miércoles, 30 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 24





ESA VEZ Hector sí estaba en la recepción del motel, de pie detrás del mostrador con expresión a juego con el tiempo tormentoso de fuera. Miró un instante a Pedro y volvió la vista a la pantalla del ordenador.


—Límpiate los pies. Acabo de pasar el aspirador.


—Sí, madre —Pedro colgó su sombrero empapado en el perchero al lado de la puerta—. Hace un día espantoso.


Hector soltó un gruñido.


—Supongo que no vienes a darme un informe del tiempo.


—No —Pedro se desabrochó el abrigo—. Me han dicho que te pasaste ayer.


Su hermano se encogió de hombros.


—Pensé que ya que Paula se había tomado tantas molestias...


—Es una pena que no te quedaras más.


Hector bajó la vista de la pantalla al teclado.


—No pude. Lo intenté, pero...


—No pasa nada, no te preocupes. Y no vengo por eso. Me preguntaba si podrías ayudarme con una cosa.


Hector levantó la cabeza.


—¿Con qué?


—Parece que Paula perdió el contacto con su última casa de acogida cuando se casó. Sólo sé su apellido y que entonces vivían en Fayetteville, Arkansas. No es mucho, pero...


Hector achicó los ojos.


—¿Te ha pedido ella que los busques?


—No. Me da la impresión de que hubo un malentendido entre ellos y de que ella no los busca porque tiene miedo.


—Y tú no puedes dejar de meter las narices donde no te llaman.


Pedro pensó en la conversación que había tenido con la joven en la cocina e hizo una mueca.


—Es lo menos que puedo hacer.


—Bueno, puedes empezar con la guía telefónica de Fayetteville.


—Pero no me la voy a encontrar en Haven, ¿verdad?


Hector tecleó algo en el ordenador.


—¿Cuál es el apellido?


—Idlewild. Graciela y Jorge Idlewild.


Su hermano tecleó algo más. Y volvió la pantalla hacia él. 


Allí estaba el número de Jorge Idlewild en Fayetteville, Arkansas.


—Ha sido muy fácil —dijo Pedro, que anotó el número en su móvil.


—Y que lo digas.



****

—Paula Chaves —susurró Ruby desde su posición encima de la escalera de mano y con las manos llenas de espumillón plateado—. Estás loca.


La joven, que revolvía la caja de decoraciones navideñas de Ruby en el café casi vacío, miró hacia la mesa en la que había aparcado a Mildred y Nicolas, quienes llevaban unos diez minutos sosteniendo una conversación civilizada mientras tomaban un tazón de sopa de pavo con fideos. 


Noah y Karen se hallaban en la cocina con Jordy, quien les había encomendado algún trabajo, y Ana dormía en su cochecito al lado de Mildred.


—Sí, ya me lo han dicho otras veces —sonrió.


Había sido una mañana dura. Había prometido llevar a Mildred al centro comercial cuando recordó que los niños no tenían colegio y Nicolas protestó tanto de que ya no salía nunca, que acabó llevándoselos a todos.


—¿Dónde quieres esto? —preguntó. Levantó un cartel de «Feliz Navidad» en tonos verde y oro.


—Ése va en la ventana del centro —Ruby sujetó un trozo de espumillón al techo con una chincheta—. Casi me caigo de la escalera cuando te he visto entrar con esos dos.


—¿Por qué? —preguntó Paula.


—Es evidente que no lo sabes.


—¿Qué es lo que no sé?


—Que Mildred fue el gran amor de Nicolas en otro siglo.


La joven parpadeó.


—¿Eso es cierto?


—Sí. Aunque no creo que ella se diera ni cuenta, ya que siempre estuvo enamorada de TJ.


—¡Oh! —Paula los miró un momento—. ¿Por qué el doctor no me ha dicho nada?


—Seguramente no lo sepa. Poca gente lo sabe. No creo que Mildred se diera cuenta. Y Nicolas nunca se lo dijo a nadie.


—¿Y cómo lo sabes tú?


—Por mi madre, que se lo oyó a mi abuela, que limpiaba para la madre de Mildred. Cuando Nicolas dejó el Ejército y volvió aquí, hace casi treinta años, mi madre empezó a pensar en lo que le había dicho mi abuela y me lo contó. La abuela decía que lo veía pasar cerca de la casa cuando creía que nadie lo veía. Y una vez le vio dejar un ramo de flores en la puerta y salir corriendo.


Suspiró.


—Por cierto, ¿cómo te fue ayer?


Paula le dio una versión reducida de los sucesos del día anterior.


—Por cierto, como el otro día Jordy y tú dijisteis que no os gusta la repostería, quería preguntarte si te interesaría que hiciera tartas para el café. Sara Metcalf pagó al doctor en melocotones este mes y tengo un saco lleno de manzanas que trajeron los Andrew hace dos semanas. Y sería una pena desperdiciarlos.


Ruby inclinó la cabeza.


—¿Haces tartas buenas?


—Fantásticas. Pregúntale a Pedro.


Ruby la miró fijamente a los ojos.


—¿Pedro? —preguntó.


Paula se ruborizó. Pero antes de que pudiera decir nada, entró Hernan Atkins en el café y, al ver a Paula, se acercó a ella.


—¿Puedo invitarla a una taza, señorita Paula?


La joven sonrió, pero rehusó con amabilidad. Ruby puso los ojos en blanco. Cuando hubo dejado a Mildred en su caravana y vuelto a casa con los demás, eran casi las dos y media. Ni siquiera Noah se negó a echar una siesta ese día.


Ana seguía durmiendo y Nicolas se retiró enseguida a su cuarto. Paula entró en la sala y se dejó caer en el sofá.


Algún tiempo después se despertó con un sobresalto. 


Estaba desorientada y confusa. Miró a Ana, quien arrugaba la cara en el cochecito como hacía cuando quería comer. 


Pero entonces oyó ruidos en la cocina y tomó a la niña en brazos y se acercó a ver qué pasaba.


Encontró a Nicolas, que abría y cerraba armarios agarrado a su andador.


—¿Buscas algo? —preguntó.


El hombre se volvió con un sobresalto.


—¡Maldita sea, muchacha! ¿Por qué tienes que acercarte así?


—Yo no me he acercado de ningún modo. Y cuida tu lenguaje. No quiero que las primeras palabras que diga mi niña sean maldiciones.


—Perdona —gruñó el viejo—. ¿Dónde están esas galletas que has comprando hoy? No las encuentro.


Paula se acercó con un suspiro y levantó la tapa de la lata de galletas.


—¡Ah!


—¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó ella con suavidad. 


Enchufó la pava, esperó a que hirviera y preparó una taza de té para el anciano.


—Gracias —dijo éste. Señaló a la niña—. ¿Le vas a dar de comer?


—Sí. ¿Te importa que...?


—No, no, adelante.


Paula se instaló en una silla y colocó a su hija de modo que no se viera nada. Pero cuando levantó la vista, estuvo a punto de dar un respingo al ver lágrimas en los ojos del viejo.


—¡Tío Nicolas! —estiró una mano y tomó la de él—. ¿Qué sucede?


No hubo respuesta. Paula respiró hondo.


—Háblame de Mildred —dijo.


El la miró sorprendido, pero tardó más de un minuto en hablar.


—¿Cómo sabes eso? —preguntó al fin.


—¿Importa? —preguntó ella.


Nicolas negó despacio con la cabeza. Y empezó a hablar.


Cuando Pedro entró en la casa, oyó voces en la cocina. La voz ronca de Nicolas y la de Paula, más clara.


Se había acostumbrado a oír otras voces en su casa, pero había algo en aquéllas que...


Se acercó despacio y se detuvo en la puerta. Nicolas estaba de espaldas a él y Paula le sostenía la mano. Eso sólo era ya motivo de sorpresa, ya que era difícil imaginarse al viejo dejando que nadie lo tocara así.


Paula tenía el ceño fruncido y estaba tan absorta en lo que contaba Nicolas que no notó la presencia de Pedro. Tenía a Ana dormida en el otro brazo.


Soltó la mano de Nicolas, cambió a la niña de posición y entonces vio a Pedro de pie en el umbral y sonrió.


La clase de sonrisa que un hombre esperaría ver en el rostro de su esposa al final de un largo día.


Pero Pedro no quería pensar en eso. Así que se dijo que acababa de interrumpir un momento privado y se alejó por el pasillo.


Se dijo que tal vez Paula tenía razón y era hora de empezar a ejercer algún tipo de control sobre su vida, así que entró en el despacho, tomó la guía de teléfonos local y buscó el nombre de Tamara Mclntyre.


Nicolas se instaló en el sillón del dormitorio de la planta baja y puso la televisión de segunda mano que había comprado Paula en un mercadillo. Le había dicho que la cena estaría dentro de una hora y su sobrina era buena cocinera. Hasta podía preparar verduras que se podían comer sin vomitar.


Se rascó la cara y pensó que era curioso que no tuviera tantas ganas como antes de volver a su casa. Pensó en lo fácilmente que se acostumbraba uno a lo bueno. A la tele, por ejemplo. Tantos años sin ella, y ahora...


Y si alguien le hubiera dicho que iba a contarle a otra persona sus sentimientos por Mildred, lo habría llamado loco. Pero los secretos son pesados de llevar, aunque sean de los que no perjudican a nadie. Y le gustaba que Paula le hubiera dicho que debería considerar decirle a Mildred lo que sentía y no que debería decírselo, como hubieran hecho otras mujeres, que estaban convencidas de tener línea directa con Dios. Y cuando él le había dicho que no le parecía buena idea, ella había retrocedido enseguida y le había prometido que nunca se lo contaría a nadie.


Seguro que no sabía que había visto su expresión cuando Pedro se acercó a la puerta de la cocina. Y a menos que se equivocara mucho, ella sentía por Pedro Alfonso lo mismo que había sentido él siempre por Mildred. Aunque T.J. hacía casi veinticinco años que había muerto, las mujeres como Mildred... bueno, no podía culparla por su lealtad, cuando él no había mirado nunca a otra mujer.


¿Y por qué, entonces, no había tomado al toro por los cuernos después de la muerte de su marido? No de inmediato, claro, sino un par de años después, cuando el dolor de ella se hubiera apagado un poco. ¿Qué le había dado tanto miedo? Después de todo, lo habían condecorado dos veces por su valentía en Corea y una, mucho más tarde, en Vietnam.


Sin embargo, no había tenido agallas para ir a por la mujer que amaba.


Y ahora... ahora era ya tarde.








martes, 29 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 23





El resto de la mañana pasó sin traumas y, cuando los invitados empezaron a llegar a las doce y media, Paula, ataviada con un suéter nuevo beige de cuello alto y mallas a juego, se sentía más o menos en control. El pavo estaba en el horno, la salsa hecha, el puré de patatas también y todo lo demás o estaba acabado o en proceso de estarlo.


Y la mesa... bueno, se veía bastante bien aunque las sillas no hicieran juego. Entre el mantel de encaje, la porcelana de la madre de Ines y los cubiertos nuevos que había comprado Pedro...


—No sé qué me gusta más —comentó éste, a espaldas de la joven—. Si cómo huele aquí o el aspecto de la mesa.


Paula se hinchó como un pavo. Miró la mesa con el ceño fruncido.


—¿Crees que les importarán los vasos de plástico?


—Con toda la comida que tienes, dudo mucho de que se fijen en eso.


Hubo un silencio.


—Siento mucho lo que pasó esta mañana — dijo él.


Paula abrió la boca.


—Yo no —repuso sin pensar.


Tardó un segundo en darse cuenta de que el zumbido que oía en su cabeza era el sonido de los latidos de su corazón.


—Quiero decir... —intentó explicar ella, sin saber cómo— que hacía mucho tiempo que no me besaban, eso es todo.


Sonrió.


La voz de Mario los sobresaltó a los dos.


—¡Eh, huele muy bien aquí! —dijo.


Llevaba vaqueros, camisa de franela abierta en el cuello y una chaqueta de flecos, y sonreía como de costumbre. Dio una palmada a Pedro en el hombro y se acercó a abrazar a Paula. Le dio un ramo de crisantemos amarillos y granates.


—¿Para mí? —preguntó ella.


—Bueno, no son para nadie más, preciosa —miró la mesa y lanzó un silbido—. Si esto no trae recuerdos, no sé qué puede hacerlo —dijo con suavidad. Contó los platos y frunció el ceño—. ¿Once personas? ¿A quién habéis invitado?


—Oh, tenemos un par de invitados con los que no contábamos —repuso Paula de modo casual. Arregló por enésima vez el centro de mesa que había preparado con plantas del jardín.


Y se preguntó si una persona podía llegar a morir de buenas intenciones. Tres horas más tarde seguía preguntándoselo. 


Ines le tendió la bandeja del pavo para que la secara.


—Yo diría que en conjunto no ha ido mal.


Paula reprimió una risa algo histérica.


—¿Quieres decir sin tener en cuenta que Mario y tu futuro yerno casi se pegan?


—Todas las fiestas necesitan algún tipo de distracción. Y ha venido Hector.


—¿Cuánto? ¿Veinte minutos?


—Es un comienzo, querida. O mejor dicho, es un milagro. Y es obra tuya.


Paula dejó la bandeja en la encimera y se sentó en una silla. 


Sonrió a Karen, que se acomodó en sus rodillas. Había sido un día difícil, sí, pero en la parte positiva, había salido airosa de la prueba de la cocina y Ana había dormido la siesta sin problemas.


Había habido también una parte negativa.


Hector, para empezar. Había aparecido en mitad de la comida, sí, pero apenas si cruzó tres palabras con nadie, aparte de felicitar a Paula por la comida, y se marchó antes del postre.


En cuanto a sus planes para Pedro y la profesora de Noah... bueno, no había tenido en cuenta a Mario, quien entró a matar antes de que Pedro tuviera ocasión de saludar a la joven. Aunque era evidente para todos que Mario sólo miraba a Tamara en beneficio de Daniela, o mejor dicho, de Andres, el novio de Daniela. Al que Paula había sorprendido mirando los vasos de plástico con el ceño fruncido.


Y sí, Pedro había tenido que salir. Diez minutos antes de que llegara Hector.


Paula vio que Karen se había dormido en sus rodillas y se levantó para acostarla. Le dijo a Ines que volvería enseguida.


Al pasar por la sala, observó a Noah y a Nicolas que veían un partido de fútbol en la tele sentados juntos en el sofá. 


Mildred Rafferty, ataviada con un vestido azul que seguramente tendría unos treinta años, se sentaba en un sillón cercano, en espera de que Ines la llevara a casa. Al verla, le preguntó cómo iba todo y Nicolas le dijo que se callara hasta los anuncios. Cuando Paual subía las escaleras, oyó a Mildred decirle a Nicolas que era un viejo antipático que debería avergonzarse de sí mismo.


La joven miró por encima de la barandilla y vio que Nicolas hacia una mueca.


Cuando Pedro volvió alrededor de las diez, encontró a Paula fregando el suelo de la cocina.


—Es increíble lo mucho que puede ensuciar una persona sólo para hacer una comida —dijo ella con voz más grave que de costumbre. Apretó los labios y frotó con la fregona un punto cerca de la cocina de gas.


—¡Ah! Eso lleva ahí desde siempre —la informó Pedro.


—Pues ya es hora de que salga —ella se apartó el pelo de la cara con el dorso de la mano—. Y, por lo que más quieras, siéntate antes de que caigas redondo.


Pedro no discutió.


—Ha venido Hector —dijo ella.


—¿Bromeas?


—No. Pero no se ha quedado mucho —se agachó para rascar algo con la uña del pulgar y volvió a incorporarse—. Quizá la próxima vez llegue hasta el postre.


Se volvió a mirarlo.


—Has estado fuera mucho tiempo. ¿Qué ha pasado?


Pedro bostezó.


—He tenido que ir a casa de Sam Frazier. Es un viudo con seis hijos que tiene una granja cerca del rancho de Mario. Una de las vacas lo ha coceado y le ha roto una pierna. La fractura era muy complicada para arreglarla aquí, así que he tenido que llevarlo a Claremore y buscar a alguien que se quedara con los niños, ya que la mayor tiene sólo doce años.


—¿Y el más joven?


—Dos años. Su esposa murió de un aneurisma el año pasado. Tenía mi edad. Se sentaba a mi lado en la escuela en clase de Biología —un dolor extraño se extendió por su pecho—. Sam y ella eran pareja desde niños.


—Eso es muy triste —suspiró Paula. Movió la cabeza y metió la fregona en el cubo—. Pero supongo que para él es un consuelo pensar en todo el tiempo que pudo pasar con ella.


Pedro miró su espalda delgada y sus manos pequeñas en el palo de la fregona.


—Tienes una vena romántica, ¿sabes?


Paula tardó un momento en hablar.


—Depende de lo que entiendas por «romántica». No pienso en el amor en términos de bombones, flores y un mundo de fantasía donde todo es perfecto —sacó la fregona y la pasó por el suelo—. Para mí el amor verdadero es que alguien te importe tanto como para... superar juntos los malos tiempos y los buenos —se detuvo, un poco jadeante, y se pasó la muñeca por la mejilla—. El amor significa no tener miedo de que alguien vea tus defectos. Y poder vivir con los de otro.


—¿En otras palabras, estar dispuesto a aguantar hasta el amargo final?


Paula levantó las cejas.


—No largarse a la primera señal de problemas, eso seguro. 
Y también tener el valor de ser sincero con la persona que quieres cuando ves que no ha elegido un buen camino. Y ahí fue donde me equivoqué yo con Javier. Apoyar a alguien no es lo mismo que verlo destruirse sin decir nada.


Soltó una risita amarga y se acercó a vaciar el cubo al fregadero.


—Yo me decía que seguía con él por el bien de los niños, cuando en realidad estaba contribuyendo al desastre. No volveré a cometer ese error.


Pedro miró de nuevo los músculos de su espalda y lo invadió la ternura.


—Por si te sirve de algo, creo que hacía años que no tenía una comida de Acción de Gracias tan buena —dijo.


Paula se volvió y se apoyó en el fregadero.


—Lo poco que has tenido.


Pedro no le pasó por alto su decepción.


—Te advertí...


—Ya lo sé. Y seguro que ese hombre y sus hijos te están muy agradecidos.


—Pero tú estás molesta.


La joven suspiró.


—No porque hayas tenido que irte —frunció el ceño—. Es sólo que... no me parece bien que no tengas vida propia.


—Mi vida es ésta.


—Pero no tiene por qué ser así. No todo el día y todos los días sin saber nunca cuándo podrás terminar una comida o dormir una noche seguida.


Pedro empezó a sentirse irritado.


—La vida de un médico rural es así y tú lo sabes.


—También sé que hay otros médicos que quieren que formes una clínica con ellos. Me lo ha contado Ines. O sea que sí tienes otras opciones, pero, por algún motivo, no quieres hacer que tu vida sea más fácil. Es puro hábito, y no intentes negarlo.


Pedro cruzó los brazos y la miró a los ojos.


—Cuando la gente de aquí me llama, quiere verme a mí, a la persona en la que confían. No tengo derecho a cambiarles las reglas del juego.


—¿Tú conoces a los otros dos médicos?


—Sí.


—¿Y te fías de ellos?


—Son buenos médicos. ¿Adonde quieres ir aparar?


—A que, si les das ocasión, puede que tus pacientes también se fíen de ellos. A que puede que tomarte una noche libre muy de vez en cuando no suponga tanto trastorno para tus pacientes como te gusta creer.


—Y puede que cómo viva mi vida sea asunto mío.


Los ojos grises de ella lo miraron sin parpadear.


—Sí, claro que sí. Pero yo cuando veo un problema lo digo. Tú puedes escucharme o no, a mí me da lo mismo. ¿Tienes hambre? Porque puedo calentarte algo.


—¡Maldita sea, Paula! —Pedro se levantó de la silla—. No, no tengo hambre. Y si tengo, puedo calentarme algo yo sólito.


La joven retrocedió un poco y Pedro le puso las manos en los hombros para detenerla. Ella lo miró con ojos brillantes por las lágrimas.


—Lo siento —dijo él—. No quería gritarte. Estoy nervioso, eso es todo. Pero, por el amor de Dios, tú ya has pagado de sobra tu deuda. Tienes que dejar de poner las necesidades de todos por delante de las tuyas.


Paula soltó una risita estrangulada.


—¡Mira quién habla!


Pedro sonrió sin alegría.


—Vale, pero conmigo es distinto.


—No, no lo es. A ti te encanta cuidar de otros, igual que a mí. Sólo que yo lo hago cocinando y limpiando, eso es todo.


Movió la cabeza.


—¿Paula?


—Mira, cuando me casé, estaba llena de fantasías sobre lo que debe ser el amor y el matrimonio —miró al suelo y luego de nuevo a él—. Y supongo que he puesto demasiado empeño en la comida de hoy. Quería que fuera perfecta.


Pedro no la entendía del todo.


—No te toca a ti arreglar el mundo —dijo.


—¡Yo no quiero arreglar el mundo más de lo que tú quieres cuidar de todos sus habitantes! Sólo quería celebrar una fiesta como es debido por una vez en la vida.


Pedro se apoyó en la encimera.


—¿Como las que celebrabas con tus padres adoptivos?


Paula asintió con la cabeza.


—Querer eso no es nada ilógico —dijo él.


—No lo sé.


—Dime —comentó él—. ¿Y lo de invitar a la profesora de Noah entraba en lo de querer que todo fuera perfecto?


Ella tardó un rato en contestar.


—Ya te lo dije —musitó al fin—. No tenía adonde ir.


—¿Y lo de que esté soltera no influyó?


Paula levantó la barbilla.


—Claro que no.


—Vamos. Han intentado emparejarme demasiadas veces para que no reconozca la maniobra a un kilómetro.


—Sólo fue una idea —comentó ella—. Olvídalo.


—Ésa es mi intención. Además, no necesito a nadie aparte...
-«De ti». Las palabras se le atragantaron en la boca mientras el corazón le latía con fuerza. —... a mí mismo —terminó.


Paula se echó a reír.


—¡Oh, por el amor de Dios! Cualquier con dos dedos de frente puede ver lo solo que estás.


—¿Solo? ¿Quién tiene tiempo de estar solo?


Hubo un silencio. Paula se volvió para salir, pero lo miró desde la puerta.


—Pregúntate por qué me has besado esta mañana —dijo—. Y creo que encontrarás la respuesta.