domingo, 3 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 7





Llenó la bañera y puso aceite perfumado. ¿Por qué darse una ducha cuando podía disfrutar de un delicioso baño? Eso la relajaría. Siempre lo hacía.


Excepto esa vez. Tenía la cabeza demasiado cargada de preguntas y estaba muy nerviosa. ¿Tendría de verdad razón su padre? ¿Y qué pasaba con quedarse a solas con él en su habitación esa noche?


Con Pedro, que seguía siendo el mismo pero a la vez tan diferente. Seguía siendo el mismo hombre atractivo y masculino del que se había enamorado, pero se había vuelto más duro y más frío. Y el destello de risa en sus ojos había desaparecido por completo.


Una llamada en la puerta del baño la sobresaltó.


—Ya tienes aquí el té. ¿Quieres que te lo lleve dentro?


El pulso se le aceleró.


—No, gracias. Saldré en un minuto.


Era agradable sentirse limpia de nuevo. La inmensa toalla era un lujo. Se envolvió en ella el pelo mojado y se puso uno de los albornoces del hotel. Recogiendo su ropa, salió de la habitación.


—¿Crees que podrán tener esto lavado y planchado para mañana por la mañana? —le preguntó.


Él levantó la vista del periódico.


—Seguro —alcanzó el teléfono—. ¿Necesitas algo más? ¿Un cepillo de dientes?


Ella asintió.


—Por favor.


Se sentó a la mesa y se sirvió el té mientras Pedro hablaba por teléfono. Sentía el cuerpo tenso y los nervios destrozados. Dio un sorbo al té dulce contemplando los platos tapados sobre la mesa. Había esperado para comer a que ella saliera. Siempre tan caballeroso.


Gimió para sus adentros. ¡Oh Dios! no quería pensar en el pasado.


Pedro colgó el teléfono y se sentó a la mesa en frente de ella, destapó los platos y apareció un guiso oriental con enormes gambas y una ensalada.


—Tiene buena pinta —dijo ella por decir algo.


—Pruébalo si te apetece.


—No, gracias —dio otro sorbo a su té—. Te acordaste de que me gustaba el té con menta.


Sus ojos se clavaron en ella.


—Por supuesto que me acordé, Paula. ¿Cómo no iba a acordarme?


Ella se encogió de hombros con incomodidad.


—No lo sé. Es sólo que… —le falló la voz—. Simplemente no creí que fuera algo que recordaras.


—Recuerdo muchas cosas. Más de las necesarias.


Tomó entonces el tenedor y bajó la vista hacia la comida.


A Paula se le contrajo el corazón. Ella también recordaba demasiadas cosas. Contempló su taza mientras pensaba en cómo se las arreglarían para pasar la noche. Sólo había una cama de tamaño gigantesco como era de esperar. Podrían dormir los dos en ella y ni siquiera se enterarían de la presencia del otro.


Sí, claro. Cerró los ojos y dio otro sorbo. Podría sugerirle dormir en el suelo o en una de las sillas, pero él no lo permitiría. Lo conocía bastante bien. Había algo terriblemente irreal en aquella situación.


—Pareces cansada —dijo él mirándole a la cara.


—Lo estoy. He estado andando prácticamente todo el día.


—Háblame de tu artículo.


Ella lo hizo aliviada de que eso le distrajera.


—¿Has comido serpiente alguna vez? —preguntó ella al recordar ver aquellas criaturas a la venta en el mercado.


—Sí, sabe como el pollo. Es bastante buena.


Paula puso una mueca de desagrado.


—Ya sé que son todo prejuicios, pero creo que no estoy preparada para esa aventura.


Pedro había terminado su cena y se reclinó contra el respaldo de la silla sólo para levantarse cuando llamaron a la puerta. Una sonriente camarera había llegado a recoger la ropa para la lavandería. Apenas se acababa de ir cuando apareció otra.


Pedro cerró la puerta y le pasó el cepillo de dientes.


—Si quieres dormir, adelante. ¿Te molesta que vea las noticias un rato? Lo pondré bajo.


—No, por supuesto que no —después de todo era su habitación—. ¿Dónde quieres que duerma?


Él enarcó una ceja.


—En la cama, por supuesto.


—¿Y tú?


—En la cama también. ¿Dónde iba a dormir, si no? Hay mucho espacio. Estoy seguro de que nos las arreglaremos. Ya lo hemos hecho antes, ¿recuerdas?


—Eso fue hace mucho tiempo —dijo con tono de nerviosismo—. Y estábamos casados.


Él la miró con gesto impenetrable.


—No te quedes ahí como una virgen asustada. ¡Por Dios bendito, Paula! No te preocupes, no te forzaré. Nunca lo he hecho y no pienso empezar ahora.


Paula sintió ardor en toda la cara: una mezcla de rabia, recuerdos y vergüenza. No, él nunca la había forzado. Lo único que había tenido que hacer había sido esbozar aquella sonrisa tan especial suya y ella se había inflamado al instante. ¡Oh Dios, no sabía si sobreviviría aquella noche con él tan cerca en la cama!


—Bien —accedió con tensión—. Me secaré el pelo y me lavaré los dientes.


—La pasta de dientes está en mi neceser.


—Gracias.


Cuando se miró en el espejo se vio sonrojada y con los ojos brillantes. Una virgen asustada. Era patética.


Apretó los dientes, se desenroscó la toalla de la cabeza y alcanzó el secador colgado de la pared. Sentía una opresión terrible en el pecho y por un momento temió romper a llorar por un motivo que apenas intuía. Concentrándose en el ruido del secador, consiguió controlarse y el momento pasó.


Llevaba el pelo bastante corto y rizado, por lo que no tardó demasiado en secano.


Cuando volvió a la habitación, Pedro estaba viendo la CNN descalzo con los pies apoyados en el borde de la cama. 


Hasta sus pies le resultaban familiares.


Paula se quedó frente a la cama vacilante. Ahora podría quitarse el albornoz con naturalidad y meterse bajo las sábanas, pero era más de lo que estaba preparada para hacer con él delante. Cuando habían estado casados, siempre se había metido desnuda en la cama, pero ahora necesitaba ponerse algo.


—¿Tienes algo que pueda ponerme para dormir? ¿Una camiseta?


Él la miró durante un segundo como si necesitara asimilar aquella simple pregunta. Entonces hizo un gesto hacia la cómoda.


—Segundo cajón a la derecha. La azul es bastante larga.


¿Se estaba riendo de ella? No podía saberlo. Encontró la camiseta, volvió al baño y se la puso. Menos mal que él era tan alto y ella tan pequeña. La camiseta le llegaba hasta la mitad de los muslos.


—Encantadora —comentó él cuando volvió a entrar en la habitación—. ¿De verdad crees que eso me iba a impedir forzarte si quisiera?


—Oh, cállate.


Él soltó una carcajada.


—Vete a dormir, mujer. Estás agotada.


Eso era más fácil decir que hacer.


La cama era cómoda, las sábanas planchadas y frías, pero su cuerpo estaba tenso. Escuchó el suave murmullo de la televisión. ¿Esperaría él a que se durmiera para meterse dentro? Le oyó moverse, entrar en el baño y abrir el agua.


Se le imaginó de pie bajo el agua desnudo y húmedo, las burbujas deslizándose por su torso. Conocía todo su cuerpo hasta la forma en que se apretaba íntimamente contra el de ella. Una oleada de recuerdos la asaltó y el cuerpo le reaccionó con una traidora necesidad.


Con el corazón desbocado, se incorporó en la cama. Aquello era una locura. Estaba loca. No podía quedarse allí. Debería llamar a alguien. Pero, ¿a quién? Ni siquiera tenía ropa que ponerse. Oh, Dios, aquello era como una mala película.


La ducha se había cerrado. Se volvió a meter bajo las sábanas con los ojos cerrados y el cuerpo rígido. Ahora se estaba secando la cara y el pecho. Ahora lavándose los dientes.


La puerta se abrió en silencio. Los pasos avanzaron con suavidad hacia la cama. Paula sintió su peso en el colchón, los movimientos de su cuerpo mientras se acomodaba en el otro extremo y el chasquido de la lámpara al apagar la luz.


Silencio, acentuado por los latidos de su corazón. Abrió los ojos y se quedó mirando a la oscuridad con miedo a moverse y hasta a respirar. Después de un rato oyó la respiración lenta y regular de Pedro. Estaba dormido.


Sintió una rabia irracional. Allí le tenía dormido sin preocuparse en absoluto de que ella estuviera en su cama.


Bueno, ¿y por qué debería preocuparse? Habían estado casados en otro tiempo, pero no ahora. Probablemente habría tenido diez mujeres después que ella.


No le querría ni aunque se lo suplicara. La idea casi le hizo soltar una carcajada. Pedro nunca suplicaba por nada








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