sábado, 19 de agosto de 2017
LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 15
Pedro Alfonso tamborileó los dedos sobre la mesa, se pasó la mano por el pelo y se frotó la mandíbula con barba incipiente. Se preguntó qué diría ella si le contara la verdad, si le confesara que no podía dejar de pensar en ella. Y que soñaba con explorar los lugares secretos de su esbelto cuerpo, con llevarla al éxtasis una y otra vez.
Podía imaginarla sin aliento, empapada en sudor, hermosa,
respondiendo con placer a sus caricias…
¿Cómo reaccionaría Paula si supiera que le estaba resultando un infierno contenerse?
Por otra parte, había pretendido comprobar si Paula encajaba en Yewarra y, por lo tanto, en su vida. Sí, había mantenido las distancias con ella durante el último mes, para darle tiempo a asentarse y porque le había hecho una promesa. Lo que no había esperado era que el círculo familiar se forjara tan rápido entre Paula, Sol y Armando, ni sentirse como un extraño en su propio hogar.
Tal vez, podía ir directo al grano y preguntarle a Paula si había cambiado de idea respecto a los hombres o respecto a él en particular, se dijo Pedro. Sin embargo, debía tener cautela. No podía intentar acercarse a ella como una vaca en una cacharrería. De todos modos, sabía que no podía seguir ocultando lo que le inquietaba durante mucho más tiempo…
–Estoy bien. Gracias por tu interés –repuso él al final, aunque no pudo ocultar un ligero toque de ironía–. Mañana me tengo que ir otra vez –señaló. «Y, cuanto antes, mejor», pensó.
Paula se sentía bastante inquieta después de aquella conversación. Inquieta e incómoda, aunque no sabía por qué.
A la mañana siguiente, Paula hizo con su jefe un tour por la casa, mostrándole las cosas que había hecho.
Él parecía descansado y tranquilo. Acababa de llegar de una operación de caza de ranas para llenar el estanque de la casa de animales con Sol y Armando, en un arroyo cercano.
–Ésta es la única habitación donde he empezado por rascar la pared –comentó ella, mientras estaban parados en la puerta de una terraza acristalada con vistas al valle. Era el lugar de encuentro para los invitados para desayunar y para tomar el té por la tarde. Por eso, era una zona que se usaba mucho y necesitaba algo de renovación.
Pedro había dado el visto bueno a la remodelación de dos de los cuartos de invitados, la reforma de las cañerías de algunos baños y la nueva ropa de cama y de mesa que había encargado.
–Tengo aquí algunas muestras de una compañía de decoración de interiores –señaló ella–. Pero pensé que le gustaría a usted dar la última palabra.
–A ver.
Paula le enseñó los diseños, las fotos de muebles y las muestras de tela.
Pedro los estudió un largo instante, sin llegar a decidirse por
ninguno.
–Ya que no tengo esposa que lo elija por mí, ¿por qué no elijes tú?
–Porque no soy yo quien va a tener que vivir con la nueva decoración de la casa. Yo no… –balbuceó ella y se detuvo, mirándolo.
–¿No eres mi esposa? Eso ya lo sé, querida Paula–afirmó él, sin ocultar cierto matiz de ironía.
Su tono no le pasó desapercibido a Paula. Cuando iba a abrir la boca, la señora Preston irrumpió en la habitación.
–Paula, disculpe señor Alfonso, quería preguntarte si la barbacoa se va a hacer al final esta tarde.
–¡Oh! –exclamó Paula y titubeó un momento. Miró a Pedro–. Había pensado hacer una barbacoa para los niños en mi jardín. Lo hemos hecho un par de veces ya y les encanta. Pero igual usted prefiere estar solo con Armando…
–Lo que prefiero es que me invites a la barbacoa.
–Entonces, ¿no será necesario que cocine para usted esta noche, señor Alfonso?
Pedro arqueó las cejas, mirando a Paula.
–Eh… no. Quiero decir, sí… –balbuceó Paula e hizo una pausa, sintiéndose frustrada–. No, no es necesario que cocine, señora Preston. Y sí, puede venir a la barbacoa, señor Alfonso.
–¿Segura de que no será una molestia, señorita Chaves? – preguntó él con tono formal.
–En absoluto –repuso Paula, un poco incómoda. Sabía que él se estaba riendo de ella con tanta formalidad–. Nos especializamos en pan con salchichas.
–¡Oh! –exclamó la señora Preston, mirándolos con gesto de
consternación–. Mira, Paula, yo puedo echarte una mano… No le puedes dar al señor Alfonso comida de niños.
–Sólo estaba bromeando, señora Preston –explicó Paula, rodeando a la cocinera con un brazo–. Déjeme pensar qué tengo –añadió e hizo un repaso mental de su despensa–. Tengo costillas y puedo preparar pasta con beicon y queso, y una ensalada. ¿Qué le parece?
La señora Preston se relajó y le dio una palmadita a Paula en la mejilla.
–Debí haber adivinado que lo decías en broma.
-¿Lo decías en broma? –murmuró Pedro cuando la señora Preston se hubo ido.
–¿Qué quiere decir? –replicó Paula.
–¿Estabas tomándole el pelo a la señora Preston? A mí me pareció que tenías toda la intención de castigarme con una salchicha y un pedazo de pan.
Paula recogió los diseños de decoración mientras pensaba una repuesta.
Por suerte, la salvó el sonido del móvil de él.
Pedro se lo sacó del bolsillo con impaciencia.
–Rogelio, ¿no te he dicho que no me molestaras? ¿Qué? De
acuerdo. Espera… no, te llamaré en un momento –dijo Pedro al teléfono y colgó–. Señorita Chaves, sé que se alegrará de saber que queda libre para el resto de la tarde –señaló con tono seco–. Me ha surgido algo, como suele decirse.
–¿Malas noticias? –preguntó ella, sin pensarlo.
–No, a no ser que consideres una mala noticia la adquisición de otra compañía mediante delicadas negociaciones que precisan mi intervención.
Paula parpadeó confusa.
–Pero no suena usted muy contento.
Pedro se encogió de hombros e hizo una mueca.
–Es más trabajo.
–Igual podría… trabajar menos –sugirió ella y, dejándose llevar, añadió–: ¿Para qué necesita adquirir otra compañía?
–Para nada. Pero se ha convertido en un hábito. Nos vemos a las cinco.
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