martes, 4 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 7





—Por fin ha llegado, señorita Chaves. Empezaba a pensar que se me había escapado —la voz procedía del apartamento del encargado del edificio, de donde salió un hombre corpulento de unos sesenta años que miró a Paula con gesto severo—. ¿Tiene el dinero del alquiler?


—Aquí tiene, señor Connell —Paula le dio los billetes que llevaba en el bolsillo del chaleco.


El hombre contó el dinero, asintió y luego hizo un gesto hacia las escaleras.


—Tiene diez minutos para recoger sus cosas.


Paula se puso en tensión.


—Señor Connell, le prometo que a partir de ahora le pagaré siempre con puntualidad. Yo nunca…


—Sabe bien que no se trata de eso —le dijo con algo más de dulzura, pero enseguida recuperó la dureza, pero dio la sensación de que tuvo que hacer un esfuerzo—. Ya sabe cuáles son las normas sobre animales. Dentro de diez minutos voy a llamar al servicio de control de animales y creo que tendrán algo que decir sobre su… perro.


Paula se quedó pálida al oír eso.


—No se preocupe, señor Connell. Nos marcharemos enseguida.


Pedro tuvo la impresión de que al conserje no le habría importado romper las reglas por Paula, si hubiera tenido la menor posibilidad.


—San Francisco no es un buen lugar para ese animal, señorita Chaves. Necesita más espacio.


—Lo sé.


Pedro se aclaró la garganta antes de intervenir.


—Quizá se pueda solucionar subiendo un poco el alquiler —sugirió—. ¿Sería posible añadir una fianza por los posibles desperfectos que pudiera ocasionar el perro?


Connell lo miró fijamente, comprendiendo de inmediato lo que pretendía decirle.


—No es una cuestión de dinero —dijo finalmente, negando con la cabeza—. El problema no es ése, ni que se haya retrasado con el alquiler. La señorita Chaves es una persona honesta, al menos en lo que se refiere al alquiler —añadió con una mueca—. Porque con respecto al animal…


—No tenía otra alternativa —se apresuró a decir Paula—. Era la única manera de salvarla.


Pero no parecía dispuesto a dejarse convencer.


—Me temo que tendrá que salvarla en otra parte.


—¿Y no podría dejar que me quede hasta mañana?


Apenas había terminado de decir la pregunta cuando el hombre volvió a menear la cabeza.


—Lo siento. Si de mí dependiera, no habría el menor problema, pero me arriesgo a perder el trabajo si los propietarios se enteran de que sabía que tenía un animal y creen que yo no hice nada al respecto.


—Lo comprendo. No tardaré nada en recoger mis cosas y marcharme.


Pedro no le sorprendió que Paula se rindiera tan pronto. 


Era la persona con el corazón más blando que había visto nunca.


Pedro soltó aire y dijo algo que sabía que acabaría lamentando, principalmente porque iba a hacer que fuese casi imposible cumplir con lo que le había prometido a Primo.


—Sé de un lugar donde puedes quedarte.


Paula lo miró con los ojos brillantes, llenos de esperanza.


—¿Y Kiko también?


—¿Así es como se llama tu perro?


—Es Tukiko, pero yo la llamo Kiko.


—Sí, puedes traerla. Además hay un patio enorme.


—¿De verdad? —parpadeó para controlar las lágrimas—. Muchísimas gracias.


Se volvió hacia Connell y lo sorprendió dándole un abrazo que él aceptó. Después de eso, Pedro la siguió hasta el tercer piso de aquel edificio viejo y decadente y, al final de un largo pasillo, Paula abrió la puerta de un diminuto apartamento.


—Ya estoy en casa, Kiko —dijo al entrar—. Vengo acompañada, así que no te asustes.


Pedro miró a la oscuridad del apartamento, pero no vio nada.


—¿Tiene miedo a los desconocidos?


—Sí, y no le faltan motivos porque ha sufrido muchos malos tratos.


Más que oírla, Pedro sintió la llegada de la perra y se le erizaron los pelos de la nuca. Después vio el brillo de sus ojos con la luz que llegaba desde el pasillo y oyó su aullido en la penumbra.


—Siéntate, Kiko —le ordenó Paula con voz firme.


La perra obedeció de inmediato, momento que Pedro aprovechó para buscar el interruptor de la luz y apretarlo. «La madre del…». Aquello no estaba bien. Nada bien.


—¿Qué clase de perro es? —preguntó, tratando de parecer tranquilo.


—Un husky siberiano.


—¿Y?


—Con malamut de Alaska.


—¿Y? —insistió Pedro, seguro de que o el padre o la madre de aquel animal aullaba en lugar de ladrar y vivía en manadas en la montaña.


Paula lo miró fijamente y aseguró con firmeza que eso era todo.


—Maldita sea, Paula, sabes muy bien que no es cierto —miró a la perra con el mismo recelo que ella lo miraba a él—. ¿De dónde la sacaste?


—Mi abuela la rescató de una trampa cuando era aún un cachorro. Tenía una pata rota. Mi abuela le dio todo el cariño del mundo, pero sigue teniendo mucho miedo a la gente. Antes de morir, me pidió que cuidara de ella y no pude negarme. Mi abuela fue la que me crió. No podía hacer otra cosa.


—¿Hace cuánto que murió tu abuela? —le preguntó, sintiendo compasión por ella.


—Nueve meses. Pero antes de eso pasó un año enferma. Desde entonces me ha sido bastante difícil mantener un trabajo al mismo tiempo que cumplía con su deseo —reconoció con cansancio—. He tenido que mudarme a menudo y aceptar cualquier empleo. Pero nos las arreglamos. Eso no quiere decir que no tenga ambiciones. Por ejemplo, me encantaría trabajar para alguna organización que ayude a los animales como Kiko. Pero debo hacer algo antes.


—Encontrar a tu hombre misterioso.


—Sí.


—Paula….


—Ahora no tenemos tiempo, Pedro —lo interrumpió de inmediato—. El señor Connell me ha dado diez minutos y ya hemos perdido al menos la mitad. Tengo que hacer el equipaje.


—¿Dónde está tu maleta? —Pedro decidió dejarlo estar por el momento.


—En el armario.


En lugar de una maleta, encontró una estropeada mochila y poco más. Paula tardó apenas dos minutos en recoger su ropa y algunas cosas del baño. Tampoco fue necesario mucho tiempo para que tirara a la basura lo poco que tenía en el frigorífico y recogiera las cosas de Kiko, después de darle de comer.


lunes, 3 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 6




Pedro no perdió el tiempo; agarró sus cosas con una mano, a Paula con la otra e hizo salir a todo el mundo de la oficina. 


Enseguida se despidió de sus abuelos sin darles la oportunidad de hacer más preguntas. Paula y él fueron hasta el aparcamiento en silencio, pero en cuanto se encontraron en el coche, ella se ladeó para mirarlo.


—¿A qué se refería tu abuelo con eso de que Lucas había acabado con una esposa en lugar de con una prometida?


—Los pillaron in fraganti, no sé si me entiendes.


Paula abrió los ojos de par en par, horrorizada.


—¿Primo y Nonna?


—No, la abuela de Teresa y tres hermanas suyas. Su abuela es muy amiga de Nonna —le explicó—. Cuando Primo se enteró obligó a Lucas a hacer lo que debía.


—¿Y eso es casarse?


Pedro la miró con preocupación.


—Todo salió bien. Estaban muy enamorados, de hecho aseguran que sintieron el Infierno la primera vez que se tocaron —pero eso no bastó para tranquilizarla, así que siguió intentándolo—. Mi matrimonio no fue precisamente un ejemplo de romanticismo y felicidad, pero Lucas y Teresa parecen estar verdaderamente enamorados. Quién sabe, quizá su matrimonio dure tanto como el de mis abuelos.


Paula se quedó callada un momento, lo que Pedro tomó como una mala señal. Si había aprendido algo de Paula en las últimas horas, era que no solía guardar silencio. Por supuesto, no tardó en volver a hablar.


—Creo que no puedo hacerlo —anunció—. No me gusta engañar a nadie, y menos a gente tan amable como tus abuelos. Para ellos el matrimonio y eso del Infierno son cosas muy serias.


—Por eso es tan interesante. Porque no estamos engañando a nadie —respondió Pedro después de poner el motor en marcha. Se detuvo en la salida del aparcamiento y esperó a que Paula le dijera su dirección—. Reconócelo. Los dos hemos sentido algo al tocarnos.


Las luces de la calle le permitieron ver la expresión de tristeza que tenía Paula. Se miraba la palma de la mano y se la frotaba del mismo modo que se lo había visto hacer a todos los miembros de su familia que habían sucumbido al Infierno.


Por lo que él sabía, nadie que no fuera de su familia conocía dicho gesto que todos aceptaban como un efecto secundario del chispazo que se sufría cuando uno encontraba a su alma gemela del Infierno.


Pedro solo esperaba no sentir nunca aquel picor. Era cierto que notaba una especie de latido en la mano y quizá un cosquilleo, pero eso no quería decir que le picara o que fuera a ponerse a frotarse la palma de la mano.


—He sentido algo, así —admitió por fin con un murmuro—. Pero eso no quiere decir que se trate del Infierno ése de tu familia, ¿verdad?


—Por supuesto que no —aseguró Pedro de inmediato, sin saber si pretendía convencer a Paula o a sí mismo—. Lo que importa es que tampoco podemos asegurar con certeza que no lo fuera, al menos por el momento. Hasta entonces, vamos a asumir que sí lo sea y eso será lo que le diremos a mi familia.


—¿Y nos creerán? —preguntó con escepticismo.


—Sí.


—Pero tú no crees que sea cierto.


—No tengo ni idea —mintió sin titubear—. Podría ser el Infierno, pero también pudo ser la electricidad estática. O quizá no fuera más que una rara coincidencia. El caso es que no mentiremos cuando le digamos a mi familia que puede que fuera el Infierno. Hasta que lo sepamos con certeza, seguiremos adelante con nuestro plan.


—Tu plan.


Pedro se detuvo en un semáforo y la miró. En sus ojos brillaba una emoción secreta. Realmente no la conocía; solo tenía un montón de datos que le había proporcionado Julio, pero aún debía descubrir lo que había detrás de dicha información. En el poco tiempo que hacía que la conocía había llegado a la conclusión de que lo que iba a descubrir iba a resultarle interesante e intrincado.


Estaba deseando empezar a conocerla a fondo.


—Puede que al principio fuera mi plan, pero desde que les dijiste a mis abuelos que eras mi prometida, pasó a ser de los dos.


—Pero es mentira.


—Lo primero que haré el lunes por la mañana será comprarte un anillo. ¿Crees que entonces dejará de parecerte mentira?


—¿Un anillo? —preguntó con evidente sorpresa.


—Claro. Es lo que se supone que hay que hacer —en sus labios apareció una pícara sonrisa—. Por si no te has dado cuenta, la especialidad de los Alfonso son los anillos, especialmente los de compromiso.


Paula dejó un poco de lado la preocupación y sonrió también.


—Sí, creo que algo he oído.


—Cuando rompamos, podrás quedarte ese anillo como parte de tu retribución.


—Cuando rompamos —repitió ella murmurando.


—Esto no va a durar, Paula —le advirtió Pedro—. Fuera lo que fuera lo que sentimos antes, fue culpa del deseo y eso es algo que desaparece con el tiempo.


—Eres muy cínico —dijo con un tono de voz neutro, pero había algo de amargura en sus palabras.


—Puede que sea porque ya he pasado por ello.


—Quizá entonces no elegiste a la mujer adecuada.


—De eso no tengo ninguna duda.


—Quizá con la mujer adecuada…


—¿Contigo, por ejemplo? —detuvo el coche frente a un viejo edificio de apartamentos—. ¿Es eso lo que esperas, Paula?


—No, claro que no —negó ella de inmediato—. Solo pensaba que…


Pedro estuvo a punto de decir que no la había contratado para pensar, pero se mordió la lengua en el último segundo. 


Normalmente él era una persona amable y desde luego Paula no se merecía que pagara con ella la rabia que le había provocado el fracaso de su matrimonio. El problema era que hablar de Laura sacaba lo peor de él.


Tampoco tenía ningún sentido hacer algo que pudiera alejarla, sobre todo después de habérsela presentado a sus abuelos. ¿Y si desaparecía esa misma noche? Quizá no cambiase nada, quizá su familia creyese que, en solo unas horas, había encontrado a su alma gemela y la había perdido. Claro que quizá pensaran que lo había preparado todo… o peor aún, que lo que había sentido no había sido el Infierno, sino pura y simple lujuria.


No, lo mejor era seguir con el plan. Dejar que su familia tuviera algunos meses para llegar a la conclusión de que había conocido el Infierno. Después Paula lo abandonaría, su familia por fin lo dejaría tranquilo y podría seguir con su vida. Hasta entonces haría todo lo que fuese necesario para que su nueva prometida cumpliese con su parte del trato.


—¿Qué estás pensando? —la voz suave de Paula puso fin al silencio.


—Mañana es sábado. Como te han echado del trabajo, supongo que tendrás el día libre.


—La verdad es que debería buscar otro trabajo.


—Ya tienes otro trabajo —le recordó—. Ahora estás trabajando para mí.


—Me refiero a un trabajo de verdad —matizó ella.


¿Acaso no lo comprendía?


—Esto es un trabajo de verdad, al que vas a tener que dedicar cada minuto de tu tiempo, a partir de mañana.


—¿Qué pasa mañana?


—Te voy a presentar oficialmente a algunos parientes más.


Pedro… —meneó la cabeza—. En serio. Creo que no puedo hacerlo.


Pedro le tomó una mano entre las suyas. El cosquilleo de su mano se intensificó en cuanto la rozó.


—Esto es de verdad, solo te pido que me ayudes a averiguar qué es exactamente. Si mi familia tiene razón y se trata del Infierno, tendremos que decidir qué hacer al respecto.


—¿Y si no lo es?


—No pasará nada —dijo, encogiéndose de hombros—. Podremos seguir con nuestra vida cada uno por nuestro lado. Recibirás una compensación económica por todo el tiempo que te quite de la búsqueda de ese misterioso hombre, y yo conseguiré que me dejen en paz de una vez por todas.


—¿De verdad es eso lo que quieres? —le preguntó ella, visiblemente preocupada—. ¿Eso es lo que te hizo esa mujer, te convirtió en el lobo solitario, como te llaman en las páginas del corazón?


—Sí, es lo que quiero. Así es como soy —se negaba a admitir que Laura tuviese nada que ver con ello; no tenía tanto poder sobre él. Ya no—. Y tengo intención de conseguirlo.


Paula se quedó en silencio unos segundos y luego asintió.


—Está bien. Lo haré, aunque solo sea para paliar un poco el daño que te hizo tu mujer —Pedro abrió la boca para protestar, pero ella siguió hablando—. Pero solo hasta que sepamos con certeza si es el Infierno o no.


Si la única manera de hacerla participar era convirtiéndolo en una buena obra, así sería. Quién sabía. Quizá funcionara. 


Cosas más extrañas se habían visto.


—Me parece bien —dijo antes de salir del coche e ir hacia su lado para ayudarla a salir—. Te acompaño hasta tu casa.


—No es necesario.


—Insisto.


Paula lo miró con una sonrisa en los labios.


—Crees que me voy a escapar, ¿verdad?


—La verdad es que se me ha pasado por la cabeza —reconoció.


La sonrisa desapareció.
—No me conoces lo bastante para saberlo, pero te diré que siempre cumplo lo que prometo. Siempre.






PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 5




—Prometidos —repitieron Primo y Nonna al unísono.


Primo parecía escandalizado, Nonna, atónita.


—Más o menos —Paula miró a Pedro con cierta aprensión, dando a entender que era consciente de que se había precipitado un poco—. O quizá ya no. Para ser sincera, no estoy del todo segura de cuál es la situación exactamente porque estábamos… —se pasó las manos por el pelo y por los botones mal abrochados del chaleco—. Bueno, nos hemos distraído.


Pedro gruñó a su lado.


Ella lo miró un momento y luego volvió a dirigirse a sus abuelos, que no parecían muy contentos con la reacción de su nieto.


—En realidad estábamos muy bien —se apresuró a decir ella para calmarlos.


Pedro se hizo cargo de la situación.


—Digamos que en cuanto nos tocamos, las cosas se nos fueron de las manos.


—¿Por fin te ha pasado? —preguntó Primo—. ¿Has sentido el Infierno?


Pedro titubeó, no pudo ocultar la reticencia que sin duda apareció en su rostro. Desde luego había sentido algo cuando Paula y él se habían tocado por primera vez pero, ¿sería el Infierno? ¿Una conexión para toda la vida? 


Realmente, seguía sin creérselo.


—El tiempo lo dirá —se limitó a decir.


Para su sorpresa, la sincera reticencia que denotaban sus palabras sirvió para que sus abuelos se tragaran fácilmente lo que les estaban diciendo y Pedro llegó a la conclusión de que, si se hubiera mostrado completamente convencido, habría conseguido el efecto contrario. Eso sin duda habría provocado sus sospechas ante tan repentino cambio de actitud.


Al mirar a Paula se dio cuenta de que Primo y Nonna no eran los únicos que habían percibido sus reticencias. Paula también se había dado cuenta. Pero ¿acaso no era eso en lo que habían quedado? ¿No era ése el motivo por el que la había contratado? ¿Para que fuera su prometida temporal? 


Eso sería todo: tendrían una relación pasajera que estaría muy bien mientras durara y que, cuando llegara a su fin, les proporcionaría a cada uno lo que necesitaban. A él le serviría para que lo dejaran tranquilo y ella recibiría una buena cantidad de dinero para resolver sus problemas económicos.


¿Entonces por qué parecía decepcionada? ¿A qué se debía esa expresión de pesar tan profundamente femenina y que hacía pensar en las fantasías y los sueños de cualquier niña? Una expresión que provocó en él una extraña reacción que parecía impulsarlo a darle todo lo que desease. Claro que, incluso aunque lo deseara, no habría podido hacerlo. 


Había sido completamente sincero con ella: jamás podría
satisfacer sus deseos porque era incapaz de hacer feliz a ninguna mujer. Cuanto antes lo aceptara Paula, mejor sería para ambos.


—Tengo que llevar a Paula a casa —anunció entonces—. Hablaremos del Infierno después de que haya tenido tiempo de explicárselo a mi… —hizo una pausa antes de añadir con una sonrisa—: A mi prometida.


Primo se disponía a protestar, pero Nonna lo hizo callar antes de que pudiera hacerlo.


—Te llamaremos mañana para organizar algo y conocer a Paula como debe ser —declaró su abuela—. Seguro que tus padres también quieren conocerla.


—Preferiría tomarnos todo esto con calma —dijo Pedro—. Ahora, si nos disculpáis.


—Primero prométeme que la dejarás en casa y te marcharás rápidamente. No quiero nada como lo que hemos interrumpido —le advirtió su abuelo—. Si no, en lugar de prometida, tendrás una esposa, como Lucas.


Pedro apretó los labios. Conocía bien aquel tono y aquella mirada. No le iría mal acordarse de que Lucas se había visto obligado a casarse solo veinticuatro horas después de que lo sorprendieran en pleno acto sexual con su novia.


—Sí, Primo, te lo prometo. La dejaré en casa tal y como la encontré.


—Era troppo poco e troppo tardi. Me temo que ya es demasiado tarde para eso, pero no habrá más… —señaló el modo en que Paula llevaba el uniforme— más botones mal abrochados hasta que le hayas puesto un anillo en el dedo.


—Comprendo.


—¿Y lo prometes? —insistió Primo.


Pedro asintió con un suspiro, pues sabía que no tardaría en lamentar aquella promesa.


—Sí. Lo prometo.


—Muy bien. Entonces llévala a casa. Tu abuela te llamará mañana para fijar un momento mejor para que Paula conozca a tu familia.


Paula se acercó y le tendió la mano a Primo.


—Ha sido un placer conocerlo.


—Yo no doy la mano a las mujeres hermosas —aseguró el anciano y después le dio un abrazo de oso que casi la hizo desaparecer entre sus brazos.


Después, Paula y su abuela se abrazaron. Pedro se preocupó al ver que Paula tenía lágrimas en los ojos.


Seguramente estaba alterada por todo lo que le había sucedido aquel día. Primero los nervios de trabajar para un cliente importante por primera vez, después había perdido el trabajo, luego la propuesta de Pedro y más tarde lo que había estado a punto de ocurrir en el sofá. Sin duda había sido demasiado y demasiado rápido.