sábado, 26 de agosto de 2017
NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 13
-SANTO Cielo! —fue lo único que dijo ella cuando pararon delante del cobertizo de Nicolas.
Pedro entendía bien su desmayo. Aparte del utilitario negro sin ruedas que hacía al menos dos décadas que no andaba, en el patio había también medio gallinero, montones de chatarra de proyectos inacabados que el viejo había ido abandonando con los años y una caseta de madera con el retrete, que daba la impresión de que se derrumbaría si su ocupante estornudaba muy alto. Y nada de todo eso se veía muy bien debido a la maleza.
—He pensado que debías verlo por ti misma —dijo Pedro.
Paula se estremeció.
—Parece una de las casas de los tres cerditos... después de que la tirara el lobo. Y supongo que por dentro no será mejor.
—Me temo que no.
La joven suspiró.
—No podría traer a mis niños aquí, ¿verdad? —no esperó contestación—. Vámonos. No volveré a molestarlos con esto ni al tío Nicolas ni a usted.
—Lo siento, Paula...
—No, no importa —sonrió con tristeza—. Me alegro de que me lo haya enseñado. Pero no entiendo cómo un ser humano puede querer vivir así.
Pedro dio la vuelta al coche y se dirigió a Haven. No sabía de dónde había surgido el impulso de llevarla a ver la casa de Nicolas, simplemente había creído que era lo mínimo que podía hacer.
Porque aquella mujer había visto claramente su alma y lo había comprendido como nadie. Y eso le daba mucho miedo.
Diez minutos más tarde, Paula miraba el paisaje con el ceño fruncido y pensaba qué podía hacer ahora.
—Estás muy callada —dijo Pedro.
—Estoy pensando. ¿Cómo descubrieron que Nicolas se había roto la cadera?
—Por suerte estaba en el pueblo. Se cayó de la acera delante del café. Si llega a ser en su casa, imposible decir cuándo lo hubiéramos descubierto.
Paula se estremeció.
—¿No va nadie a verlo?
—Antes iba gente... hasta que Nicolas empezó a disparar su escopeta para espantarlos.
Ella movió la cabeza.
—No comprendo por qué alguien pueda querer estar tan solo.
—Algunas personas son así —repuso él.
La joven miró el paisaje con un suspiro.
—Sabes que los niños y tú podéis quedaros en mi casa todo el tiempo que necesitéis —dijo Pedro.
—Gracias —contestó ella—, pero no quiero su caridad.
Pedro apretó los labios. Sonó su teléfono móvil.
—De acuerdo, Marybeth —dijo, al tiempo que metía el coche en el camino de entrada a su casa—. Voy para allí, pero voy a enviar también una ambulancia. Intenta darle una aspirina, puede ayudar hasta que lleguemos.
—¿Ocurre algo?
Pedro se lanzó al suelo y corrió a abrirle la puerta antes de que pudiera hacerlo ella.
—Es Sherman Mosley —dijo—. El abogado del pueblo. Su secretaria cree que tiene un ataque al corazón.
—¿Y qué hace usted aquí todavía?
Cinco segundos después, él ya no estaba allí.
Una hora más tarde, Paula ya no sentía los pechos a punto de explotar, pero, por desgracia, no podía decir lo mismo de su cabeza. Mucha gente parecía depender del doctor Pedro.
Cosa que no tendría nada de malo si él tuviera a alguien que le ayudara a llevar la carga de vez en cuando, pero hasta donde ella podía ver, no era así. Ni siquiera sus hermanos. Y era una pena que tuviera familia allí mismo y no estuvieran unidos.
Pero no era asunto suyo.
Tenía a Ana en brazos y disponía de media hora antes de tener que ir a buscar a los otros dos cuando se le ocurrió que todavía no había visto la consulta y decidió asomarse.
La sala de espera, pintada de color marfil, olía a vapor caliente y a madera antigua. A lo largo de las paredes había sillas y bancos, además de una estantería con libros y juguetes y un montón de revistas viejas. Al lado había una sala para examinar a los pacientes, con muchos armarios de puerta de cristal y una camilla y más allá había otro cuarto con archivadores. Después estaba el despacho del médico, una habitación amplia en distintos tonos marrones. Delante de una ventana que daba al jardín estaba el escritorio más grande que ella había visto nunca.
Paula se acercó a él, frotando la espalda de Ana. En la mesa vio su propia ficha, pero también otras con fecha de dos meses atrás. Había además un montón de papeles que parecían formularios de seguros apilados en una esquina.
Estaba claro que el doctor Pedro andaba muy retrasado con sus papeles. Paula frunció el ceño y revisó el montón más cercano. Aquel hombre necesitaba ayuda. Pero no era asunto suyo.
El reloj del vestíbulo dio la hora y le recordó que tenía que ir a buscar a sus hijos. Colocó a Ana en el cochecito que le había llevado Faith, la hija de Didi Meyerhauser, y salió de la casa.
—¡Mamá, por favor! — Noah la miró con ojos muy abiertos—. ¿Podemos comer aquí?
Si Paula hubiera sabido que su paseo por el pueblo los llevaría por delante del único establecimiento que daba comidas, seguramente habría elegido otra ruta.
—Lo siento, cariño, pero no he traído dinero —miró al niño y suspiró—. Hay mucha comida en casa. No necesitamos comprar nada más.
—Mamá, yo tengo dinero.
Paula miró a Karen, quien le mostraba un billete de dólar.
—¿De dónde has sacado eso?
—Me lo dio Ines ayer. También le dio a Noah.
—¿En serio?
El niño buscó en los bolsillos de su abrigo hasta que encontró el billete de dólar. Sonrió.
—Lo había olvidado. ¿Podemos comer aquí, mamá?
Paula no sabía si enfadarse con Ines o no, aunque suponía que la comadrona simplemente actuaba como una abuela, pero sabía que con dos dólares no irían muy lejos, aunque los precios de la carta colocada en uno rincón del escaparate eran muy razonables y en la pizarra ponía que ese día servirían sopa de guisantes y ella no comía sopa de guisantes desde...
—¿Mamá?
La joven suspiró.
—Dos dólares, ¿eh? Bien, supongo que podemos tomar patatas fritas y un refresco, pero tendréis que compartir, ¿vale? Luego comeremos más en casa.
Los niños gritaron de alegría y corrieron al café, donde Noah sostuvo la puerta abierta para que pasara el cochecito.
Paula notó que muchos de los clientes, la mayoría de los cuales eran hombres, se volvían a mirarlos. Pero fue sólo un segundo. Detrás del mostrador había una mujer gruesa y morena, vestida con una sudadera negra y pendientes colgantes. Charlaba y reía con un joven larguirucho que llevaba un sombrero de cowboy. Entre las mesas había dos camareras más con uniforme color rosa y deportivas, una joven y rubia, la otra de mediana edad y morena.
La mujer del mostrador los vio, dijo algo al joven y se acercó a Paula con una sonrisa. Le estrechó la mano con calor, dijo que se llamaba Ruby Kennedy y que dirigía aquel establecimiento junto con su marido Jordy.
—Tú debes de ser la chica que está en casa del doctor.
—Sí, señora —la mujer sonreía ya a los niños y les preguntaba su nombre—. ¿Y quién es este angelito? —se inclinó sobre el cochecito.
—Ana.
Ruby sonrió.
—Un nombre muy bonito. ¿Tenéis hambre?
—¡Oh! —Paula le tocó el brazo y bajó la voz para que nadie más la oyera—. Lo siento, pero sólo llevamos dos dólares encima. Les he dicho que pueden compartir unas patatas fritas y un refresco...
—No te preocupes por eso —dijo la mujer—. Sentaos por ahí —señaló un rincón vacío al lado de la ventana— y veremos lo que podemos hacer.
—Pero yo no puedo...
—Aquí tenemos una tradición, querida. Todos los recién llegados al pueblo tienen la primera comida gratis. Vamos, sentaos antes de que los niños se caigan de hambre. ¿Os gustan las hamburguesas? —preguntó a los niños.
Y, al parecer, aquello acabó con la discusión.
Cuando terminaron, era tan tarde que estaban prácticamente solos, ya que las camareras se habían retirado hasta las cinco, cuando empezaría el turno de la cena.
Jordán, el cocinero y marido de Ruby, salió a saludarlos y los niños miraron sorprendidos a aquel hombre grande y calvo que llevaba un aro de oro en una oreja. Pero su sonrisa era tan abierta como la de su esposa y su voz amable no tardó en tranquilizarlos. Cuando se retiró, Ruby se sentó con ellos.
—Tengo que ocuparme de Ana —dijo Paula. La sacó del cochecito y la instaló en el hueco de su brazo.
—¿Piensa quedarse por aquí? —preguntó Ruby.
—No sé si tengo mucha elección. ¿Qué ocurre, Noah? —preguntó al niño, que le tiraba de la manga.
—¿Puedo ir a ver los caramelos? —Noah señaló un punto cerca de la caja.
—Sí, pero llévate a tu hermana.
Ines Gardner entró en ese momento entre un revuelo de faldas. Saludó a Ruby y a Paula y se sirvió una taza de café de la jarra de cristal que había detrás del mostrador.
—Se está nublando —dijo, acercándose a la mesa.
Se había recogido las dos trenzas alrededor de las orejas, lo que hacía que su rostro pareciera más redondo que nunca. Paula se movió para hacerle sitio y en ese momento entró otra mujer, con el pelo naranja y lo que parecía una bata de peluquera de color púrpura.
Ella también se sirvió café detrás del mostrador, se acercó a la mesa y dio la vuelta a una silla para sentarse.
—Casi me congelo por el camino —dijo. Sonrió a Paula y le tendió una mano llena de anillos—. Soy Luralene Hasting, la dueña de la peluquería de más abajo. Y no te lo tomes a mal, ¿pero se puede saber quién te ha arreglado el pelo?
Paula se ruborizó.
—¡Por Dios, Luralene! —exclamó Ruby—. El último teñido te ha alterado el cerebro.
—Para tu información, yo no me tiño. Esto son unas mechas —miró a Paula—. Y lo siento, querida. No pretendía insultarte.
—No, no importa —repuso Paula—. Hace meses que no me lo corto.
Ines le aseguró que su pelo estaba muy bien y luego empezaron a hablar de los muchachos Alfonso, como ellas los llamaban, y Paula procuró prestar atención. Como Ana empezaba a hacer ruiditos con la boca, se desabrochó la blusa y la acercó al pezón. Ines se sirvió otra taza de café.
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