lunes, 31 de julio de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 9





Había oscurecido cuando regresaron y durante el trayecto Pedro había dispuesto de tiempo para calmarse. En ese momento miró la casa con ojos nuevos. En el transcurso de un solo día, su vida había cambiado. Ese bungalow y granja destartalados habían sido suficientes para él. Los había comprado porque les había visto potencial y había dispuesto de mucho tiempo para arreglarlos tal como quería.


O eso había pensado.


Pero se trataba de una casa de soltero, con poca decoración y funcional. Tenía que convertirla en un hogar, cómoda y confortable. En ese momento había más cosas en juego. Necesitaba transformarse en un lugar para la familia. Sin importar lo que pasara a partir de ese instante, ya tenía una familia.


Pau estaba en la cocina preparando un plato con un ingrediente principal de pollo para la cena. Ya podía ver pequeños cambios en la casa y eso lo descolocaba. Su escritorio estaba ordenado… ella se había tomado la molestia de acomodar todo el caos que había tenido allí. No debería sentir como si tomara el mando… lo sabía. Le estaba ofreciendo una ayuda muy generosa. Pero, de algún modo, sentía como si la casa ya no fuera suya.


Daniela observaba desde su asiento y sus ojos oscuros seguían cada movimiento de Pau. Pedro permaneció en la puerta, bebiendo una cerveza, luchando contra la falsa sensación de vida doméstica. Todo era temporal, en absoluto real. Daniela no era su hija y Pau no era su esposa. Era una situación a corto plazo. En breve las cosas volverían a la normalidad.


No podía negar que había tenido destellos de atracción en el último día y medio, pero en realidad no estaba interesado en Pau. Sabía que ella tampoco en él. Cualquier cosa que hubiera pasado hasta ese momento, se debía a la situación extraordinaria en la que se hallaban. Cuando todo se asentara, cada uno volvería a su vida anterior.


Pero la realidad era que hasta que Barbara estuviera lo bastante bien como para cuidar de su hija, tenía trabajo que hacer para convertir ése en un hogar familiar. Se lo había prometido a la asistente social en el hospital.


Había estado muy nervioso por temor a que se llevaran a la pequeña a un hogar de acogida. Y le había gruñido a Pau por no estar presente en el acto. Ella no había hecho nada malo. 


Y se había mantenido serena mientras llevaba el peso de la reunión. Se había mostrado ecuánime, elocuente y tranquilizadora cuando él había tenido un susto de muerte. 


No permitiría que eso se repitiera.


—¿Te gusta la calabaza?


La voz de Pau interrumpió sus pensamientos y se irguió.


—Sí, supongo.


—¿Supones? —terminó de secar una cuchara y la dejó en la encimera mientras lo cuestionaba con la mirada.


Tuvo que reconocer que era una mujer hermosa, pero no de un modo llamativo. Al principio su aspecto parecía corriente, pero crecía en un hombre… la piel resplandeciente, las vetas doradas en el cabello. El modo en que la ropa parecía ceñirle las curvas y cómo esas curvas atrapaban la vista. Y, por encima de todo, esos ojos que siempre lo cautivaban.


Esa caricia en urgencias había sido un error provocado por la comprensión que ella había mostrado y por el hecho de que se hallaba allí sólo por él. Lo había vuelto a sentir cuando había tratado de explicarle a la asistente social por qué era tan importante que se quedara con Daniela. Se había atascado buscando las palabras adecuadas, pero Pau había apoyado una mano en su brazo y le había sonreído.


—Mi madre solía hacerla al horno —explicó, entrando y dejando la botella de cerveza vacía junto al fregadero.


Pau sonrió, su rostro un mar de paz y satisfacción. Parecía tan en casa, tan… feliz. Pedro se preguntó cómo podía ser después de que la hubiera arrastrado a esa situación, poniéndole la vida del revés.


—Puedo hacerlo —indicó ella—. En cuanto encuentre una fuente para el horno.


Él sacó una y la dejó sobre la encimera.


—Te gusta cocinar —afirmó, comenzando a relajarse. Su versión de cocinar consistía en asar patatas y freír un filete.


—Sí —respondió sin dejar de sonreír. Tomó una calabaza pequeña y la cortó en cuatro partes, le limpió el corazón y untó la superficie anaranjada con una mezcla de azúcar moreno y mantequilla. En unos segundos la metió en el horno junto al pollo—. Mi madre me enseñó a cocinar siendo yo joven. Fue una de las pocas cosas que hicimos juntas. Aunque jamás dominé la técnica de sus bolitas de pasta rellenas. Es lo mejor que he comido nunca.


Pedro se apoyó en la encimera y tocó la manita de Daniela con su dedo. El bebé lo agarró y lo movió arriba y abajo mientras él sonreía. Le gustaba la pequeña… cuando no estaba llorando. Las necesidades de un bebé eran sencillas y eso le agradaba. Suponía que eran tener comida, el trasero seco y amor.


En ese momento echó de menos a su madre con una intensidad que lo conmocionó. Habían pasado cinco años, pero de vez en cuando el dolor parecía surgir de la nada. Su dedo dejó de moverse con Daniela y tragó saliva.


—¿Pedro? —Elli lo miró con curiosidad—. ¿Estás bien? De repente tienes una expresión rara.


Desterró su tristeza. No supo qué le había pasado, ya que nunca dejaba que lo dominara el sentimentalismo. Quizá fuera Paula. Supuso que le había recordado a su madre. Ésta había sido quien de niño había convertido su casa en un hogar y comprendió que Pau en ese momento hacía lo mismo con Daniela y con él.


—Pensaba en mi madre —contestó con cautela—. ¿Sabes?, me la has recordado. Siempre estaba cocinando y sonriendo. No me había dado cuenta de cuánto echaba eso de menos.


La sonrisa de ella se desvaneció y se mostró levemente ceñuda.


—¿Te recuerdo a tu madre?


Al parecer, no era eso lo que había esperado oír. 


Tardíamente, comprendió que la mayoría de las mujeres no la consideraría una comparación atractiva, intentó encontrar las palabras adecuadas.


—Sólo en lo mejor, Pau. Ella fue quien convirtió nuestra casa en un hogar. Tú haces lo mismo para Daniela y para mí sin siquiera darte cuenta —al ver el dolor en su cara, se maldijo, sin saber qué había dicho que pudiera ponerla así cuando sólo intentaba ofrecerle un cumplido—. Lamento si he dicho algo que te perturbara.


—No lo has hecho —murmuró, aunque sin mirarlo a los ojos.


—¿Quieres hablar de ello?


No pudo creer que se lo estuviera preguntando. Pero ese día había captado fragmentos de conversación que mostraban que había más cosas en la historia de Pau y sentía curiosidad por descubrirla.


—No hay nada de qué hablar —insistió ella, removiendo algo que había al fuego.


Pero sabía que no era verdad. Él mismo había dicho eso mil veces.


—¿Qué te ha parecido Barbara? No lo has mencionado —inquirió, aún de espaldas y con un ligero temblor en la voz.


Una parte de él quiso insistir y otra le dijo que lo dejara. Si ella hubiera querido hablar, no habría cambiado de tema.


Pero no sabía cómo proseguir. El tema de Barbara también era duro. En cuanto entró en la habitación, su hermanastra había empezado a llorar y a disculparse. El doctor que la trataba había ido con él y Pedro había dejado que llevara la reunión. Sereno pero compasivo. Aunque el problema radicaba en que él jamás se había visto como un hombre compasivo.


De modo que Barbara había llorado y él la había abrazado incómodo. Ella se había disculpado y él había tratado de decir las palabras apropiadas… que lo más importante en ese momento era que se pusiera bien. Había insistido en que Daniela estaba muy bien cuidada.


—Fue extraño verla. Era como la Barbara que recordaba, pero no lo era, irradiaba una energía que no terminaba de encajar.


Pau asintió.


—Ahora tiene la perspectiva distorsionada y está asustada. Cuando trabajaba en urgencias…


Calló, pero Pedro quería saber. Había trabajado en la misma recepción en la que él había preguntado ese día por su hermana. Había sido una jornada tan ajetreada que no había podido preguntar cómo le había afectado.


—Cuando trabajabas en urgencias —instó.


—Sólo iba a comentar que veíamos muchos pacientes mentalmente enfermos. Gente que, por un motivo u otro, no era capaz de hacerle frente a la vida. Que Barbara pudiera reconocerlo en sí misma, que ingresara por voluntad propia… —lo miró—. Fue un acto valeroso. Desde luego, nada por lo que juzgarla.


—¿Yo la he juzgado? —se irguió sorprendido. Se preguntó si la había juzgado o simplemente si se había mostrado preocupado.


—No, pero yo sí. En cuanto leí su nota y vi a Daniela. Es algo que lamento.


Volvió a centrarse en el fuego. Pedro observó su espalda unos momentos antes de avanzar y posar una mano en su hombro.


—Yo también. Me pregunté cómo una madre podía hacerle eso a un bebé. Hoy entendí el valor que necesitó para llevar a cabo lo que hizo.


—Gracias —murmuró Pau.


Él retiró la mano y en el acto echó de menos el calor que había recibido a través de la palma. La metió en el bolsillo.


—Tres veces preguntó dónde estaba Daniela. Al final se agitó tanto, que la doctora sugirió que fuera a verla más tarde. La tranquilizó diciéndole que Daniela recibía el mejor de los cuidados. Sentí mucha presión cuando dijo eso.


—Haces todo lo que puedes. Y ella tiene un historial de buena salud. No seas duro contigo mismo.


Era imposible no serlo. Como mínimo, resaltaba su fracaso como hermano. Quizá si hubiera hecho un esfuerzo años atrás, eso jamás habría sucedido.


—Se va a poner bien… eso es lo principal. Fue más fácil hablar con su doctora. Pareció complacida de que preguntara tanto por Daniela. De que hubiera tomado pasos para asegurarse de que el bebé recibía cuidados.


Recordó las palabras de su madre en la graduación del instituto, cuando a su padre no se lo veía por ninguna parte: «No pienses en tu padre —le había dicho, tomándole la mano—. Recuerda esto. La familia es importante. No permitas que tu padre te enseñe otra cosa. La familia lo es todo».


Entonces los ojos se le habían anegado de lágrimas. «Tú lo eres todo, Pedro».


En ese instante comprendió que en todo momento debió de saber de la existencia de Barbara. Y aun así, permaneció con su padre. Ya jamás conocería la razón.


—Debí estar allí —confesó, quitándose un peso de los hombros—. En el fondo sabía que era mi hermana. Sabía lo que le había pasado a su madre y yo fingí que ella no existía. Si sólo…


—No —lo interrumpió Pau con firmeza—. No te culpes. Eras un adolescente. No existe un antes. Únicamente el ahora —parpadeó con rapidez—. Únicamente existe el ahora.


—¿Seguimos hablando de Barbara o lo hacemos de ti? —el corazón le latió con fuerza cuando ella lo volvió a mirar. No podía resistirse a Pau cuando hacía eso. Años de elegir estar solo no lo habían vuelto inmune a una mujer hermosa. 


Podía racionalizar todo lo que quería, pero la verdad era que no quería a cualquier mujer… la quería a ella.


Quería una conexión con otro ser humano, algo que lo anclara con el fin de no sentir que giraba fuera de control. 


Pau parecía llegar hasta él sin siquiera intentarlo.


Avanzó, le tomó el rostro entre las manos y la besó. Todas las recriminaciones se evaporaron: todas las dudas se esparcieron como una voluta de humo. Nada importó durante unos segundos felices. Sólo estaba Pau, su piel suave, el sabor húmedo de sus labios, el cuerpo próximo. 


Dios, había necesitado eso. Y cuando ella emitió un gemido suave, ahondó el beso.


La sorpresa fue el primer sentimiento de Pau, eliminada con celeridad ante la sensación de los labios de Pedro en los suyos y las manos que le sostenían el rostro como un cáliz. 


Todo el día sus emociones habían estado casi a flor de piel, pero había mantenido la serenidad durante todas las horas en el hospital e incluso al sacar todas las cosas de Guillermo en la casa de su madre. Esa noche, a solas con él, había estado a punto de dejar escapar las palabras. Sin embargo, no había podido. Pero, de algún modo, él parecía saberlo de todas maneras.


Sus labios eran suaves y la barba incipiente en su mentón hacían que la combinación fuera electrizante.


Cuando profundizó el beso, le correspondió y la excitación le recorrió el cuerpo en oleadas en el momento en que le rodeó la cintura con los brazos y la pegó más a él.


Los puntos en los que sus cuerpos se tocaban estaban vivos y se sintió jubilosa, sabiendo que habían pasado varios meses largos y solitarios desde que sintiera una conexión tan intensa con alguien. Elemental, descarnada, femenina.


Suavizó el beso, pasando las manos por sus hombros antes de bajarlas por sus brazos mientras separaba los labios de los de Pau. Mantuvo la boca a simples centímetros de ella mientras jadeaban en la silenciosa cocina.


—¿Por qué has hecho eso? —susurró ella, pero las sílabas sonaron con claridad. El beso había hecho que volviera a sentirse una mujer. Aunque quería oírselo decir a él. 


Necesitaba que reconociera la química. Había desesperado de volver a inspirársela a un hombre.


—No sé qué me ha pasado.


Por una vez, Pau se negó a dejar que hablara su voz interior.


Sabía lo que diría… que no la encontraba atractiva, inventaría excusas. Pero no las quería. Quería creer en el poder de la misma acción. Quería creer en la atracción que había sentido vibrar entre ellos.


Desesperadamente necesitaba creer que había valido la pena. Mientras Pedro no se disculpara. Eso no podría soportarlo.


—Así que fue porque… —apoyó las manos en sus brazos y ella mantuvo las suyas en la cintura de él—. No dejas de mirarme y yo… —calló, retrocedió y bajó las manos.


—¿Tú? —instó ella. Quería que pronunciara las palabras. 


Todo su cuerpo se lo suplicaba.


—Yo no puedo evitarlo.


La dulzura de la declaración la llenó. Eso era lo que había estado echando de menos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se había sentido una mujer deseable? Tenía el cabello demasiado lacio, el trasero demasiado ancho. Aún llevaba peso adicional alrededor del estómago debido al embarazo. Pero al atractivo Pedro Alfonso nada de eso parecía importarle.


—Pero probablemente fue un error —la miró—. No podemos dejar que esto complique las cosas, Pau. Hemos de anteponer a Daniela.


Y con esa facilidad la burbuja estalló, llevándose la efervescencia del momento. Claro que debían anteponer a Daniela. Ya había recalcado cómo el bebé era el centro para ellos dos en ese momento y cómo que tuviera a dos personas era infinitamente mejor que tener a una sola. La niña era la máxima prioridad y ella estaba dejando que su vanidad se interpusiera en el camino.


Pero dolía. Y no sabía por qué. No debería importar. 


¿Adonde conduciría? A ninguna parte. Él tenía toda la razón.


—Por supuesto —se recobró, recogió las manoplas y fue al horno para sacar el pollo, importaba y sabía por qué. Estaba viendo un lado nuevo de Pedro y le gustaba. Y él empezaba a importarle.


—Pau… no sé cómo darte las gracias por todo esto —miró a Daniela con una ternura nueva.


Era ella quien debería darle las gracias por sacarla de su media existencia y volver a darle un objetivo. Por sentirse otra vez, después de tantos meses, una mujer. Y también se preguntó si sabría que él mismo había caído rendido ante su sobrina.


—De nada.


Con Daniela durmiendo, llevó los platos a la mesa y se sentaron.


La luz estaba tenue y sus voces bajas mientras comentaban lo sucedido en el hospital. No fue hasta que Pedro sugirió que se quedara cuando guardó un silencio prolongado.


—¿Qué quieres decir con que me quede?


Él dejó su tenedor en el plato.


—Le contamos a la asistente social que me estabas ayudando, ¿no?


—Sí, lo sé, pero…


—Pero yo también tengo ganado del que ocuparme, Pau. Sé que Daniela es mi responsabilidad, pero no veo cómo puedo quedarme despierto con ella toda la noche y trabajar todo el día —hizo una pausa—. Deberíamos hablar de tu salario. No espero que lo hagas por nada. Ya has hecho más que suficiente estos dos últimos días.


El rostro de ella se encendió. No deseaba que esa discusión se centrara en el dinero.


—Podremos hablar de ello luego.


—Pero, Pau…


—No hay prisa, Pedro. Ayudarte con Daniela no me está apartando de nada más importante, te lo prometo.


—Entonces, ¿te quedarás?


La idea resultaba tan seductora. No se lo reconocería, pero la casa de los Cameron era grande, hermosa e increíblemente solitaria. Pero sabía que estar en la casa de Pedro las veinticuatro horas del día, toda la semana, era un camino seguro para el dolor.


—Estaré al lado si me necesitas.


La miró fijamente unos segundos antes de ponerse a comer otra vez. Dio dos bocados y volvió a dejar los cubiertos demasiado sonoros en el incómodo silencio.


—¿Tiene algo que ver con que te haya besado hace un rato, Pau?


La miraba con intensidad, como si intentara entenderlo. 


Pero, desde luego, no podía.


—No, Pedro, de verdad —sólo era una mentira parcial.


—Puedes quedarte con la cama —indicó con voz ronca y baja—. No me importa dormir en el sofá.


Pedro… —lo hacía tan difícil. ¿Cómo iba a poder dormir en la cama, sabiendo que estaba pasillo abajo, encogido en el sofá pequeño? Sólo pensar en ello le desbocaba el pulso—. Puedo ayudarte, pero debes entender… Tengo compromisos. Estoy tomando cursos de contabilidad —era una excusa pobre, más después de decirle que no había nada acuciante. Podía completar los cursos en su ordenador portátil y enviarlos por correo electrónico.


Él guardó silencio unos momentos y el estómago de Pau se llenó de mariposas.


—Pau, lo único que no puedo permitir es que el bebé vaya a un hogar de acogida. Lo prometí. Y no puedo hacerlo solo. Anoche apenas conseguí dormir unas horas. Te necesito. Te necesito.


Hacía poco que lo conocía, pero lo había considerado demasiado orgulloso y obstinado para admitir algo así.


No la necesitaba a ella… necesitaba su ayuda, pero no a ella. Sus compromisos eran una excusa y había estado esperando la oportunidad de hacer algo importante; entonces, ¿qué la retenía? ¿Es que no confiaba en sí misma lo suficiente como para ser inteligente?


¿Es que Daniela no lo merecía? Si se tratara de Guillermo, ¿no querría que alguien hiciera lo mismo?


Desde luego. Se hallaba en una posición única para ayudar a un bebé. Negarse por razones personales iba más allá de lo egoísta.


—¿Qué te hace pensar que podrían llevársela? —bebió un sorbo de agua. Se dijo que podría ser una buena oportunidad de averiguar más cosas sobre él.


—Mira este lugar —apartó el plato—. No es el retrato de un hogar familiar. No estoy organizado para una recién nacida. Soy un hombre soltero sin experiencia con bebés. Todo eso juega en mi contra. No puedo ofrecerles más munición. Necesito convertir este lugar en un hogar familiar.


—Sabes que su objetivo es mantener a los niños con la familia.


Pero Pedro lo descartó con un encogimiento de hombros.


—Puede, pero no hay garantías. No sabes lo que significa para un bebé que se lo lleven lejos de su hogar.


Notó el dolor en su voz.


—Daniela sólo tiene unos meses. No lo recordaría, Pedro.


—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes si otra persona sería amable? ¿Qué pasa con Barbara? ¿Sabes lo que dijo la doctora? Que Barbara había dado pasos para asegurarse de que Daniela se hallara a salvo. Se retiró de la situación. Dejó a Daniela al cuidado de alguien en quien confiaba. A pesar de encontrarse enferma, tomó decisiones de buena madre. No traicionaré la fe que depositó en mí.


Pedro —trató de contener la agitación ante sus palabras vehementes. Alargó la mano y la apoyó en su muñeca—. ¿Cuándo sucedió? —preguntó con gentileza.


Él giró la cabeza a la izquierda y miró por la ventana a la incipiente oscuridad.


—¿De qué hablas?


Le apretó la muñeca.


—¿Cuántos años tenías cuando te apartaron de tu hogar? —él quiso retirarse, pero ella mantuvo con firmeza aferrada su muñeca.


—Nueve años —replicó con tono de desafío.


—Oh, Pedro.


—Estuve fuera una semana entera. Eso es todo. Fue demasiado larga. Me fugué dos veces tratando de regresar a casa. Me dejaron hacerlo cuando él les dio su palabra.


—¿Sobre qué? —casi temió cuál podría ser la respuesta.


—No golpearme más.


—¿Te golpeó? —su boca le supo a bilis.


—No. Al menos no con los puños. Pero ya había hecho suficiente. Siempre supe de qué era capaz.


—¿No te daba miedo volver a casa?


Pedro le giró la mano y estudió los dedos entrelazados con los suyos. Apretó la mandíbula.


—No podía dejar allí a mi madre —respondió con sencillez—. Tenía que estar con ella. Sólo nos teníamos el uno al otro, ¿sabes? ¿A quién tiene Barbara si no es a mí? ¿A quién tiene Daniela?


En ese momento encajaron tantas cosas, incluida su necesidad de hacer las cosas bien. ¿Es que creía que era como su padre?


Pedro, tú nunca podrías ser como él, ¿lo sabes, verdad?


Su mirada fue torturada al estudiarle la cara.


—¿Cómo lo sé? Cuando Daniela llora y yo no sé cómo hacer que pare…


—Te pones a caminar con ella en brazos. Acudiste a mí en busca de ayuda. ¿No lo ves? Lo estás haciendo bien. Eres paciente y cariñoso. Eres el hombre que él jamás fue, Pedro, lo sé —la mirada de él se iluminó antes de apartarla—. De acuerdo. Traeré algunas cosas. No tendrás que preocuparte de que te quiten a Daniela.


El alivio le suavizó las facciones.


—Bien. Porque aún tendremos que demostrárselo a los servicios sociales cuando vengan aquí —se levantó y llevó el plato al fregadero antes de tomar a Daniela y acunarla en sus brazos.





domingo, 30 de julio de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 8




Poco a poco, asimiló las palabras de Pau. Por supuesto. 


Había visto suficientes noticias en la tele como para saber que una madre que apareciera en urgencias sin su bebé activaría campanas de alarma. Y a eso se añadía el hecho de que en realidad desconocía en qué estado se hallaba Barb. Lo único que podía sentir era la pesada carga de que Daniela dependía completamente de él.


—Entonces, tenemos que ir, ¿no? —la situación había cambiado, había dejado de ser unos días de cuidar a un bebé para verse complicada por la burocracia, donde todo quedaría registrado y apuntado. Sintió que las paredes se cerraban en torno a él y lo odió.


Pau asintió.


—Sí. Si no lo hacemos… como ya te he dicho, tú figuras como el familiar más próximo. En cualquier caso, donde primero buscarán a Daniela será en tu casa. Y así… Bueno, no hará ningún mal que también examinen a la pequeña.


—¿Se la llevarán? —la miró, necesitando que le dijera que no. El sólo pensamiento de perder a Daniela ante unos completos desconocidos le resultaba incomprensible. Quizá no hubiera estado preparado, pero era familia. Sin duda eso tendría que contar para algo. Y tenía a Pau para ayudarlo. 


Lo inquietaba pensar en lo mucho que la necesitaba.


Ella sintió que el corazón le daba un vuelco al percibir la inseguridad y el temor de Pedro. Ese hombre tenía mucho más que lo que le había atribuido en un principio. Quería hacer lo correcto con el bebé. ¿Cómo culparlo por ello?


No podía. De hecho, lo aplaudía.


Él comprobó la carretera por el retrovisor y luego realizó un giro de ciento ochenta grados para regresar por la dirección por la que habían estado yendo.


Tenía que darle una respuesta sincera.


—No lo sé, Pedro. No trabajo en los servicios sociales, aunque imagino que querrán que se quede con su familia. Vayamos paso a paso, ¿te parece?


Él asintió, pero vio que tensaba la mandíbula. Alargó la mano y le palmeó la pierna con intención amigable y para brindarle apoyo. Pero la impactó la intimidad del gesto, la calidez del muslo bajo la loneta de los vaqueros. El pequeño contacto la hizo sentir parte de algo y eso la asustó. Retiró la mano.


—Todo se arreglará —lo tranquilizó. Haría lo que fuera necesario para que fuera así.


En cuanto entraron en los límites de la ciudad, tardaron diez minutos en llegar al hospital. Ocuparon una plaza en el aparcamiento público y se dirigieron a urgencias.


—Yo me quedaré con Daniela—sugirió Pau, quitándole el asiento de la pequeña de la mano. Necesitaba espacio de él para pensar sin tenerlo siempre cerca.


Deseó que Barbara estuviera en cualquier parte menos ahí, en el Peter Lougheed Hospital, donde tenía compañeros de trabajo, muchos de los cuales habían sido amigos, aunque se habían ido distanciando desde la muerte de Guillermo y su divorcio de Eduardo. En los últimos meses había habido tantos silencios incómodos. Pero alzó el mentón. ¿Qué tenía que ocultar? Nada. Los murmullos ya no importaban, en absoluto, y estaba cansada de huir.


—Adelántate y habla con la enfermera de admisión —le sugirió a Pedro—. Yo me quedaré en la sala de espera con Daniela. Empieza a despertarse y tú necesitas averiguar qué sucede.


Pedro fue a la cola y habló con una enfermera mientras Paula ocupaba uno de los mullidos asientos de plástico. 


Desabrochó el cinturón de seguridad del asiento de Daniela y alzó al bebé, acunándola en el hueco del brazo.


Y sin quererlo perdió el corazón ante esa niña diminuta envuelta en la mantita rosada. Parpadeó varias veces y tragó saliva para eliminar el nudo que se le había formado en la garganta.


—Pequeña, tu tío Pedro y yo vamos a hacer todo lo que esté a nuestro alcance por ti, te lo prometo.


Resultaba extraño unir sus nombres de esa manera, pero sabía que hablaba en serio. Ya le importaba mucho el bienestar de Daniela, y Pedro no podía hacerlo solo. No iba engañarse pensando que se trataba de algo más, sin importar cómo se le sobrecargaban los sentidos cuando él se encontraba cerca. No le interesaban los cuentos de hadas. Sólo quería reclamar su vida.


Pedro regresó con la expresión sombría y cargada de preocupación.


—Su doctora quiere hablar con nosotros —explicó—. Con los dos, y desea ver a Daniela.


—Sí —asintió Pau—, pero la pequeña va a querer pronto un biberón.


Pedro recogió el asiento de coche vacío.


—De acuerdo —relajó los hombros al darse la vuelta. Pero entonces volvió a girar y extendió su mano libre—. Gracias, Pau. Por todo lo que has hecho en las últimas veinticuatro horas. Ayuda saber que Daniela recibe los cuidados que merece, que yo… —calló y sus mejillas exhibieron un leve rubor—. Que yo no tengo que hacerlo solo. Significa más de lo que imaginas.


El contacto y las palabras aceleraron el corazón de Pau.


Las puertas se deslizaron a los costados cuando se acercaron. No los condujeron a un box con cortinas, sino a un cuarto con paredes y la enfermera cerró la puerta al marcharse. Esperaron unos momentos hasta que la doctora entró y cerró a su espalda.


—Señor Alfonso, soy la doctora McKinnon —la mujer joven extendió la mano y Pedro se la estrechó—. Soy yo quien ingresó a la señorita Paulsen esta mañana. Lo hicimos por una depresión postparto; durante los próximos días vamos a mantener unas sesiones con ella y a evaluarla.


—Me alegro mucho de que esté bien —repuso Pedro con expresión inescrutable.


Pau lo notó. La emoción que le había mostrado hacía unos momentos se había desvanecido y en su lugar había una cautela que creía poder comprender. Ese hospital había sido su segundo hogar; sin embargo, no estaba más ansiosa que Pedro de tener que responder a las preguntas que les iban a hacer. Un mes atrás estar en la sección de urgencias la habría llenado de pavor. Pero ese día, con Pedro a su lado, no le importaba tanto.


La doctora McKinnon le sonrió a ella con amabilidad.


—Y Pau, me alegro de verte, aunque me sorprende en estas circunstancias.


—Gracias —respondió de forma sucinta.


—Señor Alfonso, voy a hablarle del estado de su hermana, pero como puede entender, reinaba una seria preocupación por el bebé que acaba de tener.


—Sí, dejó a Daniela conmigo ayer —aportó Pedro.


Paula notó que no se explayaba acerca de las circunstancias y cómo la había dejado, intentaba proteger a su hermana. Era admirable cómo siempre terminaba por asumir la responsabilidad, a pesar de la pesada carga que debía representar.


—¿A qué hora?


—Más o menos al mediodía —respondió sin vacilar. Encaró la mirada de la doctora con firmeza—. No estoy acostumbrado a los bebés, por lo que Pau me ha estado ayudando —en ese momento le sonrió a ella, pero con cierto nerviosismo.


Paula comprendió que buscaba su apoyo.


Le devolvió la sonrisa y luego se la ofreció a la doctora McKinnon.


—Entre los dos nos hemos estado arreglando.


—Pero hay que examinar a Daniela —aseveró la doctora con firmeza—. Paula, haré que Carmen te lleve a un box y pediré que bajen los pediatras de guardia. Mientras tanto, podré hablar con el señor Alfonso sobre su hermana —su voz se suavizó al levantarse y detenerse para tocar la cabecita rosada de la pequeña—. ¿Eso te parece bien, jovencita?


La respuesta de Daniela fue llevarse dos dedos a la boca y comenzar a chuparlos.


—Me temo que tiene hambre —indicó Pau—. ¿Podría alguien calentarme un biberón? —ya no tenía acceso al resto del departamento, ni lo quería. Sospechaba que su presencia no había pasado desapercibida. Habría preguntas y murmullos después de que apareciera con un bebé. Sabía lo que parecía. Resultaba incómodo teniendo en cuenta que Eduardo seguía trabajando allí. Pero la pérdida de su puesto se había debido a los recortes, así de simple.


Se cuestionó si haber permanecido casada con Eduardo habría marcado alguna diferencia en ese sentido. Entonces se preguntó si ella lo habría querido. Tenía el orgullo suficiente como para conocer la respuesta en el acto. A pesar de los aprietos económicos, que la echaran había sido una bendición que la liberaba para volver a empezar.


Con determinación volvió a sujetar a Daniela al asiento y recogió la bolsa de suministros. Que murmuraran. Eso no cambiaría nada. Ya no trabajaba allí, no tendría que ver a esa gente de forma habitual.


—Estoy segura de que eso se puede arreglar. Volveré enseguida, señor Alfonso.


Abrió la puerta y Pedro se puso de pie.


—Quédate con ella —le dijo a Pau con voz intensa—. Vendré a buscarte.


El corazón le dio un vuelco, ya que supo que hablaba en serio. A pesar de saber que se refería a Daniela, el efecto fue el mismo. Hizo que se sintiera cobijada, protegida. Pedro haría lo que estuviera a su alcance para protegerlas a ambas.


Nunca había conocido a un hombre como él.


—No me apartaré de su lado —le prometió, sonriéndole levemente mientras seguía a la doctora McKinnon por la puerta.


En la recepción, su amiga Carmen colgó el teléfono.


—Paula —se incorporó, rodeó la recepción y la abrazó—. Cielos, me alegro de verte.


—Hola, Carmen —sonrió ante esa recepción cálida. De todo el personal, Carmen había sido la única en mantenerse más normal cuando ella tuvo que pasar por su dura experiencia—, ¿eh?


La recepcionista sonrió.


—Ya conoces urgencias. Algo tiene que romper el aburrimiento.


—¿Puedes llevar a Pau a un box, Carmen? Y llama al doctor Singh… tenemos que examinar al bebé —la doctora McKinnon le sonrió a Pau—. Me alegro de verte de nuevo, Paula.


Regresó para continuar su reunión con Pedro mientras Pau y Carmen se miraban.


—Busquemos un box —sugirió su amiga, abriendo el camino por la unidad. Entró en un cubículo con cortinas y depositó el asiento del bebé junto a la cama.


—Gracias, Carmen. ¿Podría pedirte que calentaras un biberón?


—Por supuesto. Pero qué sorpresa verte aquí con un bebé, cuando… —calló al tiempo que se sonrojaba—. Lo siento, Pau. Ha sido un comentarlo insensible.


—Ibas a decir «cuando ha pasado tan poco tiempo desde la muerte de Guillermo».


—Todos nos sentimos tan tristes por ti y por Eduardo.


Pau comprendió que pronunciar el nombre de Guillermo había sido más fácil de lo que había esperado. Y la mención de Eduardo no la perturbaba como podría haberlo hecho. 


Quizá también eso debía agradecérselo a Pedro.


—Con el tiempo mejora —trató de sonreír en beneficio de Carmen—. No estoy segura de que alguna vez vaya a superar por completo la pérdida de Guillermo, pero en algún punto has de empezar a vivir de nuevo.


Sus propias palabras la dejaron atónita. Se preguntó si de verdad había dicho eso. ¿Empezar a vivir de nuevo?


—No puedo decir que te culpe… tu señor Alfonso es agradable a los ojos.


—No es eso… —aunque la sola mención de Pedro le subía la temperatura corporal.


—Qué pena.


Vio que Carmen la observaba con expresión divertida.


—¿Resulta tan obvio?


—Es muy atractivo. Eduardo se pondría celoso.


—Lo dudo —movió la cabeza—. Además, ya no importa.


Y se dio cuenta que lo sentía. Ya no importaba. ¿Cómo había sucedido todo eso sólo desde el día anterior?


—Iré a calentar el biberón.


Sola en el box, se sentó en el borde de la cama y se cubrió la boca en gesto de sorpresa.


—Bueno, supongo que si te caes al agua, tienes que nadar —murmuró.


Unos minutos más tarde, Carmen regresó con el biberón templado.


—Ojalá pudiera quedarme a charlar —dijo, tomándose un momento para sentarse junto a Pau. Ésta alzó a Daniela, la acomodó en su brazo y le ofreció el biberón. Cuando la pequeña comenzó a succionar la tetilla, Carmen suspiró—. Te he echado de menos. Pero sólo tengo un minuto. Discúlpame, Pau, pero… ¿duele? ¿Sólo saberlo?


No necesitó que se lo interpretaran. Desde luego que dolía saber lo que se había perdido. Le sonrió con melancolía a la mujer que había sido su compañera durante casi dos años.


—Un poco. Es preciosa, ¿no?


—Una muñeca. Y ese Alfonso, ¿es su tío?


—Sí, y vive en el rancho de al lado donde me alojo yo en este momento. Gracias por llamarme hoy —añadió—. Habíamos ido a la casa de Barbara a buscarla, pero regresamos con las manos vacías.


—Miré por casualidad después de que me llamaras anoche. Esa mujer vino sola, pobrecilla. Necesita a alguien que le dé apoyo.


Y ese alguien era Pedro. A Pau no se le ocurría nadie mejor.


En ese momento sonó el busca de Carmen.


—He de irme.


—No te preocupes, estaré bien.


A través de las cortinas se filtraban sonidos familiares, de hospital. Ahí se sentía en casa… los sonidos y los olores casi conformaban una parte de ella.


Miró la carita de Daniela… los ojos cerrados con los párpados casi transparentes, una mano diminuta apoyada en el biberón como si quisiera evitar que desapareciera.


—¿Quién iba a imaginar lo importante que ibas a resultar ser? —susurró.


La cortina se abrió y entró Pedro seguido de la doctora McKinnon.


—¿Cómo está?


Pedro tenía una expresión atribulada, pero el miedo se había mitigado un poco. Pau le sonrió.


—Perfectamente. ¿Y tú? ¿Qué nuevas hay de Barb?


—Iré a verla —respondió.


Alargó la mano para arropar mejor a Daniela y Pau notó cuánto le temblaba la mano.


—¿Pedro?


Al terminar, él alzó la vista.


—Me dejan visitarla, y luego… —carraspeó—. Y luego tengo que hablar con una asistente social.


El tono de su voz hacía que pareciera una tortura.


Trató de sonreír con expresión tranquilizadora.


—Todo apunta a que ella intenta conseguir ayuda, Pedro. Eso es bueno. Y encaja con la carta que te dejó, ¿no crees?


—Eso espero. Es que… no quiero que vaya a un hogar de acogida, Pau.


—Lo sé y ellos también lo sabrán. En cuanto le hagan el chequeo a Daniela, iré a reunirme contigo. ¿Qué te parece… en la cafetería, abajo?


—De acuerdo. Nos veremos en cuanto haya hablado con Barb.


Parecía tan incómodo que Pau le proyectó todo su corazón. 


Se puso de pie, con Daniela reposando sobre su hombro, y se acercó a él. Se afanaba por hacer lo que era correcto y hacía años que no veía a su hermana. Y no estaba en circunstancias óptimas para una reunión.


Ya no le importó la presencia de la doctora o de cualquiera que pudiera entrar en la unidad. Alzó la mano libre y la posó levemente en su mejilla.


—Todo irá bien —murmuró—. Daniela se encuentra a salvo y Barbara está en buenas manos.


Sin decir una palabra, Pedro le giró la palma de la mano y le dio un beso rápido. Tenía los labios cálidos y firmes en contraste con la barba incipiente. Ese gesto tierno le provocó un torrente de emociones, dulces e inesperadas.


Él carraspeó y enderezó los hombros.


—En la cafetería —le recordó, y sin decir otra palabra abandonó la zona protegida por las cortinas.


Pau se llevó la mano a los labios, aturdida por ese contacto íntimo, agitada y… complacida.


Pero comprendió que Pedro sólo estaba reaccionando a la situación. Él mismo lo había dicho. Le daba las gracias por ayudarlo, nada más. Las emociones de todos andaban desbocadas. No podía proyectar un significado que no poseía.


Luchó por recordar que nunca había mostrado interés en conocerla hasta que Daniela entró en escena. Habían sido vecinos dos meses y sólo una vez sus caminos se habían cruzado. Y el primer día que se encontraron él le había gritado. No, la caricia significaba poco cuando la ponía en una perspectiva adecuada.


Se tomó un momento para cambiarle el pañal a Daniela, mucho más cómoda con la tarea que el día anterior y en menos tiempo que el que habría imaginado, la pequeña estuvo vestida y contenta.


La cortina volvió a abrirse y entró el doctor Singh. Al ver a Pau, su rostro se relajó y mostró una expresión complacida. 


Luego bajó la vista a Daniela y por su cara pasó una ráfaga de consternación.


Paula experimentó un nudo en el estómago. En los últimos meses había evitado ir al hospital para no tener que enfrentarse a las explicaciones y a las condolencias.


—Tengo entendido que éste es nuestro bebé Paulsen perdido —ocultó la incomodidad momentánea con una sonrisa.


—Sí. Se llama Daniela.


—¿La has traído tú? —se acercó a la cama y observó a Daniela un momento.


—Sí y no. Daniela ha estado con el hermano de Barbara Paulsen, amigo mío. Yo sólo le he estado prestando algo de ayuda.


—Debe de ser un muy buen amigo.


—Un amigo necesitado es un amigo necesitado —citó, tratando de darle ligereza al momento. Sabía la impresión que daría si reconocía que se habían hecho amigos sólo el día anterior.


Aguardó mientras el doctor Singh sometía a Daniela a un chequeo exhaustivo. Luego se volvió hacia ella y sonrió.


—Se encuentra perfectamente sana —concluyó. Luego se sentó en el borde de la cama y la miró preocupado—. Quiero saber cómo lo llevas desde la muerte de Guillermo.


La preocupación del médico le resultó reconfortante. La gente no sabía qué decirle… eso lo entendía. Pero nadie preguntaba cómo se encontraba ella ni pronunciaba el nombre de Guillermo. Para todos los demás era «el bebé», como si jamás hubiera recibido un nombre. Como si eso fuera a conseguir que, de algún modo, fuera más fácil. Y no lo era.


—Me va bien. Ahora mejor —y se sintió feliz de saber que era cierto.


—¿Cómo terminaste cuidando de Daniela?


Pedro no sabía qué hacer —rió levemente—. La verdad es que yo tampoco, pero vivía en la casa de al lado —sonrió con sinceridad—. ¿Cómo se puede resistir a una carita como ésa? —indicó a la pequeña, aunque sabía que no era sólo Daniela quien contaba. Pedro empezaba a convertirse más en un placer cada vez que estaban juntos.


El doctor Singh sonrió.


—No se puede. Sólo quiero asegurarme de que te sientes bien en una situación como ésta. Sé que aún debes sufrir.


Pau tragó saliva, pero la sorprendió no sentir ni un amago de las lágrimas que había esperado.


—Sufro, por supuesto. Pero ahora es diferente y creo que ayudar a Daniela resulta bueno para mí. No puedo estar deseando siempre aquello que jamás será. He de mirar adelante en vez de atrás.


—Bien —el doctor Singh se levantó—. Me alegra oír eso. Es estupendo ver algunas rosas en tus mejillas, Paula.


Las rosas se acentuaron más, pero Pau sabía que era Pedro y sus caricias quienes las habían puesto allí. Y no quería empezar a sentir algo por él. Al fin empezaba a controlar sus emociones. Lo último que necesitaba era involucrarse otra vez con alguien.


Quizá debería considerar ese momento como un regalo hermoso. Por primera vez en meses se sentía viva.


—Gracias, doctor Singh. Pedro estará ocupado con los servicios sociales porque sé que quiere cuidar de Daniela hasta que Barbara pueda volver a hacerlo. ¿Le parece bien si lo apunta como el pediatra de la pequeña?


—Desde luego.


Pau recogió sus cosas.


—Me ha alegrado volver a verlo, doctor.


—Lo mismo digo —sonrió y abandonó el box.


De pronto Pau se dio cuenta de que no había comido en todo el día. Al no ver rastro de Pedro en la cafetería, se dirigió hacia la cola que había en las puertas oeste con el asiento del bebé en un brazo. Pensó que aguantaría con un café con leche y un bollo. Al regresar a la entrada de la cafetería cargando con todo, se topó con Pedro.


—¿Dónde has estado? —susurró él.


Sus palabras proyectaban un deje duro, muy distintas que las últimas que le había dirigido.


—Fui a comprar algo para comer —explicó, palideciendo ante la expresión sombría de él.


—Tu elección del momento apesta —espetó.


—¿Sucede algo?


Por detrás del hombro de Pedro surgió la voz de una mujer y Pau cerró los ojos. Había desaparecido con Daniela en el mismo momento en que Pedro había ido a buscarla con…


—Paula Chaves, te presento a Gloria Hawkins, de los Servicios infantiles y Familiares.


Pau le entregó a Pedro el café con leche, desaparecido su apetito.


—Señora Hawkins —dijo, sujetando bien a Daniela antes de extender la mano.