sábado, 8 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 21




Cuanto más se acercaban a la casa del lago más aumentaba la tensión de Paula. Pedro lo sentía y sabía bien el motivo.


—Nadie lo sabrá —le dijo.


Paula lo miró por encima de las gafas de sol que le había dejado él porque ella no tenía.


—¿No van a saber que nos acostamos, o que nuestro compromiso es una farsa?


Pedro sonrió al ver lo grandes que le estaban las gafas.


—Sí.


Eso bastó para hacerla reír.


—Tienes toda la razón. Supongo que me siento culpable.


—¿Por acostarte conmigo, o porque nuestro compromiso es una farsa?


Lo miró y sonrió de nuevo.


—Sí.


—En cuanto al sexo, no te preocupes porque enseguida comprobarás que el anillo que te regalé es mágico.


Paula levantó la mano y admiró el brillo de los diamantes.


—¿Sí?


—Desde luego. En cuanto te lo puse en el dedo hice que nadie vea lo que no quieren ver.


—Ah. ¿Entonces no se darán cuenta de que nos acostamos?


Parecía más relajada.


—Puede que sospechen, pero el anillo hará que prefieran no pararse a pensarlo siquiera.


—¿Incluso Primo y Nonna?


—Especialmente ellos.


—¿Y qué me dices de la segunda preocupación?


—La verdadera naturaleza de nuestro compromiso tampoco tiene ninguna importancia.


—¿Por qué? —preguntó con curiosidad y con un anhelo que Pedro encontró encantador.


—Porque tengo un plan.


—¿De qué se trata? —parecía inquieta.


Pedro hizo una pausa.


—Creo que no voy a decírtelo por el momento —al menos hasta que encontrara la manera de convencerla de que saldría bien. Sería un gran paso para ambos y solo el tiempo diría si habían hecho bien—. Necesito un poco de tiempo para madurarlo bien.


—Supongo que recordarás que yo también tengo un plan —dijo ella, delatando su nerviosismo.


—Lo dejaremos como plan B.


—No es posible —dijo con tristeza y, al ver que él la miraba, se vio obligada a añadir—: Con el tiempo ocurrirá por sí solo.


—¿Qué quiere decir eso?


Llegaron a la casa antes de que ella pudiera responder, pero Pedro se prometió a sí mismo que abordaría el tema en cuanto tuviese oportunidad. Una cualidad de su prometida era que le resultaba imposible ocultarle ningún secreto; solo tenía que pincharla un poco y se lo soltaba todo.


—Esto es maravilloso —comentó mientras observaba la casa y las cabañas adyacentes junto al lago.


—Supongo que ahora entiendes que todos tratemos de venir cada año.


—Yo no me marcharía de aquí jamás.


—Supongo que nos quedaremos en la casa principal —anunció Pedro mientras aparcaba el coche.


—En distintas habitaciones, me imagino.


—Desde luego, pero no te preocupes porque conozco muchos sitios donde podremos encontrar un poco de intimidad.


Una sonrisa pícara iluminó el rostro de Paula.


—Nunca he hecho el amor en el bosque.


—Un error que hay que subsanar cuanto antes.


Los siguientes días resultaron muy instructivos.


A pesar de la timidez inicial, tanto Paula como Kiko se adaptaron magníficamente a su familia. Eso hizo que Pedro se diera cuenta de que ella nunca hablaba de su familia, excepto de su madre, y se preguntó cuál sería el motivo. Parecía disfrutar sinceramente del cariño y la atención que le prodigaban los Alfonso, especialmente sus padres. Había mencionado en varias ocasiones que la había criado su abuela, pero siempre cambiaba de conversación cuando surgía el tema de sus padres. ¿Qué habría sido de ellos?


Hacia el final de la estancia en el lago, Pedro encontró por fin el momento de preguntárselo durante un picnic que había preparado solo para los dos.


—Todo esto es… una maravilla —dijo ella al ver todo preparado en una isla del lago a la que llegaron nadando.


Pedro percibió algo en su voz e incluso creyó ver el brillo de las lágrimas en sus ojos, pero ella se esforzó en asegurar que no le pasaba nada.


—Gracias por traerme —dijo, sin decirle realmente lo que le ocurría—. Esta semana ha sido como un sueño.


—Supongo que el anillo funciona. Nadie te ha dado ningún problema.


—Tu familia es magnífica. Solo espero que no se disgusten mucho cuando rompamos el compromiso.


Era el momento de dar el primer paso de su plan.


—No hay prisa. De hecho, creo que puede que sea necesario alargarlo un poco más. ¿Tienes algún inconveniente?


—Yo… no lo sé.


No le dio oportunidad de que inventara ninguna excusa. 


Sirvió la comida y el vino con la esperanza de distraerla.


—Dime una cosa, Paula —le dijo mientras recogían después—. ¿Por qué te crió tu abuela? ¿Dónde estaban tus padres?


En el momento que oyó la pregunta se quedó inmóvil. Era como si hubiera acorralado a un animal salvaje. No dijo nada durante un buen rato, algo que no era propio de ella, lo que quería decir que Pedro había dado con algo importante.


—Me crió mi abuela porque mi madre no me quería.


—¿Qué? —era algo inconcebible para la manera de pensar de Pedro—. ¿Cómo podría alguien no quererte?


Paula hundió el rostro en la copa de vino.


—No me gusta hablar de ello.


Eso solo sirvió para que Pedro se empeñara más en sonsacárselo, del mismo modo que lo había hecho ella cuando había insistido en que le contara lo sucedido en el lago años atrás.


—¿Y tu padre?


—No estaba —se limitó a decir, con evidente incomodidad.


—¿Abandonó a tu madre?


Eso la hizo sonreír.


—Mi madre no es una mujer a la que se abandone. Especialmente si eres un hombre. Fue ella la que dejó a mi padre para volver con su marido.


—¿Por eso acabaste viviendo con tu abuela? 


Paula asintió.


—Mi madre descubrió que estaba embarazada poco después de haber vuelto con su marido. Ellos ya tenían una hija legítima. Como es lógico, no quería que yo estropeara la escena o fuera una mala influencia para su hija, así que decidió criar a mi media hermana y a mí me dejó con mi abuela. Incluso me puso su apellido de soltera para que su marido no supiera nada de mí. Supongo que podría haber hecho cosas peores.


—¿Y tu padre, qué fue de él?


Paula no respondió, se limitó a encogerse de hombros.


—No sabes quién es tu padre, ¿verdad?


—No —admitió—. Solo tengo algunas pistas.


Pedro no soportaba que no lo mirara, no sabía si porque se sentía avergonzada o porque estaba concentrada en controlar sus emociones. Quizá por ambas cosas.


—Supongo que es a él a quien buscas.


—Acertaste de nuevo.


—¿Cómo se llama? Si me das el nombre, puedo pasárselo a Julio y él lo localizará enseguida.


—Ése es el problema, que no sé el nombre.


—Vaya. No sé cómo preguntarte esto…


—Deja que te ayude. Quieres saber si mi madre sabía su nombre. Sí, sí lo sabía.


—¿Y no te lo ha dicho? —preguntó Pedro, furioso.


—Murió antes de hacerlo, pero sí mencionó que vivía en San Francisco. Y mi abuela recuerda que lo llamaba Rodolfo.


—No es mucho, pero puede que Julio pueda averiguar algo. ¿Tienes algo más, alguna carta o algún recuerdo?


—No creo que quieras saberlo.


—Claro que quiero. Si puedo ayudar…


Pedro la miró, intrigado.


—¿Recuerdas cuando te dije que mi plan para romper el compromiso sucedería por sí solo? Si sigues haciendo preguntas, empezará la marcha atrás para que suceda.


—¿Qué tiene que ver tu padre con nuestro compromiso?


Paula lo miró con los ojos llenos de tristeza.


—Te lo diré, pero no olvides que he intentado advertirte.


—Muy bien. Ahora cuéntamelo.


—Poco antes de que mi madre lo abandonara, mi padre le regaló una pulsera antigua que yo pensaba utilizar para averiguar quién es.


—Estupendo. Se la daremos a Julio…


—El problema es que yo no la tengo —lo interrumpió Paula, que parecía estar haciendo un verdadero esfuerzo para no perder la compostura.


—¿La vendiste?


—¡No!


—¿Entonces dónde está?


—Se la llevó mi hermana. Mi media hermana.


Dios. ¿Iba a tener que arrancarle los detalles uno a uno?


—No comprendo. ¿Cómo acabó ella con la pulsera si tu padre no era su padre y ni siquiera crecisteis juntas?


—De vez en cuando mi madre venía a visitarme con mi hermana y en una de esas visitas, me dio la pulsera. A mi media hermana no le hizo ninguna gracia; ella tenía todo lo que pudiera desear, excepto esa pulsera. Ahora me doy cuenta de que no soportaba la idea de que yo tuviera algo que ella no tenía. Un día tuvo una rabieta tremenda.


—¿Y tu madre acabó dándole la pulsera?


—No. Se la llevó de casa de mi abuela gritando y pataleando. Después de eso, siempre que venían parecía que todo iba bien, aunque un día la descubrí fisgoneando en mi habitación. Años más tarde, después de que muriera mi madre, apareció un día por sorpresa. Yo pensé que intentaba retomar la relación —dijo riéndose con amarga tristeza—. Después de que se fuera me di cuenta de que la pulsera no estaba.


—¿Y no puedes recuperarla?


—Aún no lo sé. Es posible.


—¿Hay algo que yo pueda hacer para ayudarte? Quizá podríamos ir a verla e intentar comprársela.


Por algún motivo, la amabilidad de Pedro hizo que Paula rompiera a llorar. Él la abrazó y dejó que hundiera el rostro en su hombro. No comprendía cómo una madre podía abandonar a su hija. Ahora comprendía que Paula disfrutara tanto estando con su numerosa familia y que le encantara que todos se entrometieran y participaran en la vida de los demás. Ella nunca había tenido nada de eso. Su madre la había abandonado, no había conocido a su padre y su media hermana la había traicionado. Pero eso se había acabado. 


Había que ponerle remedio de inmediato.


—Vamos a recuperar tu pulsera y la utilizaremos para localizar a tu padre —le prometió—. Si alguien puede hacerlo, es Julio. Empecemos por la pulsera. ¿Cómo se llama tu hermana? ¿Dónde vive?


De pronto, sin previo aviso, Paula se apartó de su lado, se tiró al agua y echó a nadar hacia la orilla como si la persiguiera el mismísimo demonio. Pedro fue tras ella y alcanzó la orilla unos segundos después. La agarró del hombro y le dio media vuelta.


—¿Qué demonios ocurre? —le preguntó, sin apenas aliento—. ¿Por qué has salido huyendo de esa manera?


Ella tampoco tenía respiración y el agua le caía por la cara igual que lo habían hecho las lágrimas.


—Te avisé. Te advertí que no habláramos de eso.


Pedro comenzó a sospechar.


—¿Quién es, Paula? ¿Cómo se llama tu hermana?


—Se llama… se llamaba… Laura.


—Laura —repitió él y meneó la cabeza—. No será mi esposa, no será esa Laura.


Paula cerró los ojos y dejó de luchar.


—Sí, tu difunta esposa, Laura, era mi media hermana —lo miró con los ojos abiertos de par en par, pero vacíos de emoción—. Y me preguntaba si tú podrías devolverme la pulsera que me quitó.


Por un momento Pedro no pudo moverse, ni pensar. Pero entonces se le encendió una luz y lo comprendió todo.


—¿Todo este tiempo me has ocultado tu relación con Laura? ¿Para poder encontrar su pulsera?


—Mi pulsera. ¡Pero no! —se llevó las manos al pelo con frustración—. No me instalé en tu casa para buscar la pulsera, si eso lo que sugieres. Pero sí, pedí que me mandaran a trabajar a la fiesta de los Alfonso para poder verte y pensar una manera de acercarme a ti.


Desde el principio había estado observándolo e ideando un cebo para atraparlo. Y él había mordido el anzuelo. Había caído en la misma trampa que había utilizado Laura. La pobre muchacha inocente, en el caso de Paula, abandonada por su madre. ¿Sería cierto algo de eso? Nada de lo que le había contado Laura había resultado ser verdad.


—Qué tonto he sido.


—Lo siento, Pedro. Si te soy sincera…


—Sí, por favor —la interrumpió sarcásticamente—. Sé sincera por una vez.


—La noche que me ofreciste el trabajo iba a decirte toda la verdad.


Pedro empezó a caminar de un lado a otro delante de ella. 


Jamás había sentido tal furia. Paula había conseguido hacerse un hueco en su corazón como no lo había hecho Laura y por eso su traición era aún más dolorosa.


—Si me lo hubieras dicho, te habría echado de allí inmediatamente.


—Lo sé.


—Por eso no lo hiciste.


Esbozó una tenue sonrisa.


—Creo que en realidad fue por el hecho de que me ofrecieras ser tu prometida y después me besaras. Fue entonces cuando me olvidé de todo lo demás.


A él le había pasado lo mismo y eso le ponía furioso.


—Aun así deberías habérmelo dicho.


—Después aparecieron tus abuelos y me echaron del apartamento —siguió repasando los hechos con tenacidad—. Ahí no te lo dije porque no quería pasar la noche en la calle.


—Yo no te habría echado de mi casa en medio de la noche —Pedro sonrió con tristeza—. Al menos eso creo.


—Después por la mañana llegaron Elisa y Nonna —se mordió el labio inferior con preocupación—. No debería haber dejado que gastaran ni un dólar en mí. Hice mal, pero prometo que voy a devolverles hasta el último centavo.


—¿Quieres olvidarte del maldito dinero? —Pedro se frotó la cara. ¿Por qué le había dicho eso? Paula estaba allí precisamente por dinero, igual que Laura, pero con una actuación mucho más convincente—. Has tenido muchas oportunidades para decírmelo en todo este tiempo. ¿Por qué no lo has hecho?


—Tienes razón. Debería habértelo dicho. La única excusa que tengo es que sabía que eso lo cambiaría todo —empezó a temblarle la barbilla, pero enseguida lo controló—. Y yo no quería que nuestra relación cambiara.


Pedro intentó no dejarse influir por su aparente debilidad o su desesperación. Por muy inocente que pareciera, era tan taimada como su hermana.


—¿Quieres la pulsera de Laura? Te la daré mañana a primera hora, después de eso, te marcharás de inmediato.


Ella no dijo nada durante unos segundos. Pedro no quería dejarse afectar por su angustia y sin embargo le afectó.


—¿Entonces la tienes tú? —le preguntó ella en voz baja—. Pensé que a lo mejor se había perdido cuando se estrelló el avión.


—Estaba en Alfonsos porque se le había roto el cierre. Ahora está en la caja de seguridad de mi despacho —se volvió a llamar a Kiko con un silbido—. Nos vamos. Le diré a todo el mundo que ha habido una emergencia.


—Muy bien —no protestó. Su voz había adquirido un tono formal—. En cuanto lleguemos a la ciudad buscaré un lugar donde quedarnos.


Aquellas palabras solo sirvieron para aumentar el enfado de Pedro.


—A pesar de las ganas que tengo de que te vayas de mi casa, me temo que no podrás encontrar un lugar esta noche. Mañana te daré la maldita pulsera y te buscaré un apartamento o un hotel en el que acepten a Kiko —al ver que iba a hablar, Pedro levantó la mano y la cortó en seco—. Fin de la discusión. A partir de ahora vamos a hacer las cosas a mi manera y eso significa que desaparezcas de mi vista lo antes posible.








PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 20




La semana siguiente fue una de las más increíbles de su vida. Hacer el amor con Pedro no habría tenido por qué cambiarlo todo. Pero lo hizo. Cuando se paraba a pensarlo, y procuraba no hacerlo a menudo, se daba cuenta de que no se trataba del sexo en sí, sino de la intimidad que compartían y que le había dado una nueva dimensión a su relación.


Se pasaban horas charlando de cualquier cosa y de todo, excepto de los temas que Paula evitaba para que Pedro no la relacionara con Laura. Arte. Ciencia. Literatura. El negocio de las joyas…


¿Cómo era posible que nadie lo considerara una persona distante?


incluso lo había descubierto hablando con la perra en un par de ocasiones.


—Ya me contarás algún día lo que te responde —bromeó aquella vez al oírlo hablar con Kiko.


—Es un secreto entre ella y yo —respondió Pedro y le dejó la comida en el suelo—. ¿Has terminado de hacer la maleta para ir al lago?


—Sí. No hay mucho que guardar, a pesar de todo lo que me ha regalado tu madre.


—Parece haberse empeñado en renovar tu vestuario.


Paula sonrió con tristeza.


—Me preocupa porque no sabe que nuestro compromiso es una farsa y no quiero que gaste tanto dinero en mí sin saber que nunca voy a ser su nuera. No está bien.


Pedro se volvió a mirarla de frente.


—Ya hemos hablado de esto.


Entonces sí comprendió que algunos se sintiesen intimidados por él.


—En ese caso, utilizaré solo algunas cosas y así podrás devolverle las demás cuando yo me haya ido.


—¿A qué viene ese empeño en hablar de marcharte?


—Pues… —hizo un esfuerzo para poder seguir hablando—. Se me ha ocurrido que esta reunión en el lago podría ser un buen momento para nuestra ruptura.


—¿Delante de toda mi familia?


—¿Es una mala idea?


—Muy mala. Estoy seguro de que todo el mundo se pondría de tu parte en cualquier pelea.


—Más que una pelea, yo había pensado en anunciar algo.


—Yo no hago ninguna de esas cosas en público, y mucho menos delante de toda mi familia —dio un paso hacia ella y la miró a los ojos—. ¿Es que ya te has aburrido, Paula?


—¡No! ¿Cómo puedes pensar eso?


—No sé, ¿quizá porque quieres romper el compromiso después de solo una semana?


—Por si no te quedó claro anoche, no estoy aburrida —aseguró, sonrojándose al recordar lo que habían compartido la noche anterior—. Ni mucho menos.


—Me alegra oír eso. ¿Entonces…?


—Lo que ocurre es que tengo miedo —como de costumbre, 


Paula no tardó en decir la verdad.


—¿Miedo? ¿De mí?


—¡No! —se abrazó a él para demostrárselo—. No se te ocurra pensar eso. Jamás.


—¿Entonces de qué tienes miedo?


No quería decírselo, pero no veía otra alternativa. Quizá si lo comprendía, la dejara marchar antes de que fuera demasiado tarde.


—Me da miedo alargar el compromiso y que me resulte muy doloroso cuando llegue el momento de marcharme.


En los ojos de Pedro apareció un brillo oscuro e intenso. 


Cualquiera que lo conociera se daría cuenta de que no era distante, sino que se empeñaba en controlar férreamente sus emociones. En realidad nunca había conocido a un hombre tan sensible y apasionado, pero había aprendido a no demostrar jamás lo que sentía.


—No voy a dejar que te marches —dijo él con un suave susurro—. No puedo permitirlo.


No le dio oportunidad de responder. La estrechó en sus brazos y, en lugar de llevarla a la habitación de invitados, subió la escalera hasta su propio dormitorio. Nunca habían hecho el amor allí, por lo que Paula había llegado a la conclusión de que aquél era su terreno y no quería compartirlo con ella.


Una vez allí, Paula miró a su alrededor con curiosidad. La decoración confirmó la idea que tenía de él. Los muebles eran muy masculinos y robustos, pero el ambiente general era también elegante y cálido. Si le hubiesen mostrado cien habitaciones y le hubiesen preguntado cuál era la de Pedro, habría elegido aquélla sin dudarlo.


De pronto se dio cuenta de que estaba observándola con una intensa mirada que le recordó a la de Kiko.


—Bienvenida a mi guarida —le dijo Pedro.


—¿Y quién soy yo, tu Caperucita Roja?


Paula esbozó una sonrisa, pero al ver que se acercaba quitándose la camisa, dejó de sonreír y se dejó llevar por la necesidad de sentirlo dentro de su cuerpo, de dejarse poseer y poseerlo también.


—¿Aún no sabes quién eres? ¿De verdad no te has dado cuenta?


En ese momento lo comprendió. Supo quién era él para ella y ella para él.


Era su pareja.


Al llevarla allí, había bajado la guardia y le había permitido entrar en el lugar más privado de su casa… y de sí mismo.


Mientras disfrutaba de sus caricias, Paula se moría de dolor. 


Pedro por fin se había abierto a ella y dentro de pocas semanas, o quizá días, ella iba a acabar con su confianza y con cualquier esperanza de que algún día pudiera amarla.








PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 19





Paula se movió y gimió de dolor cuando sintió las protestas de sus músculos.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro.


Ella levantó la mirada.


—Es una sensación muy extraña —le explicó—. El cuerpo me pide que no me mueva, pero hay ciertas partes que están diciendo: «Otra vez». Sería una loca si hiciese caso a esas partes.


—Comprendo.


Pedro se dispuso a levantarse de la cama, pero entonces ella lo agarró del brazo.


—Llámame loca.


En el rostro de Pedro apareció una pícara sonrisa.


—Los dos estamos locos.


Paula se echó en sus brazos como si fuese su lugar por naturaleza, y quizá fuese así, a pesar de todas las complicaciones. Pedro había sido tan dulce con ella, tan atento; se había esforzado tanto en que disfrutara al máximo de su primera experiencia sexual. No importaba lo que ocurriera en el futuro, Paula siempre tendría el recuerdo de aquella noche.


—Gracias —le dijo.


—¿Por qué?


—Por ser perfecto… al menos para mí.


Tardó unos segundos en responder.


—Es un placer.


Paula sí tenía experiencia en besos y podía decir que ninguno estaba a la altura de los de Pedro. Conseguía seducirla con apenas rozarle los labios; no hacía falta nada más para que lo deseara con todas sus fuerzas. Un solo beso y Paula sabía que estaba hecha para él. Un solo beso y supo que…


Lo amaba.


Aquello le cortó la respiración. No. No era posible. Le puso las manos en los hombros para apartarlo y alejarse de él.


Necesitaba aire. Una cosa era el sexo y otra muy distinta el amor. ¿Cómo había podido ser tan tonta?


—¿Paula? ¿Qué pasa, preciosa? —preguntó, tratando de agarrarla.


Ella esquivó su mano. Había sido esa mano precisamente lo que había dado lugar a todos los problemas con solo tocarla. 


La mano que la había hecho caer en el Infierno.


Se envolvió en la toalla, de pronto era consciente de su desnudez.


—¿Cómo vamos a salir de ésta? —le preguntó.


—¿Salir de qué?


Paula levantó la mano y la agitó. El diamante lanzó su brillo de fuego en todas direcciones.


—De todo esto. Del compromiso. ¿Cuál es tu estrategia?


—No lo sé. ¿Qué más da? —dio unos golpecitos en el colchón—. Vuelve a la cama. No hay ninguna prisa.


Aquello avivó el pánico de Paula.


—¿Cómo que no lo sabes? Tienes que tener un plan. Tú siempre tienes un plan.


Pedro la miró detenidamente.


—¿A qué viene tanta prisa?


—Necesito saber cómo va a acabar esto. Y cuándo.


Él también se levantó de la cama y fue a ponerse los pantalones que había dejado tirados en el suelo.


—¿Te estás arrepintiendo?


—No me arrepiento de haber hecho el amor contigo, si es eso lo que me preguntas.


—Ya —murmuró, con ironía.


—Lo digo en serio —insistió ella—. No me arrepiento en absoluto.


—¿Entonces? —dejó a un lado los pantalones y la agarró por los hombros para abrazarla—. Estábamos besándonos y te pones a hablar de planes para poner fin al compromiso. ¿Qué demonios te ha pasado?


Paula apretó los labios para frenar las palabras, pero no aguantó más de veinte minutos antes de soltar la verdad.


—Me ha gustado.


Pedro la miró sin comprender nada.


—¿Que te ha gustado qué?


—Hacer el amor contigo.


—Eso está bien —dijo, sonriendo—. A mí también me ha gustado.


—No, no lo entiendes —intentó apartarse de sus brazos, pero él no la dejó. ¿Por qué demonios habría elegido ese momento para tener tal conversación, con él completamente desnudo?—. Me ha gustado mucho hacer el amor contigo.


—A mí también.


Paula gruñó de frustración.


—¿Tengo que decírtelo con más claridad?


—Parece que sí.


—Me ha gustado tanto que quiero volver a hacerlo, lo más a menudo posible.


—No me extraña que quieras poner fin al compromiso —volvió a la ironía—. ¿Quién querría hacer el amor lo más a menudo posible?


—Ya basta, Pedro —sintió con horror que empezaban a agolpársele las lágrimas en los ojos—. Se supone que eres una persona lógica. ¿No se te ha ocurrido que, si seguimos haciendo lo que acabamos de hacer, puede que sea difícil parar?


—¿Quién ha dicho nada de parar?


—¿Es que no lo entiendes? Eso es lo que suele pasar cuando se rompe un compromiso, que los prometidos dejan de hacer el amor —hizo un mohín, algo que no hacía desde los tres años—. Y yo no quiero dejar de hacerlo. ¿Qué pasará cuando llegue el momento y no queramos parar?


—Lo que suele pasar es que esos sentimientos desaparecen poco a poco —lo dijo con tal sencillez que el dolor que le provocó fue aún peor—. Lo que ocurre es que nunca has pasado por esa etapa de las relaciones, pero fíate de mí. Sé por experiencia que el sexo, por bueno que sea, y las joyas no bastan para que una mujer quiera seguir con una relación una vez que sale del dormitorio.


Eso no tenía ningún sentido.


—Ahora soy yo la que no entiende nada. He entendido que crees que la atracción física va desapareciendo gradualmente, pero lo que no comprendo es qué tiene eso que ver con lo demás. ¿Qué tienen que ver las joyas?


—¿De verdad no sabes lo que tienen que ver las joyas con el sexo? —le preguntó después de soltar una fría carcajada.


—No. Y si tú crees que hay alguna relación entre ambas cosas es porque has estado con las mujeres que no debías.



Eso lo dejó callado unos segundos.


—Debo reconocer que ahí tienes razón.


—Escucha, a mí no me importan las joyas lo más mínimo. Si el sexo falla, no creo que las joyas puedan solucionar el problema. Lo que quiero que me digas es qué va a pasar al salir del dormitorio que estropeará la relación.


—Supongo que tiene que ver con el hecho de que soy un solitario —explicó con calma—. Demasiado independiente. Sin domesticar y distante.


Aquella retahíla de palabras sonaba a que Pedro estaba citando a alguien.


—¿Es así como te describía Laura? —le preguntó, indignada.


—Pero no es la única —se frotó la cara—. ¿Cómo demonios hemos acabado hablando de esto?


—A ver si lo he entendido… ¿Crees que cuando me aburra del sexo contigo, querré dejarte?


—Sí —dijo y esbozó una seductora sonrisa—. Haré todo lo que esté en mi mano para que no te aburras.


—¿Y ésa es tu estrategia? ¿Un día desapareceré y le dirás a tu familia que me he aburrido y me he ido?


—Yo no doy explicaciones a mi familia.


Paula enarcó una ceja.


—Yo creo que vas a tener que hacerlo cuando yo me vaya —no protestó, así que seguramente estaba de acuerdo con ella—. Haremos una cosa, yo me encargaré de la ruptura.


—¿Y cómo piensas hacerlo?


Qué tonta. Debería haber previsto que se lo preguntaría.


—Es mejor que no lo sepas.


Pedro cruzó los brazos sobre el pecho. Allí desnudo y con esa mirada, Paula comprendió que algunas mujeres se sintieran intimidadas por él. Pero ella no.


—No dejaré que me engañes —le advirtió con ferocidad.


—No se me había pasado por la cabeza.


—Está bien —parecía convencido por su sinceridad—. Dame alguna pista para que pueda decidir si puede funcionar o no.


—Confía en mí, funcionará. No solo lo creerán, sino que te apoyarán y no tendrás que preocuparte por que vuelvan a intentar encontrarte esposa —le dijo mirándolo fijamente a los ojos mientras se preguntaba si podría ver la tristeza que sentía al pensar en el futuro.


Enseguida comprobó que sí lo había visto.


—¿Qué ocurre, Paula? ¿Estás enferma o algo así?


—No, no es nada de eso —le aseguró. Tenía que cambiar de tema antes de que la obligara a decir la verdad. Le puso las manos en el pecho y lo llevó hacia la cama—. ¿Por qué zanjamos la discusión por el momento y te aseguras de que no me aburra?


Cayeron juntos y riéndose sobre el colchón. Paula decidió no pensar más en el futuro y disfrutar de cada segundo que pudiera estar con él hasta que descubriera quién era ella y lo que quería de él. Le horrorizaba pensar que eso pudiera hacerlo aún más solitario de lo que ya era. Si eso ocurría, jamás podría perdonarse por ello. Pero quizá él lo comprendiera y quisiera ayudarla.


Y quizá los cerdos empezaran a volar.


—¿Qué piensas? —le preguntó él de pronto.


—Nada importante —dijo Paula, con una sonrisa forzada.


—Sea lo que sea, te ha puesto triste.


—Entonces haz que piense en otra cosa.


No fue necesario insistir. Pedro se apoderó de su boca con un beso apasionado que hizo desaparecer todos los pensamientos de su mente y solo pudo sentir. El roce de sus labios, volviéndola loca de deseo. Las caricias de su mano, de esos dedos mágicos que la llenaban de placer.


Se rindió a ese placer, a sensaciones que exploró con una curiosidad que a él parecía resultarle increíblemente excitante. Nunca se había parado a pensar lo duras que podían ser algunas partes del cuerpo masculino y lo flexibles y sensibles que eran otras.


Se rieron mientras ella lo acariciaba con audacia, hasta que Paula lo miró a los ojos y dijo:
—Me cuesta imaginar que pudiera aburrirme contigo.


Él tardó unos segundos en responder.


—Yo tampoco creo que pueda aburrirme contigo.


Lo que había comenzado como un encuentro divertido y desenfadado se volvió entonces más intenso y profundo, con ciertos matices agridulces. Paula lo besó y luego empezó a recorrer su cuerpo con los labios y la lengua, dándole suaves mordiscos. En los brazos, el pecho, el vientre y siguió bajando hasta la fuente misma del deseo.


Pedro no le permitió que se quedara allí tanto como habría deseado porque decidió comenzar él la exploración hasta que ambos se unieron en un solo ser. Con las manos entrelazadas, como antes. Paula sabía por qué, lo veía en sus ojos y en la emoción que relejaban y que él no se atrevía a expresar. Aunque Pedroe lo habría negado con furia, latía entre ambos y no dejaba lugar a dudas.


Paula se abrió a él, se rindió a la explosión de pasión que la arrastró como una hoja en una ráfaga de aire. Empujada hacia una sensación increíble y perfecta, porque no estaba sola. Estaba con Pedro.


La gente lo llamaba lobo solitario y él había respondido a su reputación hasta el punto de creérselo. Pero había algo que nunca se había parado a pensar, algo que quizá no sabía o había olvidado. Pero ella sí lo sabía porque también ella era una loba solitaria.


Los lobos se emparejan para toda la vida.