lunes, 28 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 19




—Es muy hermoso —Paula acarició el mantel de encaje que llevaba doblado al brazo y miró al hermano pequeño del doctor—. ¿Seguro que no te importa prestármelo?


Habían recorrido la granja acompañados por un par de pastores australianos, un collie y otro perro de varias razas mezcladas. Luego los niños montaron en poni y ahora estaban en la parte de atrás, en un extremo del huerto que cultivaba Ethel, el ama de llaves de Mario. En la tierra no quedaban ya muchas cosas en esa época, pero todavía había lechugas de invierno, coles de Bruselas y calabazas. Y los niños inspeccionaban estas últimas una por una con ayuda de los perros.


—Nadie lo ha usado desde que murió mamá —dijo Mario—. Está ahí recogiendo polvo. Y gracias por invitarme.


—De nada.


—¿Qué le ha parecido la idea a Pedro?


—No lo sé, aunque creo que piensa que estoy loca.


Mario se echó a reír.


—¿Sabes? No estaba seguro de que vinierais hoy.


Paula miró a los niños.


—Yo tampoco.


—¿Y por qué habéis venido?


—Porque he pensado que a los niños les gustaría. Y porque... —se ruborizó.


—¿Porque Pedro te dijo que no vinieras?


—No me lo dijo. Por lo menos con esas palabras.


Mario se echó a reír.


—¿Podemos llevarnos ésta? —preguntó Noah, señalando una calabaza muy grande.


—Claro que sí. Ayuda a tu hermana a elegir otra y las cargamos en el coche de tu madre.


Los niños se alejaron un poco más.


—O sea que has venido para provocar a mi hermano —dijo Mario.


—¡Claro que no! Bueno, un poco sí. ¿Y qué tiene tanta gracia?


—Nada. Sólo que creo que me gustará tenerte de cuñada.


—Cuña... —Paula lo miró sorprendida—. Te has vuelto loco. ¿Por qué dices eso?


—Por la actitud de mi hermano, por ejemplo.


—Sólo se muestra protector, porque...


—¿Porque trabajas para él y vives con él. ¡Ah, vamos! Él no advierte a otras mujeres en mi contra. Y tú vas lo provocas adrede. ¿Qué nos dice eso?


—¿Qué soy libre de ir adonde quiera?


—No. Que quieres darle celos.


—¡Eso es una locura!


Los ojos verdes de Mario brillaban como esmeraldas.


—Olvidas quién es el experto aquí. No hay ningún juego entre hombre y mujer que yo no haya jugado en algún momento —se inclinó hacia ella—. Conozco todos los movimientos y sé que mi hermano no ha mirado a una chica como a ti desde... —se detuvo.


—¿Susana?


—¿Lo sabes?


—Lo que me ha contado Ines. Tu hermano no habla de ella.


—No, claro —sacó una navaja para cortarle el rabo a la calabaza elegida por Noah—. Lo siento, pero ni él ni Hector llevan una vida normal. Y si tú puedes hacer que su corazón lata otra vez...


Cargó la calabaza en la carretilla con un gruñido.


—Olvidas algo importante —dijo ella.


Mario empujó la carretilla en dirección a los niños.


—¿Cuál?


—Que estás loco.


Mario se echó a reír. Paula lo siguió.


—Vale, puede que sea hora de que tu hermano salga de su caparazón, pero yo no soy mujer para él.


Mario cargó la segunda calabaza en la carretilla.


—¿Por qué dices eso?


—Soy mucho más joven. Él es médico y yo... yo sólo puedo oír cierta cantidad de música clásica antes de ponerme a gritar.


—Sí, ésa es una objeción —sonrió él.


Paula acercó el mantel a su pecho y frunció el ceño.


—No negaré que me gusta —dijo—. Ha sido muy bueno con nosotros. Pero eso no cambia nada. En todo caso, tengo que irme de su casa antes de que...


—¿Antes de qué?


Ella movió la cabeza.


—En otro tiempo creía en los sueños, pero he aprendido que no tiene sentido desear que las cosas no ocurran. La gente no puede evitar ser como es y ningún sueño va a cambiar eso. No sé lo que pasó entre Susana y él, pero creo que sigue sufriendo por ella.


Mario guardó silencio un momento.


—Yo tengo algo que decir sobre sueños — señaló la casa por encima del hombro—. Mi padre soñaba con comprar esta granja cuando aún no tenía ni dos chelines a su nombre. Yo soñé con convertirla en un rancho de caballos aunque nadie creía que lo conseguiría. No, los sueños no se hacen realidad por desearlos, pero pueden ser la chispa que haga que ocurran cosas. Aunque sólo tengan sentido para nosotros mismos, eso no les quita valor. Y sin ellos, es mejor morir.


Habían llegado al coche. Mario abrió el maletero para cargar las calabazas. La joven miró los pastos.


—Quieres a tus hermanos, ¿verdad?


—No me lo ponen muy fácil, pero sí. Eran mis ídolos de niño y me pone enfermo ver lo que ha sido de ellos en los últimos años. Me gustaría verlos felices.


Paula lo miró.


—¿Y cuáles son tus sueños ahora, Mario Alfonso?


El sonrió.


—Ah, mi mamá me dijo que a veces tienes que conservar tus sueños cerca de tu corazón, cuidarlos y saber que florecerán a su tiempo — le guiñó un ojo—. Siempre que no renuncies a ellos.










NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 18




Al día siguiente, Paula pidió la llave al agente inmobiliario que llevaba la casa de Emerson y fueron todos a verla. Las casas eran más pequeñas en aquella parte del pueblo, pero el barrio no estaba mal. Paula tenía esperanzas de que, una vez arreglada, la casa quedaría tan bien como las demás de la zona.


Pedro, sin embargo, no parecía muy convencido.


—Hay una mancha en el techo —dijo, y su voz resonó en la habitación vacía y pintada a medias, llena de escaleras, latas de pintura y trapos manchados.


—¿Qué? —preguntó ella.


—Una mancha en el techo.


Paula miró el punto que señalaba.


—Parecer ser que las tuberías del baño se han roto un par de veces, pero dicen que ya están arregladas y ahora sólo tienen que reparar los daños.


El médico miró a su alrededor.


—Parece pequeña.


—Bueno, comparada con la suya, supongo que sí. Pero para nosotros está bien. Aquí abajo hay dos habitaciones y un porche cerrado, además de la cocina; y arriba hay tres dormitorios y un baño.


Pedro miró la estancia vacía.


—¿Los muebles están en un almacén?


Paula se ruborizó.


—Hay una mesa de cocina y sillas y algunas camas arriba. Podemos vivir un tiempo sin muebles en la sala...


Algo chocó encima de ellos y el techo tembló. Karen gritó y el médico salió corriendo y subió las escaleras de dos en dos.


Paula sacó a Ana del cochecito y lo siguió con el corazón en la boca.


—No pasa nada —dijo Pedro cuando la vio—. Se ha caído una escalera —miró a los niños con el ceño fruncido—. Aunque no creo que haya sido sola — su voz era más severa que de costumbre y Noah retrocedió hasta llegar al lado de su madre.


Karen, siempre servicial, señaló a su hermano.


—Ha intentado subir y se ha caído.


—Sí, eso suponía —Pedro dio un paso hacia Noah, que se pegó con fuerza a su madre.


—Ha sido un accidente —dijo con voz temblorosa—. Yo no quería. Por... por favor, no te enfades.


Pedro miró un instante a Paula y se acuclilló delante de él.


—No estoy enfadado —dijo con gentileza—. Simplemente no quiero que juegues con algo que puede hacerte daño.


—Pero tú eres médico. Puedes curar a la gente que se hace daño.


La mirada de Pedro se ensombreció.


—No siempre. Soy médico, pero no mago. Y por eso siempre es mejor evitar los daños que curarlos —se levantó y le puso una mano en el pelo—. Pero no importa lo que te diga o cómo lo diga, nunca debes tener miedo de mí, ¿vale?


Noah esperó un segundo y asintió con la cabeza. Miró a su madre.


—¿Puedo ir a jugar con Karen?


—Claro que sí —esperó a que se alejaran y miró al médico—. Gracias —dijo—. Tiene que aprender que hay una diferencia entre ser fuerte y ser malo.


Sus miradas se encontraron y él tragó saliva y pasó a la habitación contigua, donde empezó a golpear las paredes con los nudillos con expresión seria. Paula se echo a reír.


—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó él.


—¿Sabe lo que está buscando?


Pedro frunció el ceño. Los niños bajaron en ese momento corriendo las escaleras y salió al rellano.


—Los escalones pueden ser peligrosos — comentó—. Sobre todo cuando Ana empiece a andar.


—Para eso hay puertas de bebés.


—No siempre funcionan. Hay niños que saltan por encima.


—¡Vamos, doctor Alfonso! —empezó a bajar con exasperación—. ¿Nunca le han dicho que es un agorero?


Pedro la siguió de mala gana.


—¿Cuánto dices que piden?


Paula se lo dijo.


—¿Y seguro que estará lista para Año Nuevo?


—Me han dicho que sí. Y hablando de fiestas... —respiró hondo—. Quería preguntarle si puedo prepararle la cena de Acción de Gracias como un modo de darle las gracias por lo que ha hecho por los niños y por mí.


Pedro la miró de un modo raro.


—¿Tiene algo en contra de Acción de Gracias? —preguntó ella.


—No, no, es sólo que hace tiempo que no... —se frotó un segundo la parte de atrás del cuello—. Y no quiero que te molestes. Ese tipo de fiestas suelen ser muy atareadas para mí. Accidentes en la cocina, comida en mal estado, indigestiones... —hizo una mueca—. Curar a los heridos después de una discusión familiar.


Paula se echó a reír.


—Vale, vale. Pero también quiero hacerlo por los niños —miró a Ana, que intentaba meterse el puño en la boca—. Hace mucho que no celebran nada.


—De acuerdo —repuso él—, pero no puedes contar con que yo no tenga que salir.


—Lo sé. Hay una cosa más.


—¿Cuál?


—Ya que soy yo la que cocina, ¿le importa que invite a otras personas, como Mildred o Ines?


—Invita a quien quieras.


—¿A sus hermanos también?


Pedro frunció el ceño.


—Mis hermanos y yo no hemos celebrado nada juntos desde hace diez años.


—Pues ya va siendo hora —se acercó al cochecito—. Usted invite a Hector y yo invitaré a Mario cuando vayamos el sábado al rancho.


El médico apenas le dirigió la palabra durante el camino de vuelta a la casa.



domingo, 27 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 17





CUANDO Paula los vio, los dos dormían con la boca abierta. 


Sintió una punzada en el corazón y se acercó a tomar Ana, pero el médico se despertó en cuanto tocó a la niña y le sujetó la muñeca.


—Sshh... No pasa nada —susurró ella—. Se ha quedado dormido. Sólo quiero meterla en la cama.


Pasó un segundo antes de que él soltara a la niña con un suspiro. Se llevó una mano a la boca.


—Lo siento.


—No se preocupe. Es bueno saber que nadie podría habérsela quitado. La cena está en la mesa, si es que consigue llegar hasta la cocina.


Volvió a bajar unos minutos más tarde y lo encontró devorando la cena como si no hubiera comido en una semana.


—¿Está buena? —preguntó desde la puerta, con las manos en los bolsillos de atrás del pantalón.


—Sí —suspiró él—. Voy a echar esto de menos cuando te vayas.


—Lo que me recuerda... —ella se acercó a la mesa—. Creo que he encontrado una casa.


Pedro frunció el ceño.


—¿De verdad? ¿Dónde?


—En Emerson. Cerca de la escuela. Pero no estará disponible hasta enero, ya que la están arreglando. Lo cual está bien, porque no creo que pueda pagar un depósito antes de entonces —se ruborizó—. Suponiendo que pueda quedarme aquí tanto tiempo, claro.


—¿Cuántas veces tengo que decirte que los niños y tú podéis quedaros aquí todo el tiempo que necesitéis? —preguntó él con voz rígida—. Y no quiero oír nada más del tema —cortó un trozo de chuleta de cerdo y se la metió en la boca—. ¿Cuándo podemos ir a ver esa casa?


Paula lo miró sorprendida.


—¿Para qué?


Pedro tomó un trago de agua.


—¿Cuántas casas has alquilado en tu vida?


—Ninguna, pero sí unos cuantos apartamentos y...


—No es lo mismo —repuso él, más concentrado en la comida que en ella—. Algunas casas viejas son muy poco seguras. No podría dormir sabiendo que los niños y tú estáis en un lugar que no he inspeccionado yo.


Paula lo miró de hito en hito hasta que él levantó la vista.


—¿Qué?


—Puede que esto lo sorprenda, doctor Alfonso, pero no tiene que cuidar del mundo entero.


—No es mi intención —sonrió él—. Pero sí me siento responsable de mis pacientes, así que acéptalo.


La joven sabía que era una tontería, pero las palabras de él la decepcionaron. Y no porque quisiera que pensara en ella de otro modo, porque no era así...


Empezó a guardar los platos que había dejado antes escurriendo.


—Pero yo no te pago mucho —dijo él a sus espaldas—. ¿Cómo te vas a arreglar con el alquiler?


Paula tragó salvia.


—Para entonces ya podré llevar a Ana a la guardería y buscar un trabajo de jornada completa.


—¿Y te apetece dejarla todo el día en la guardería?


Paula terminó de colocar los platos en el armario.


—No creo que tenga mucha elección, pero encontraré trabajo sin problemas. Hernan Atkins ha dicho que puedo ir a su tienda de pesca.


El médico dejó de masticar.


—¿Te has vuelto loca?


—¿Qué tiene de malo? ¿Tiene algo en contra de la pesca?


—No, pero de Hernan sí.


—Pues parece muy simpático.


—Seguro que sí —murmuró Pedro entre dientes—. Puedes seguir trabajando para mí y supongo que podría subirte el sueldo.


—Gracias, pero seguiría siendo media jornada y no sería bastante. A menos que pueda complementarlo con otro trabajo —señaló el plato vacío—. ¿Quiere repetir?


—¿Qué? Ah, no, gracias. ¿Qué haces?


—Retirar el plato. ¿Lo molesta?


—Lo que me molesta es que me sirvas.


Paula se detuvo en seco.


—¿Eso es lo que cree que hago?


—¿No es lo que haces?


—No —llevó el plato y el vaso al fregadero—. Ser la persona que mejor puede hacer lo que hay que hacer no es lo mismo que servir a alguien —lo miró por encima del hombro—. Así que la próxima vez que yo esté sentada y usted de pie, puede hacer algo por mí.


Pedro soltó una risita.


—¿Puedo hacerte una pregunta personal?


—¡Vaya! —exclamó ella—. Está muy dicharachero para alguien que se encontraba casi comatoso hace media hora.


—Es un truco de los médicos. Diez minutos adormilados y podemos seguir cuatro horas más.


Pero cuando Paula aclaraba el plato, vio que él se tocaba la parte de atrás del cuello. Se secó las manos.


—Déjeme que le dé un masaje.


—No, no, no hace falta...


—¡Oh, por el amor de Dios! ¿Por qué le cuesta tanto dejar que hagan algo por usted para variar?


Pedro quizá no sabía mucho de mujeres, pero sí sabía que estaba demasiado cansado para discutir con aquella, y eso pese a que la idea de que lo tocara le resultaba tan tentadora como terrorífica.


—¿Entiendes algo de masajes? —preguntó.


Pero ella estaba ya detrás de él y manipulaba el nudo que tenía en la base del cuello con pulgares sorprendentemente fuertes.


—Baje la cabeza.


Pedro reprimió un gemido. No había duda de que era buena.


—¿Le hago daño?


—No, no, estoy bien.


No estaba bien, sino a punto de perder el juicio, pero se dijo que era porque hacía mucho tiempo que no lo tocaba una mujer. Y a continuación se dijo que era un mentiroso.


¿Cómo podían ser tan fuertes aquellas manos pequeñas?
¿Y cómo podía haber olvidado él lo maravilloso que era aquello?


La joven le dio un golpecito en el hombro.


—Eh, se supone que esto es para relajarlo. Y parece que está más tenso a cada minuto que pasa.


—Hay un motivo para eso —musitó él con suavidad.


Las manos de ella se inmovilizaron. Y pronto no quedó otra cosa que el vacío donde antes estaba su contacto.


—¡Oh, Dios! Lo siento mucho.


Pedro se volvió en la silla.


—No tanto como yo.


Ella retrocedió con las mejillas tan rojas que parecía tener fiebre.


—Lo siento —repitió.


Empezó a volverse, pero él la sujetó por la mano.


—No te vayas.


—Pero yo no pretendía nada con...


—Ya lo sé. No pasa nada.


—¿No?


—¡Ah! —le soltó la mano y la miró medio sonriendo—. ¿Pensabas que ya no siento nada porque vivo solo?


Ella enrojeció todavía más.


—Yo no pensaba nada —repuso—. Tenía que haberlo pensado, claro. He estado casada y Javier nunca necesitaba mucho para... —cruzó los brazos y cerró los ojos—. Debe de pensar que soy la mujer más estúpida en la faz de la Tierra.


Pedro sintió una ternura repentina. Y algo más.


—No —la miró—. Puedes sentarte. Ha pasado el peligro.


Paula se sentó con rigidez lo más lejos que pudo de él y aferrando con las manos la silla a ambos lados de sus piernas.


Pedro la miró.


—Serías una buena enfermera —comentó—. Te gusta cuidar de la gente.


Paula frunció el ceño.


—Graciela, mi madre adoptiva, también quería que me hiciera enfermera —levantó la barbilla—. Pero en este momento tengo que cuidar de mi familia. Quizá más adelante.


—Eso me recuerda... —dijo el médico—. Quería preguntarte una cosa.


—¿Sí?


—Tengo la sensación de que te llevabas bien con tus padres adoptivos.


—La mayor parte del tiempo, sí —repuso ella con nerviosismo.


—¿Y qué ocurrió?


—Perdimos el contacto —se encogió de hombros—. Cosas que pasan.


—¿Pero viven todavía?


—Que yo sepa... ¡Oh! Usted quiere saber por qué no los llamé cuando murió Javier.


—Sí.


—Porque... porque quemé ese puente al casarme.


—¿Pensabas que no te ayudarían?


—No es eso, es más bien que no tenía derecho a pedirles ayuda. Y ahora, si no le importa... —se levantó—. Ana querrá comer de nuevo dentro de poco, así que tengo que acostarme.


Pedro se levantó también.


—Podemos ir mañana a ver la casa de Emerson, si quieres.


—No creo que...


—A veces una persona piensa demasiado — dijo él. Cruzó los brazos y sonrió—. Si puedes ser amiga de mi hermano, me gustaría pensar que también puedes serlo de mí. Y los amigos se ayudan entre sí.


Paula tardó un segundo en contestar.


—Recuerde que eso lo ha dicho usted, no yo.


Y se marchó.