sábado, 26 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 13





-SANTO Cielo! —fue lo único que dijo ella cuando pararon delante del cobertizo de Nicolas.


Pedro entendía bien su desmayo. Aparte del utilitario negro sin ruedas que hacía al menos dos décadas que no andaba, en el patio había también medio gallinero, montones de chatarra de proyectos inacabados que el viejo había ido abandonando con los años y una caseta de madera con el retrete, que daba la impresión de que se derrumbaría si su ocupante estornudaba muy alto. Y nada de todo eso se veía muy bien debido a la maleza.


—He pensado que debías verlo por ti misma —dijo Pedro.


Paula se estremeció.


—Parece una de las casas de los tres cerditos... después de que la tirara el lobo. Y supongo que por dentro no será mejor.


—Me temo que no.


La joven suspiró.


—No podría traer a mis niños aquí, ¿verdad? —no esperó contestación—. Vámonos. No volveré a molestarlos con esto ni al tío Nicolas ni a usted.


—Lo siento, Paula...


—No, no importa —sonrió con tristeza—. Me alegro de que me lo haya enseñado. Pero no entiendo cómo un ser humano puede querer vivir así.


Pedro dio la vuelta al coche y se dirigió a Haven. No sabía de dónde había surgido el impulso de llevarla a ver la casa de Nicolas, simplemente había creído que era lo mínimo que podía hacer.


Porque aquella mujer había visto claramente su alma y lo había comprendido como nadie. Y eso le daba mucho miedo.


Diez minutos más tarde, Paula miraba el paisaje con el ceño fruncido y pensaba qué podía hacer ahora.


—Estás muy callada —dijo Pedro.


—Estoy pensando. ¿Cómo descubrieron que Nicolas se había roto la cadera?


—Por suerte estaba en el pueblo. Se cayó de la acera delante del café. Si llega a ser en su casa, imposible decir cuándo lo hubiéramos descubierto.


Paula se estremeció.


—¿No va nadie a verlo?


—Antes iba gente... hasta que Nicolas empezó a disparar su escopeta para espantarlos.


Ella movió la cabeza.


—No comprendo por qué alguien pueda querer estar tan solo.


—Algunas personas son así —repuso él.


La joven miró el paisaje con un suspiro.


—Sabes que los niños y tú podéis quedaros en mi casa todo el tiempo que necesitéis —dijo Pedro.


—Gracias —contestó ella—, pero no quiero su caridad.


Pedro apretó los labios. Sonó su teléfono móvil.


—De acuerdo, Marybeth —dijo, al tiempo que metía el coche en el camino de entrada a su casa—. Voy para allí, pero voy a enviar también una ambulancia. Intenta darle una aspirina, puede ayudar hasta que lleguemos.


—¿Ocurre algo?


Pedro se lanzó al suelo y corrió a abrirle la puerta antes de que pudiera hacerlo ella.


—Es Sherman Mosley —dijo—. El abogado del pueblo. Su secretaria cree que tiene un ataque al corazón.


—¿Y qué hace usted aquí todavía?


Cinco segundos después, él ya no estaba allí.


Una hora más tarde, Paula ya no sentía los pechos a punto de explotar, pero, por desgracia, no podía decir lo mismo de su cabeza. Mucha gente parecía depender del doctor Pedro


Cosa que no tendría nada de malo si él tuviera a alguien que le ayudara a llevar la carga de vez en cuando, pero hasta donde ella podía ver, no era así. Ni siquiera sus hermanos. Y era una pena que tuviera familia allí mismo y no estuvieran unidos.


Pero no era asunto suyo.


Tenía a Ana en brazos y disponía de media hora antes de tener que ir a buscar a los otros dos cuando se le ocurrió que todavía no había visto la consulta y decidió asomarse.


La sala de espera, pintada de color marfil, olía a vapor caliente y a madera antigua. A lo largo de las paredes había sillas y bancos, además de una estantería con libros y juguetes y un montón de revistas viejas. Al lado había una sala para examinar a los pacientes, con muchos armarios de puerta de cristal y una camilla y más allá había otro cuarto con archivadores. Después estaba el despacho del médico, una habitación amplia en distintos tonos marrones. Delante de una ventana que daba al jardín estaba el escritorio más grande que ella había visto nunca.


Paula se acercó a él, frotando la espalda de Ana. En la mesa vio su propia ficha, pero también otras con fecha de dos meses atrás. Había además un montón de papeles que parecían formularios de seguros apilados en una esquina.


Estaba claro que el doctor Pedro andaba muy retrasado con sus papeles. Paula frunció el ceño y revisó el montón más cercano. Aquel hombre necesitaba ayuda. Pero no era asunto suyo.


El reloj del vestíbulo dio la hora y le recordó que tenía que ir a buscar a sus hijos. Colocó a Ana en el cochecito que le había llevado Faith, la hija de Didi Meyerhauser, y salió de la casa.


—¡Mamá, por favor! — Noah la miró con ojos muy abiertos—. ¿Podemos comer aquí?


Si Paula hubiera sabido que su paseo por el pueblo los llevaría por delante del único establecimiento que daba comidas, seguramente habría elegido otra ruta.


—Lo siento, cariño, pero no he traído dinero —miró al niño y suspiró—. Hay mucha comida en casa. No necesitamos comprar nada más.


—Mamá, yo tengo dinero.


Paula miró a Karen, quien le mostraba un billete de dólar.


—¿De dónde has sacado eso?


—Me lo dio Ines ayer. También le dio a Noah.


—¿En serio?


El niño buscó en los bolsillos de su abrigo hasta que encontró el billete de dólar. Sonrió.


—Lo había olvidado. ¿Podemos comer aquí, mamá?


Paula no sabía si enfadarse con Ines o no, aunque suponía que la comadrona simplemente actuaba como una abuela, pero sabía que con dos dólares no irían muy lejos, aunque los precios de la carta colocada en uno rincón del escaparate eran muy razonables y en la pizarra ponía que ese día servirían sopa de guisantes y ella no comía sopa de guisantes desde...


—¿Mamá?


La joven suspiró.


—Dos dólares, ¿eh? Bien, supongo que podemos tomar patatas fritas y un refresco, pero tendréis que compartir, ¿vale? Luego comeremos más en casa.


Los niños gritaron de alegría y corrieron al café, donde Noah sostuvo la puerta abierta para que pasara el cochecito.


Paula notó que muchos de los clientes, la mayoría de los cuales eran hombres, se volvían a mirarlos. Pero fue sólo un segundo. Detrás del mostrador había una mujer gruesa y morena, vestida con una sudadera negra y pendientes colgantes. Charlaba y reía con un joven larguirucho que llevaba un sombrero de cowboy. Entre las mesas había dos camareras más con uniforme color rosa y deportivas, una joven y rubia, la otra de mediana edad y morena.


La mujer del mostrador los vio, dijo algo al joven y se acercó a Paula con una sonrisa. Le estrechó la mano con calor, dijo que se llamaba Ruby Kennedy y que dirigía aquel establecimiento junto con su marido Jordy.


—Tú debes de ser la chica que está en casa del doctor.


—Sí, señora —la mujer sonreía ya a los niños y les preguntaba su nombre—. ¿Y quién es este angelito? —se inclinó sobre el cochecito.


—Ana.


Ruby sonrió.


—Un nombre muy bonito. ¿Tenéis hambre?


—¡Oh! —Paula le tocó el brazo y bajó la voz para que nadie más la oyera—. Lo siento, pero sólo llevamos dos dólares encima. Les he dicho que pueden compartir unas patatas fritas y un refresco...


—No te preocupes por eso —dijo la mujer—. Sentaos por ahí —señaló un rincón vacío al lado de la ventana— y veremos lo que podemos hacer.


—Pero yo no puedo...


—Aquí tenemos una tradición, querida. Todos los recién llegados al pueblo tienen la primera comida gratis. Vamos, sentaos antes de que los niños se caigan de hambre. ¿Os gustan las hamburguesas? —preguntó a los niños.


Y, al parecer, aquello acabó con la discusión.


Cuando terminaron, era tan tarde que estaban prácticamente solos, ya que las camareras se habían retirado hasta las cinco, cuando empezaría el turno de la cena.


Jordán, el cocinero y marido de Ruby, salió a saludarlos y los niños miraron sorprendidos a aquel hombre grande y calvo que llevaba un aro de oro en una oreja. Pero su sonrisa era tan abierta como la de su esposa y su voz amable no tardó en tranquilizarlos. Cuando se retiró, Ruby se sentó con ellos.


—Tengo que ocuparme de Ana —dijo Paula. La sacó del cochecito y la instaló en el hueco de su brazo.


—¿Piensa quedarse por aquí? —preguntó Ruby.


—No sé si tengo mucha elección. ¿Qué ocurre, Noah? —preguntó al niño, que le tiraba de la manga.


—¿Puedo ir a ver los caramelos? —Noah señaló un punto cerca de la caja.


—Sí, pero llévate a tu hermana.


Ines Gardner entró en ese momento entre un revuelo de faldas. Saludó a Ruby y a Paula y se sirvió una taza de café de la jarra de cristal que había detrás del mostrador.


—Se está nublando —dijo, acercándose a la mesa.


Se había recogido las dos trenzas alrededor de las orejas, lo que hacía que su rostro pareciera más redondo que nunca. Paula se movió para hacerle sitio y en ese momento entró otra mujer, con el pelo naranja y lo que parecía una bata de peluquera de color púrpura.


Ella también se sirvió café detrás del mostrador, se acercó a la mesa y dio la vuelta a una silla para sentarse.


—Casi me congelo por el camino —dijo. Sonrió a Paula y le tendió una mano llena de anillos—. Soy Luralene Hasting, la dueña de la peluquería de más abajo. Y no te lo tomes a mal, ¿pero se puede saber quién te ha arreglado el pelo?


Paula se ruborizó.


—¡Por Dios, Luralene! —exclamó Ruby—. El último teñido te ha alterado el cerebro.


—Para tu información, yo no me tiño. Esto son unas mechas —miró a Paula—. Y lo siento, querida. No pretendía insultarte.


—No, no importa —repuso Paula—. Hace meses que no me lo corto.


Ines le aseguró que su pelo estaba muy bien y luego empezaron a hablar de los muchachos Alfonso, como ellas los llamaban, y Paula procuró prestar atención. Como Ana empezaba a hacer ruiditos con la boca, se desabrochó la blusa y la acercó al pezón. Ines se sirvió otra taza de café.







NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 12




Pasó otra semana antes de que Pedro se decidiera a llevar a Paula a Claremore para ver a Nicolas. Había apuntado al niño a preescolar y Karen parecía encantada con la guardería de la iglesia, adonde iba sólo dos horas. No le gustaba la idea de dejar a Ana, aunque fuera con Ines, pero Pedro le recordó que llevaban el móvil y lo sabrían enseguida si ocurría algo.


—¿Está lejos? —preguntó, cuando subieron al coche.


—No mucho. Unos tres cuartos de hora.


Viajaron un rato en silencio.


—¿Dijiste que no habías visto nunca a Nicolas? —preguntó él, al fin.


Paula negó con la cabeza.


—Hablé con él una vez de recién casada. Y todos los años le enviaba tarjetas de Navidad y fotos de los niños, pero él nunca contestó — apoyó el codo en la puerta y se miró las uñas con el ceño fruncido—. Tú crees que estoy loca por pensar que esto pueda funcionar, ¿verdad?


—Creo que tienes muchas agallas —dijo él con sinceridad—. Además, supongo que los locos son los que tienen el valor de intentar las cosas que los cuerdos no se atreven.


Paula soltó una risita.


—Eso no responde a mi pregunta.


—No —Pedro pensó un momento—. Nicolas ha vivido solo desde que se retiró del Ejército hace treinta años. No tiene esposa ni hijos. De vez en cuando recoge algún perro, pero ahora no tiene ni eso —la miró—. Y no me sorprende que jamás respondiera a tus tarjetas de Navidad. Aunque os pudierais meter todos en el tugurio en el que vive, está demasiado acostumbrado a vivir solo para adaptarse a alguien a estas alturas.


Paula lo miró un momento a los ojos y luego volvió la cabeza hacia la ventanilla.


Guardaron silencio el resto del viaje, comentando sólo de vez en cuanto algo que veían en el camino. Y cuando llegaron al aparcamiento del hospital, Pedro la miró y vio que estaba más pálida que de costumbre.


—Ya hemos llegado —comentó.


Ella asintió y respiró hondo.


—¿Quieres que vaya contigo?


—No —dijo ella.


—¿Seguro?


Paula le lanzó una mirada acerada.


—No necesito que me sujete la mano.


Pedro asintió con la cabeza y salió del coche para abrirle la puerta, pero, por supuesto, ella estaba ya casi en la entrada del hospital.


Pedro se quedó donde estaba, con una mano en el techo de la camioneta, y movió la cabeza. Gritó el número de la habitación de Nicolas, por si lo había olvidado, a pesar de que estaba seguro de que Paula Chaves nunca olvidaba nada.


—¿Tío Nicolas?


El viejo se sobresaltó al oír aquella voz suave y se volvió con cuidado en la silla donde estaba sentado.


—¿Tío Nicolas? —repitió la chica; entró un paso más en la habitación—. Soy Paula Chaves. La esposa de Javier.


La pobre parecía medio muerta de miedo, con aquellos ojos grandes grises ocupando la mitad de la cara. No era fea... siempre que a uno le gustaran delgadas, claro. Y había llegado justo en mitad de su programa favorito.


—Bueno, entra, muchacha, y siéntate —ladró Nicolas. La única diversión que le quedaba ya en la vida era sobresaltar a la gente. Por allí no pasaba mucha, pero no estaba de más intentarlo—. Pero sólo puedes hablar cuando empiecen los anuncios.


—Oh. Vale.


La joven se acercó a la otra silla del cuarto, la del compañero de Nicolas, al que se habían llevado a la cámara de tortura, y se sentó en el borde. Nicolas la miró. El médico le había dicho que acababa de tener un niño y que Javier había muerto. No había entrado en muchos detalles con respecto a la muerte, pero Nicolas intuía que no había sido tan «accidental» como decía.


El médico también le había dicho que la muchacha no había ido allí de visita, que se había presentado en Haven porque él era su único pariente vivo. ¿Pero qué podía hacer él por ella si apenas tenía para sí mismo? Y era un hombre al que nadie podía soportar, sólo tenía que preguntarle a la gente.


Cuando llegaron los anuncios, apartó la vista de la tele y vio que la chica se había animado un poco.


—¿Cómo se encuentra? —le preguntó.


—Mal —contestó Nicolas—. Hazme caso, hija, no te hagas vieja. Y si te haces, no te rompas nada. Pero sé que no has venido hasta aquí para hablar, así que vamos al grano. ¿Qué quieres de mí?


La chica pareció sorprendida, pero sólo un momento.


—La verdad es que necesito un lugar donde vivir con los niños —dijo—. Y como somos familia, esperaba que pudiéramos quedarnos en su casa... sólo hasta que encuentre algo —añadió con rapidez—. En cuanto pueda trabajar, alquilaré un sitio propio, pero todavía no podré en algunas semanas y usted ahora está aquí y... bueno, también podemos ayudarlo cuando vuelva a casa, y así saldríamos ganando los dos.


Nicolas recordó entonces por qué nunca le habían gustado muchos mucho las mujeres. Porque hablaban demasiado. 


Volvió su atención a la tele y oyó un soplido. Recordó que las mujeres también hacían mucho eso. Acababa de pensar eso cuando la chica le quitó el mando de las manos y apagó la tele.


—¡Eh!


—Lo siento —dijo ella. Y Nicolas vio que tenía lágrimas en los ojos—. No quiero ser maleducada, pero usted sí lo es, y me da igual que haya vivido solo toda su vida, pero esto es una urgencia y me ha costado mucho venir aquí y pedirle esto. Si no quiere que nos quedemos con usted, es su casa, pero no puede hacerme esperar otros veinte minutos más.


Nicolas intentó inclinarse hacia ella, pero se lo impidió el dolor en la cadera y volvió a echarse atrás.


—Lo que no entiendo es por qué quieres vivir conmigo. Yo no soy un buen hombre, Paula. No me gusta la gente y menos aún los niños. Y ni siquiera nos conocemos...


—Lo sé —repuso ella—. Bueno, la parte de que no le guste la gente no, pero... —respiró hondo—. Estoy desesperada. No tengo adonde ir.


—Ahora estás en casa del doctor, ¿no?


—Porque tuve el niño en su casa y se siente responsable, pero no puedo quedarme siempre allí. Por favor, tío Nicolas...


—No.


Vio que la chica palidecía.


—Pero...


—He dicho que no, muchacha. Mi casa es mía. La tengo como a mí me gusta. No necesito que venga una mujer a cambiarla y ponerla como quiere ni niños que revuelvan mis cosas...


—Yo no les dejaría hacer eso.


Nicolas miró la tele para no ver el dolor en los grandes ojos grises de ella.


—Esta conversación ha terminado. Y ahora, si no te importa, ¿puedes poner la tele antes de irte?


La chica se levantó y arrojó el mando a la cama, donde sabía que él no podía alcanzarlo.


—Es usted un hombre horrible, así que póngala solo.



****


Salió de la habitación con la barbilla levantada, pero cuando Nicolas se quedó solo, no se sintió nada satisfecho con todo aquello.


Cuando Pedro terminó de visitar a sus pacientes, encontró a Paula sentada en la sala de esperar de Rehabilitación con los brazos cruzados y una expresión en la cara que indicaba que las cosas habían ido como él temía. Lo que implicaba que volvían a estar como al principio.


—¿Podemos irnos ya? —preguntó ella al verlo.


Se puso en pie y Pedro la siguió en silencio, considerando sus opciones.


—¡Nunca he conocido a nadie tan cruel como ese viejo! —explotó ella cuando subió al coche—. Le importa más un programa de televisión que lo que le pasa a gente de su familia.


Golpeó la consola con la mano con tal fuerza, que Pedro temió por sus huesos y le sujetó la muñeca antes de que pudiera repetir el golpe. Los ojos de ella se hicieron muy grandes por un instante y luego se lanzó sobre el pecho de él sollozando.


¿Y qué podía hacer él excepto rodearla con sus brazos y hacerle saber que estaba segura? Por lo menos de momento. Por supuesto, ella sollozó aún con más fuerza, dejando que su terquedad y su orgullo se derritieran en el abrazo de él.


Por desgracia, él también se derritió. Intentó no hacerlo, pero era una causa perdida y lo sabía. Le dolía el corazón por aquella chica delgaducha que acarreaba tanto peso sobre los hombros. Y aunque había sospechado desde el principio cuál sería la reacción de Nicolas, lo molestaba que el viejo pudiera ser tan cruel como para no ayudar a una sobrina, aunque fuera sobrina política.


Por eso dejó que se aferrara a él, si era eso lo que necesitaba en ese momento. Y si le acarició el pelo, lo hizo sólo para consolarla, por supuesto. Hacía mucho tiempo que no abrazaba a una mujer.


Después de unos minutos, pasó la tormenta y él pudo apartarla al fin sin sentirse mal por ello y poner cierta distancia entre ellos antes de que empezara a pensar cosas que no quería pensar.


—¿Te sientes mejor? —preguntó y no pudo contenerse y le apartó un mechón de pelo de los ojos.


La joven asintió con la cabeza y apretó los labios con determinación.


—¿Nos vamos ya?


—Sí.


Pedro recordó algo.


—Tengo que hacer algunas visitas. ¿Quieres acompañarme? Quizá así dejes de pensar en otras cosas un rato.


Paula pensó un momento.


—Pero tenemos que volver antes de dos horas para amamantar a Ana.


—Supongo que podríamos —repuso él—, ¿pero no le has dejado un biberón de tu leche a Ines?


—Eso solucionaría el problema de Ana — repuso ella—, pero no el mío.


Naturalmente, Pedro le miró el pecho.


—No te preocupes —murmuró—. Volveremos a tiempo.


Habían hecho ya dos paradas antes, la primera para ver a un niño de cuatro años llamado Howie, que había tenido infección de oído, y la segunda para decidir si Todd Andrews, un niño que había tenido gripe con fiebre, podía volver ya a la escuela. Los dos niños habían sido declarados curados, para alivio de sus madres, y ahora Paula y el médico paraban el coche al lado de una caravana instalada entre un grupo de pinos y arces situado a medio kilómetro de la carretera principal.


—¿Quién vive aquí? —preguntó la joven.


—Mildred Rafferty. Tiene setenta y cuatro años y enviudó hace casi veinticinco. Tiene problemas de artritis y no puede hacer mucho. Su única hija vive en Phoenix y le gustaría que Mildred se fuera a una residencia o por lo menos se trasladara al pueblo, donde la gente podría estar más pendiente de ella.


—¿Y por qué no se traslada?


Pedro sonrió.


—Hace treinta años, su marido y ella compraron este terreno con intención de construir en él. La caravana iba a ser sólo algo temporal. Pero el marido murió de un ataque al corazón antes de acabar la casa —señaló adelante—. Entre los árboles puedes ver todavía las paredes que había levantado. Mildred se negó a vender y a marcharse porque dice que aquí se siente más cerca de él. A veces me la encuentro cerca de la casa sin terminar hablando con él como si lo tuviera delante.


—Y tal vez sea así —repuso Paula.


Pedro la miró un instante.


—Bien, vamos allá.


Mildred Rafferty, que llevaba el pelo tan corto como el de un hombre y varias sudaderas y jerséis encima de un pantalón marrón de poliéster, los recibió con una sonrisa.


Detrás de ella había al menos cuatro gatos, lo que probablemente explicaba el olor intenso a ambientador, que intentaba cubrir el olor de los animales. Pero Paula había olido cosas peores en su vida.


—¿Quieren algo de beber? —preguntó—. Ayer abrí una bolsa de avellanas, si quieren...


—Suena bien —sonrió el médico—. ¿Paula? —la miró enarcando las cejas.


—Sí, gracias —dijo la joven—. Hace mucho que no como avellanas.


—Muy bien. Póngase cómodos.


Paula se instaló en el brazo de un sillón que había visto días mejores y el médico se sentó en un sofá de color amarillo oscuro con las piernas estiradas y el sombrero de vaquero sobre una rodilla.


—Veo que hoy anda bien —comentó.


—Gracias a Dios, sí —repuso Mildred—. Mire esto.


Levantó las manos para que el médico las inspeccionara. 


Los nudillos estaban hinchados hasta casi resultar deformes, pero ella los flexionó despacio y sonrió como una niña encantada con sus logros.


—Sabe que no me gusta mucho tomar medicinas, pero esa última que me dijo es muy buena.


El médico tomó las manos en las suyas y asintió con aprobación.


—La hinchazón ha bajado un poco. Yo diría que al fin hemos acertado —tomó un puñado de avellanas—. ¿Algún efecto secundario?


—Ninguno —la mujer se tocó la cabeza—. Toco madera.


Pedro se echó a reír y empezó a hablar con Mildred de cosas corrientes como el clima, los gatos y su hija Justine. Paula lo observaba en silencio y pensaba que no era raro que sus pacientes lo adoraran, porque el doctor Pedro, que era como lo llamaba la mayoría, nunca daba muestras de tener prisa ni daba la sensación de que tuviera algo más importante que hacer que atenderlos. Y sabía escuchar, una cualidad que Paula había encontrado en pocos hombres.


—¿Qué sabes de tu marido?


Paula lo miró sorprendida.


—Es curioso que lo pregunte, porque no he sabido nada desde que estuvo aquí la última vez. Y estoy algo preocupada. En veinticinco años, nunca había pasado tanto tiempo sin venir —miró a Paula con sus ojos color de apio—. ¿Qué cree que significa eso, querida?


—Me temo que no lo sé —repuso la joven—. ¿Habla usted mucho con su marido?


Paula sonrió levemente.


—Bueno, no sé si se puede llamar «hablar», ya que está muerto. Pero digamos que lo siento a mi lado. Aunque mucha gente cree que estoy loca.


Paula notaba que Pedro la miraba, esperando su reacción.


—Yo no creo que esté loca —dijo—. Su marido y usted debieron de quererse mucho.


Los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas.


—Claro que sí —sonrió—. Pero basta de ese tema. El doctor Pedro me dijo que tiene usted tres hijos.


—Sí, señora.


—Me encantan los niños. Oh, ¿está bien, querida?


Paula asintió.


—Es sólo que... se acerca el momento de amamantar a Ana.


—Entonces deben irse enseguida —declaró Mildred—. Recuerdo bien lo incómodo que resultaba no poder llegar a Justy a tiempo.


Los tres se acercaron a la puerta con los gatos entre las piernas. Cuando Paula se disponía a salir, se volvió.


—¿Puedo traerle alguna vez a los niños para una visita corta? —preguntó.


La mujer la miró encantada.


—¿De verdad?


—Me encantaría. Y seguro que les gustaría esto. ¿Le parece bien el martes después de comer?


—Oh, sí, querida. Muy bien.


El médico y ella entraron en el coche y viajaron un rato en silencio.


—¿Por qué has hecho eso? —preguntó él al fin.


Paula lo miró a los ojos.


—Por lo mismo que pasa usted a verla, porque no le gusta saber que está aquí sola sin nadie con quien hablar... aparte de su marido — añadió con una sonrisa—. ¿Quién le trae la comida de la tienda?


Pedro se ajustó el sombrero.


—Yo.


—¿Hace eso con todos sus pacientes?


—Si te refieres a si les llevo comida, no.


Paula se echó a reír.


—No, me refiero a... no sé cómo decirlo. A hacer que se sientan importantes —lo miró—. Le gusta su trabajo, ¿verdad?


—Sí —repuso él—. Me gusta mucho. ¿Crees que puedes aguantar una última parada?


—Antes dijo que la de Mildred era la última.


—Esta se me acaba de ocurrir —la miró—. Hay algo que creo que debes ver.