sábado, 1 de julio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 20




Lunes, 11:55 horas



Paula miró el reloj de la pared de su oficina y fingió que no pensaba en Pedro. Menos mal que su madre iba a llegar en unos minutos. Comer con ella y contarle lo que había decidido haría que las horas hasta que fuera al aeropuerto pasaran más deprisa. Tenía unas cosas que decirle a él antes de que despegara el avión.


No había dormido mucho la noche anterior, pero al menos había buceado en su interior y descubierto al fin lo que quería. Lo único que le quedaba era contárselo a él.


Al ser la única agente en la oficina, apoyó el bolso en la mesa y hurgó en busca de las llaves para cerrar cuando se fuera a comer. Acababa de encontrarlas en el fondo del bolso cuando sonó la campanilla que había sobre la puerta de cristal.


Pensando que sería su madre, alzó la vista con una amplia sonrisa en la cara.


Y se quedó completamente quieta.


Pedro se hallaba en el umbral. Grande, fuerte, magnífico, con un traje azul marino de rayas finas, camisa blanca y corbata ocre. Portaba un ramo enorme que como mínimo debía de contener tres docenas de rosas lavanda, del mismo tono delicado que le había regalado el sábado por la noche.


Tuvo que tragar saliva para encontrar la voz.


—Hola.


—Hola —fue hacia ella.


Como las rodillas habían empezado a aflojársele, apoyó las caderas en el escritorio y luchó por parecer exactamente lo que no se sentía: serena y ecuánime.


—¿Qué haces aquí? —preguntó, orgullosa por lo normal que le sonó la voz.


Él se detuvo a medio metro y le entregó las flores.


—Quería dártelas.


Sus dedos se tocaron cuando ella aceptó el ramo y un hormigueo le subió por el brazo.


—Son preciosas —acercó la cara para olerlas. Luego alzó la cabeza y lo miró—. Faltan meses para mi cumpleaños.


—Son para darte las gracias. Por una noche hermosa.


—En ese caso, yo debería haberte comprado flores a ti.


—Y también quería verte otra vez.


—¿Cómo sabías dónde estaba mi oficina?


—Llamé a tu madre.


—¿A mi madre? Yo te lo habría dicho.


—¿Y qué clase de sorpresa habría sido ésa? Además, tu madre y yo mantuvimos una buena charla.


Su radar cobró vida al instante. ¿Una charla? ¿Con su madre? ¿Su madre, que sabía que Pedro había pasado la noche del apagón con ella? ¿Su madre, que era una experta en sonsacar detalles sin que uno siquiera lo sospechara?


—La verás de un momento a otro —le dijo, tratando de no sonar cautelosa—. La espero para ir a comer —miró su traje—. Pareces más preparado para una reunión de negocios que para un vuelo.


—Espero mantener una reunión de negocios.


—¿Antes de que despegue tu avión? Cielos, sí que tienes una agenda apretada.


—De hecho, lo que tengo es mucho tiempo —la miró con una sonrisa juvenil en el rostro.


—¿Qué? —preguntó Paula.


—He de hacer una confesión.


—No soy sacerdote.


Miró alrededor de la oficina vacía.


—Como parece que no hay ninguno disponible, imagino que tendrás que servirme. Me he apropiado de tu cita para comer. Tu madre no va a venir.


—¿Cómo lo sabes?


—Cuando le dije que esperaba llevarte a comer, con amabilidad se ofreció a reprogramar su almuerzo. Te llamará más tarde para averiguar qué día de la semana te va mejor.


—¿De modo que ahora eres tú mi cita para comer?


—Si a ti te parece bien.


Temía considerar de cuántas maneras le iba bien.


—Claro —sonrió—. Pero tenía ganas de mantener una charla de chicas con mi madre acerca de las rebajas de Victoria's Secret.


—Será un placer hablar de lencería. ¿Sujetadores y braguitas? Soy tu hombre.


«Si de verdad lo fuera…».


—Bueno, ya que estamos en un momento de confesiones, yo tengo otra que hacerte —respiró hondo antes de continuar—: Dijiste que querías volver a verme, y lo habrías hecho. Aunque no te hubieras presentado aquí.


—Oh. ¿Y eso?


—Esta noche pensaba ir al aeropuerto a despedirte. A desearte buen viaje —«a contarte que me había quedado despierta toda la noche pensando en ello».


Algo titiló en los ojos de él.


—Me siento halagado.


—Bueno, ¿adónde quieres ir a comer?


—¿Qué te parece tu casa?


Brrrooooom. Su libido, que se había puesto firme nada más verlo, se revolucionó como un coche de carreras. Y de pronto las piezas del rompecabezas encajaron. Vestido con un traje, reunión de negocios, ir a su casa…


¿Intentaba hacerle realidad aquella fantasía que le había contado?


Se preguntó quién diablos había subido la temperatura.


Cruzó los brazos, más que nada para no agarrarlo, y enarcó las cejas.


—¿Así que «almuerzo» es la palabra clave para «cama»? —«eso espero, eso espero».


—No —contradijo con expresión seria—. Hay algunas cosas que me gustaría hablar contigo y prefiero hacerlo en privado.


La decepción de que no tuviera en mente su fantasía, se vio sustituida por la curiosidad. ¿De qué querría hablar? Fuera lo que fuere, era perfecto. También ella tenía una lista de cosas para decirle y prefería hacerlo en la intimidad de su casa antes que en un aeropuerto atestado.


—Me temo que tengo la nevera bastante vacía.


—No hay problema. El almuerzo está en mi coche. Dos menús para llevar de «lo de siempre» del Stardust Diner —sonrió—. Por los viejos tiempos.


—Vaya. Desde luego, sabes cómo sobornar a una chica.


La sonrisa de él se amplió.


—Eso espero. Entonces… ¿tenemos una cita?


—Tenemos una cita.


Se acercó y le tomó la cara entre las manos. La respiración de Paula se volvió entrecortada. Acariciándole las mejillas con los dedos pulgares, musitó:
—¿Alguna posibilidad de que pueda darle a mi cita un beso de bienvenida?


Ella se preguntó si llegó a asentir. Quería hacerlo, pero no estaba segura de poder lograr algo tan complicado. Debió de hacerlo, porque él bajó la cabeza y le rozó los labios con los suyos. Suave, gentilmente, de un modo que hizo que todo el cuerpo le suspirara de placer. Y anhelara más.


Finalizó el beso y Paula tuvo que apretar los hormigueantes labios para evitar pedirle que volviera a besarla.


—¿Lista? —preguntó Pedro.


¿Es que no se daba cuenta? Si prácticamente la tenía jadeando.


—¿Necesitas ayuda con tus flores? —añadió él.


Paula parpadeó y recobró la cordura. Dios santo, un beso y le había desenchufado todos sus circuitos. ¿Cómo podía esperar contarle todo lo que quería decirle si la dejaba incoherente con un simple beso?


—Eh, no. Me arreglo, gracias —recogió el bolso y las flores y caminó con paso vivo a la puerta.


Cuando diez minutos después llegaron a la casa, Paula encendió el aire acondicionado para refrescar el interior, y luego se dirigió a la cocina, donde sacó su jarrón predilecto de cristal.


—¿Mesa o barra? —preguntó él.


Sus ojos se encontraron y durante varios segundos se miraron. Por la mente de ella pasaron varias diapositivas de imágenes sensuales.


—Barra —dijo ella.


Él le dedicó una sonrisa.


—Gallina.


«Y con G mayúscula». Después de añadirle agua al jarrón, comenzó a arreglar los capullos en flor.


—Son preciosas, Pedro.


—Me alegro de que te gusten. Como ya he dicho, me recuerdan a ti.


La atención de ella se vio distraída cuando por el rabillo del ojo captó que se quitaba la chaqueta. Las manos le temblaron y el corazón le dio un vuelco antes de desbocársele. Lanzándole miradas furtivas, lo observó sacar con una mano los recipientes del almuerzo, mientras con la otra se aflojaba la corbata y se desabrochaba el botón superior de la camisa.


En ese instante las manos se le paralizaron y tuvo que tragar saliva. Él no dijo nada, no la miró, simplemente continuó sacando la comida. Si se remangaba la camisa, no estuvo segura de que pudiera mantener las manos alejadas de él.


Volvió a centrarse en arreglar las flores, pero sin quitarle un ojo de encima. Después de que terminara de colocar el almuerzo, la miró y despacio se subió las mangas de la camisa, revelando unos antebrazos fuertes con un vello oscuro.


Dándose una sacudida mental que no le sirvió para nada, añadió al ramo la flor solitaria que le había dado antes, y puso el jarrón en el centro de la mesa.


Se sentó en el taburete y estudió la corbata floja y las mangas subidas y le costó mucho no gemir. Era obvio que en todo momento él había sabido lo que hacía. ¿Cómo se suponía que podía concentrarse en la comida, en lo que quería decirle, cuando se lo veía tan delicioso? No lo sabía. 


Le había mencionado que quería hablar algo con ella. ¿Sería cierto? ¿O simplemente lo había dicho para preparar ese escenario para una ronda de sexo de despedida? Fuera como fuere, no pensaba precipitar las cosas diciendo «desnudémonos».


Quizá lo sugiriera después de comer.


Levantó la tapa del contenedor de su almuerzo y aspiró la deliciosa combinación de beicon, cheeseburger y aros de cebolla, contenta de poder centrarse en otra cosa que no fuera él. Se llevó la pajita del batido de chocolate para beber un buen sorbo de algo fresco.


El silencio creció entre ellos, vacío que, debido a los nervios que le atenazaban el estómago, Paula se vio impulsada a llenar. Decidida a continuar con el juego planteado por él, preguntó:
—¿Qué clase de reunión de negocios tienes?


—Una concerniente a mi carrera.


—Oh. ¿Dónde? ¿Haciendo qué?


—Aquí. En Long Island. Haciendo exactamente lo que tú mencionaste. Comprando casas necesitadas de arreglos serios para revenderlas luego. De hecho, ésta… —agitó la mano entre ambos —es la reunión que esperaba tener. Para hablar de los detalles contigo. Ver si estarías interesada en mostrarme algunas casas.


Ella dejó el batido y giró en el taburete para mirarlo.


—¿Hablas en serio?


—Muy en serio. ¿Estás interesada en mostrarme casas?


—Me encantará. ¿Cuándo lo decidiste?


Hizo a un lado la comida que no había tocado y también giró para mirarla.


—Ayer por la noche. Durante toda la noche. Estuve reflexionando mucho. ¿Quieres saber qué decidí?


—Si quieres contármelo —manifestó con una indiferencia calculada que merecía un premio de la Academia de Cine.


Él le tomó las manos. El corazón de Paula aleteó ante el contacto, una sensación que se intensificó con la expresión seria de Pedro.


—Decidí que quiero ser feliz.


Ella parpadeó.


—No te ofendas, pero ésa es una deducción muy fácil. Todo el mundo quiere ser feliz.


—Estoy de acuerdo. Pero yo tuve que descubrir qué me iba a hacer feliz. Verás, creía saberlo. Pensé que viajar por Europa y exprimir mi soltería era lo que quería. Resulta que estaba equivocado. Trabajar con mis manos, construir cosas, arreglar cosas… eso me hace feliz. Me relaja. Invertir dinero y ver unos beneficios… eso me hace feliz. Y también es un campo en el que tengo mucha experiencia. La idea de comprar una casa destartalada y arreglarla para revenderla me hace feliz. De un modo carente de estrés que mi médico aprobaría. Así que voy a hacerlo.


Ella le apretó las manos.


—Creo que eso es estupendo, Pedro. No me cabe ninguna duda de que lograrás un gran éxito.


—Muchas gracias. Pero no es todo —bajó la vista a sus manos unidas, y la miró a los ojos—. Tú me haces feliz, Paula. Estar contigo. Hablar contigo. Reír contigo. En la cama, fuera de la cama. Simplemente mirarte me hace feliz. Siempre lo ha hecho. Desde el primer día que te conocí.


El corazón no dejó de aletearle. Santo cielo, como eso continuara, iba a tener que pedir cita con un cardiólogo. 


Supuso que debería decir algo, tipo «a mí me sucede lo mismo», pero la emoción le atenazaba la garganta y las palabras no quisieron salir.


—Todo eso me lleva a lo que no quiero. A lo que no me hace feliz. No quiero poner un océano entre nosotros. No quiero estar tres meses sin verte. Resumiendo, ya una vez dejé que la vida nos separara y fue un gran error. Quiero quedarme aquí. Contigo. Entre nosotros hay algo. Bueno y especial y quiero ver adónde conduce. Ahora. No dentro de tres meses.


El corazón le latía con tanta fuerza, que podía oír la sangre correr por sus venas. Después de carraspear, logró decir:
—Pero ¿y tu viaje?


—No lo haré.


Santo cielo, necesitaba sentarse.


—Abandonas tu sueño…


—No, no lo abandono. Solo lo reviso. En cuanto dejé de engañarme acerca de mi capacidad de alejarme de ti, todo encajó en su sitio.


Se levantó y fue a la silla donde había colocado la chaqueta; luego sacó un sobre del bolsillo interior. Se plantó delante de ella y extendió el sobre.


—De camino aquí, pasé por el aeropuerto. Cambié mi billete por dos abiertos. La idea de pasar tres meses solo en Europa ya no tiene ningún atractivo. Pero ir de visita durante una o dos semanas, contigo, sí.


—¿Quieres que vaya a Europa contigo?


—Sí. Cuando podamos hacerlo encajar en nuestras agendas.


—¿Estás seguro?


—Decididamente. ¿Conoces la antorcha olímpica? Es una cerilla comparada con lo que porto yo por ti —alargó las manos y la tomó por los hombros, notando que no tenía las manos muy firmes. Nervioso, carraspeó y dijo—: Estás inusualmente silenciosa. ¿Quieres contarme qué piensas?


Ella parpadeó varias veces, y luego lo miró con esos ojos enormes y líquidos que jamás dejaban de provocar un impacto visceral.


—Pensaba que resulta más bien… irónico.


—¿Irónico? ¿Eso es… bueno? Porque he de reconocer que yo esperaba algo más próximo a «fabuloso» o «magnífico».


En el rostro serio de ella no se vio ni un rastro de diversión, y Pedro sintió un nudo muy desagradable en el estómago.


—Igual que tú —comenzó ella en voz baja—, pasé toda la noche pensando. Explorando mi alma. Tratando de descubrir exactamente lo que quería. E igual que tú, al final lo averigüé, y pensaba decírtelo esta noche en el aeropuerto. Hace nueve años, cometí un error al no poner todas mis cartas sobre la mesa, y ahora no quiero cometer el mismo error —respiró hondo y continuó—: Entonces, me hiciste sentir cosas que no había soñado que fueran posibles. Cosas que nunca había sentido hasta ese punto con nadie más. Y que no pensé que alguna vez pudiera volver a experimentar. Casi llegué a creer que había imaginado semejante… magia. Pero lo de anoche me demostró sin lugar a dudas que no había sido un invento de mi imaginación.


Le apretó las manos y él le devolvió el gesto.


—Lo que me acabas de decir me resulta irónico porque se aproxima mucho a lo que yo quiero decirte. Quiero comprobar adónde puede llevar esa magia, y estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario para darle una oportunidad.


—¿Qué significan esas palabras?


—Entiendo que quieras y necesites dejar Manhattan, y si lo nuestro muestra señales de funcionar, bueno, no permitiría que una casa se interpusiera entre nosotros.


Él se quedó completamente quieto.


—¿Estás diciendo que venderías tu casa? ¿Qué te trasladarías?


—Si llegara a eso, sí. No quiero dejar que la vida vuelva a separarnos sin saber con certeza lo que podríamos tener juntos. Porque deseo, y mucho, ver adónde puede llevarnos. Porque me haces feliz. En la cama, fuera de la cama. El solo hecho de mirarte me hace feliz. Siempre lo ha hecho. Desde el día que te conocí.


Lo invadió una oleada de alivio y soltó el aire que no sabía que había estado conteniendo. Soltó una risa de júbilo y la tomó en brazos, abrazándola fuerte.


—¿Sabes?, desde el primer día de nuestra amistad, era casi sobrenatural lo a menudo que funcionábamos en la misma onda.


—Es evidente que seguimos haciéndolo —convino ella con una sonrisa radiante.


—Gracias a Dios —le dio un beso profundo y posesivo, sintiendo vivas todas las células del cuerpo. Una vez que satisfizo su necesidad de explorarle esa boca lujuriosa, abandonó los labios para darle besos encendidos por el cuello suave.


Ella lo arqueó para brindarle mejor acceso y gimió. Le pasó los dedos por el pelo y susurró con voz ronca:
—Te voy a dar cinco horas para parar eso.


—¿Cinco?


—De acuerdo, seis. Pero ni un minuto más.


—Estupendo —dobló las rodillas, la alzó en brazos y avanzó con celeridad por el pasillo—. Voto porque sellemos esta ocasión con otra de tus fantasías.


Su sonrisa podría haber iluminado una habitación durante el apagón.


—Volvemos a estar en la misma onda.








EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 19




Pedro caminaba por la cocina de Nico, sintiéndose como un animal grande en una jaula pequeña.


—Tío, llevas aquí diez minutos y no has hecho otra cosa que caminar —comentó Nico—. Mirarte me está dando dolor de cuello. Es evidente que algo te molesta, así que ¿por qué no lo sueltas antes de que necesite ver a un fisioterapeuta?


Pedro se detuvo y esbozó una sonrisa arrepentida.


—Lo siento.


Nico descartó la disculpa con un gesto de la botella de cerveza.


—No pasa nada. Pero mi falta de sueño ha reducido mi umbral de atención a unos tres minutos, así que si quieres hablar, será mejor que empieces.


Pedro respiró hondo y soltó el aire despacio.


—Realmente, no sé qué decirte, porque no sé muy bien qué no funciona.


—Es sencillo. Si sabes que algo va mal, pero no terminas de averiguar de qué se trata…


—Exacto.


—Entonces, es por una mujer —lo estudió y enarcó las cejas al llegar a las manchas de césped en las rodillas de sus vaqueros—. No parece que hayas dormido mucho anoche.


—Pasé la noche con Paula.


—Ah. No puedo decir que me sorprenda. Por tu aspecto, o fue asombrosamente bien o asombrosamente mal.


—No hubo nada malo —exceptuando el hecho de que había terminado.


—Para un tipo que ha pasado una noche tan asombrosamente buena, no se te ve muy feliz, ¿sabes?


—Imagino que el problema es que me gustaría pasar otra noche asombrosamente buena.


—Estoy seguro de que encontrarás a unas europeas preciosas que estarán encantadas de complacerte.


—Me refería a Paula.


—Oh —se encogió de hombros y bebió otro trago de cerveza—. Entonces, llámala. No te vas hasta mañana.


—Lo he pensado, pero… —se pasó las manos por el pelo. 


No había pensado en nada más.


—Pero necesitas un poco de espacio.


—Sí. Necesito pensar…


—Y puedes pensar más allá de ella.


Miró a su amigo de ojos cansados.


—¿Desde cuándo eres adivino?


—No lo soy. Pero conozco los síntomas. Tengo algo de experiencia con mujeres… De hecho, me casé con una. Además, eres transparente.


—¿De verdad? Bueno. Dime lo que estoy pensando, porque yo no tengo ni idea y me está volviendo loco.


—De acuerdo. Esa chica te tiene encendido y te gusta, pero el momento no es el apropiado porque te vas mañana.


—Todo ello cierto. Pero es algo más complicado.


—Escucha, sitúalo en perspectiva, amigo. Te vas a Europa… Así que disfrútalo y llama a Paula cuando vuelvas.


—Puede que no esté disponible dentro de tres meses.


—¿Se va a caer de la faz de la Tierra?


—Puede conocer a otro en mi ausencia.


—Y tú puedes conocer a otra en tu viaje. En cuanto a Paula, mantente en contacto con ella mientras estés fuera, para que el fuego no se apague. Llámala desde Italia. Mándale un correo electrónico desde Francia. Escucha, lo más probable es que cuando hayas pasado por esos dos países, ya no la recuerdes.


Pedro negó con la cabeza.


—No creo que eso sea muy factible.


—Oh. Entonces, estás perdido.


—¿Qué significa eso?


Nico se llevó la mano a la oreja.


—¿Qué es ese sonido que oigo? Oh, sí. Las campanadas mortuorias de tus días de soltería. Créeme, lo sé. Yo oí el mismo sonido. Ana y yo nos casamos seis meses después.


Pedro frunció el ceño.


—Hablo en serio.


—Y yo. ¿Y sabes una cosa? Ese sonido fue lo mejor que me ocurrió jamás.


—Pero no estoy preparado para eso. Se supone que debo descansar. Relajarme. Disfrutar de mi soltería. Salir con un montón de mujeres preciosas. Descubrir qué quiero hacer con mi vida y dónde.


—Me alegro por ti. Nadie te detiene.


Pedro asintió.


—Eso es cierto.


—En tu cabeza reina el caos por la mezcla de poco sueño y mucho sexo.


—Es cierto —suspiró—. Paula jamás se irá de Long Island.


—¿De modo que tienes que descartar el bar en Hawái?


—Me temo que sí.


—Quizá Long Island necesite un bar hawaiano.


—Quizá —estudió a su amigo durante varios segundos.


—Esta mujer te asusta.


—Sí. También me asustó hace nueve años.


—Y la dejaste escapar. Quizá quieras reflexionar si deseas repetir lo mismo. Aunque tienes los próximos tres meses para pensarlo.


—Cierto. ¿Algún consejo?


—¿Sobre las mujeres? Sí. Después de dos años de matrimonio, puedo decir con cierta autoridad que quieren a un hombre que proporcione chocolate y que se calle cuando están hablando. Aparte de eso, no tengo ni idea.


Pedro enarcó las cejas.


—¿Es lo que has descubierto después de dos años de casado?


—Créeme, hay tipos que llevan casados veinte años y aún no han descubierto las perlas que acabo de darte.


—Creo que podría haber deducido esas dos joyas por mi propia cuenta.


—No lo sé. Las mujeres… es complicado entenderlas —con la cabeza indicó una foto de Ana con Carolina en brazos—. Pero cuando encuentras a la adecuada, vale la pena el esfuerzo. Todo se reduce a decidir qué es lo que de verdad quieres. Lo que va a hacerte feliz —le dio una palmada en la espalda y lo guio hacia la puerta—. Ahora vete a casa a hacer la maleta para que yo pueda echar una cabezadita con mi mujer antes de que nuestra hija despierte. Que tengas un viaje estupendo y que metas algún gol de vez en cuando, ¿de acuerdo?


Pedro se fue y dedicó todo el trayecto de regreso a Manhattan y la noche entera a reflexionar en las palabras de Nico. «Todo se reduce a decidir qué es lo que de verdad quieres. Lo que va a hacerte feliz».


Lo único que tenía que hacer era decidir.


Y después de horas de bucear en su alma, finalmente lo supo.


Cuando el amanecer se asomó sobre la ciudad, tornando el cielo en malva y oro, se hallaba ante la puerta de su apartamento, con el asa de su maleta de ruedas en la mano. 


Echó un último vistazo alrededor y luego fue hasta el coche para conducir al aeropuerto.