lunes, 4 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 9




Ella estaba íntimamente acurrucada contra su cuerpo desnudo, una intimidad que no dejaba nada oculto. Se apartó de golpe.


—Yo… me has despertado.


—Corazón, me has despertado tú a mí. Es una lástima. Lo estaba disfrutando.


Paula ya se había dado cuenta.


—Debo haber tenido una pesadilla —contestó ella mortificada—. Tú, en mi cama.


Él se rió con suavidad.


—Vaya pesadilla. Me estabas besando y tocando con bastante pasión.


—Estaba soñando con otra persona.


No supo de dónde sacó el valor para inventarse aquello.


—Pensé que dijiste que era una pesadilla. ¿Estás intentando confundirme?


Como si existiera la más mínima oportunidad de que lo lograra: Agarró la sábana y apretó las manos hasta cerrarlas como puños.


—¡No me acuerdo! No sé lo que estaba soñando o haciendo. ¡Estaba dormida! ¡Y tú me despertaste de repente!


Él se incorporó sobre los codos y apoyó la cabeza en una mano. La contempló con una calma enloquecedora.


—Bien. Me disculpo. Debería haberte dejado terminar tu… sueño.


—¿Y por qué no lo hiciste si tanto te gustaba?


Él arqueó los labios.


—Yo soy capaz de controlar mis instintos animales más básicos.


—¡Pues nunca te había pasado antes!


—Nunca lo había conseguido antes… contigo.


—¿Y por qué lo has hecho ahora?


Él se encogió de hombros.


—Esto era diferente.


—¿Cuál era la diferencia? ¿Que fuera sexo libre?


No le gustó la forma en que había sonado: cínica y aguda. 


Desde luego, no era ella.


Él enarcó una ceja.


—Era diferente, por una parte porque tú solías estar plenamente consciente, bueno, la mayoría del tiempo. Y cuando no lo estabas podría asegurar que no te
arrepentirías después ya que tú, como mi querida esposa, estabas todo el tiempo deseosa.


Paula no sabía por qué la estaba haciendo sentirse humillada y avergonzada, pero lo estaba consiguiendo.


—¡Haces que parezca que era una ninfómana! ¡Tú desaparecías semanas y meses! ¿No se supone que debía desearte cuando volvías a casa?


Él esbozó una sonrisa de soslayo.


—Hubiera quedado muy decepcionado si no lo hubieras hecho.


Se estaba burlando de ella. Lo odiaba. Y él manteniendo el control como siempre. No podía soportarlo.


Se movió hasta el mismo borde de la cama sintiendo la camiseta enrollada alrededor de su cintura. Tiró de ella para abajo al salir de la cama. Eran las cuatro y cuarto, vio en el reloj digital de la mesilla. Se fue al baño y bebió un vaso de agua deseando poder irse de allí, apartarse de Pedro, alejarse de la pesadilla de estar de nuevo con él. Se miró al espejo y vio los ojos oscuros y enormes contra la cara pálida.


¿Cómo podría haber pasado aquello? ¿Cómo podía sentir aquello por él después de tantos años cuando sabía que era inútil? Que nunca podrá darle lo que ella necesitaba…


Cerró los ojos sintiendo las lágrimas ardientes y vio su cara, el brillo de sus ojos. Quizá fuera mejor que no se hubiera controlado a sí mismo, que hubieran hecho el amor. 


Entonces al menos hubiera tenido el consuelo de no haber sido la única en perder el control. ¿En qué estaba pensando?


Gimió para sus adentros.


—¿Paula?


Era la voz de Pedro, suave pero insistente.


—Vete —dijo recordando que no había cerrado la puerta—. Déjame sola.


Pedro abrió la puerta. Se había enrollado alrededor de la cintura una túnica de rayas de colores.


—Vuelve a la cama.


Ella parpadeó para secarse las lágrimas.


—¡No vengas a fastidiarme aquí!


—Sólo intentaba asegurarme de que no ibas a dormir en la bañera. Puedes quedarte en la cama. Yo trabajaré algo. De todas formas suelo madrugar bastante.


Eso ya lo sabía ella. Sabía demasiado para su propia comodidad. Bajó la vista hacia sus manos agarradas contra el borde del lavabo para intentar recuperar la compostura. 


Después alzó la cabeza y lo miró.


—De acuerdo. Gracias.


Había hablado como una dama. Se sintió orgullosa de sí misma.


Nadie dijo nada más. Ella volvió a meterse en la cama y él a trabajar en su ordenador portátil. El ritmo de las teclas era extrañamente relajante, al menos no tenía nada que ver con emociones y deseos.


La despertó el brillante sol en la cara y el cuerpo. Se removió algo para evitarlo y enterró la cara en la almohada. Pero ya no pudo volver a dormir al recordar la realidad en la que se encontraba. Permaneció inmóvil y abrió los ojos. Pedro había corrido las cortinas y estaba sirviendo café en el carrito que debían haber llevado mientras ella estaba dormida.


Ya se había afeitado y vestido y no llevaba la colorida túnica alrededor de la cintura.


Pedro se acercó a la cama y ella cerró los ojos. Se sentó a su lado. Paula olió el aroma limpio y débil de su loción de afeitar.


—Paula. Despiértate.


No le quedó otro remedio que abrir los ojos y verlo con la vista clavada en ella y la cara demasiado cerca para su tranquilidad. Pudo ver las motas plateadas en sus ojos grises y las pequeñas arrugas en el rabillo de los ojos.


—Estoy despierta —dijo con voz ronca.


Se sentía desbordada por su presencia; su profunda energía masculina cargaba el aire que la rodeaba. Sintió un cosquilleo en la piel.


—Toma un café.


Paula se incorporó y miró a la taza que la ofrecía. Café con leche fuerte y cremoso, como a ella le gustaba.


—Gracias.


Él había sido siempre el madrugador y ella la perezosa. 


Siempre le había llevado el café a la cama después de llevar un tiempo leyendo, trabajando o corriendo.


Sin embargo, ahora no era como había sido siempre. En el pasado sólo la llamaba por su nombre para despertarla. La besaba hasta conseguirlo en los párpados cerrados, en los labios, en la boca. Paula vio un destello de emoción en sus ojos y por un momento se quedó quieta.


Él lo había recordado.


Por supuesto que lo había recordado. Pero, ¿qué importaba ahora? Paula apartó el recuerdo y dio un sorbo al café caliente.


—Está bueno —dijo con frialdad rompiendo el hechizo.


Pedro se levantó del borde de la cama con la expresión de nuevo impenetrable.


—El desayuno está en la mesa.


—Sí. Me levantaré a lavarme.


—No hay prisa. Termínate el café primero si quieres.


Paula lo vio alejarse con movimientos gráciles. Recogió un periódico y se sentó levantando los pies sobre la cama.


Ella tomó su café en silencio escuchando sólo los latidos agitados de su corazón y el crujido del periódico. La cara de Pedro estaba tapada. Por una parte era cómodo y familiar, pero por otra parte era inquietante y extraño. 


Terminó el café y salió de la cama. Él alzó la vista y se movió hasta la silla.


—Aquí tienes tu ropa.


—No puedo creer haber seguido dormida con tantas entradas y salidas —frunció el ceño—. No he oído nada.


—Siempre has dormido profundamente —comentó él—. Ni los truenos ni las sirenas de las ambulancias te despertarían.


Ella sonrió.


—Prueba de una conciencia limpia, solías decir.


Él la miró a los ojos.


—Eso todavía lo mantienes, ¿verdad?


Ella ladeó la cabeza.


—¿Qué quieres decir?


—Nada, era sólo un comentario.


—¿Y por qué no iba a tener la conciencia limpia? —Insistió ella un poco enfadada—. ¿Qué insinúas?


Él se encogió ligeramente de hombros.


—Hace mucho tiempo que no te veo. ¿Quién sabe? Podría estar el FBI buscándote por todo el mundo —posó el periódico y se levantó—. ¿Quieres más café?


Su cara era neutral y su voz cortés.


Ella lo miró con enfado sabiendo que no iba a conseguir sacarle una respuesta más concreta.


—No me gustan las insinuaciones —dijo—. Y no, no quiero más café. Me voy a vestir primero.


Paula recogió su ropa y se fue al cuarto de baño. ¿Qué habría querido insinuar? No tenía ni idea.


Tomaron el desayuno en la mesita en medio de un silencio incómodo. Paula sentía los nervios a flor de piel.


—Necesito recuperar el bolso, la documentación y algo de ropa.


—No podemos acercarnos a tu casa. Tendrás que arreglártelas sin ello.


—¡Cómo puedo arreglármelas sin ello! —dijo ella con tensión—. Al menos en estas circunstancias. Creo que lo mejor será que tome un avión y salga para Estados Unidos.


—Nunca conseguirías llegar hasta un aeropuerto. Ahora mismo es demasiado arriesgado.


Paula picó un trozo de papaya.


—¿Y qué se supone que puedo hacer? ¿Esconderme aquí contigo sin ropa ni dinero?


—No —dijo él con frialdad—. Será mejor que salgamos de la ciudad antes de que ellos descubran que yo te he recogido y te encuentren.


—Si estás intentando asustarme lo estás consiguiendo.


—Bien. Entonces deja de preocuparte por la ropa, por Dios bendito y haz lo que te diga.


—¡No puedes ordenarme nada! —dijo furiosa.


—Por supuesto que puedo —esbozó una sonrisa fugaz—. Sé lo duro que te debe resultar todo esto, pero admite que me necesitas. Piensa en tu padre. Lo único que quiere es tener la seguridad de que su única hija está a salvo.


—¿Y estoy a salvo contigo? —preguntó con amargura.


—¿Tienes miedo de mí? —preguntó él arqueando las cejas.


Sí, pensó ella. Tenía miedo de él, del impacto que su presencia tenía sobre ella, de las emociones que estaba despertando en ella. Pero eso no se lo podía decir. Se enderezó.


—Por supuesto que no —dijo con tensión—. No creo que planees encerrarme en una celda oscura hasta que haya pasado el peligro.


—No, tengo una idea mejor.


Pedro dio un bocado a su bollo y Paula esperó apretando los dientes a que terminara de masticar.


—¿Podrías explicarte mejor?


—Me encantaría. Lo que vamos a hacer es lo siguiente: unos amigos míos, John y Lisette O’Connor, tienen una casa en las montañas como a dos horas de la ciudad. En este momento están fuera del país, pero me he puesto en contacto con ellos para quedarme en su casa para escribir mi informe. Está bastante aislada y podremos quedarnos hasta que sea seguro volver a Kuala Lumpur o encontrar la forma de sacarte del país.


—¿Cómo?


—Todavía no lo sé. Quizá podamos cruzar en coche la frontera de Tailandia. O quizá llevarte a un aeropuerto más pequeño para que puedas tomar un avión hasta Borneo y salir para Indonesia desde allí. Tendremos que analizar la posibilidad de… —se detuvo a mitad de la frase y maldijo entre dientes—. Esos vándalos revolvieron toda tu habitación para buscar tu pasaporte.


—¡No estaba en la habitación! —dijo ella con rapidez y alivio—. Está en un cajón del despacho de mi padre. Me puso una mesa y un ordenador para que pudiera trabajar. Lo tengo allí junto con el billete de vuelta y unos cheques de viaje.


Él soltó un largo suspiro de alivio.


—Bien —se pasó una mano por el pelo—. Bueno, entonces será mejor que nos movamos. Voy a empaquetar.


—¿Tienes un coche aquí? —preguntó ella al recordar el taxi de la noche anterior.


Pedro posó la maleta encima de la cama.


—Puedo usar el de los O’Connor. Está aparcado en la casa de unos amigos de ellos aquí en la ciudad. Siempre lo dejan ahí para que no se lo roben cuando viajan fuera.


Abrió los cajones y empezó a sacar la ropa.


Un conductor les llevó el coche al hotel a los quince minutos. 


Era una ranchera Toyota muy usada y abollada.




domingo, 3 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 8





Estaba flotando en un agua azul cristalina y el cielo estaba teñido de suaves tonos pastel recibiendo al sol. Era tan bonito; suspiró maravillada. Las suaves olas la lamían sensualmente la piel devolviéndola a la playa donde Pedro esperaba que llegara hasta él.


Arena rosada. Tan bonita. Tan suave. Se tendió en ella extendiendo los brazos para tocar el calor, tocar a Pedro, con el placer recorriendo su cuerpo con sensualidad.


Le sintió caliente y sólido y se acurrucó contra él, su aliento soplándole en la cara. El sol se elevó más y más y el aire se hizo cada vez más ardiente. Murmuró su nombre, respirando el conocido aroma de él con el cuerpo tembloroso de necesidad, de deseo, de deseo por él.


Temblorosa necesidad. Embriagadora ansia. Y una dolorosa tristeza. Sus dedos se enroscaron en su espeso pelo y después se deslizaron por su cuello y su espalda. La sintió suave y fuerte bajo sus dedos. Se removió un poco buscando su boca, besándolo, escuchando el suave gemido desde lo más profundo de su garganta.


Era tan maravilloso besarlo, sentir el dulce y seductor anhelo. Entonces, ¿por qué la tristeza? ¿Las silenciosas lágrimas? Como si supiera que nunca tendría lo que anhelaba con desesperación. Como si todo fuera sólo una frágil ilusión.


El corazón de él palpitaba con fuerza contra el de ella. Lo podía sentir contra sus senos. Tan maravilloso. Dos corazones latiendo juntos. Se abrazó a él, más cerca aún, con los brazos alrededor de su cuerpo. Era una bendición. 


Luchó contra la tristeza deseando sólo sentir la magia de sus cuerpos juntos.


—Abrázame —susurró—. Hazme el amor.


—¿Paula?


Un sonido áspero y torturado de otro mundo.


Se sintió arrastrada a la consciencia con el corazón acelerado en la oscuridad. Jadeó desorientada y sintió la aspereza de una barbilla sin afeitar, la calidez de una piel y un cuerpo desnudo íntimamente cerca del de ella.


La luz inundó la habitación y se encontró con los ojos de color gris de Pedro.




UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 7





Llenó la bañera y puso aceite perfumado. ¿Por qué darse una ducha cuando podía disfrutar de un delicioso baño? Eso la relajaría. Siempre lo hacía.


Excepto esa vez. Tenía la cabeza demasiado cargada de preguntas y estaba muy nerviosa. ¿Tendría de verdad razón su padre? ¿Y qué pasaba con quedarse a solas con él en su habitación esa noche?


Con Pedro, que seguía siendo el mismo pero a la vez tan diferente. Seguía siendo el mismo hombre atractivo y masculino del que se había enamorado, pero se había vuelto más duro y más frío. Y el destello de risa en sus ojos había desaparecido por completo.


Una llamada en la puerta del baño la sobresaltó.


—Ya tienes aquí el té. ¿Quieres que te lo lleve dentro?


El pulso se le aceleró.


—No, gracias. Saldré en un minuto.


Era agradable sentirse limpia de nuevo. La inmensa toalla era un lujo. Se envolvió en ella el pelo mojado y se puso uno de los albornoces del hotel. Recogiendo su ropa, salió de la habitación.


—¿Crees que podrán tener esto lavado y planchado para mañana por la mañana? —le preguntó.


Él levantó la vista del periódico.


—Seguro —alcanzó el teléfono—. ¿Necesitas algo más? ¿Un cepillo de dientes?


Ella asintió.


—Por favor.


Se sentó a la mesa y se sirvió el té mientras Pedro hablaba por teléfono. Sentía el cuerpo tenso y los nervios destrozados. Dio un sorbo al té dulce contemplando los platos tapados sobre la mesa. Había esperado para comer a que ella saliera. Siempre tan caballeroso.


Gimió para sus adentros. ¡Oh Dios! no quería pensar en el pasado.


Pedro colgó el teléfono y se sentó a la mesa en frente de ella, destapó los platos y apareció un guiso oriental con enormes gambas y una ensalada.


—Tiene buena pinta —dijo ella por decir algo.


—Pruébalo si te apetece.


—No, gracias —dio otro sorbo a su té—. Te acordaste de que me gustaba el té con menta.


Sus ojos se clavaron en ella.


—Por supuesto que me acordé, Paula. ¿Cómo no iba a acordarme?


Ella se encogió de hombros con incomodidad.


—No lo sé. Es sólo que… —le falló la voz—. Simplemente no creí que fuera algo que recordaras.


—Recuerdo muchas cosas. Más de las necesarias.


Tomó entonces el tenedor y bajó la vista hacia la comida.


A Paula se le contrajo el corazón. Ella también recordaba demasiadas cosas. Contempló su taza mientras pensaba en cómo se las arreglarían para pasar la noche. Sólo había una cama de tamaño gigantesco como era de esperar. Podrían dormir los dos en ella y ni siquiera se enterarían de la presencia del otro.


Sí, claro. Cerró los ojos y dio otro sorbo. Podría sugerirle dormir en el suelo o en una de las sillas, pero él no lo permitiría. Lo conocía bastante bien. Había algo terriblemente irreal en aquella situación.


—Pareces cansada —dijo él mirándole a la cara.


—Lo estoy. He estado andando prácticamente todo el día.


—Háblame de tu artículo.


Ella lo hizo aliviada de que eso le distrajera.


—¿Has comido serpiente alguna vez? —preguntó ella al recordar ver aquellas criaturas a la venta en el mercado.


—Sí, sabe como el pollo. Es bastante buena.


Paula puso una mueca de desagrado.


—Ya sé que son todo prejuicios, pero creo que no estoy preparada para esa aventura.


Pedro había terminado su cena y se reclinó contra el respaldo de la silla sólo para levantarse cuando llamaron a la puerta. Una sonriente camarera había llegado a recoger la ropa para la lavandería. Apenas se acababa de ir cuando apareció otra.


Pedro cerró la puerta y le pasó el cepillo de dientes.


—Si quieres dormir, adelante. ¿Te molesta que vea las noticias un rato? Lo pondré bajo.


—No, por supuesto que no —después de todo era su habitación—. ¿Dónde quieres que duerma?


Él enarcó una ceja.


—En la cama, por supuesto.


—¿Y tú?


—En la cama también. ¿Dónde iba a dormir, si no? Hay mucho espacio. Estoy seguro de que nos las arreglaremos. Ya lo hemos hecho antes, ¿recuerdas?


—Eso fue hace mucho tiempo —dijo con tono de nerviosismo—. Y estábamos casados.


Él la miró con gesto impenetrable.


—No te quedes ahí como una virgen asustada. ¡Por Dios bendito, Paula! No te preocupes, no te forzaré. Nunca lo he hecho y no pienso empezar ahora.


Paula sintió ardor en toda la cara: una mezcla de rabia, recuerdos y vergüenza. No, él nunca la había forzado. Lo único que había tenido que hacer había sido esbozar aquella sonrisa tan especial suya y ella se había inflamado al instante. ¡Oh Dios, no sabía si sobreviviría aquella noche con él tan cerca en la cama!


—Bien —accedió con tensión—. Me secaré el pelo y me lavaré los dientes.


—La pasta de dientes está en mi neceser.


—Gracias.


Cuando se miró en el espejo se vio sonrojada y con los ojos brillantes. Una virgen asustada. Era patética.


Apretó los dientes, se desenroscó la toalla de la cabeza y alcanzó el secador colgado de la pared. Sentía una opresión terrible en el pecho y por un momento temió romper a llorar por un motivo que apenas intuía. Concentrándose en el ruido del secador, consiguió controlarse y el momento pasó.


Llevaba el pelo bastante corto y rizado, por lo que no tardó demasiado en secano.


Cuando volvió a la habitación, Pedro estaba viendo la CNN descalzo con los pies apoyados en el borde de la cama. 


Hasta sus pies le resultaban familiares.


Paula se quedó frente a la cama vacilante. Ahora podría quitarse el albornoz con naturalidad y meterse bajo las sábanas, pero era más de lo que estaba preparada para hacer con él delante. Cuando habían estado casados, siempre se había metido desnuda en la cama, pero ahora necesitaba ponerse algo.


—¿Tienes algo que pueda ponerme para dormir? ¿Una camiseta?


Él la miró durante un segundo como si necesitara asimilar aquella simple pregunta. Entonces hizo un gesto hacia la cómoda.


—Segundo cajón a la derecha. La azul es bastante larga.


¿Se estaba riendo de ella? No podía saberlo. Encontró la camiseta, volvió al baño y se la puso. Menos mal que él era tan alto y ella tan pequeña. La camiseta le llegaba hasta la mitad de los muslos.


—Encantadora —comentó él cuando volvió a entrar en la habitación—. ¿De verdad crees que eso me iba a impedir forzarte si quisiera?


—Oh, cállate.


Él soltó una carcajada.


—Vete a dormir, mujer. Estás agotada.


Eso era más fácil decir que hacer.


La cama era cómoda, las sábanas planchadas y frías, pero su cuerpo estaba tenso. Escuchó el suave murmullo de la televisión. ¿Esperaría él a que se durmiera para meterse dentro? Le oyó moverse, entrar en el baño y abrir el agua.


Se le imaginó de pie bajo el agua desnudo y húmedo, las burbujas deslizándose por su torso. Conocía todo su cuerpo hasta la forma en que se apretaba íntimamente contra el de ella. Una oleada de recuerdos la asaltó y el cuerpo le reaccionó con una traidora necesidad.


Con el corazón desbocado, se incorporó en la cama. Aquello era una locura. Estaba loca. No podía quedarse allí. Debería llamar a alguien. Pero, ¿a quién? Ni siquiera tenía ropa que ponerse. Oh, Dios, aquello era como una mala película.


La ducha se había cerrado. Se volvió a meter bajo las sábanas con los ojos cerrados y el cuerpo rígido. Ahora se estaba secando la cara y el pecho. Ahora lavándose los dientes.


La puerta se abrió en silencio. Los pasos avanzaron con suavidad hacia la cama. Paula sintió su peso en el colchón, los movimientos de su cuerpo mientras se acomodaba en el otro extremo y el chasquido de la lámpara al apagar la luz.


Silencio, acentuado por los latidos de su corazón. Abrió los ojos y se quedó mirando a la oscuridad con miedo a moverse y hasta a respirar. Después de un rato oyó la respiración lenta y regular de Pedro. Estaba dormido.


Sintió una rabia irracional. Allí le tenía dormido sin preocuparse en absoluto de que ella estuviera en su cama.


Bueno, ¿y por qué debería preocuparse? Habían estado casados en otro tiempo, pero no ahora. Probablemente habría tenido diez mujeres después que ella.


No le querría ni aunque se lo suplicara. La idea casi le hizo soltar una carcajada. Pedro nunca suplicaba por nada