lunes, 31 de julio de 2017
BUENOS VECINOS: CAPITULO 9
Había oscurecido cuando regresaron y durante el trayecto Pedro había dispuesto de tiempo para calmarse. En ese momento miró la casa con ojos nuevos. En el transcurso de un solo día, su vida había cambiado. Ese bungalow y granja destartalados habían sido suficientes para él. Los había comprado porque les había visto potencial y había dispuesto de mucho tiempo para arreglarlos tal como quería.
O eso había pensado.
Pero se trataba de una casa de soltero, con poca decoración y funcional. Tenía que convertirla en un hogar, cómoda y confortable. En ese momento había más cosas en juego. Necesitaba transformarse en un lugar para la familia. Sin importar lo que pasara a partir de ese instante, ya tenía una familia.
Pau estaba en la cocina preparando un plato con un ingrediente principal de pollo para la cena. Ya podía ver pequeños cambios en la casa y eso lo descolocaba. Su escritorio estaba ordenado… ella se había tomado la molestia de acomodar todo el caos que había tenido allí. No debería sentir como si tomara el mando… lo sabía. Le estaba ofreciendo una ayuda muy generosa. Pero, de algún modo, sentía como si la casa ya no fuera suya.
Daniela observaba desde su asiento y sus ojos oscuros seguían cada movimiento de Pau. Pedro permaneció en la puerta, bebiendo una cerveza, luchando contra la falsa sensación de vida doméstica. Todo era temporal, en absoluto real. Daniela no era su hija y Pau no era su esposa. Era una situación a corto plazo. En breve las cosas volverían a la normalidad.
No podía negar que había tenido destellos de atracción en el último día y medio, pero en realidad no estaba interesado en Pau. Sabía que ella tampoco en él. Cualquier cosa que hubiera pasado hasta ese momento, se debía a la situación extraordinaria en la que se hallaban. Cuando todo se asentara, cada uno volvería a su vida anterior.
Pero la realidad era que hasta que Barbara estuviera lo bastante bien como para cuidar de su hija, tenía trabajo que hacer para convertir ése en un hogar familiar. Se lo había prometido a la asistente social en el hospital.
Había estado muy nervioso por temor a que se llevaran a la pequeña a un hogar de acogida. Y le había gruñido a Pau por no estar presente en el acto. Ella no había hecho nada malo.
Y se había mantenido serena mientras llevaba el peso de la reunión. Se había mostrado ecuánime, elocuente y tranquilizadora cuando él había tenido un susto de muerte.
No permitiría que eso se repitiera.
—¿Te gusta la calabaza?
La voz de Pau interrumpió sus pensamientos y se irguió.
—Sí, supongo.
—¿Supones? —terminó de secar una cuchara y la dejó en la encimera mientras lo cuestionaba con la mirada.
Tuvo que reconocer que era una mujer hermosa, pero no de un modo llamativo. Al principio su aspecto parecía corriente, pero crecía en un hombre… la piel resplandeciente, las vetas doradas en el cabello. El modo en que la ropa parecía ceñirle las curvas y cómo esas curvas atrapaban la vista. Y, por encima de todo, esos ojos que siempre lo cautivaban.
Esa caricia en urgencias había sido un error provocado por la comprensión que ella había mostrado y por el hecho de que se hallaba allí sólo por él. Lo había vuelto a sentir cuando había tratado de explicarle a la asistente social por qué era tan importante que se quedara con Daniela. Se había atascado buscando las palabras adecuadas, pero Pau había apoyado una mano en su brazo y le había sonreído.
—Mi madre solía hacerla al horno —explicó, entrando y dejando la botella de cerveza vacía junto al fregadero.
Pau sonrió, su rostro un mar de paz y satisfacción. Parecía tan en casa, tan… feliz. Pedro se preguntó cómo podía ser después de que la hubiera arrastrado a esa situación, poniéndole la vida del revés.
—Puedo hacerlo —indicó ella—. En cuanto encuentre una fuente para el horno.
Él sacó una y la dejó sobre la encimera.
—Te gusta cocinar —afirmó, comenzando a relajarse. Su versión de cocinar consistía en asar patatas y freír un filete.
—Sí —respondió sin dejar de sonreír. Tomó una calabaza pequeña y la cortó en cuatro partes, le limpió el corazón y untó la superficie anaranjada con una mezcla de azúcar moreno y mantequilla. En unos segundos la metió en el horno junto al pollo—. Mi madre me enseñó a cocinar siendo yo joven. Fue una de las pocas cosas que hicimos juntas. Aunque jamás dominé la técnica de sus bolitas de pasta rellenas. Es lo mejor que he comido nunca.
Pedro se apoyó en la encimera y tocó la manita de Daniela con su dedo. El bebé lo agarró y lo movió arriba y abajo mientras él sonreía. Le gustaba la pequeña… cuando no estaba llorando. Las necesidades de un bebé eran sencillas y eso le agradaba. Suponía que eran tener comida, el trasero seco y amor.
En ese momento echó de menos a su madre con una intensidad que lo conmocionó. Habían pasado cinco años, pero de vez en cuando el dolor parecía surgir de la nada. Su dedo dejó de moverse con Daniela y tragó saliva.
—¿Pedro? —Elli lo miró con curiosidad—. ¿Estás bien? De repente tienes una expresión rara.
Desterró su tristeza. No supo qué le había pasado, ya que nunca dejaba que lo dominara el sentimentalismo. Quizá fuera Paula. Supuso que le había recordado a su madre. Ésta había sido quien de niño había convertido su casa en un hogar y comprendió que Pau en ese momento hacía lo mismo con Daniela y con él.
—Pensaba en mi madre —contestó con cautela—. ¿Sabes?, me la has recordado. Siempre estaba cocinando y sonriendo. No me había dado cuenta de cuánto echaba eso de menos.
La sonrisa de ella se desvaneció y se mostró levemente ceñuda.
—¿Te recuerdo a tu madre?
Al parecer, no era eso lo que había esperado oír.
Tardíamente, comprendió que la mayoría de las mujeres no la consideraría una comparación atractiva, intentó encontrar las palabras adecuadas.
—Sólo en lo mejor, Pau. Ella fue quien convirtió nuestra casa en un hogar. Tú haces lo mismo para Daniela y para mí sin siquiera darte cuenta —al ver el dolor en su cara, se maldijo, sin saber qué había dicho que pudiera ponerla así cuando sólo intentaba ofrecerle un cumplido—. Lamento si he dicho algo que te perturbara.
—No lo has hecho —murmuró, aunque sin mirarlo a los ojos.
—¿Quieres hablar de ello?
No pudo creer que se lo estuviera preguntando. Pero ese día había captado fragmentos de conversación que mostraban que había más cosas en la historia de Pau y sentía curiosidad por descubrirla.
—No hay nada de qué hablar —insistió ella, removiendo algo que había al fuego.
Pero sabía que no era verdad. Él mismo había dicho eso mil veces.
—¿Qué te ha parecido Barbara? No lo has mencionado —inquirió, aún de espaldas y con un ligero temblor en la voz.
Una parte de él quiso insistir y otra le dijo que lo dejara. Si ella hubiera querido hablar, no habría cambiado de tema.
Pero no sabía cómo proseguir. El tema de Barbara también era duro. En cuanto entró en la habitación, su hermanastra había empezado a llorar y a disculparse. El doctor que la trataba había ido con él y Pedro había dejado que llevara la reunión. Sereno pero compasivo. Aunque el problema radicaba en que él jamás se había visto como un hombre compasivo.
De modo que Barbara había llorado y él la había abrazado incómodo. Ella se había disculpado y él había tratado de decir las palabras apropiadas… que lo más importante en ese momento era que se pusiera bien. Había insistido en que Daniela estaba muy bien cuidada.
—Fue extraño verla. Era como la Barbara que recordaba, pero no lo era, irradiaba una energía que no terminaba de encajar.
Pau asintió.
—Ahora tiene la perspectiva distorsionada y está asustada. Cuando trabajaba en urgencias…
Calló, pero Pedro quería saber. Había trabajado en la misma recepción en la que él había preguntado ese día por su hermana. Había sido una jornada tan ajetreada que no había podido preguntar cómo le había afectado.
—Cuando trabajabas en urgencias —instó.
—Sólo iba a comentar que veíamos muchos pacientes mentalmente enfermos. Gente que, por un motivo u otro, no era capaz de hacerle frente a la vida. Que Barbara pudiera reconocerlo en sí misma, que ingresara por voluntad propia… —lo miró—. Fue un acto valeroso. Desde luego, nada por lo que juzgarla.
—¿Yo la he juzgado? —se irguió sorprendido. Se preguntó si la había juzgado o simplemente si se había mostrado preocupado.
—No, pero yo sí. En cuanto leí su nota y vi a Daniela. Es algo que lamento.
Volvió a centrarse en el fuego. Pedro observó su espalda unos momentos antes de avanzar y posar una mano en su hombro.
—Yo también. Me pregunté cómo una madre podía hacerle eso a un bebé. Hoy entendí el valor que necesitó para llevar a cabo lo que hizo.
—Gracias —murmuró Pau.
Él retiró la mano y en el acto echó de menos el calor que había recibido a través de la palma. La metió en el bolsillo.
—Tres veces preguntó dónde estaba Daniela. Al final se agitó tanto, que la doctora sugirió que fuera a verla más tarde. La tranquilizó diciéndole que Daniela recibía el mejor de los cuidados. Sentí mucha presión cuando dijo eso.
—Haces todo lo que puedes. Y ella tiene un historial de buena salud. No seas duro contigo mismo.
Era imposible no serlo. Como mínimo, resaltaba su fracaso como hermano. Quizá si hubiera hecho un esfuerzo años atrás, eso jamás habría sucedido.
—Se va a poner bien… eso es lo principal. Fue más fácil hablar con su doctora. Pareció complacida de que preguntara tanto por Daniela. De que hubiera tomado pasos para asegurarse de que el bebé recibía cuidados.
Recordó las palabras de su madre en la graduación del instituto, cuando a su padre no se lo veía por ninguna parte: «No pienses en tu padre —le había dicho, tomándole la mano—. Recuerda esto. La familia es importante. No permitas que tu padre te enseñe otra cosa. La familia lo es todo».
Entonces los ojos se le habían anegado de lágrimas. «Tú lo eres todo, Pedro».
En ese instante comprendió que en todo momento debió de saber de la existencia de Barbara. Y aun así, permaneció con su padre. Ya jamás conocería la razón.
—Debí estar allí —confesó, quitándose un peso de los hombros—. En el fondo sabía que era mi hermana. Sabía lo que le había pasado a su madre y yo fingí que ella no existía. Si sólo…
—No —lo interrumpió Pau con firmeza—. No te culpes. Eras un adolescente. No existe un antes. Únicamente el ahora —parpadeó con rapidez—. Únicamente existe el ahora.
—¿Seguimos hablando de Barbara o lo hacemos de ti? —el corazón le latió con fuerza cuando ella lo volvió a mirar. No podía resistirse a Pau cuando hacía eso. Años de elegir estar solo no lo habían vuelto inmune a una mujer hermosa.
Podía racionalizar todo lo que quería, pero la verdad era que no quería a cualquier mujer… la quería a ella.
Quería una conexión con otro ser humano, algo que lo anclara con el fin de no sentir que giraba fuera de control.
Pau parecía llegar hasta él sin siquiera intentarlo.
Avanzó, le tomó el rostro entre las manos y la besó. Todas las recriminaciones se evaporaron: todas las dudas se esparcieron como una voluta de humo. Nada importó durante unos segundos felices. Sólo estaba Pau, su piel suave, el sabor húmedo de sus labios, el cuerpo próximo.
Dios, había necesitado eso. Y cuando ella emitió un gemido suave, ahondó el beso.
La sorpresa fue el primer sentimiento de Pau, eliminada con celeridad ante la sensación de los labios de Pedro en los suyos y las manos que le sostenían el rostro como un cáliz.
Todo el día sus emociones habían estado casi a flor de piel, pero había mantenido la serenidad durante todas las horas en el hospital e incluso al sacar todas las cosas de Guillermo en la casa de su madre. Esa noche, a solas con él, había estado a punto de dejar escapar las palabras. Sin embargo, no había podido. Pero, de algún modo, él parecía saberlo de todas maneras.
Sus labios eran suaves y la barba incipiente en su mentón hacían que la combinación fuera electrizante.
Cuando profundizó el beso, le correspondió y la excitación le recorrió el cuerpo en oleadas en el momento en que le rodeó la cintura con los brazos y la pegó más a él.
Los puntos en los que sus cuerpos se tocaban estaban vivos y se sintió jubilosa, sabiendo que habían pasado varios meses largos y solitarios desde que sintiera una conexión tan intensa con alguien. Elemental, descarnada, femenina.
Suavizó el beso, pasando las manos por sus hombros antes de bajarlas por sus brazos mientras separaba los labios de los de Pau. Mantuvo la boca a simples centímetros de ella mientras jadeaban en la silenciosa cocina.
—¿Por qué has hecho eso? —susurró ella, pero las sílabas sonaron con claridad. El beso había hecho que volviera a sentirse una mujer. Aunque quería oírselo decir a él.
Necesitaba que reconociera la química. Había desesperado de volver a inspirársela a un hombre.
—No sé qué me ha pasado.
Por una vez, Pau se negó a dejar que hablara su voz interior.
Sabía lo que diría… que no la encontraba atractiva, inventaría excusas. Pero no las quería. Quería creer en el poder de la misma acción. Quería creer en la atracción que había sentido vibrar entre ellos.
Desesperadamente necesitaba creer que había valido la pena. Mientras Pedro no se disculpara. Eso no podría soportarlo.
—Así que fue porque… —apoyó las manos en sus brazos y ella mantuvo las suyas en la cintura de él—. No dejas de mirarme y yo… —calló, retrocedió y bajó las manos.
—¿Tú? —instó ella. Quería que pronunciara las palabras.
Todo su cuerpo se lo suplicaba.
—Yo no puedo evitarlo.
La dulzura de la declaración la llenó. Eso era lo que había estado echando de menos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se había sentido una mujer deseable? Tenía el cabello demasiado lacio, el trasero demasiado ancho. Aún llevaba peso adicional alrededor del estómago debido al embarazo. Pero al atractivo Pedro Alfonso nada de eso parecía importarle.
—Pero probablemente fue un error —la miró—. No podemos dejar que esto complique las cosas, Pau. Hemos de anteponer a Daniela.
Y con esa facilidad la burbuja estalló, llevándose la efervescencia del momento. Claro que debían anteponer a Daniela. Ya había recalcado cómo el bebé era el centro para ellos dos en ese momento y cómo que tuviera a dos personas era infinitamente mejor que tener a una sola. La niña era la máxima prioridad y ella estaba dejando que su vanidad se interpusiera en el camino.
Pero dolía. Y no sabía por qué. No debería importar.
¿Adonde conduciría? A ninguna parte. Él tenía toda la razón.
—Por supuesto —se recobró, recogió las manoplas y fue al horno para sacar el pollo, importaba y sabía por qué. Estaba viendo un lado nuevo de Pedro y le gustaba. Y él empezaba a importarle.
—Pau… no sé cómo darte las gracias por todo esto —miró a Daniela con una ternura nueva.
Era ella quien debería darle las gracias por sacarla de su media existencia y volver a darle un objetivo. Por sentirse otra vez, después de tantos meses, una mujer. Y también se preguntó si sabría que él mismo había caído rendido ante su sobrina.
—De nada.
Con Daniela durmiendo, llevó los platos a la mesa y se sentaron.
La luz estaba tenue y sus voces bajas mientras comentaban lo sucedido en el hospital. No fue hasta que Pedro sugirió que se quedara cuando guardó un silencio prolongado.
—¿Qué quieres decir con que me quede?
Él dejó su tenedor en el plato.
—Le contamos a la asistente social que me estabas ayudando, ¿no?
—Sí, lo sé, pero…
—Pero yo también tengo ganado del que ocuparme, Pau. Sé que Daniela es mi responsabilidad, pero no veo cómo puedo quedarme despierto con ella toda la noche y trabajar todo el día —hizo una pausa—. Deberíamos hablar de tu salario. No espero que lo hagas por nada. Ya has hecho más que suficiente estos dos últimos días.
El rostro de ella se encendió. No deseaba que esa discusión se centrara en el dinero.
—Podremos hablar de ello luego.
—Pero, Pau…
—No hay prisa, Pedro. Ayudarte con Daniela no me está apartando de nada más importante, te lo prometo.
—Entonces, ¿te quedarás?
La idea resultaba tan seductora. No se lo reconocería, pero la casa de los Cameron era grande, hermosa e increíblemente solitaria. Pero sabía que estar en la casa de Pedro las veinticuatro horas del día, toda la semana, era un camino seguro para el dolor.
—Estaré al lado si me necesitas.
La miró fijamente unos segundos antes de ponerse a comer otra vez. Dio dos bocados y volvió a dejar los cubiertos demasiado sonoros en el incómodo silencio.
—¿Tiene algo que ver con que te haya besado hace un rato, Pau?
La miraba con intensidad, como si intentara entenderlo.
Pero, desde luego, no podía.
—No, Pedro, de verdad —sólo era una mentira parcial.
—Puedes quedarte con la cama —indicó con voz ronca y baja—. No me importa dormir en el sofá.
—Pedro… —lo hacía tan difícil. ¿Cómo iba a poder dormir en la cama, sabiendo que estaba pasillo abajo, encogido en el sofá pequeño? Sólo pensar en ello le desbocaba el pulso—. Puedo ayudarte, pero debes entender… Tengo compromisos. Estoy tomando cursos de contabilidad —era una excusa pobre, más después de decirle que no había nada acuciante. Podía completar los cursos en su ordenador portátil y enviarlos por correo electrónico.
Él guardó silencio unos momentos y el estómago de Pau se llenó de mariposas.
—Pau, lo único que no puedo permitir es que el bebé vaya a un hogar de acogida. Lo prometí. Y no puedo hacerlo solo. Anoche apenas conseguí dormir unas horas. Te necesito. Te necesito.
Hacía poco que lo conocía, pero lo había considerado demasiado orgulloso y obstinado para admitir algo así.
No la necesitaba a ella… necesitaba su ayuda, pero no a ella. Sus compromisos eran una excusa y había estado esperando la oportunidad de hacer algo importante; entonces, ¿qué la retenía? ¿Es que no confiaba en sí misma lo suficiente como para ser inteligente?
¿Es que Daniela no lo merecía? Si se tratara de Guillermo, ¿no querría que alguien hiciera lo mismo?
Desde luego. Se hallaba en una posición única para ayudar a un bebé. Negarse por razones personales iba más allá de lo egoísta.
—¿Qué te hace pensar que podrían llevársela? —bebió un sorbo de agua. Se dijo que podría ser una buena oportunidad de averiguar más cosas sobre él.
—Mira este lugar —apartó el plato—. No es el retrato de un hogar familiar. No estoy organizado para una recién nacida. Soy un hombre soltero sin experiencia con bebés. Todo eso juega en mi contra. No puedo ofrecerles más munición. Necesito convertir este lugar en un hogar familiar.
—Sabes que su objetivo es mantener a los niños con la familia.
Pero Pedro lo descartó con un encogimiento de hombros.
—Puede, pero no hay garantías. No sabes lo que significa para un bebé que se lo lleven lejos de su hogar.
Notó el dolor en su voz.
—Daniela sólo tiene unos meses. No lo recordaría, Pedro.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes si otra persona sería amable? ¿Qué pasa con Barbara? ¿Sabes lo que dijo la doctora? Que Barbara había dado pasos para asegurarse de que Daniela se hallara a salvo. Se retiró de la situación. Dejó a Daniela al cuidado de alguien en quien confiaba. A pesar de encontrarse enferma, tomó decisiones de buena madre. No traicionaré la fe que depositó en mí.
—Pedro —trató de contener la agitación ante sus palabras vehementes. Alargó la mano y la apoyó en su muñeca—. ¿Cuándo sucedió? —preguntó con gentileza.
Él giró la cabeza a la izquierda y miró por la ventana a la incipiente oscuridad.
—¿De qué hablas?
Le apretó la muñeca.
—¿Cuántos años tenías cuando te apartaron de tu hogar? —él quiso retirarse, pero ella mantuvo con firmeza aferrada su muñeca.
—Nueve años —replicó con tono de desafío.
—Oh, Pedro.
—Estuve fuera una semana entera. Eso es todo. Fue demasiado larga. Me fugué dos veces tratando de regresar a casa. Me dejaron hacerlo cuando él les dio su palabra.
—¿Sobre qué? —casi temió cuál podría ser la respuesta.
—No golpearme más.
—¿Te golpeó? —su boca le supo a bilis.
—No. Al menos no con los puños. Pero ya había hecho suficiente. Siempre supe de qué era capaz.
—¿No te daba miedo volver a casa?
Pedro le giró la mano y estudió los dedos entrelazados con los suyos. Apretó la mandíbula.
—No podía dejar allí a mi madre —respondió con sencillez—. Tenía que estar con ella. Sólo nos teníamos el uno al otro, ¿sabes? ¿A quién tiene Barbara si no es a mí? ¿A quién tiene Daniela?
En ese momento encajaron tantas cosas, incluida su necesidad de hacer las cosas bien. ¿Es que creía que era como su padre?
—Pedro, tú nunca podrías ser como él, ¿lo sabes, verdad?
Su mirada fue torturada al estudiarle la cara.
—¿Cómo lo sé? Cuando Daniela llora y yo no sé cómo hacer que pare…
—Te pones a caminar con ella en brazos. Acudiste a mí en busca de ayuda. ¿No lo ves? Lo estás haciendo bien. Eres paciente y cariñoso. Eres el hombre que él jamás fue, Pedro, lo sé —la mirada de él se iluminó antes de apartarla—. De acuerdo. Traeré algunas cosas. No tendrás que preocuparte de que te quiten a Daniela.
El alivio le suavizó las facciones.
—Bien. Porque aún tendremos que demostrárselo a los servicios sociales cuando vengan aquí —se levantó y llevó el plato al fregadero antes de tomar a Daniela y acunarla en sus brazos.
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