso al banco ahora?


Pedro miró su reloj de pulsera.


—Si puedo llegar antes de que cierren, sí —se abrió el ascensor y entraron—. ¿Tú vas a casa ahora?


—No sé si vendrá nadie a pedir caramelos a la casa del jardín, pero quiero estar allí por si acaso. ¿Y tú? —reprimió el impulso de pedirle que la acompañara.


—Vivo en un apartamento. Nunca ha venido ningún niño.


—Ni siquiera Ivan y Valentina, supongo. Tu exmujer los ha traído antes. Los dos estaban adorables.


Se abrieron las puertas.


—Me alegro de que al menos uno de los dos los haya visto.


Ella lo miró.


—Quizá todavía estén vestidos. Deberías pasar a verlos.


—No puedo. Tengo una reunión en la oficina a las seis y mi abogado lleva toda la tarde persiguiéndome por teléfono. Tengo que saber lo que quiere. ¿Dónde has aparcado?


Ella señaló hacia la derecha, pero no pensaba en el coche. Pedro no podría ir con ella aunque se lo pidiera, y la decepción era intensa.


—Pues buena suerte con todo eso.


Se disponía a bajar de la acera, pero él la agarró por el brazo para que no se metiera delante de un coche.


Paula sintió la firmeza de él a su lado y, después de un momento tembloroso, se enderezó para apartarse.


—Gracias.


Él le apretó el hombro.


—Tienes que mirar por dónde vas —le tiró levemente de una de las trenzas y se alejó hacia su coche, aparcado a la izquierda de la entrada.


Paula miró sus largas piernas.


Tenía razón.


Necesitaba ver por dónde iba. Sobre todo en lo relativo a él, si no quería acabar con el corazón más destrozado que nunca.