sábado, 19 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 16




Paula se quedó mirándolo mientras salía de la habitación, presa de emociones conflictivas.


Pedro Alfonso no merecía su compasión, pero… ¿Y si no era compasión? Tal vez, sentía por él una mezcla de admiración y…


Entonces, se sentó, frunciendo el ceño y pensando que el ritmo frenético de trabajo de su jefe podía ser una espada de doble filo para él. No le había entusiasmado nada la posibilidad de adquirir otra empresa. Había admitido que era una especie de vicio…


¿Tenía Pedro Alfonso problemas para relajarse? ¿Era incapaz de desconectar? Y, si así sucedía, ¿cuál era la razón?


Paula parpadeó varias veces, mientras reflexionaba que ella no era la única persona con una gran responsabilidad. De pronto, cayó en la cuenta de que Pedro Alfonso podía necesitar ayuda y aquella revelación le hizo sentirse más cerca de él. Le hizo querer ayudarlo.


¿Pero qué pasaba con lo que había experimentado… antes de sentir ese ataque de compasión por él? ¿Qué sucedía con la tensión sensual que los había rodeado? ¿Había desaparecido? En el mes que llevaba en Yewarra, él no había dado señales de sentirse atraído por ella durante sus visitas. Y ella se había esforzado en acallar, con éxito, sus propios sentimientos. O eso había pensado…


Si así era, ¿cómo y por qué se había abierto la caja de Pandora esa mañana, hablando de algo tan aséptico como la decoración de la casa?


Había sido cuando había mencionado que no era su esposa,
recordó Paula de pronto. El mero pensamiento de ser su mujer había abierto los diques de la sensualidad para ella.


Allí parada, contempló los diseños y muestras, sin poder sacarse de la cabeza un pensamiento recurrente: ¿por qué se sentía como una adolescente enamorada?


A pesar de que Paula estaba un poco nerviosa, temiendo otro tenso momento con Pedro Alfonso, la cena se desarrolló con tranquilidad… al principio.


Ella había cargado la barbacoa con papel y madera y se había asegurado de que la parrilla estuviera limpia. Había puesto un colorido mantel en la mesa del porche, con un ramo de flores que había recogido ella misma y había encendido algunas velas dentro de vasos, a pesar de que todavía no se había ido el sol, para añadir una nota festiva a la ocasión.


Se había duchado y se había puesto una camiseta gris de manga corta y vaqueros. Y, como solía hacer en esas ocasiones, había planeado un juego de busca del tesoro en el jardín para Armando y Sol.


A los niños les encantaba.


Como había prometido, había hecho las costillas, pasta y
ensalada, además de salchichas. Había también una tarta helada de chocolate esperando en el congelador.


Aunque lo había dispuesto todo para cocinar ella misma en la barbacoa, cuando Pedro llegó con Armando la convenció para tomar las riendas. Su jefe le sirvió un vaso de vino de la botella que había llevado y le dijo que se relajara.


Paula se sentó un poco incómoda al principio pero, poco a poco, la encantadora puesta de sol, el perfume del jardín y el canto de los pájaros surtieron su efecto y se fue relajando.


Pedro era un buen cocinero y se le daba bien manejar la barbacoa, tuvo que reconocer Paula cuando las salchichas estuvieron listas. Nada estaba quemado ni demasiado crudo. 


Todo estaba en su punto.


Luego, llegó la tarta de chocolate con una sorpresa más. Paula había metido pequeñas bengalas de Navidad en el pastel y, cuando las encendió, los niños se quedaron embelesados viendo sus chispas.


–¡Vaya! ¡Esto sí que es una fiesta! –exclamó Armando–. No te asustes, Sol –añadió, al ver que la niña se metía el pulgar en la boca–. No queman… te lo prometo. ¡Yupi!


Agarrando a Sol de la mano, Armando bailó con ella por todo el jardín, hasta que la niña olvidó su miedo.


Sin embargo, aquélla no era la última sorpresa… aunque la siguiente fue para Paula. Cuando los niños se hubieron terminado el postre y empezaron a bostezar, aunque intentaban ocultarlo, aparecieron la señora Preston y Daisy con la sugerencia de que Sol pasara la noche con Armando en la casa grande.


–Sí, por favor, por favor, mami –pidió Sol antes de que Paula
tuviera ocasión de hablar.


Armando se unió a su apasionada plegaria.


Así que Paula aceptó, aunque no muy convencida. Tomó el pijama de su hija y, cuando iba a acompañarla a la casa grande, la señora Preston la detuvo.


–Oh, no. Quédate aquí y disfruta. ¡Todavía no os habéis acabado el vino!


Así fue como Paula se encontró en el silencio de su jardín, a solas con Pedro y con un vaso de vino en la mano. La luna estaba saliendo y la barbacoa emitía una pálida nube de humo. Varias luciérnagas sobrevolaban los macizos de flores.


Ella frunció el ceño.


–No tenían por qué llevárselos.


Pedro pareció a punto de hacer algún comentario al respecto, aunque no fue así.


–Los niños se llevan bien –señaló él al fin.


–Supongo que tienen cosas en común. Los dos hablan muy bien para su edad, tal vez porque son hijos únicos y reciben mucha atención adulta –opinó ella–. Armando es un niño especialmente inteligente. Y sensible.


–Creo que le encanta teneros a Sol y a ti por aquí. Parece… – comenzó a decir él e hizo una pausa–. Sé que suena raro decir esto de un niño de cinco años, pero me da la sensación de que está más relajado.


–Menos cuando lo empujan –repuso ella–. Aunque ya no ha vuelto a pasar. Le he pedido a Daisy que lo impida.


–Creo que los dos niños han marcado sus territorios y sus límites –observó él y la miró–. Igual que nosotros.


–¿Qué dirías si te sugiriera que modificáramos nuestros límites, Paula?


Ella abrió la boca para preguntarle a qué se refería, pero sabía que no serviría de nada. Lo cierto era que sus límites se habían ampliado por voluntad propia, hacía sólo unas horas.


–P-pensé que todo iba bien –balbuceó ella al final.







LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 15





Pedro Alfonso tamborileó los dedos sobre la mesa, se pasó la mano por el pelo y se frotó la mandíbula con barba incipiente. Se preguntó qué diría ella si le contara la verdad, si le confesara que no podía dejar de pensar en ella. Y que soñaba con explorar los lugares secretos de su esbelto cuerpo, con llevarla al éxtasis una y otra vez.


Podía imaginarla sin aliento, empapada en sudor, hermosa,
respondiendo con placer a sus caricias…


¿Cómo reaccionaría Paula si supiera que le estaba resultando un infierno contenerse?


Por otra parte, había pretendido comprobar si Paula encajaba en Yewarra y, por lo tanto, en su vida. Sí, había mantenido las distancias con ella durante el último mes, para darle tiempo a asentarse y porque le había hecho una promesa. Lo que no había esperado era que el círculo familiar se forjara tan rápido entre Paula, Sol y Armando, ni sentirse como un extraño en su propio hogar.


Tal vez, podía ir directo al grano y preguntarle a Paula si había cambiado de idea respecto a los hombres o respecto a él en particular, se dijo Pedro. Sin embargo, debía tener cautela. No podía intentar acercarse a ella como una vaca en una cacharrería. De todos modos, sabía que no podía seguir ocultando lo que le inquietaba durante mucho más tiempo…


–Estoy bien. Gracias por tu interés –repuso él al final, aunque no pudo ocultar un ligero toque de ironía–. Mañana me tengo que ir otra vez –señaló. «Y, cuanto antes, mejor», pensó.


Paula se sentía bastante inquieta después de aquella conversación. Inquieta e incómoda, aunque no sabía por qué.


A la mañana siguiente, Paula hizo con su jefe un tour por la casa, mostrándole las cosas que había hecho.


Él parecía descansado y tranquilo. Acababa de llegar de una operación de caza de ranas para llenar el estanque de la casa de animales con Sol y Armando, en un arroyo cercano.


–Ésta es la única habitación donde he empezado por rascar la pared –comentó ella, mientras estaban parados en la puerta de una terraza acristalada con vistas al valle. Era el lugar de encuentro para los invitados para desayunar y para tomar el té por la tarde. Por eso, era una zona que se usaba mucho y necesitaba algo de renovación.


Pedro había dado el visto bueno a la remodelación de dos de los cuartos de invitados, la reforma de las cañerías de algunos baños y la nueva ropa de cama y de mesa que había encargado.


–Tengo aquí algunas muestras de una compañía de decoración de interiores –señaló ella–. Pero pensé que le gustaría a usted dar la última palabra.


–A ver.


Paula le enseñó los diseños, las fotos de muebles y las muestras de tela.


Pedro los estudió un largo instante, sin llegar a decidirse por
ninguno.


–Ya que no tengo esposa que lo elija por mí, ¿por qué no elijes tú?


–Porque no soy yo quien va a tener que vivir con la nueva decoración de la casa. Yo no… –balbuceó ella y se detuvo, mirándolo.


–¿No eres mi esposa? Eso ya lo sé, querida Paula–afirmó él, sin ocultar cierto matiz de ironía.


Su tono no le pasó desapercibido a Paula. Cuando iba a abrir la boca, la señora Preston irrumpió en la habitación.


–Paula, disculpe señor Alfonso, quería preguntarte si la barbacoa se va a hacer al final esta tarde.


–¡Oh! –exclamó Paula y titubeó un momento. Miró a Pedro–. Había pensado hacer una barbacoa para los niños en mi jardín. Lo hemos hecho un par de veces ya y les encanta. Pero igual usted prefiere estar solo con Armando…


–Lo que prefiero es que me invites a la barbacoa.


–Entonces, ¿no será necesario que cocine para usted esta noche, señor Alfonso?


Pedro arqueó las cejas, mirando a Paula.


–Eh… no. Quiero decir, sí… –balbuceó Paula e hizo una pausa, sintiéndose frustrada–. No, no es necesario que cocine, señora Preston. Y sí, puede venir a la barbacoa, señor Alfonso.


–¿Segura de que no será una molestia, señorita Chaves? – preguntó él con tono formal.


–En absoluto –repuso Paula, un poco incómoda. Sabía que él se estaba riendo de ella con tanta formalidad–. Nos especializamos en pan con salchichas.


–¡Oh! –exclamó la señora Preston, mirándolos con gesto de
consternación–. Mira, Paula, yo puedo echarte una mano… No le puedes dar al señor Alfonso comida de niños.


–Sólo estaba bromeando, señora Preston –explicó Paula, rodeando a la cocinera con un brazo–. Déjeme pensar qué tengo –añadió e hizo un repaso mental de su despensa–. Tengo costillas y puedo preparar pasta con beicon y queso, y una ensalada. ¿Qué le parece?


La señora Preston se relajó y le dio una palmadita a Paula en la mejilla.


–Debí haber adivinado que lo decías en broma.


-¿Lo decías en broma? –murmuró Pedro cuando la señora Preston se hubo ido.


–¿Qué quiere decir? –replicó Paula.


–¿Estabas tomándole el pelo a la señora Preston? A mí me pareció que tenías toda la intención de castigarme con una salchicha y un pedazo de pan.


Paula recogió los diseños de decoración mientras pensaba una repuesta.


Por suerte, la salvó el sonido del móvil de él.


Pedro se lo sacó del bolsillo con impaciencia.


–Rogelio, ¿no te he dicho que no me molestaras? ¿Qué? De
acuerdo. Espera… no, te llamaré en un momento –dijo Pedro al teléfono y colgó–. Señorita Chaves, sé que se alegrará de saber que queda libre para el resto de la tarde –señaló con tono seco–. Me ha surgido algo, como suele decirse.


–¿Malas noticias? –preguntó ella, sin pensarlo.


–No, a no ser que consideres una mala noticia la adquisición de otra compañía mediante delicadas negociaciones que precisan mi intervención.


Paula parpadeó confusa.


–Pero no suena usted muy contento.


Pedro se encogió de hombros e hizo una mueca.


–Es más trabajo.


–Igual podría… trabajar menos –sugirió ella y, dejándose llevar, añadió–: ¿Para qué necesita adquirir otra compañía?


–Para nada. Pero se ha convertido en un hábito. Nos vemos a las cinco.









LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 14




UN MES después de empezar a trabajar en Yewarra, Paula se había acomodado en la casita de empleados, que no estaba lejos de la casa principal. Aunque era pequeña, era muy acogedora y tenía su propio jardín. Además, era bastante pintoresca, con plantas trepadoras verdeando las blancas paredes. Tenía también un balancín para dos personas, muy agradable para descansar bajo la sombra de los árboles.


Después de haber vivido toda la vida en un piso, Sol estaba
encantada con el jardín. Y Paula estaba muy contenta porque podía trabajar desde su casa, después de haber convertido en despacho un cuarto. Así, podía vigilar a Sol por la ventana mientras la niña jugaba.


Por otra parte, Paula ganó una nueva sensación de libertad.


Aunque, a veces, aceptaba la invitación de la señora Preston para comer en la casa, también disfrutaba cocinando para Sol y para ella.


–¡Tú me tienes a mí y yo tengo a Jenny Penny! ¡Tenemos mucha suerte! –le había dicho Sol a su madre una mañana.


–Cariño, ¡tengo tanta suerte de tenerte que, en ocasiones, me cuesta creerlo! –le había contestado Paula, dándole un millón de besos.


En cuanto al trabajo, Paula sabía que estaba siendo observada, en una especie de periodo de prueba. La señora Preston y Bob, a pesar de ser muy amables y amistosos con ella, no dejaban de vigilar sus progresos, sobre todo en lo relativo a Armando.


A Paula no le molestaba. Le parecía lógico.


Maria había ido a visitarlas un par de fines de semana y parecía satisfecha con el cambio de vida de su hija y su nieta. Al mismo tiempo, a Paula le había encantado ver a su madre tan animada y llena de ideas para el vestuario que estaba diseñando. Además, sospechaba que había algún hombre en su vida, pues Maria había empezado a hacer comentarios sobre un tal Martin.


Maria también había visto a Pedro un par de veces y había
quedado impresionada. Era de esperar, pensaba Paula. Además, estaba segura de que su madre intuía algo sobre la atracción que su jefe despertaba en ella.


Maria no había dicho nada, sin embargo, y Paula se alegraba de no tener que hablar del tema.


En cuanto a sus nuevas tareas, había revisado todo lo que necesitaba reparación en la casa, reemplazando y renovando cosas.


Había hecho pavimentar de nuevo una parte del establo y se había encargado de supervisar en persona la reparación de las vallas de Yewarra.


Lo había hecho en una yegua muy tranquila que Bob le había ofrecido para que montara siempre que quisiera. Y había gozado como una niña subiéndose al caballo y dejándose envolver por el aroma y el paisaje.


Preparar un programa informático para llevar registro de los
movimientos en el establo había sido fácil para ella. Además, Sol y Armando lo habían pasado en grande acompañándola a ver a los potrillos recién nacidos. Los niños les habían puesto nombres, observando sus progresos y cómo ganaban fuerza en cuestión de días.


También había tenido momentos de incomodidad, era cierto. 


De vez en cuando, las sombras del pasado habían enturbiado sus momentos de alegría y satisfacción…


Una voz en su interior solía decirle que no debía acostumbrarse demasiado a aquella felicidad. Ni debía sentirse demasiado a gusto, pues antes o después tendría que dejar aquello.


Sobre todo, había tenido aquellos pensamientos cuando Pedro había estado en la casa, entreteniendo a sus invitados en alguna de sus fiestas. Una cosa era trabajar con la señora Preston para que todo saliera a pedir de boca. Y otra, muy distinta, era observarlo todo tras bambalinas, sintiéndose como una especie de Cenicienta.


Para colmo, no podía dejar de observar a su jefe… Y había desarrollado una especie de sexto sentido para adivinar cada vez que él estaba en casa. La piel se le ponía de gallina cuando que él estaba cerca…


Luego, estaba Armando.


Era un niño serio y sensible, con ojos grises y pelo moreno y
rebelde, que se preocupaba por toda clase de cosas: cuando los cinco cachorritos de Wenonah se fueron a su nuevo hogar, se pasó todo el día sin comer y sin dormir. Cuando no podía estar con él, Pedro le enviaba cartas, postales y todo tipo de regalos maravillosos desde distintas partes del país y del mundo. El pequeño las guardaba como tesoros en un armario de su dormitorio.


–No son cosas apropiadas para un niño de cinco años –le había comentado la niñera de Armando, revisando los tesoros del pequeño–. Por ejemplo, esto –había añadido, sacando un boomerang–. Armando no sabía que no se podía jugar con él dentro de casa y rompió una ventana. Se puso muy triste y el señor Alfonso le encontró una canción de un boomerang que no regresaba. Cuando Armando la escucha, se anima mucho.


–La conozco –había contestado Paula, sonriendo. ¡Eso lo explicaba!, había pensado.


En cuanto a Sol, a pesar de que echaba de menos a su abuela, estaba encantada con Daisy Kerr, la niñera de Armando. Daisy era una joven práctica y responsable, con un toque de romanticismo e ingenuidad que la hacía perfecta para entrar en el mundo mágico de los niños.


Al principio, Sol había tenido un poco de recelo hacia Armando.


Era normal que él se comportara como el niño mayor de Yewarra, además de como propietario y arquitecto de la casita de los animales.


Sol lo había sobrellevado con resignación hasta el día en que Armando le quitó un juguete. La niña se puso a gritar como loca, intentando recuperarlo, y le pegó un empujón a Armando.


–¡Sol! –la reprendió su madre, levantando del suelo a Armando.


–¡Mío! –declaró Sol, agarrando el juguete con fuerza y dándole un puntapié al suelo.


–Bueno… –dijo Paula, sintiéndose impotente.


–De tal palo, tal astilla –comentó Pedro, haciendo que Paula se volviera sorprendida.


–¡No sabía que estaba aquí!


–Acabo de llegar –explicó él, apoyado en el quicio de la puerta del cuarto de los juguetes–. Así que la pequeña Sol también tiene su genio, ¿eh?


–Parece ser que sí –contestó su madre, haciendo una mueca–. Nunca la había visto reaccionar así –añadió y se giró hacia la pequeña–. Sol, no debes portarte así. Armando, ¿estás bien?


–Seguro que sí, ¿verdad, Armando? –intervino Daisy–. Tenemos que ser todos amigos. Ya sé… vamos a ver a Wenonah y su cachorro.


Paula y Pedro vieron cómo los tres se iban a los establos, en paz y armonía.


–Lo siento –dijo Paula–. Suelen llevarse bien, pero…


–No importa. A Armando le vendrá bien aprender cuanto antes que las mujeres pueden ser muy… impredecibles.


Paula abrió la boca, pero no dijo nada. Rió.


–Pero debe admitir que yo no voy por ahí dando empujones a nadie. Ni gritando.


Pedro la miró con gesto de escepticismo y los dos se dirigieron juntos a la cocina.


–Bueno, tal vez lo haya amenazado una vez –admitió ella–. Pero usted me provocó. Además, no grité –añadió y no pudo evitar soltar una risita–. Aunque me habría gustado –admitió–. Bueno. Hay algunas cosas de las que quería hablarle. ¿Cuándo tiene tiempo para hacer un tour por la casa?


–Ahora estoy bastante cansado. ¿Qué te parece mañana por la mañana?


–Bien –repuso ella y lo observó con atención.


–¿Qué pasa?


–¿Se siente bien? –inquirió ella–. Le noto un poco bajo de energía y no es normal en usted.