ESA VEZ Hector sí estaba en la recepción del motel, de pie detrás del mostrador con expresión a juego con el tiempo tormentoso de fuera. Miró un instante a Pedro y volvió la vista a la pantalla del ordenador.
—Límpiate los pies. Acabo de pasar el aspirador.
—Sí, madre —Pedro colgó su sombrero empapado en el perchero al lado de la puerta—. Hace un día espantoso.
Hector soltó un gruñido.
—Supongo que no vienes a darme un informe del tiempo.
—No —Pedro se desabrochó el abrigo—. Me han dicho que te pasaste ayer.
Su hermano se encogió de hombros.
—Pensé que ya que Paula se había tomado tantas molestias...
—Es una pena que no te quedaras más.
Hector bajó la vista de la pantalla al teclado.
—No pude. Lo intenté, pero...
—No pasa nada, no te preocupes. Y no vengo por eso. Me preguntaba si podrías ayudarme con una cosa.
Hector levantó la cabeza.
—¿Con qué?
—Parece que Paula perdió el contacto con su última casa de acogida cuando se casó. Sólo sé su apellido y que entonces vivían en Fayetteville, Arkansas. No es mucho, pero...
Hector achicó los ojos.
—¿Te ha pedido ella que los busques?
—No. Me da la impresión de que hubo un malentendido entre ellos y de que ella no los busca porque tiene miedo.
—Y tú no puedes dejar de meter las narices donde no te llaman.
Pedro pensó en la conversación que había tenido con la joven en la cocina e hizo una mueca.
—Es lo menos que puedo hacer.
—Bueno, puedes empezar con la guía telefónica de Fayetteville.
—Pero no me la voy a encontrar en Haven, ¿verdad?
Hector tecleó algo en el ordenador.
—¿Cuál es el apellido?
—Idlewild. Graciela y Jorge Idlewild.
Su hermano tecleó algo más. Y volvió la pantalla hacia él.
Allí estaba el número de Jorge Idlewild en Fayetteville, Arkansas.
—Ha sido muy fácil —dijo Pedro, que anotó el número en su móvil.
—Y que lo digas.
****
—Paula Chaves —susurró Ruby desde su posición encima de la escalera de mano y con las manos llenas de espumillón plateado—. Estás loca.
La joven, que revolvía la caja de decoraciones navideñas de Ruby en el café casi vacío, miró hacia la mesa en la que había aparcado a Mildred y Nicolas, quienes llevaban unos diez minutos sosteniendo una conversación civilizada mientras tomaban un tazón de sopa de pavo con fideos.
Noah y Karen se hallaban en la cocina con Jordy, quien les había encomendado algún trabajo, y Ana dormía en su cochecito al lado de Mildred.
—Sí, ya me lo han dicho otras veces —sonrió.
Había sido una mañana dura. Había prometido llevar a Mildred al centro comercial cuando recordó que los niños no tenían colegio y Nicolas protestó tanto de que ya no salía nunca, que acabó llevándoselos a todos.
—¿Dónde quieres esto? —preguntó. Levantó un cartel de «Feliz Navidad» en tonos verde y oro.
—Ése va en la ventana del centro —Ruby sujetó un trozo de espumillón al techo con una chincheta—. Casi me caigo de la escalera cuando te he visto entrar con esos dos.
—¿Por qué? —preguntó Paula.
—Es evidente que no lo sabes.
—¿Qué es lo que no sé?
—Que Mildred fue el gran amor de Nicolas en otro siglo.
La joven parpadeó.
—¿Eso es cierto?
—Sí. Aunque no creo que ella se diera ni cuenta, ya que siempre estuvo enamorada de TJ.
—¡Oh! —Paula los miró un momento—. ¿Por qué el doctor no me ha dicho nada?
—Seguramente no lo sepa. Poca gente lo sabe. No creo que Mildred se diera cuenta. Y Nicolas nunca se lo dijo a nadie.
—¿Y cómo lo sabes tú?
—Por mi madre, que se lo oyó a mi abuela, que limpiaba para la madre de Mildred. Cuando Nicolas dejó el Ejército y volvió aquí, hace casi treinta años, mi madre empezó a pensar en lo que le había dicho mi abuela y me lo contó. La abuela decía que lo veía pasar cerca de la casa cuando creía que nadie lo veía. Y una vez le vio dejar un ramo de flores en la puerta y salir corriendo.
Suspiró.
—Por cierto, ¿cómo te fue ayer?
Paula le dio una versión reducida de los sucesos del día anterior.
—Por cierto, como el otro día Jordy y tú dijisteis que no os gusta la repostería, quería preguntarte si te interesaría que hiciera tartas para el café. Sara Metcalf pagó al doctor en melocotones este mes y tengo un saco lleno de manzanas que trajeron los Andrew hace dos semanas. Y sería una pena desperdiciarlos.
Ruby inclinó la cabeza.
—¿Haces tartas buenas?
—Fantásticas. Pregúntale a Pedro.
Ruby la miró fijamente a los ojos.
—¿Pedro? —preguntó.
Paula se ruborizó. Pero antes de que pudiera decir nada, entró Hernan Atkins en el café y, al ver a Paula, se acercó a ella.
—¿Puedo invitarla a una taza, señorita Paula?
La joven sonrió, pero rehusó con amabilidad. Ruby puso los ojos en blanco. Cuando hubo dejado a Mildred en su caravana y vuelto a casa con los demás, eran casi las dos y media. Ni siquiera Noah se negó a echar una siesta ese día.
Ana seguía durmiendo y Nicolas se retiró enseguida a su cuarto. Paula entró en la sala y se dejó caer en el sofá.
Algún tiempo después se despertó con un sobresalto.
Estaba desorientada y confusa. Miró a Ana, quien arrugaba la cara en el cochecito como hacía cuando quería comer.
Pero entonces oyó ruidos en la cocina y tomó a la niña en brazos y se acercó a ver qué pasaba.
Encontró a Nicolas, que abría y cerraba armarios agarrado a su andador.
—¿Buscas algo? —preguntó.
El hombre se volvió con un sobresalto.
—¡Maldita sea, muchacha! ¿Por qué tienes que acercarte así?
—Yo no me he acercado de ningún modo. Y cuida tu lenguaje. No quiero que las primeras palabras que diga mi niña sean maldiciones.
—Perdona —gruñó el viejo—. ¿Dónde están esas galletas que has comprando hoy? No las encuentro.
Paula se acercó con un suspiro y levantó la tapa de la lata de galletas.
—¡Ah!
—¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó ella con suavidad.
Enchufó la pava, esperó a que hirviera y preparó una taza de té para el anciano.
—Gracias —dijo éste. Señaló a la niña—. ¿Le vas a dar de comer?
—Sí. ¿Te importa que...?
—No, no, adelante.
Paula se instaló en una silla y colocó a su hija de modo que no se viera nada. Pero cuando levantó la vista, estuvo a punto de dar un respingo al ver lágrimas en los ojos del viejo.
—¡Tío Nicolas! —estiró una mano y tomó la de él—. ¿Qué sucede?
No hubo respuesta. Paula respiró hondo.
—Háblame de Mildred —dijo.
El la miró sorprendido, pero tardó más de un minuto en hablar.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó al fin.
—¿Importa? —preguntó ella.
Nicolas negó despacio con la cabeza. Y empezó a hablar.
Cuando Pedro entró en la casa, oyó voces en la cocina. La voz ronca de Nicolas y la de Paula, más clara.
Se había acostumbrado a oír otras voces en su casa, pero había algo en aquéllas que...
Se acercó despacio y se detuvo en la puerta. Nicolas estaba de espaldas a él y Paula le sostenía la mano. Eso sólo era ya motivo de sorpresa, ya que era difícil imaginarse al viejo dejando que nadie lo tocara así.
Paula tenía el ceño fruncido y estaba tan absorta en lo que contaba Nicolas que no notó la presencia de Pedro. Tenía a Ana dormida en el otro brazo.
Soltó la mano de Nicolas, cambió a la niña de posición y entonces vio a Pedro de pie en el umbral y sonrió.
La clase de sonrisa que un hombre esperaría ver en el rostro de su esposa al final de un largo día.
Pero Pedro no quería pensar en eso. Así que se dijo que acababa de interrumpir un momento privado y se alejó por el pasillo.
Se dijo que tal vez Paula tenía razón y era hora de empezar a ejercer algún tipo de control sobre su vida, así que entró en el despacho, tomó la guía de teléfonos local y buscó el nombre de Tamara Mclntyre.
Nicolas se instaló en el sillón del dormitorio de la planta baja y puso la televisión de segunda mano que había comprado Paula en un mercadillo. Le había dicho que la cena estaría dentro de una hora y su sobrina era buena cocinera. Hasta podía preparar verduras que se podían comer sin vomitar.
Se rascó la cara y pensó que era curioso que no tuviera tantas ganas como antes de volver a su casa. Pensó en lo fácilmente que se acostumbraba uno a lo bueno. A la tele, por ejemplo. Tantos años sin ella, y ahora...
Y si alguien le hubiera dicho que iba a contarle a otra persona sus sentimientos por Mildred, lo habría llamado loco. Pero los secretos son pesados de llevar, aunque sean de los que no perjudican a nadie. Y le gustaba que Paula le hubiera dicho que debería considerar decirle a Mildred lo que sentía y no que debería decírselo, como hubieran hecho otras mujeres, que estaban convencidas de tener línea directa con Dios. Y cuando él le había dicho que no le parecía buena idea, ella había retrocedido enseguida y le había prometido que nunca se lo contaría a nadie.
Seguro que no sabía que había visto su expresión cuando Pedro se acercó a la puerta de la cocina. Y a menos que se equivocara mucho, ella sentía por Pedro Alfonso lo mismo que había sentido él siempre por Mildred. Aunque T.J. hacía casi veinticinco años que había muerto, las mujeres como Mildred... bueno, no podía culparla por su lealtad, cuando él no había mirado nunca a otra mujer.
¿Y por qué, entonces, no había tomado al toro por los cuernos después de la muerte de su marido? No de inmediato, claro, sino un par de años después, cuando el dolor de ella se hubiera apagado un poco. ¿Qué le había dado tanto miedo? Después de todo, lo habían condecorado dos veces por su valentía en Corea y una, mucho más tarde, en Vietnam.
Sin embargo, no había tenido agallas para ir a por la mujer que amaba.
Y ahora... ahora era ya tarde.
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