martes, 12 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 5




Ni Iván ni Valentina ardían en deseos de pasar tiempo con su padre, pero sí les gustaba su abuela, y eso era algo que Pedro agradecía. Dobló la escalera y la llevó abajo junto con el plumero. Guardó ambas cosas en la alacena y fue a la cocina, donde no le sorprendió ver que no lo esperaba ningún sándwich. El hecho de que la conversación de sus hijos y su abuela se interrumpiera al verlo, no le resultó precisamente consolador.


—Nada de animales —advirtió con severidad. Tomó la caja de herramientas y avanzó hacia la puerta—. Acabaré en una hora y quizá, sólo quizá, os lleve luego al cine. ¿Vale?


Sabía que Stephanie y Ernesto rara vez dejaban ir a los niños al cine. Y quizá no debería sentirse orgulloso de ofrecerles aquel regalo concreto, pero a veces había que jugar un poco sucio. En lo referente a los niños, tenía una batalla abierta con Stephanie desde que se separaran ocho años atrás, pero ahora había empeorado.


Y a veces simplemente necesitaba ver una sonrisa en las caras de sus hijos.


Una sonrisa dirigida a él.


En aquel momento, tanto Valentina como Iván parecían sorprendidos y complacidos.


—Mirad el horario del cine en el periódico —añadió Pedro—. Y las películas para todos los públicos.


—Papá —Valentina alzó al cielo sus ojos azules, el único rasgo que había heredado de él—. No seas patético.


—¿Prefieres que vayamos a una infantil?


Ella negó con la cabeza.


—Pero no pienso ir al cine con estas mallas. Podría verme alguien.


—Tendrás tiempo de cambiarte —le prometió él.


—A nadie le importa cómo vayas —añadió Iván, tan amable como siempre con su hermana—. Y a Jeffrey Russell menos que a nadie.


—Cállate —Valentina levantó el puño—. O te…


—Me vais a hacer cambiar de idea sobre el cine —les advirtió Pedro.


Valentina dejó caer la mano, pero lanzó a Iván una mirada asesina, mirada que él devolvió.


Fiona empujó a Pedro hacia la puerta.


—Vete a terminar la puerta de Paula. Aquí está todo bien.


Pedro no estaba muy seguro de eso. Lo único en lo que Valentina e Iván conseguían estar de acuerdo era en lo irritante que les resultaba el otro.


Eso era algo que Pedro sí podía entender. Se había criado con dos hermanos mayores y no había habido un solo día en el que no se pelearan por algo. Pero cuando cruzaba el césped de la casa de Paula, se dijo que intentaría por todos los medios que sus hijos no llegaran a distanciarse tanto como estaba él ahora de Hugo y Alvaro.


Cuando llegó a la casa, oyó a los perros ladrar dentro. Al parecer, la clase de obediencia había terminado.


Llamó a la puerta y un momento después abrió Paula con un teléfono colocado entre la oreja y el hombro y la otra mano agarrando el collar de Zeus.


Su largo pelo moreno colgaba en largas espirales alrededor de los hombros.


—Hola —dijo—. La puerta está genial —la movió adelante y atrás.


Él alzó en el aire la cerradura nueva.


—Sólo serán unos minutos.


La madre de Paula le hablaba al oído, pero ella no la escuchaba.


—¿También vas a cambiar la cerradura?


Pedro sonrió.


—En este barrio, una mujer hermosa debería poder cerrar su puerta de un modo seguro.


Ella no pudo evitar reír. El barrio de Fiona Alfonso no era precisamente propenso a robos y allanamientos. Era demasiado elegante.


—¿Paula? —dijo la voz de su madre—. ¿Me escuchas?


—Perdona, mamá. ¿Puedes esperar un segundo?


Sin esperar respuesta, se puso el teléfono bajo el brazo y volvió a concentrarse en el atractivo nieto de su casera.


—No hace falta que la cambies. Creo que sólo necesita que la engrasen.


—Necesita que la cambien —le aseguró él—. Está en las últimas.


Ella se humedeció los labios.


—Eres muy amable. Gracias.


—En Alfonso‐Morris estamos todos a tu servicio.


Paula sintió una oleada de calor.


—Seguro que sí.


—¿Paula? ¡Paula Nicole Chaves!


La joven comprendió que la voz débil procedía del olvidado teléfono que llevaba bajo el brazo y se ruborizó avergonzada.


—Disculpa —dijo a Pedro.


Se volvió con rapidez y tiró de Zeus en dirección a la cocina. Señaló la jaula con el dedo y el perro entró en ella al lado de Arquímedes y se dejó caer sentado.


—Perdona, mamá, es que había alguien en la puerta.


Su madre suspiró débilmente.


—Y todavía no me has contestado. ¿Por qué he tenido que enterarme por Abel de que una hija mía vuelve a estar prometida? Imagínate lo que pensaría cuando quedó claro que no tenía ni idea de lo que me hablaba —Constanza Chaves alzó un tanto la voz, un indicador claro de que estaba alterada.


Paula sabía que, si había una persona en la familia capaz de perturbar a la mujer normalmente imperturbable y elegante que era su madre, era ella. La única que era claramente perturbable y decididamente no elegante.


Empezaba a sentir dolor entre las cejas.


—Yo no… —se interrumpió y bajó la voz—. No estoy
prometida —terminó casi en un susurro.


—¿Y por qué Abel está tan seguro de que sí?


Paula sabía que sólo podía haber una razón, aunque no se le ocurría por qué Omar Boering habría ido corriendo a contarle la historia a su tío honorario.


Sólo habían pasado unas horas.


—Es un malentendido —repuso. Sacó las rosas del jarrón de plástico en el que las había colocado y las tiró a la basura.


—Abel parecía tenerlo muy claro. Ha dicho que ese tal Pedro y tú estabais prometidos.


—Sinceramente, mamá —Paula alzó la voz a su pesar—, ¿de verdad crees que podría salir en serio con alguien y no decírtelo?


El silencio de Constanza resultaba expresivo, y Paula se llevó un dedo al dolor que sentía en la frente. Sí, a lo largo de los años, había habido unas cuantas cosas que no había contado a su madre. Principalmente, para evitarle preocupaciones. Porque ya le había causado demasiadas.


—Te prometo que no estoy prometida —dijo en voz más baja. Y menos con el hombre que trabajaba en su puerta a menos de cinco metros de ella y probablemente oía todas sus palabras.


—No es la idea de que estés prometida lo que me preocupa,
Paula —replicó su madre—. Es que yo pensaba que me lo contarías a mí antes.


Me encantaría ver que una de mis hijas se asienta por fin.


El dolor de cabeza se agudizó.


—Quieres decir que yo me asiente por fin —que fuera capaz de retener algo o a alguien.


—Yo no he dicho eso.


Paula paseó por la cocina pequeña. Tenía veintisiete años y no dejaba de decirse que había pasado el punto en el que necesitaba la aprobación de su madre.


Pero decirlo y sentirlo eran dos cosas muy diferentes.


—No salgo con nadie, mamá. No he salido desde…


Se interrumpió. No había necesidad de terminar. Su madre sabía a lo que se refería y Paula no tenía deseos de que Pedro oyera que su vida amorosa era inexistente desde principios de año, desde que Leonardo McKay, el hombre del
que había estado enamorada, la había cambiado por una mujer que resultara más adecuada a su lado cuando entrara en el mundo de la política. Una mujer cuyo pelo no diera la impresión de que había metido un dedo en el enchufe y que no tuviera que subirse a un taburete para llegar a los estantes de su armario de la cocina. Una mujer elegante que tuviera siempre las palabras apropiadas para cada situación.


Una mujer como la madre de Paula. O como sus hermanas. Se pellizcó el puente de la nariz. Zeus empezó a gruñir. Oyó a su madre suspirar de nuevo.


—Está bien. Llamaré a Abel para corregir su información.


—Yo lo llamo, si quieres —se ofreció Paula.


Su tío honorario era un poco excéntrico, pero ella sentía debilidad por él.


Después de la muerte de su padre cuando era pequeña, Abel Hunt había sido uno de los pocos hombres que quedaron en su vida. Fuera porque había sido amigo de sus padres desde la infancia, o porque su padre se había casado con su madre o porque su padre y él habían estado metidos en negocios juntos, lo cierto era que, desde la muerte de su padre, Abel había hecho lo posible por ayudar a la familia Chaves. Era un hombre tremendamente inteligente que, según algunos, tenía un chip de ordenador en vez de corazón. Y teniendo en cuenta el modo en que había tratado a sus hijos durante casi toda su vida, aquella acusación no resultaba disparatada del todo. Pero, para Paula, era el raro de su tío Abel. Y como ella también se tenía por rara, quizá por eso sentía afinidad con él.


—Sé que disfruta hablando contigo —decía su madre—. Especialmente desde que le llevas esos cafés que tanto le gustan. Y no te molestes en negarlo. Sé que lo haces desde que volviste a trabajar en ese café cuando terminaste con Leonardo. Pero mañana voy a comer con Abel, así que ya se lo diré yo. ¿Necesitas dinero para ir a la compra o para gasolina?


Paula no pudo evitar una risita.


—No, mamá. No necesito nada de eso. Tengo trabajo, ¿recuerdas? Puedo permitirme cuidar de mí misma.


—Sí, ya sé que tienes trabajo. Y también puedo adivinar cuánta parte de tu sueldo gastas en esos perros. Si entrara ahora en tu despensa, ¿vería comida para ti y no sólo sacos de comida para perros?


—Sí, la verías —Paula cruzó los dedos mientras divisaba en su mente la despensa vacía.


Constanza emitió un ruidito suave que Paula tradujo como incredulidad.


Pero no insistió. Quizá porque era la mujer más independiente que Paula conocía. Y había criado a sus hijas para que fueran igual.


—Además —añadió Paula—, esta semana ayudo a Jimena en el bistró —sonrió al pensar en la afición de su hermana mayor de alimentar al mundo con su encantador Corner Bistró, en el centro de Seattle—. Así que sabes que al menos comeré bien —por lo que a Paula respectaba, Jimena era la mejor chef de la ciudad. Lo que su hermana podía hacer en la cocina sólo podía describirse como mágico.


—Supongo que eso ya es algo —asintió Constanza—. Está bien. ¿Seguro que no hay nada en tu vida de lo que yo deba estar al tanto?


El ruido de un martillo llenó la casa.


—Segurísimo —Paula no tenía intención de contarle a su madre que había asaltado a Pedro Alfonso para esquivar al joven amigo de su tío—. Saluda al tío Abel de mi parte. Te quiero.


Esperó a que su madre reciprocara el sentimiento y colgó el teléfono







UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 4





—¡Fiona!


Unas horas más tarde, con el arreglo de la puerta casi terminado, Pedro entró por la puerta de atrás de la casa de su abuela, cruzó el cuarto de la colada que, hasta donde él sabía, su animosa abuela no había usado nunca personalmente. Eso era algo que siempre dejaba para sus «ayudantes», personas que, en opinión de la madre de Pedro, necesitaban más ayuda de la que podían proporcionar a Fiona.


—Fiona —volvió a llamar. Hizo señas a sus hijos para que avanzaran y los siguió con la pesada caja de herramientas en la mano.


—No entiendo por qué no podemos quedarnos en casa —Valentina continuaba la discusión que había empezado desde que subiera a la camioneta, cuando Pedro la había recogido en su clase de ballet—. Tengo doce años y puedo
hacer de canguro de Iván.


—No necesito canguros —replicó Iván con acidez. Era dos años más joven que su hermana, que no cesaba de recordárselo. Se acercó directamente al frigorífico gigante de Fiona y abrió la puerta.


—Tengo hambre.


—Tú siempre tienes hambre —comentó Valentina, con un gesto de desdén que habría enorgullecido a su madre.


Pedro le puso una mano en el hombro.


—Tú también deberías comer algo —comentó, aunque consiguió reprimir el resto de su pensamiento… que estaba demasiado delgada.


—No tengo hambre.


La respuesta era predecible. Por desgracia, el modo en que esquivaba el contacto de él también resultaba predecible. Pedro reprimió un suspiro y dejó la caja de herramientas en el suelo de la cocina.


—Entonces ayuda a tu hermano. Y si no te importa, prepárame un sándwich también a mí. Voy a buscar a la abuela.


Sin esperar respuesta, entró en el pasillo estrecho que iba desde la cocina hasta la oficina de su abuela. Pero ella no estaba detrás del escritorio enorme que había pertenecido al abuelo de Pedro. Tampoco estaba en el invernadero,
cuidando las orquídeas y begonias. A su abuela de casi ochenta y cinco años la encontró arriba, encima de una escalera de tres metros con un plumero de mango largo en la mano, intentando llegar a los brazos de la gran araña de cristal que colgaba encima del vestíbulo de dos pisos de altura.


—Fiona —dijo con calma desde el pie de las escaleras, porque no quería asustarla, aunque tuvo que agarrar con fuerza la barandilla para no precipitarse escaleras arriba—. Me dijiste que habías contratado a alguien para limpiar esa araña.


—Y lo hice —la mujer movió el plumero hacia la araña, que gimió un poco y se balanceó débilmente—. Pero detuvieron al pobre marido de Rosalie.


—¡Ah! —él empezó a subir las escaleras—. ¿Y habías contratado al marido?


—No, no —Fiona negó con la cabeza y miró hacia abajo, apuntándolo con el plumero—. Yo contraté a Rosalie. Pero es obvio que no puede estar aquí si tiene que estar al lado de su esposo —volvió su atención de nuevo a la araña.


—¿Y lo han detenido?


—Hace una semana. Le dije a Rosalie que no se preocupara por nada, ni económicamente ni en ningún otro sentido.


Pedro suspiró. Entre sus hijos, que daban la impresión de querer que desapareciera de sus vidas, y su abuela, que era el blanco perfecto para cualquiera que necesitara algo, tenía que entrenarse mucho en el arte de no perder la paciencia.


Terminó de subir las escaleras y echó a andar por el rellano.


—Abuela, ¿por qué no contratas a otra persona? —sabía, por larga experiencia, que era inútil intentar convencer a Fiona de que no tenía que salvar a todas las personas que conocía—. ¿O por qué no esperas a que llegue yo y te ahorras ese dinero? Sabías que vendría hoy —llegó hasta la escalera, alzó las manos, tomó a su abuela por la cintura y la levantó en vilo.


Pedro —ella agitó el plumero en su dirección, llenándole la cara de polvo—. Bájame inmediatamente.


—Eso es lo que intento… —estornudó fuerte—, hacer —la dejó bien apartada de la escalera y se colocó entre las dos. Volvió a estornudar y se pasó las manos por la cara—. ¿Cuánto polvo había ahí?


—Mucho —repuso Fiona—. Y por eso había que hacerlo —puso los brazos en jarras y lo miró encantada cuando él volvió a estornudar—. Eso te pasa por interrumpirme.


Él le quitó el plumero de la mano antes de que volviera a agitarlo en su cara.


—Yo acabaré eso.


—No digas tonterías —ella le quitó a su vez el plumero, demostrando que la edad no le había hecho perder muchos reflejos—. ¿No tenías a Valentina e Iván esta tarde?


—Sí. Y están abajo asaltando tu cocina.


A Fiona se le iluminaron los ojos.


—Están aquí, ¿eh? Eso es maravilloso. ¿Cuánto tiempo?


—No lo suficiente —él hizo una mueca—. Le he pedido a Stephanie que me los dejara hasta mañana, pero… —movió la cabeza.


Fiona frunció el ceño.


—Como siempre, quiere ponerte todas las dificultades que pueda.


Pedro podría haberlo negado, ¿pero de qué habría servido? Su abuela y el resto de la familia sabían lo mal que se llevaba con su exmujer. Aunque Fiona era casi la única que no lo culpaba por ello.


Su abuela le dio una palmadita en la mano y señaló la escalera.


—Hay que limpiar la araña antes de esa horrible fiesta de cumpleaños que tu madre está empeñada en dar el próximo fin de semana.


—¿Es horrible porque es tu cumpleaños? ¿O porque la da Amanda?


A su madre no sólo le gustaba controlarlo todo, sino que además estaba lejos de ser la nuera ideal. Si daba una fiesta, probablemente era porque le interesaban las apariencias… las suyas. Una mujer tierna y encantadora no era.


Fiona lo miró.


—Elige tú. ¿Has conseguido arreglarle la puerta a Paula?


Sin esperar respuesta, se bajó las mangas de la sudadera y echó a andar por el rellano, enderezando los cuadros colgados allí. Tres generaciones de Alfonso y entre ellos no había ni uno solo que trabajara con las manos… como
Pedro.


—Sí —éste subió a la escalera y se dispuso a terminar el trabajo iniciado por su abuela—. Pero voy a cambiar la cerradura antes de irme hoy. Me ha dicho que también tiene problemas con eso.


—O sea, que la has visto.


—La he visto.


—¿Y qué te ha parecido? —Fiona se detuvo ante el retrato de su marido y tiró de una esquina hacia abajo—. Una chica encantadora.


—Parece muy amable —repuso él sin comprometerse—. Estaba sacando a los perros para una clase.


—Los entrena ella. En lo que respecta a los perros, hace casi de todo —Fiona, satisfecha con los retratos, avanzó hacia las escaleras—. Ya es suficiente. Si tu madre se quiere subir a una escalera para inspeccionar la araña, que lo haga —movió la cabeza—. Y no necesito una maldita fiesta que me recuerde lo vieja que soy —empezó a bajar la escalera con una ligereza impropia de su edad—. ¿Eso de cambiar la cerradura me permitirá robarte a tus hijos un par de horas?


Pedro la miró desde la escalera.


—¿En qué estás pensando?


Ella movió una mano en el aire.


—En nada que deba preocuparte.


Pedro hizo una mueca.


—La última vez que dijiste eso, acabé con dos hámsteres viviendo en mi casa —le recordó. Y aquellos dos hámsteres se habían multiplicado rápidamente.


Había tardado casi tres meses en encontrar casas que aprobaran sus hijos.


—No volveremos con nada que respire —le aseguró ella, antes de desaparecer en el pasillo de abajo.


Pedro movió la cabeza y bajó de la escalera. Que algo no respirara no implicaba necesariamente que le fuera a gustar. 


Pero no tenía intención de quejarse.