sábado, 26 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 12




Pasó otra semana antes de que Pedro se decidiera a llevar a Paula a Claremore para ver a Nicolas. Había apuntado al niño a preescolar y Karen parecía encantada con la guardería de la iglesia, adonde iba sólo dos horas. No le gustaba la idea de dejar a Ana, aunque fuera con Ines, pero Pedro le recordó que llevaban el móvil y lo sabrían enseguida si ocurría algo.


—¿Está lejos? —preguntó, cuando subieron al coche.


—No mucho. Unos tres cuartos de hora.


Viajaron un rato en silencio.


—¿Dijiste que no habías visto nunca a Nicolas? —preguntó él, al fin.


Paula negó con la cabeza.


—Hablé con él una vez de recién casada. Y todos los años le enviaba tarjetas de Navidad y fotos de los niños, pero él nunca contestó — apoyó el codo en la puerta y se miró las uñas con el ceño fruncido—. Tú crees que estoy loca por pensar que esto pueda funcionar, ¿verdad?


—Creo que tienes muchas agallas —dijo él con sinceridad—. Además, supongo que los locos son los que tienen el valor de intentar las cosas que los cuerdos no se atreven.


Paula soltó una risita.


—Eso no responde a mi pregunta.


—No —Pedro pensó un momento—. Nicolas ha vivido solo desde que se retiró del Ejército hace treinta años. No tiene esposa ni hijos. De vez en cuando recoge algún perro, pero ahora no tiene ni eso —la miró—. Y no me sorprende que jamás respondiera a tus tarjetas de Navidad. Aunque os pudierais meter todos en el tugurio en el que vive, está demasiado acostumbrado a vivir solo para adaptarse a alguien a estas alturas.


Paula lo miró un momento a los ojos y luego volvió la cabeza hacia la ventanilla.


Guardaron silencio el resto del viaje, comentando sólo de vez en cuanto algo que veían en el camino. Y cuando llegaron al aparcamiento del hospital, Pedro la miró y vio que estaba más pálida que de costumbre.


—Ya hemos llegado —comentó.


Ella asintió y respiró hondo.


—¿Quieres que vaya contigo?


—No —dijo ella.


—¿Seguro?


Paula le lanzó una mirada acerada.


—No necesito que me sujete la mano.


Pedro asintió con la cabeza y salió del coche para abrirle la puerta, pero, por supuesto, ella estaba ya casi en la entrada del hospital.


Pedro se quedó donde estaba, con una mano en el techo de la camioneta, y movió la cabeza. Gritó el número de la habitación de Nicolas, por si lo había olvidado, a pesar de que estaba seguro de que Paula Chaves nunca olvidaba nada.


—¿Tío Nicolas?


El viejo se sobresaltó al oír aquella voz suave y se volvió con cuidado en la silla donde estaba sentado.


—¿Tío Nicolas? —repitió la chica; entró un paso más en la habitación—. Soy Paula Chaves. La esposa de Javier.


La pobre parecía medio muerta de miedo, con aquellos ojos grandes grises ocupando la mitad de la cara. No era fea... siempre que a uno le gustaran delgadas, claro. Y había llegado justo en mitad de su programa favorito.


—Bueno, entra, muchacha, y siéntate —ladró Nicolas. La única diversión que le quedaba ya en la vida era sobresaltar a la gente. Por allí no pasaba mucha, pero no estaba de más intentarlo—. Pero sólo puedes hablar cuando empiecen los anuncios.


—Oh. Vale.


La joven se acercó a la otra silla del cuarto, la del compañero de Nicolas, al que se habían llevado a la cámara de tortura, y se sentó en el borde. Nicolas la miró. El médico le había dicho que acababa de tener un niño y que Javier había muerto. No había entrado en muchos detalles con respecto a la muerte, pero Nicolas intuía que no había sido tan «accidental» como decía.


El médico también le había dicho que la muchacha no había ido allí de visita, que se había presentado en Haven porque él era su único pariente vivo. ¿Pero qué podía hacer él por ella si apenas tenía para sí mismo? Y era un hombre al que nadie podía soportar, sólo tenía que preguntarle a la gente.


Cuando llegaron los anuncios, apartó la vista de la tele y vio que la chica se había animado un poco.


—¿Cómo se encuentra? —le preguntó.


—Mal —contestó Nicolas—. Hazme caso, hija, no te hagas vieja. Y si te haces, no te rompas nada. Pero sé que no has venido hasta aquí para hablar, así que vamos al grano. ¿Qué quieres de mí?


La chica pareció sorprendida, pero sólo un momento.


—La verdad es que necesito un lugar donde vivir con los niños —dijo—. Y como somos familia, esperaba que pudiéramos quedarnos en su casa... sólo hasta que encuentre algo —añadió con rapidez—. En cuanto pueda trabajar, alquilaré un sitio propio, pero todavía no podré en algunas semanas y usted ahora está aquí y... bueno, también podemos ayudarlo cuando vuelva a casa, y así saldríamos ganando los dos.


Nicolas recordó entonces por qué nunca le habían gustado muchos mucho las mujeres. Porque hablaban demasiado. 


Volvió su atención a la tele y oyó un soplido. Recordó que las mujeres también hacían mucho eso. Acababa de pensar eso cuando la chica le quitó el mando de las manos y apagó la tele.


—¡Eh!


—Lo siento —dijo ella. Y Nicolas vio que tenía lágrimas en los ojos—. No quiero ser maleducada, pero usted sí lo es, y me da igual que haya vivido solo toda su vida, pero esto es una urgencia y me ha costado mucho venir aquí y pedirle esto. Si no quiere que nos quedemos con usted, es su casa, pero no puede hacerme esperar otros veinte minutos más.


Nicolas intentó inclinarse hacia ella, pero se lo impidió el dolor en la cadera y volvió a echarse atrás.


—Lo que no entiendo es por qué quieres vivir conmigo. Yo no soy un buen hombre, Paula. No me gusta la gente y menos aún los niños. Y ni siquiera nos conocemos...


—Lo sé —repuso ella—. Bueno, la parte de que no le guste la gente no, pero... —respiró hondo—. Estoy desesperada. No tengo adonde ir.


—Ahora estás en casa del doctor, ¿no?


—Porque tuve el niño en su casa y se siente responsable, pero no puedo quedarme siempre allí. Por favor, tío Nicolas...


—No.


Vio que la chica palidecía.


—Pero...


—He dicho que no, muchacha. Mi casa es mía. La tengo como a mí me gusta. No necesito que venga una mujer a cambiarla y ponerla como quiere ni niños que revuelvan mis cosas...


—Yo no les dejaría hacer eso.


Nicolas miró la tele para no ver el dolor en los grandes ojos grises de ella.


—Esta conversación ha terminado. Y ahora, si no te importa, ¿puedes poner la tele antes de irte?


La chica se levantó y arrojó el mando a la cama, donde sabía que él no podía alcanzarlo.


—Es usted un hombre horrible, así que póngala solo.



****


Salió de la habitación con la barbilla levantada, pero cuando Nicolas se quedó solo, no se sintió nada satisfecho con todo aquello.


Cuando Pedro terminó de visitar a sus pacientes, encontró a Paula sentada en la sala de esperar de Rehabilitación con los brazos cruzados y una expresión en la cara que indicaba que las cosas habían ido como él temía. Lo que implicaba que volvían a estar como al principio.


—¿Podemos irnos ya? —preguntó ella al verlo.


Se puso en pie y Pedro la siguió en silencio, considerando sus opciones.


—¡Nunca he conocido a nadie tan cruel como ese viejo! —explotó ella cuando subió al coche—. Le importa más un programa de televisión que lo que le pasa a gente de su familia.


Golpeó la consola con la mano con tal fuerza, que Pedro temió por sus huesos y le sujetó la muñeca antes de que pudiera repetir el golpe. Los ojos de ella se hicieron muy grandes por un instante y luego se lanzó sobre el pecho de él sollozando.


¿Y qué podía hacer él excepto rodearla con sus brazos y hacerle saber que estaba segura? Por lo menos de momento. Por supuesto, ella sollozó aún con más fuerza, dejando que su terquedad y su orgullo se derritieran en el abrazo de él.


Por desgracia, él también se derritió. Intentó no hacerlo, pero era una causa perdida y lo sabía. Le dolía el corazón por aquella chica delgaducha que acarreaba tanto peso sobre los hombros. Y aunque había sospechado desde el principio cuál sería la reacción de Nicolas, lo molestaba que el viejo pudiera ser tan cruel como para no ayudar a una sobrina, aunque fuera sobrina política.


Por eso dejó que se aferrara a él, si era eso lo que necesitaba en ese momento. Y si le acarició el pelo, lo hizo sólo para consolarla, por supuesto. Hacía mucho tiempo que no abrazaba a una mujer.


Después de unos minutos, pasó la tormenta y él pudo apartarla al fin sin sentirse mal por ello y poner cierta distancia entre ellos antes de que empezara a pensar cosas que no quería pensar.


—¿Te sientes mejor? —preguntó y no pudo contenerse y le apartó un mechón de pelo de los ojos.


La joven asintió con la cabeza y apretó los labios con determinación.


—¿Nos vamos ya?


—Sí.


Pedro recordó algo.


—Tengo que hacer algunas visitas. ¿Quieres acompañarme? Quizá así dejes de pensar en otras cosas un rato.


Paula pensó un momento.


—Pero tenemos que volver antes de dos horas para amamantar a Ana.


—Supongo que podríamos —repuso él—, ¿pero no le has dejado un biberón de tu leche a Ines?


—Eso solucionaría el problema de Ana — repuso ella—, pero no el mío.


Naturalmente, Pedro le miró el pecho.


—No te preocupes —murmuró—. Volveremos a tiempo.


Habían hecho ya dos paradas antes, la primera para ver a un niño de cuatro años llamado Howie, que había tenido infección de oído, y la segunda para decidir si Todd Andrews, un niño que había tenido gripe con fiebre, podía volver ya a la escuela. Los dos niños habían sido declarados curados, para alivio de sus madres, y ahora Paula y el médico paraban el coche al lado de una caravana instalada entre un grupo de pinos y arces situado a medio kilómetro de la carretera principal.


—¿Quién vive aquí? —preguntó la joven.


—Mildred Rafferty. Tiene setenta y cuatro años y enviudó hace casi veinticinco. Tiene problemas de artritis y no puede hacer mucho. Su única hija vive en Phoenix y le gustaría que Mildred se fuera a una residencia o por lo menos se trasladara al pueblo, donde la gente podría estar más pendiente de ella.


—¿Y por qué no se traslada?


Pedro sonrió.


—Hace treinta años, su marido y ella compraron este terreno con intención de construir en él. La caravana iba a ser sólo algo temporal. Pero el marido murió de un ataque al corazón antes de acabar la casa —señaló adelante—. Entre los árboles puedes ver todavía las paredes que había levantado. Mildred se negó a vender y a marcharse porque dice que aquí se siente más cerca de él. A veces me la encuentro cerca de la casa sin terminar hablando con él como si lo tuviera delante.


—Y tal vez sea así —repuso Paula.


Pedro la miró un instante.


—Bien, vamos allá.


Mildred Rafferty, que llevaba el pelo tan corto como el de un hombre y varias sudaderas y jerséis encima de un pantalón marrón de poliéster, los recibió con una sonrisa.


Detrás de ella había al menos cuatro gatos, lo que probablemente explicaba el olor intenso a ambientador, que intentaba cubrir el olor de los animales. Pero Paula había olido cosas peores en su vida.


—¿Quieren algo de beber? —preguntó—. Ayer abrí una bolsa de avellanas, si quieren...


—Suena bien —sonrió el médico—. ¿Paula? —la miró enarcando las cejas.


—Sí, gracias —dijo la joven—. Hace mucho que no como avellanas.


—Muy bien. Póngase cómodos.


Paula se instaló en el brazo de un sillón que había visto días mejores y el médico se sentó en un sofá de color amarillo oscuro con las piernas estiradas y el sombrero de vaquero sobre una rodilla.


—Veo que hoy anda bien —comentó.


—Gracias a Dios, sí —repuso Mildred—. Mire esto.


Levantó las manos para que el médico las inspeccionara. 


Los nudillos estaban hinchados hasta casi resultar deformes, pero ella los flexionó despacio y sonrió como una niña encantada con sus logros.


—Sabe que no me gusta mucho tomar medicinas, pero esa última que me dijo es muy buena.


El médico tomó las manos en las suyas y asintió con aprobación.


—La hinchazón ha bajado un poco. Yo diría que al fin hemos acertado —tomó un puñado de avellanas—. ¿Algún efecto secundario?


—Ninguno —la mujer se tocó la cabeza—. Toco madera.


Pedro se echó a reír y empezó a hablar con Mildred de cosas corrientes como el clima, los gatos y su hija Justine. Paula lo observaba en silencio y pensaba que no era raro que sus pacientes lo adoraran, porque el doctor Pedro, que era como lo llamaba la mayoría, nunca daba muestras de tener prisa ni daba la sensación de que tuviera algo más importante que hacer que atenderlos. Y sabía escuchar, una cualidad que Paula había encontrado en pocos hombres.


—¿Qué sabes de tu marido?


Paula lo miró sorprendida.


—Es curioso que lo pregunte, porque no he sabido nada desde que estuvo aquí la última vez. Y estoy algo preocupada. En veinticinco años, nunca había pasado tanto tiempo sin venir —miró a Paula con sus ojos color de apio—. ¿Qué cree que significa eso, querida?


—Me temo que no lo sé —repuso la joven—. ¿Habla usted mucho con su marido?


Paula sonrió levemente.


—Bueno, no sé si se puede llamar «hablar», ya que está muerto. Pero digamos que lo siento a mi lado. Aunque mucha gente cree que estoy loca.


Paula notaba que Pedro la miraba, esperando su reacción.


—Yo no creo que esté loca —dijo—. Su marido y usted debieron de quererse mucho.


Los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas.


—Claro que sí —sonrió—. Pero basta de ese tema. El doctor Pedro me dijo que tiene usted tres hijos.


—Sí, señora.


—Me encantan los niños. Oh, ¿está bien, querida?


Paula asintió.


—Es sólo que... se acerca el momento de amamantar a Ana.


—Entonces deben irse enseguida —declaró Mildred—. Recuerdo bien lo incómodo que resultaba no poder llegar a Justy a tiempo.


Los tres se acercaron a la puerta con los gatos entre las piernas. Cuando Paula se disponía a salir, se volvió.


—¿Puedo traerle alguna vez a los niños para una visita corta? —preguntó.


La mujer la miró encantada.


—¿De verdad?


—Me encantaría. Y seguro que les gustaría esto. ¿Le parece bien el martes después de comer?


—Oh, sí, querida. Muy bien.


El médico y ella entraron en el coche y viajaron un rato en silencio.


—¿Por qué has hecho eso? —preguntó él al fin.


Paula lo miró a los ojos.


—Por lo mismo que pasa usted a verla, porque no le gusta saber que está aquí sola sin nadie con quien hablar... aparte de su marido — añadió con una sonrisa—. ¿Quién le trae la comida de la tienda?


Pedro se ajustó el sombrero.


—Yo.


—¿Hace eso con todos sus pacientes?


—Si te refieres a si les llevo comida, no.


Paula se echó a reír.


—No, me refiero a... no sé cómo decirlo. A hacer que se sientan importantes —lo miró—. Le gusta su trabajo, ¿verdad?


—Sí —repuso él—. Me gusta mucho. ¿Crees que puedes aguantar una última parada?


—Antes dijo que la de Mildred era la última.


—Esta se me acaba de ocurrir —la miró—. Hay algo que creo que debes ver.





NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 11





-VALE, Pedro, ¿te importa decirme por qué te pones así?


Pedro agarró a su hermano del brazo y tiró de él lejos de la casa.


—Por ti.


Mario se soltó y puso los brazos en jarras.


—Yo sólo he traído un pastel...


—Tú estabas flirteando, imbécil. Con una mujer vulnerable que acaba de perder a su marido y dar a luz. ¿Es que no puedes estar cinco minutos cerca de una mujer sin intentar conquistarla?


Mario lo miró fijamente un momento y se alejó hacia su camioneta.


—No pienso contestar a estupideces.


Pedro lo siguió.


—¡Te estabas insinuando de un modo indigno!


—¡Sólo me mostraba amable, idiota! —Mario abrió la puerta del coche, pero su hermano volvió a agarrarle el brazo.


—Yo no llamaría ser amable a lo que has hecho.


—En eso tenemos opiniones distintas. Y suéltame de una vez, no pienso ir a ninguna parte. Aunque ahora recuerdo por qué no me siento inclinado a buscar tu compañía más a menudo.


Pedro le soltó el brazo con una punzada de remordimiento, pero no lo bastante fuerte para hacerle olvidar el tema en cuestión.


—Conozco tu reputación —dijo—. Todo el mundo al este de Tulsa la conoce.


Mario lo miró con rabia.


—Yo no pretendía nada y lo sabes.


—¿Lo sé?


—Deberías saberlo, maldita sea. Yo soy así. Y tú lo sabrías si te molestaras en conocerme un poco en vez de hacer caso a todos los cotilleos que oyes. No voy a pedir perdón porque me gusten las mujeres ni por intentar hacerlas sonreír, sobre todo si son tan guapas y amables como la que tienes ahí dentro. La veo y no puedo evitar querer que se aprecie un poco más a sí misma, que sepa que los hombres se fijan en ella. Y no creo que eso sea ilegal, pero has de saber que nunca jamás me he aprovechado de una mujer ni salido con una a la que no respetara tanto como a nuestra madre — su voz vaciló un poco en ese punto, pero se recuperó enseguida—. Y que me gusten las mujeres no me convierte en un mujeriego.


Pedro resopló.


—¿Cómo sabes que Paula es amable? No has hablado ni cinco minutos con ella.


—Cada vez que me doy la vuelta, alguien me está hablando de la pobre viuda y sus encantadores hijitos que se presentaron en tu casa en pleno parto —sonrió—. Si quieres saber mi opinión, Paula corre más peligro con las mujeres casadas del pueblo que conmigo. Si se queda aquí, te garantizo que todas las mujeres en un radio de cincuenta kilómetros van a emparejarla con alguien. Lo que me recuerda... — Mario se sentó detrás del volante, pero dejó la puerta abierta—. ¿Nicolas McAllister es su tío?


Pedro sintió que enfado empezaba a evaporarse. Coquetear era una segunda naturaleza en su hermano y era cierto que no había oído muchas cosas malas de él en los últimos años.


—Tío abuelo de su marido, sí —dijo. Se cruzó de brazos—. Y ella cree que podría quedarse a vivir con él en su casa.


—¿Le has dicho que eso es imposible?


—¿Tú qué crees?


—Y a juzgar por esa expresión de amargado que tienes, parece que no te ha hecho caso.


—Supongo que en su posición yo también pensaría que no tenía mucha elección. Pero cambiará de idea cuando vea la casa.


—¿Y luego qué?


Pedro suspiró.


—Sí, bueno, aún no he pensado en eso.


Mario miró la casa.


—Pero no hay motivo para que no se quede aquí hasta que encuentre algo, ¿verdad?


—¿Aparte de que yo no necesito una mujer y a sus hijos en mi casa continuamente? ¿Qué te hace tanta gracia?


—Tú —repuso Mario, riendo todavía. Cerró la puerta—. Sales corriendo detrás de mí para defender el honor de esa mujer y luego intentas convencerme de que te estorban. La verdad es que esa mujer te gusta y no sabes qué hacer, ¿eh?


—Estás loco.


—¿Ah, sí?


—Sí. Para empezar, hace dos días y medio que la conozco. Además, le llevo más de diez años y acaba de enterrar a su marido. Y tú sabes muy bien por qué no puedo tener una relación con nadie.


Mario guardó silencio un momento. Puso el motor en marcha.


—Sí, eso son muy buenas razones.


—No me gusta cómo has dicho eso.


Mario soltó una carcajada.


—Uno de estos días, Hector y tú tendréis que daros cuenta de que ya no soy ningún niño y de que sé algunas cosas. Sobre todo de mujeres.


—Lo que me nos devuelve al punto de partida.


Mario suspiró.


—No voy a empezar nada con Paula, ¿vale? Por lo menos esta semana.


Y se alejó sin más.