martes, 29 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 22





ENTRE los preparativos de la comida de Acción de Gracias y ayudar a Nicolas a instalarse en la casa, los diez días siguientes pasaron en una nube y Paula tuvo poco tiempo de pensar en nada, incluido el médico que empezaba a poner en peligro su buen juicio.


Pero con Javier había aprendido que no tenía sentido soñar con un hombre que no te convenía. Y al menos con él había tenido la excusa de la juventud, pero ahora ya no tenía diecisiete años. Por desgracia, como su corazón parecía dispuesto a combatir a su lógica en ese tema, Paula se volvió más decidida que nunca a sacar a Pedro Alfonso de su estupor y conseguir que volviera a fijarse en las mujeres, aunque, por supuesto, una cosa era buscarle a alguien y otra muy distinta conseguir que saliera con ella. Pero todo podía ser. En ese espíritu asistió a la reunión de padres de la clase de Noah y miró con nuevos ojos a Tamara Mclntyre, la profesora. Era atractiva, de unos treinta años, con los dedos limpios de anillos, inteligente, simpática y una mujer de carrera. ¿Qué más podía desear un hombre?


Y cuando descubrió que la señorita Mclntyre no pensaba ir a su casa en Texas en Acción de Gracias, bueno, hubiera sido muy poco hospitalario por su parte no invitarla a la comida, ¿no?


A continuación, Paula se juró a sí misma que se retiraría y dejaría que la naturaleza siguiera su curso. También se juró que no se enfadaría si ocurría.


Cuando sonó el despertador a las cinco y media el día de Acción de Gracias, Paula dio un salto y lanzó un gemido. 


¿Por qué se le había ocurrido fijar la comida para la una en punto? Bostezó y escuchó con atención, pero sólo oyó la respiración acompasada de Ana.


Se quitó el camisón y se puso los mismos vaqueros y la sudadera del día anterior, sin molestarse en ponerse sujetador ni en pasarse un peine por el pelo.


Entró en el baño a lavarse la cara y los dientes y bajó las escaleras. Y en la cocina encontró a Pedro tomando café recién hecho. Lo miró sorprendida.


—¿Se puede saber qué haces levantado a estas horas?


—He pensado que necesitarías ayuda para meter el pavo en el horno. ¡Eh! —protestó cuando ella encendió la luz de arriba—. Avisa antes de hacer eso.


—¿Y por qué necesito ayuda para meter el pavo en el horno? —preguntó ella.


—Porque es más grande que mi camioneta y no podrás levantarlo sin romperte algo. ¿Se puede saber cuánto pesa?


—Once kilos — Paula sacó apio, cebollas y champiñones de un cajón—. Y supongo que no se te ha ocurrido pensar que ya lo metí sola en el frigorífico y en el carrito de la compra — empezó a cortar apio— y que lo traje sola aquí.


—¡Y yo que pensaba que eras una de esas personas a las que les gustan las mañanas! — exclamó él


—Mientras siga oscuro, es de noche.


Pedro se levantó de la silla y se desperezó con lentitud.


—Te recuerdo que todo esto fue idea tuya.


Colocó un zumo de naranja delante de la joven, que dejó de cortar cebolla y lo bebió de un trago, cosa que la animó un tanto. Miró a Pedro, que sacaba el ave gigante del frigorífico, y decidió que no era mala idea dejarlo lidiar con él.


—Muy bien —dijo—. Puedes ayudar, pero en cuanto metas el bicho en el horno, te vas a la cama, ¿me oyes?


—Sólo si no me necesitas para nada más.


—Créeme —le aseguró ella, volviendo a las cebollas—. Lo mejor que puedes hacer por mí es quitarte de en medio. Si voy a hacer el ridículo, prefiero no tener espectadores.


Pedro colocó el pavo en el fregadero y buscó un par de tijeras para cortar el plástico que lo envolvía.


—Creía que habías dicho que sabías lo que hacías.


—En teoría sí. Ayudé varias veces a Graciela a preparar la comida de Acción de Gracias, pero es la primera vez que me ocupo yo sola.


Pedro tiró la envoltura de plástico a la basura y frunció el ceño.


—¿Y por qué lo haces ahora?


—Ya te lo dije. Para darte las gracias.


—¿Y por qué más?


Paula enarcó las cejas, pero siguió cortando cebolla.


—¿Quién ha dicho que haya algo más?


—Nadie. Se me ha ocurrido a mí solo.


La joven pensó un momento.


—Vale, supongo que lo veo como una especie de rito de paso. Después de preparar esta comida, ya soy una mujer.


—Lo lavo con agua fría, ¿verdad?


—Sí.


—Y por cierto, yo diría que hace tiempo que eres una mujer.


Paula se quedó inmóvil. Eran las cinco y media de la mañana, estaba allí sin sujetador, sin duchar, con el pelo revuelto y, si no se equivocaba, el aire estaba cargado de sexualidad.


Claro que podía ser una alucinación por su parte, ya que sólo un hombre ciego podría desearla en su estado actual.


—¡Y yo que pensaba que no me mirabas como a una mujer!


Sintió la mirada de él en su cara; luego Pedro colocó el pavo en la bandeja y se lavó las manos. Paula siguió cortando verdura.


Pero se sobresaltó cuando él le tomó la barbilla y la volvió hacia él. Y antes de que pudiera reaccionar... la besó en los labios. Su bigote hacía cosquillas, pero de un modo agradable. Y sus labios... ¡Oh, sus labios! Se alegró de haberse lavado los dientes.


Luego se alejó y ella se quedó mirándole la espalda con expresión estúpida.


—¿Pedro?


Él se volvió desde la puerta.


—Cuando quieras que meta el pavo en el horno, grita —dijo—. Estaré en mi despacho.


Paula frunció el ceño. Aquello no presagiaba nada bueno para el resto del día.


¿Qué demonios le había ocurrido?


Pedro se pasó las manos por el pelo y gimió. Faltaban aún cinco semanas para Año Nuevo. Cinco semanas más teniendo a Paula donde podía verla, olería y desearla...


Se volvería loco. Completamente loco.


Un ligero ruido le hizo levantar la vista. Paula estaba en el umbral con los brazos cruzados y una expresión entre perplejidad y enfado.


—¿Quieres hacer el favor de explicarme a qué ha venido eso? —preguntó.


—Yo... —Pedro frunció el ceño y negó con la cabeza—. No.


—¿No, no quieres o no, no puedes?


—Las dos cosas.


—¡Hombres! — Paula se volvió y se alejó por el pasillo.


Ines llamó sobre las diez.


—Siento hacerte esto en el último momento, pero no puedo ir.


Paula casi se desmayó.


—¡Oh, no, no me digas eso! Te necesito.


La comadrona tardó en responder.


—Eso no suena muy bien.


—Mmm, necesito tu apoyo moral, nada más. Además, ¿quién va a ir a buscar a Mildred?


—Oh, yo te llevaré a Mildred, no te preocupes por eso —bajó la voz—. Daniela se ha presentado en casa hace unos minutos.


—Pues tráela contigo. No pasa nada.


—Mario.


—¡Oh, por el amor de Dios! ¿Cuánto tiempo hace de eso, diez años? Y no ocurrió nada, ¿verdad?


Ines suspiró.


—Lo sé, pero...


—Ya es mayorcito, Ines. Supongo que puede soportar pasar un par de horas con su ex... lo que sea. Además, tú no tienes pavo en tu casa porque pensabas venir aquí.


—Parece que está prometida —dijo Ines en voz aún más baja—. Y él viene con ella.


Paula dejó de cortar para pensar en ello.


—A menos que ese hombre tenga pulgas, tráelo también —dijo—. Mario tendrá que lidiar con ello. Y si todavía siente algo, puede qué eso lo cure.


Del mismo modo que ella tenía que lidiar con Pedro y su beso cuando no quería pensar en ello porque era una mujer adulta y las mujeres adultas no se vuelven locas por un sencillo beso.


—Si estás segura...


—Claro que sí. Nos vemos a la una.


Acababa de resolver aquella crisis cuando Noah la llamó desde la sala.


—¡Mamá! ¡Karen ha vomitado en el suelo!


—¿Cuánto narices piensas servir esa comida, muchacha? — Nicolas entró en la cocina y le bloqueó la salida—. Estoy muerto de hambre.


—Cómete un panecillo. Así aguantarás hasta la una.


—¿La una? Me moriré antes.


Paula reprimió las ganas de golpearlo con la cuchara de madera.


—Lo dudo mucho. Además, hace una hora que te di cereales.


El viejo hizo una mueca.


—¡Cereales! Pretendes envenenarme. Yo necesito huevos con beicon, no comida de señoritas.


—¡Mamá!


—¡Ya voy! ¡Ya voy!


Pasó al lado de Nicolas y chocó con Pedro, quien se llevaba ya a Karen en dirección al baño.


—Me parece que se ha comido una bolsa de galletas de chocolate —dijo, sin mirarla—. No tiene fiebre ni le duele nada, sólo diez kilos de Oreos a medio digerir en el suelo de la sala. Tú vuelve a lo tuyo, esto está controlado.


Genial. Vómitos delante y Nicolas detrás. Una elección difícil.


¿Por qué demonios aquello le había parecido alguna vez buena idea?







NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 21




Pasó otra semana antes de que Pedro se decidiera al fin a invitar a Hector a cenar en Acción de Gracias. No estaba convencido de que fuera buena idea, pero Paula se había empeñado y él había decidido complacerla.


Hector no estaba en el despacho del motel. Pedro salió a la parte de atrás y escuchó. Un momento después oyó ruido en uno de los bungaloes al lado del lago y se acercó allí. 


Encontró a su hermano destejando la casita. A pesar del frío que hacía, no llevaba anorak y tenía un cigarrillo entre los labios.


—¿Qué haces tú aquí? —preguntó al verlo.


—Yo también me alegro de verte. Paula ha insistido en que te invite a una cosa.


—¿No has oído hablar del teléfono?


—Pasaba por aquí. ¿Y qué narices haces fumando?


Hector se quitó el cigarrillo de los labios. Tenía aspecto de no haberse afeitado en varios días.


—Es una recaída —dijo—. ¿Paula todavía vive contigo?


—Por el momento, sí. Trabaja para mí en la consulta para compensar.


—Aja —Hector apagó el cigarrillo en el tejado con la punta de la bota—. ¿Y qué quiere?


—Invitarte a la comida de Acción de Gracias.


Hector lo miró fijamente.


—No va en serio.


—No ha sido idea mía. Se ha empeñado en sentarnos a los tres a la misma mesa...


—Olvídalo.


—No, no lo voy a olvidar. Y tú tampoco. Sólo serán dos horas de tu vida, así que podrás soportarlo.


Hector lo miró un rato en silencio y se acercó a la escalera de mano apoyada a un lado.


—Si no te conociera, diría que esto significa mucho para ti.


—Significa mucho para ella, que es lo que importa. Supongo que lleva tanto tiempo sin celebraciones como nosotros.


—Todo eso son tonterías —gruñó Hector.


—Pues vete haciendo a la idea.


Hector lo miró con ademán tormentoso.


—Yo no celebro fiestas, ¿vale? Y menos ésa. Y si tu chica se siente herida, lo siento, pero lo superará.


Pedro lo agarró del brazo para impedir que se alejara.


—Paula no es mi chica —dijo en voz baja—. Y me importa un bledo que sigas sufriendo después de dos años, pero ha llegado el momento de empezar a superarlo.


Hector se soltó de él y apretó los puños.


—Lo dice el hombre cuya novia lo dejó hace más de cinco años. Y ella está viva.


El dolor de Hector resultaba palpable. Pedro respiró hondo y puso los brazos en jarras. Se le encogió el estómago al ver la angustia que se leía en los ojos de su hermano.


—Paula querrá saber por qué no vienes.


Hector maldijo.


—Pues dile que... No, me importa un bledo lo que le digas mientras todos me dejéis en paz.



****


A mediados de noviembre, los días coloridos del otoño dieron paso a un invierno prematuro y muy frío, pero el tiempo era la menor de las preocupaciones de Paula, que estaba muy ocupada buscando una mujer por la que pudiera interesarse Pedro.


Y sin mucha suerte.


Aparcó el coche en la casa de convalecencia a la que había ido Nicolas al abandonar del hospital y salió con un suspiro. 


Tenía que haber una mujer que lo quisiera lo suficiente para contrarrestar lo que quiera que fuera que le impedía llevar una vida plena. Alguien que no tuviera tres hijos y un tío abuelo gruñón.


—¡Quiero irme a casa, maldita sea! —gritó Nicolas en cuanto la vio.


Paula dejó su lata de galletas en la mesilla con un suspiro. 


Como de costumbre, él veía la televisión, vestido con un mono y una camisa de franela a cuadros.


—No puedes irte a casa —dijo—. Todavía necesitas cuidados. Además, tu casa es una pocilga.


—A mi casa no le ocurre nada.


—Sí le ocurre y tú lo sabes, así que ¿podemos dejar esa conversación?


Vio sorprendida que los ojos del viejo se llenaban de lágrimas.


—La comida de aquí no sería buena ni para los cerdos —dijo.


Paula no quería ni imaginar lo que habría comido cuando estaba solo. Por lo menos allí se recuperaba bien. Tardaría en volver a la normalidad, pero mejoraba bastante bien para sus años. Las enfermeras decían que se movía sin problemas con el andador.


—Nicolas, lo siento. No puedes volver a ese cobertizo.


—¿Y puedo ir a tu casa contigo?


Paula se quedó sin aliento. Cierto que el viejo estaba desesperado, pero...


—Si estuviera en una casa propia, podrías venir ahora mismo, pero todavía estaré mes y medio más con el doctor Alfonso—le tomó una mano—. Lo siento. Me gustaría poder hacer algo.


La miró como un niño que acabara de descubrir que habían cancelado la Navidad y asintió con la cabeza. Paula le tendió la lata con las galletas de arándanos que había hecho.


—Aquí no se está tan mal, ¿verdad? Y tienes una habitación para ti solo...


—Nunca había pisado un hospital —gruñó él; mordió una galleta—. Y ahora no puedo salir de uno.


—Esto no es un hospital.


—Como si lo fuera —masticó despacio y miró a su alrededor con tristeza—. El único miedo que he tenido en mi vida es que me dejaran morir en un sitio así.


Paula sintió que se le partía el corazón.


—Veré lo que puedo hacer para sacarte de aquí, ¿vale? Pero no puedo prometerte nada.


—Sólo serían seis semanas, menos si pueden darme la casa antes de Año Nuevo.


Después de pensar cómo podía abordar el tema con Pedro toda la tarde, Paula había optado por el enfoque directo. Ana dormía, Pedro amontonaba hojas en el jardín con el rastrillo y los niños corrían y jugaban cerca de allí.


Se apoyaba en el rastrillo y todavía no había dicho nada. 


Paula se lamió los labios.


—Sé que no tengo derecho a pedirle nada más, pero su seguro no pasará más de un par de semanas y no puede volver a su cobertizo.


Bueno, aquello no era cierto del todo, pero no podía decir simplemente que a Nicolas no le gustaba estar allí, ¿verdad?
¿Pero por qué no decía nada?


—Puede quedarse en el dormitorio de abajo, que tiene baño propio y...


—Paula.


—¿Qué?


—Nicolas es veterano de guerra. El Estado cubre todos sus gastos médicos.


—¡Oh! —se sonrojó ella—. Perdón.


—¿Por qué? ¿Por contarme una historia o por querer ayudar a Nicolas?


—Por meterlo más en mis problemas. Debería ser capaz de...


—Deberías ser capaz de sentir que puedes pedirme ayuda —volvió a juntar hojas con calma—. Sin tener miedo. No me importa que Nicolas se quede aquí.


—Oh. Gracias.


—De nada.


Paula, confusa, empezó a alejarse.


—Por cierto —dijo él—. Te toca tu revisión de las seis semanas.


Ella se volvió con la cara roja.


—¿De verdad cree que...?


—Supongo que preferirás que la haga Ines —dijo él a las hojas.


—Sí. Gracias.


—De nada.


Oyó a los niños gritar y reír. Y sin pensar lo que hacía, tomó un montón de hojas de un montón cercano y se las echó a Pedro por la cabeza.


—¿Qué demoni...?


—¡Te la quedas! —gritó ella. Echó a correr.


Sabía que a él no le costaría mucho alcanzarla si se lo proponía. Miró por encima del hombro y soltó un grito.


Iba tras ella con un montón de hojas en ambas manos. Y la expresión de su cara denotaba que tenía intención de vengarse. Paula se echó a reír y siguió corriendo alrededor de la casa. Se agachó detrás de un seto y fingió que se consideraba ya perdida hasta que él se acercó, lo esquivó en el último momento y volvió a correr sin dejar de reír.


Y él también se reía.


—¡Ven aquí, enana!


—¿A quién llamas enana? —gritó ella. Gritó al ver que se acercaba lo bastante para lanzarse las hojas, algunas de las cuales le entraron en la boca. Sin dejar de reír y de escupir, se armó de hojas, volvió a echar a correr... y tropezó con una raíz de árbol saliente. Pedro, que estaba demasiado cerca para parar, chocó con ella y los dos cayeron al suelo.


Cayeron en un montón de hojas jadeando y riendo con tanta fuerza que a Paula le faltaba aire en los pulmones. Apenas si fue consciente de la proximidad de los niños y de que Karen le preguntaba si se encontraba bien.


Pero sí era muy consciente de la pierna de Pedro encima de la suya y de su rostro manchado de hojas a poca distancia del de ella.


—¿Estás bien? —preguntó él con preocupación.


—Sí —dijo ella, aunque no podía pensar y, por lo que sabía, podía tener una docena de huesos rotos. En ese momento sólo existía el cuerpo de él encima del suyo, fuerte, cálido y seguro, y los dedos que retiraban hojas de su pelo.


Y algo en los dulces ojos azules de Pedro que hacía que su corazón quisiera creer de nuevo en sueños. Lo miró con atención.


—¡Tienes una araña en la ceja!


Pedro se puso de rodillas con rapidez y se llevó una mano a la frente.


—¡La tengo!


—Quiero verla —gritaron los niños. Cuando Pedro se la enseñó, hicieron muecas de asco y se alejaron corriendo para seguir jugando.


Paula se incorporó despacio y empezó a quitarse las hojas del pelo como si fuera lo más natural del mundo, como si no temblara por dentro como una posesa.


—Sólo a ti se te ocurre empezar a jugar con un hombre que ha olvidado cómo se juega.


—Pensé que ya era hora de que alguien te refrescara la memoria.


Pedro suspiró. Y recorrió despacio la mejilla de ella con los nudillos.


—No nos convenimos nada el uno al otro, Paula.


La joven vaciló y lo miró a los ojos.


— ¿Por qué? —dijo, con voz que le costaba mucho mantener firme—. ¿Porque te hago reír?


—Sí. Porque me haces reír.


Exasperada de pronto, con él, consigo misma y con el mundo en general, se sacudió las hojas del trasero y echó a andar hacia la casa.