sábado, 26 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 12




Pasó otra semana antes de que Pedro se decidiera a llevar a Paula a Claremore para ver a Nicolas. Había apuntado al niño a preescolar y Karen parecía encantada con la guardería de la iglesia, adonde iba sólo dos horas. No le gustaba la idea de dejar a Ana, aunque fuera con Ines, pero Pedro le recordó que llevaban el móvil y lo sabrían enseguida si ocurría algo.


—¿Está lejos? —preguntó, cuando subieron al coche.


—No mucho. Unos tres cuartos de hora.


Viajaron un rato en silencio.


—¿Dijiste que no habías visto nunca a Nicolas? —preguntó él, al fin.


Paula negó con la cabeza.


—Hablé con él una vez de recién casada. Y todos los años le enviaba tarjetas de Navidad y fotos de los niños, pero él nunca contestó — apoyó el codo en la puerta y se miró las uñas con el ceño fruncido—. Tú crees que estoy loca por pensar que esto pueda funcionar, ¿verdad?


—Creo que tienes muchas agallas —dijo él con sinceridad—. Además, supongo que los locos son los que tienen el valor de intentar las cosas que los cuerdos no se atreven.


Paula soltó una risita.


—Eso no responde a mi pregunta.


—No —Pedro pensó un momento—. Nicolas ha vivido solo desde que se retiró del Ejército hace treinta años. No tiene esposa ni hijos. De vez en cuando recoge algún perro, pero ahora no tiene ni eso —la miró—. Y no me sorprende que jamás respondiera a tus tarjetas de Navidad. Aunque os pudierais meter todos en el tugurio en el que vive, está demasiado acostumbrado a vivir solo para adaptarse a alguien a estas alturas.


Paula lo miró un momento a los ojos y luego volvió la cabeza hacia la ventanilla.


Guardaron silencio el resto del viaje, comentando sólo de vez en cuanto algo que veían en el camino. Y cuando llegaron al aparcamiento del hospital, Pedro la miró y vio que estaba más pálida que de costumbre.


—Ya hemos llegado —comentó.


Ella asintió y respiró hondo.


—¿Quieres que vaya contigo?


—No —dijo ella.


—¿Seguro?


Paula le lanzó una mirada acerada.


—No necesito que me sujete la mano.


Pedro asintió con la cabeza y salió del coche para abrirle la puerta, pero, por supuesto, ella estaba ya casi en la entrada del hospital.


Pedro se quedó donde estaba, con una mano en el techo de la camioneta, y movió la cabeza. Gritó el número de la habitación de Nicolas, por si lo había olvidado, a pesar de que estaba seguro de que Paula Chaves nunca olvidaba nada.


—¿Tío Nicolas?


El viejo se sobresaltó al oír aquella voz suave y se volvió con cuidado en la silla donde estaba sentado.


—¿Tío Nicolas? —repitió la chica; entró un paso más en la habitación—. Soy Paula Chaves. La esposa de Javier.


La pobre parecía medio muerta de miedo, con aquellos ojos grandes grises ocupando la mitad de la cara. No era fea... siempre que a uno le gustaran delgadas, claro. Y había llegado justo en mitad de su programa favorito.


—Bueno, entra, muchacha, y siéntate —ladró Nicolas. La única diversión que le quedaba ya en la vida era sobresaltar a la gente. Por allí no pasaba mucha, pero no estaba de más intentarlo—. Pero sólo puedes hablar cuando empiecen los anuncios.


—Oh. Vale.


La joven se acercó a la otra silla del cuarto, la del compañero de Nicolas, al que se habían llevado a la cámara de tortura, y se sentó en el borde. Nicolas la miró. El médico le había dicho que acababa de tener un niño y que Javier había muerto. No había entrado en muchos detalles con respecto a la muerte, pero Nicolas intuía que no había sido tan «accidental» como decía.


El médico también le había dicho que la muchacha no había ido allí de visita, que se había presentado en Haven porque él era su único pariente vivo. ¿Pero qué podía hacer él por ella si apenas tenía para sí mismo? Y era un hombre al que nadie podía soportar, sólo tenía que preguntarle a la gente.


Cuando llegaron los anuncios, apartó la vista de la tele y vio que la chica se había animado un poco.


—¿Cómo se encuentra? —le preguntó.


—Mal —contestó Nicolas—. Hazme caso, hija, no te hagas vieja. Y si te haces, no te rompas nada. Pero sé que no has venido hasta aquí para hablar, así que vamos al grano. ¿Qué quieres de mí?


La chica pareció sorprendida, pero sólo un momento.


—La verdad es que necesito un lugar donde vivir con los niños —dijo—. Y como somos familia, esperaba que pudiéramos quedarnos en su casa... sólo hasta que encuentre algo —añadió con rapidez—. En cuanto pueda trabajar, alquilaré un sitio propio, pero todavía no podré en algunas semanas y usted ahora está aquí y... bueno, también podemos ayudarlo cuando vuelva a casa, y así saldríamos ganando los dos.


Nicolas recordó entonces por qué nunca le habían gustado muchos mucho las mujeres. Porque hablaban demasiado. 


Volvió su atención a la tele y oyó un soplido. Recordó que las mujeres también hacían mucho eso. Acababa de pensar eso cuando la chica le quitó el mando de las manos y apagó la tele.


—¡Eh!


—Lo siento —dijo ella. Y Nicolas vio que tenía lágrimas en los ojos—. No quiero ser maleducada, pero usted sí lo es, y me da igual que haya vivido solo toda su vida, pero esto es una urgencia y me ha costado mucho venir aquí y pedirle esto. Si no quiere que nos quedemos con usted, es su casa, pero no puede hacerme esperar otros veinte minutos más.


Nicolas intentó inclinarse hacia ella, pero se lo impidió el dolor en la cadera y volvió a echarse atrás.


—Lo que no entiendo es por qué quieres vivir conmigo. Yo no soy un buen hombre, Paula. No me gusta la gente y menos aún los niños. Y ni siquiera nos conocemos...


—Lo sé —repuso ella—. Bueno, la parte de que no le guste la gente no, pero... —respiró hondo—. Estoy desesperada. No tengo adonde ir.


—Ahora estás en casa del doctor, ¿no?


—Porque tuve el niño en su casa y se siente responsable, pero no puedo quedarme siempre allí. Por favor, tío Nicolas...


—No.


Vio que la chica palidecía.


—Pero...


—He dicho que no, muchacha. Mi casa es mía. La tengo como a mí me gusta. No necesito que venga una mujer a cambiarla y ponerla como quiere ni niños que revuelvan mis cosas...


—Yo no les dejaría hacer eso.


Nicolas miró la tele para no ver el dolor en los grandes ojos grises de ella.


—Esta conversación ha terminado. Y ahora, si no te importa, ¿puedes poner la tele antes de irte?


La chica se levantó y arrojó el mando a la cama, donde sabía que él no podía alcanzarlo.


—Es usted un hombre horrible, así que póngala solo.



****


Salió de la habitación con la barbilla levantada, pero cuando Nicolas se quedó solo, no se sintió nada satisfecho con todo aquello.


Cuando Pedro terminó de visitar a sus pacientes, encontró a Paula sentada en la sala de esperar de Rehabilitación con los brazos cruzados y una expresión en la cara que indicaba que las cosas habían ido como él temía. Lo que implicaba que volvían a estar como al principio.


—¿Podemos irnos ya? —preguntó ella al verlo.


Se puso en pie y Pedro la siguió en silencio, considerando sus opciones.


—¡Nunca he conocido a nadie tan cruel como ese viejo! —explotó ella cuando subió al coche—. Le importa más un programa de televisión que lo que le pasa a gente de su familia.


Golpeó la consola con la mano con tal fuerza, que Pedro temió por sus huesos y le sujetó la muñeca antes de que pudiera repetir el golpe. Los ojos de ella se hicieron muy grandes por un instante y luego se lanzó sobre el pecho de él sollozando.


¿Y qué podía hacer él excepto rodearla con sus brazos y hacerle saber que estaba segura? Por lo menos de momento. Por supuesto, ella sollozó aún con más fuerza, dejando que su terquedad y su orgullo se derritieran en el abrazo de él.


Por desgracia, él también se derritió. Intentó no hacerlo, pero era una causa perdida y lo sabía. Le dolía el corazón por aquella chica delgaducha que acarreaba tanto peso sobre los hombros. Y aunque había sospechado desde el principio cuál sería la reacción de Nicolas, lo molestaba que el viejo pudiera ser tan cruel como para no ayudar a una sobrina, aunque fuera sobrina política.


Por eso dejó que se aferrara a él, si era eso lo que necesitaba en ese momento. Y si le acarició el pelo, lo hizo sólo para consolarla, por supuesto. Hacía mucho tiempo que no abrazaba a una mujer.


Después de unos minutos, pasó la tormenta y él pudo apartarla al fin sin sentirse mal por ello y poner cierta distancia entre ellos antes de que empezara a pensar cosas que no quería pensar.


—¿Te sientes mejor? —preguntó y no pudo contenerse y le apartó un mechón de pelo de los ojos.


La joven asintió con la cabeza y apretó los labios con determinación.


—¿Nos vamos ya?


—Sí.


Pedro recordó algo.


—Tengo que hacer algunas visitas. ¿Quieres acompañarme? Quizá así dejes de pensar en otras cosas un rato.


Paula pensó un momento.


—Pero tenemos que volver antes de dos horas para amamantar a Ana.


—Supongo que podríamos —repuso él—, ¿pero no le has dejado un biberón de tu leche a Ines?


—Eso solucionaría el problema de Ana — repuso ella—, pero no el mío.


Naturalmente, Pedro le miró el pecho.


—No te preocupes —murmuró—. Volveremos a tiempo.


Habían hecho ya dos paradas antes, la primera para ver a un niño de cuatro años llamado Howie, que había tenido infección de oído, y la segunda para decidir si Todd Andrews, un niño que había tenido gripe con fiebre, podía volver ya a la escuela. Los dos niños habían sido declarados curados, para alivio de sus madres, y ahora Paula y el médico paraban el coche al lado de una caravana instalada entre un grupo de pinos y arces situado a medio kilómetro de la carretera principal.


—¿Quién vive aquí? —preguntó la joven.


—Mildred Rafferty. Tiene setenta y cuatro años y enviudó hace casi veinticinco. Tiene problemas de artritis y no puede hacer mucho. Su única hija vive en Phoenix y le gustaría que Mildred se fuera a una residencia o por lo menos se trasladara al pueblo, donde la gente podría estar más pendiente de ella.


—¿Y por qué no se traslada?


Pedro sonrió.


—Hace treinta años, su marido y ella compraron este terreno con intención de construir en él. La caravana iba a ser sólo algo temporal. Pero el marido murió de un ataque al corazón antes de acabar la casa —señaló adelante—. Entre los árboles puedes ver todavía las paredes que había levantado. Mildred se negó a vender y a marcharse porque dice que aquí se siente más cerca de él. A veces me la encuentro cerca de la casa sin terminar hablando con él como si lo tuviera delante.


—Y tal vez sea así —repuso Paula.


Pedro la miró un instante.


—Bien, vamos allá.


Mildred Rafferty, que llevaba el pelo tan corto como el de un hombre y varias sudaderas y jerséis encima de un pantalón marrón de poliéster, los recibió con una sonrisa.


Detrás de ella había al menos cuatro gatos, lo que probablemente explicaba el olor intenso a ambientador, que intentaba cubrir el olor de los animales. Pero Paula había olido cosas peores en su vida.


—¿Quieren algo de beber? —preguntó—. Ayer abrí una bolsa de avellanas, si quieren...


—Suena bien —sonrió el médico—. ¿Paula? —la miró enarcando las cejas.


—Sí, gracias —dijo la joven—. Hace mucho que no como avellanas.


—Muy bien. Póngase cómodos.


Paula se instaló en el brazo de un sillón que había visto días mejores y el médico se sentó en un sofá de color amarillo oscuro con las piernas estiradas y el sombrero de vaquero sobre una rodilla.


—Veo que hoy anda bien —comentó.


—Gracias a Dios, sí —repuso Mildred—. Mire esto.


Levantó las manos para que el médico las inspeccionara. 


Los nudillos estaban hinchados hasta casi resultar deformes, pero ella los flexionó despacio y sonrió como una niña encantada con sus logros.


—Sabe que no me gusta mucho tomar medicinas, pero esa última que me dijo es muy buena.


El médico tomó las manos en las suyas y asintió con aprobación.


—La hinchazón ha bajado un poco. Yo diría que al fin hemos acertado —tomó un puñado de avellanas—. ¿Algún efecto secundario?


—Ninguno —la mujer se tocó la cabeza—. Toco madera.


Pedro se echó a reír y empezó a hablar con Mildred de cosas corrientes como el clima, los gatos y su hija Justine. Paula lo observaba en silencio y pensaba que no era raro que sus pacientes lo adoraran, porque el doctor Pedro, que era como lo llamaba la mayoría, nunca daba muestras de tener prisa ni daba la sensación de que tuviera algo más importante que hacer que atenderlos. Y sabía escuchar, una cualidad que Paula había encontrado en pocos hombres.


—¿Qué sabes de tu marido?


Paula lo miró sorprendida.


—Es curioso que lo pregunte, porque no he sabido nada desde que estuvo aquí la última vez. Y estoy algo preocupada. En veinticinco años, nunca había pasado tanto tiempo sin venir —miró a Paula con sus ojos color de apio—. ¿Qué cree que significa eso, querida?


—Me temo que no lo sé —repuso la joven—. ¿Habla usted mucho con su marido?


Paula sonrió levemente.


—Bueno, no sé si se puede llamar «hablar», ya que está muerto. Pero digamos que lo siento a mi lado. Aunque mucha gente cree que estoy loca.


Paula notaba que Pedro la miraba, esperando su reacción.


—Yo no creo que esté loca —dijo—. Su marido y usted debieron de quererse mucho.


Los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas.


—Claro que sí —sonrió—. Pero basta de ese tema. El doctor Pedro me dijo que tiene usted tres hijos.


—Sí, señora.


—Me encantan los niños. Oh, ¿está bien, querida?


Paula asintió.


—Es sólo que... se acerca el momento de amamantar a Ana.


—Entonces deben irse enseguida —declaró Mildred—. Recuerdo bien lo incómodo que resultaba no poder llegar a Justy a tiempo.


Los tres se acercaron a la puerta con los gatos entre las piernas. Cuando Paula se disponía a salir, se volvió.


—¿Puedo traerle alguna vez a los niños para una visita corta? —preguntó.


La mujer la miró encantada.


—¿De verdad?


—Me encantaría. Y seguro que les gustaría esto. ¿Le parece bien el martes después de comer?


—Oh, sí, querida. Muy bien.


El médico y ella entraron en el coche y viajaron un rato en silencio.


—¿Por qué has hecho eso? —preguntó él al fin.


Paula lo miró a los ojos.


—Por lo mismo que pasa usted a verla, porque no le gusta saber que está aquí sola sin nadie con quien hablar... aparte de su marido — añadió con una sonrisa—. ¿Quién le trae la comida de la tienda?


Pedro se ajustó el sombrero.


—Yo.


—¿Hace eso con todos sus pacientes?


—Si te refieres a si les llevo comida, no.


Paula se echó a reír.


—No, me refiero a... no sé cómo decirlo. A hacer que se sientan importantes —lo miró—. Le gusta su trabajo, ¿verdad?


—Sí —repuso él—. Me gusta mucho. ¿Crees que puedes aguantar una última parada?


—Antes dijo que la de Mildred era la última.


—Esta se me acaba de ocurrir —la miró—. Hay algo que creo que debes ver.





NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 11





-VALE, Pedro, ¿te importa decirme por qué te pones así?


Pedro agarró a su hermano del brazo y tiró de él lejos de la casa.


—Por ti.


Mario se soltó y puso los brazos en jarras.


—Yo sólo he traído un pastel...


—Tú estabas flirteando, imbécil. Con una mujer vulnerable que acaba de perder a su marido y dar a luz. ¿Es que no puedes estar cinco minutos cerca de una mujer sin intentar conquistarla?


Mario lo miró fijamente un momento y se alejó hacia su camioneta.


—No pienso contestar a estupideces.


Pedro lo siguió.


—¡Te estabas insinuando de un modo indigno!


—¡Sólo me mostraba amable, idiota! —Mario abrió la puerta del coche, pero su hermano volvió a agarrarle el brazo.


—Yo no llamaría ser amable a lo que has hecho.


—En eso tenemos opiniones distintas. Y suéltame de una vez, no pienso ir a ninguna parte. Aunque ahora recuerdo por qué no me siento inclinado a buscar tu compañía más a menudo.


Pedro le soltó el brazo con una punzada de remordimiento, pero no lo bastante fuerte para hacerle olvidar el tema en cuestión.


—Conozco tu reputación —dijo—. Todo el mundo al este de Tulsa la conoce.


Mario lo miró con rabia.


—Yo no pretendía nada y lo sabes.


—¿Lo sé?


—Deberías saberlo, maldita sea. Yo soy así. Y tú lo sabrías si te molestaras en conocerme un poco en vez de hacer caso a todos los cotilleos que oyes. No voy a pedir perdón porque me gusten las mujeres ni por intentar hacerlas sonreír, sobre todo si son tan guapas y amables como la que tienes ahí dentro. La veo y no puedo evitar querer que se aprecie un poco más a sí misma, que sepa que los hombres se fijan en ella. Y no creo que eso sea ilegal, pero has de saber que nunca jamás me he aprovechado de una mujer ni salido con una a la que no respetara tanto como a nuestra madre — su voz vaciló un poco en ese punto, pero se recuperó enseguida—. Y que me gusten las mujeres no me convierte en un mujeriego.


Pedro resopló.


—¿Cómo sabes que Paula es amable? No has hablado ni cinco minutos con ella.


—Cada vez que me doy la vuelta, alguien me está hablando de la pobre viuda y sus encantadores hijitos que se presentaron en tu casa en pleno parto —sonrió—. Si quieres saber mi opinión, Paula corre más peligro con las mujeres casadas del pueblo que conmigo. Si se queda aquí, te garantizo que todas las mujeres en un radio de cincuenta kilómetros van a emparejarla con alguien. Lo que me recuerda... — Mario se sentó detrás del volante, pero dejó la puerta abierta—. ¿Nicolas McAllister es su tío?


Pedro sintió que enfado empezaba a evaporarse. Coquetear era una segunda naturaleza en su hermano y era cierto que no había oído muchas cosas malas de él en los últimos años.


—Tío abuelo de su marido, sí —dijo. Se cruzó de brazos—. Y ella cree que podría quedarse a vivir con él en su casa.


—¿Le has dicho que eso es imposible?


—¿Tú qué crees?


—Y a juzgar por esa expresión de amargado que tienes, parece que no te ha hecho caso.


—Supongo que en su posición yo también pensaría que no tenía mucha elección. Pero cambiará de idea cuando vea la casa.


—¿Y luego qué?


Pedro suspiró.


—Sí, bueno, aún no he pensado en eso.


Mario miró la casa.


—Pero no hay motivo para que no se quede aquí hasta que encuentre algo, ¿verdad?


—¿Aparte de que yo no necesito una mujer y a sus hijos en mi casa continuamente? ¿Qué te hace tanta gracia?


—Tú —repuso Mario, riendo todavía. Cerró la puerta—. Sales corriendo detrás de mí para defender el honor de esa mujer y luego intentas convencerme de que te estorban. La verdad es que esa mujer te gusta y no sabes qué hacer, ¿eh?


—Estás loco.


—¿Ah, sí?


—Sí. Para empezar, hace dos días y medio que la conozco. Además, le llevo más de diez años y acaba de enterrar a su marido. Y tú sabes muy bien por qué no puedo tener una relación con nadie.


Mario guardó silencio un momento. Puso el motor en marcha.


—Sí, eso son muy buenas razones.


—No me gusta cómo has dicho eso.


Mario soltó una carcajada.


—Uno de estos días, Hector y tú tendréis que daros cuenta de que ya no soy ningún niño y de que sé algunas cosas. Sobre todo de mujeres.


—Lo que me nos devuelve al punto de partida.


Mario suspiró.


—No voy a empezar nada con Paula, ¿vale? Por lo menos esta semana.


Y se alejó sin más.







NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 10






Dos días después, Paula había descubierto algo muy importante sobre Haven, que las mujeres de allí se cuidaban entre sí. Aparte de los cuidados de Ines, daba la impresión de que todas las mujeres de allí a Tulsa hubieran pasado por allí para llevar un asado, una tarta, ropa o cosas de bebé que sus hijos ya no necesitaban, o para presentarse y decirle a Paula que si necesitaba algo, no dudara en pedirlo.


Y ella ni siquiera podía recordar los nombres de todas.


Se acercaba la hora de la cena. El doctor estaba en el hospital, así que Ines había pasado por allí un par de horas para que Paula pudiera ducharse. Había cambiado y dado de mamar a Ana, que dormía en un carrito que había llevado alguien el día anterior y que habían colocado al lado de la mesa de la cocina. Karen se había quedado también dormida en el sofá de la sala, pero se despertaría en cualquier momento. Noah estaba sentado a la mesa con la cabeza apoyada en los brazos cruzados, y miraba a su hermana pequeña.


—Ines, por favor —dijo Paula—. Por lo menos llévate el estofado de atún; ya tenemos tres.


La comadrona se puso el poncho y levantó la tapa de la cazuela.


—¿Quién ha traído éste?


—Ni idea.


Ines levantó con cuidado la cazuela de barro.


—¡Oh! Es de Arliss Potts, la esposa del pastor metodista. Una mujer muy amable, pero no muy buena cocinera. Mi consejo es que lo tires.


—No puede ser tan malo.


—¿Has probado estofado de atún con nuez moscada y con chile?


Paula retrocedió un paso.


—¿Y por qué no le enseña nadie recetas nuevas?


—¿Y herir sus sentimientos?


—Bueno, no sé. Es peor desperdiciar así la comida.


Ines le pasó un brazo por los hombros y la estrechó contra sí.


—Es más fácil encontrar comida que buena voluntad —la soltó y se puso el sombrero—. ¿Has llamado a Didi Meyerhauser sobre la guardería baptista?


—¡Oh, no sé! —repuso Paula—. Dejar a Noah y a Karen con extraños...


—En Haven no hay extraños. Y Didi tiene un par de plazas libres ahora que se han ido los Sommerse. Además, sabe que no podrás hacer tu parte en varias semanas y no le importa. Te agotarás con los tres niños, así que llámala. Puede que te mate de risa, pero no muerde.


Salió por la puerta de atrás y Paula suspiró pensando que debía hacer algo con la cena. No sería difícil calentar uno de aquellos estofados en el horno para que estuviera listo cuando volviera el doctor.


Abrió el frigorífico y miró la amplia variedad de cazuelas de todo tipo que lo llenaban.


—¿Mamá? Tengo hambre.


Paula optó por una lasaña, la metió en el horno y miró a su hijo, sorprendida de lo deprisa que se había acostumbrado a tener comida cuando la deseaba.


—Falta media hora para la cena —dijo, consciente de que había tomado leche con galletas sólo una hora atrás—. ¿Por qué no vas a mirar un libro a la sala de espera?


—Pero tengo hambre.


—Cómete una manzana —señaló el frutero colocado en el centro de la mesa de la cocina.


Noah se subió a una silla y eligió una manzana verde, que mordió con entusiasmo.


Paula sonrió. Vio la radio pequeña que había en un rincón y la puso, pensando que sonaría música country como la que había oído esa mañana procedente de la cocina. Cuando vio que era música clásica la que sonaba, hizo una mueca y se dispuso a cambiar de emisora, pero cambió de idea y decidió escuchar un rato.


Karen entró en la cocina con el pelo revuelto y el pulgar en la boca. Paula se sentó a la mesa y la niña se subió a sus rodillas.


—¿Crees que podemos ver la tele? —preguntó Noah.


—Supongo que sí —repuso Paula.


—No sé cómo se pone.


La mujer se levantó con un suspiro, dejó a Karen en el suelo y siguió a Noah a la sala de estar, una habitación amplia que parecía llena de ventanas. Al igual que en el resto de la casa, los muebles eran viejos y gastados, con los colores desteñidos, pero el sofá hacía juego con los sillones y la estancia estaba limpia.


La televisión era más bien pequeña, sin control remoto, pero se veía bastante bien.


—No sé qué canales hay aquí —dijo. Fue cambiando de canal.


—¡Ahí, mamá! ¡Hay un programa de animales!


Paula dejó a los niños sentados en el sofá y volvió a la cocina, donde dio un respingo de sorpresa al ver a Pedro, que miraba con el ceño fruncido la colección de pasteles y platos de papel llenos de galletas de todo tipo.


—¿De dónde narices ha salido todo esto?


—Ha pasado todo el pueblo por aquí —dijo Paula—. Pero es una pena. No podremos comer todo esto antes de que se estropee. ¿Crees que podríamos regalar una parte?


El médico asintió. Llevaba todavía el sombrero y el abrigo.


—Déjame que lo piense. Tiene que haber gente que sepa apreciarla —sonrió—. Siempre que tengamos cuidado de no devolverle la comida a la misma gente que la ha traído. Eso podría ser un desastre.


Lo que podía ser un desastre, en opinión de Paula, era el efecto que su sonrisa tenía en ella. Cosa nada sorprendente teniendo en cuenta la situación de su vida y que él era un hombre bueno y amable.


—Procuraré tomar nota de quién trae cada cosa —dijo—. Así de paso puedo enviarles notas de agradecimiento.


El médico asintió.


—¿Cómo te encuentras?


—Muy bien —dijo ella—. Un poco cansada.


—¿Ana come bien?


—Sí.


—¿Dónde están los niños?


—Viendo la tele —Paula se ruborizó—. Espero que no le importe. No quiero que piense que le hemos invadido la casa...


Pedro la miró sorprendido.


—Sois mis invitados —dijo —. Podéis ir donde queráis y usar lo que veáis —abrió el frigorífico y lanzó un gemido—. Y comer lo que os apetezca. ¿Qué es esto?


Paula se asomó a mirar.


—El estofado de atún de Arliss Potts.


—Menos eso —dijo él.


—¿Tan malo es?


—Paula, yo soy soltero y como de todo; de todo menos esto.


La joven sacó la cazuela con un suspiro y con intención de tirarla a la basura. Pedro se la quitó de las manos.


—Has dado a luz hace tres días. No quiero que hagas esfuerzos.


—Si hago menos esfuerzos todavía, dejaré de funcionar del todo —protestó ella—. ¿Qué me dice de las campesinas que dan a luz en el campo y siguen trabajando?


—Esas campesinas no pesan diez kilos menos de los que deberían ni están anémicas.


Paula guardó silencio y se sentó a la mesa.


—Puede que ahora te sientas bien —dijo él—, pero todavía no te he dado el alta, así que quiero que descanses hasta que Ines o yo te digamos que puedes hacer más cosas. ¿Entendido?


La joven asintió con la cabeza. Pedro tomó unas manoplas de horno.


—¿Qué hay ahí dentro?


—Lasaña, la me metido hace unos minutos. Pensaba hacer una ensalada para acompañarla.


—Eso suena bien —dijo él—. Y yo puedo hacer la ensalada.


Se acercó al frigorífico con los movimientos ágiles e indiferentes de un hombre que no sabía lo atractivo que era. 


Paula cerró los ojos.


—¿Estás bien?


Ella volvió a abrirlos. Pedro sacaba una lechuga, un pepino y tomates del cajón del frigorífico.


—Sí.


El médico dejó la verdura en la encimera y Ana eligió ese momento para dar un grito. Los dos se acercaron a ella.


—Seguramente habrá que cambiarla —dijo él—. Enseguida vuelvo.


Paula frunció el ceño, pero no dijo nada. Poco después volvía él con una colchoneta pequeña que puso en la mesa, donde procedió a cambiar el pañal mojado de Ana. Luego le sonrió, la levantó en alto y le hizo una serie de ruidos tontos antes de pasársela a su madre.


—¿Por qué no tiene hijos propios? —preguntó ésta, sin pensar.


Pedro no contestó. Sacó un bol de madera del armario y empezó a cortar pepino. Paula se dispuso a dar de mamar a la niña una vez más.


—Creo que ha llamado Didi Meyerhauser —dijo él.


—Ha hablado con Ines, no conmigo. Yo tengo que llamarla de vuelta —repuso ella.


Pedro echó el pepino en el bol.


—La guardería de la iglesia es buena y Didi la lleva muy bien —dijo.


En ese momento llamaron a la puerta de atrás y entró un hombre grande y musculoso vestido con vaqueros, camisa vaquera y botas camperas. Una sonrisa maliciosa iluminaba su boca y en la mano llevaba un plato tapado con un trapo.


El parecido familiar era inconfundible.


Paula buscó algo con lo que cubrirse y eligió el único paño de cocina al que alcanzaba desde donde estaba sentada. No porque a ella le diera vergüenza amamantar a su hija sino porque, en su experiencia, a los hombres los ponía incómodos esa situación.


Aunque en aquel momento no había duda de que la persona más incómoda de la cocina era el doctor.


—¿Se puede saber qué haces aquí, Mario?


El otro seguía sonriendo, mostrando sus dientes perfectos y sus hoyuelos traviesos. Paula supo instintivamente que era la clase de hombre del que las madres intentan proteger a sus hijas.


—En una palabra... Ethel —levantó el paño y mostró un pastel—. Me lo ha puesto en la mano y me ha ordenado no hacer nada hasta que lo entregara —dejó el pastel en la encimera y se puso serio—. Parece que alguien se me ha adelantado.


—El condado entero se te ha adelantado — Pedro señaló a su alrededor con el cuchillo—. Y cuando te vayas, por favor llévate una parte.


—¿Para que Ethel se enfade conmigo? Ni lo sueñes —se acercó a Paula—. Ya que mi hermano parecer haber olvidado su buena educación, permítame que me presente. Soy Mario Alfonso.


Paula cambió a la niña de posición para estrecharle la mano, que era cálida y callosa. Mano de trabajador.


—Paula Chaves —oyó que los niños entraban en la cocina a sus espaldas—. Encantada de conocerlo.


—Lo mismo digo —Mario levantó la cabeza y volvió a sonreír—. ¿Y a quién tenemos aquí?


Los dos niños se acercaron inmediatamente a su madre.


—Mi hijo Noah y mi hija Karen.


Mario se acuclilló delante de ellos y se echó atrás el sombrero para presentarse. Paula notó que Pedro parecía cortar la lechuga con más entusiasmo del que requería el trabajo. Un segundo después oyó un grito de alegría cuando Mario sacó una moneda de detrás de la oreja de Noah.


—A mí —pidió Karen. Y Mario así lo hizo.


Y el doctor seguía cortando con violencia. Paula terminó de amamantar a Ana y Mario tomó la manta pequeña de la mesa, se la puso al hombro y tomó a la niña para sacarle el aire.


Paula terminó de abrocharse con discreción y, cuando Mario le pasó a la niña diciendo que tenía que marcharse, porque sólo había ido allí a instancias de Ethel, su ama de llaves, la joven, que era incapaz de no mostrarse hospitalaria aunque no estuviera en su casa, le preguntó si quería quedarse a cenar ya que tenían tanta comida.


Siguió un silencio espeso, cortado sólo por un eructo de Ana. Cuando resultó evidente que nadie iba a secundar la oferta de Paula, Mario dijo:
—Gracias, pero tengo que volver. Hay una yegua a punto de parir y no puedo alejarme mucho de casa.


—Otro día, pues —dijo la joven. Se levantó para dejar a la niña en el cochecito.


—Por supuesto.


Mario se despidió de los niños agitando la mano y retrocedió hacia la puerta, donde guiñó un ojo a Paula antes de salir.


Pedro la miró un momento, murmuró que volvería enseguida y desapareció detrás de su hermano.