miércoles, 28 de junio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 8




Sábado, 21:00 horas


—Eh, ¿quién apagó las luces? —preguntó Pedro, lamentando el hecho de que el mejor paisaje de Nueva York hubiera desaparecido delante de sus narices en un abrir y cerrar de ojos. Se situó justo detrás de Paula, con el torso pegado a su espalda. Apoyó las manos en su estómago liso y le acarició levemente la parte baja de los pechos con los dedos pulgares—. ¿Te has olvidado de pagar la factura de electricidad?


Ella se apoyó contra él y alzó los brazos para rodearle el cuello.


—No. Debe de haberse producido un corte. Probablemente vuelva en unos minutos. Mmm… —calló cuando los dedos se concentraron en estimularle los pezones.


—Mientras tanto, te tengo toda para mí en la oscuridad.


—Eso parece —meneó el trasero contra la erección tensa que provocó en él un gruñido bajo.


—Como sigas haciendo eso, no llegaremos al dormitorio —le advirtió, besándole la nuca.


Sintió el temblor delicado que experimentó Paula y sonrió.


Aún le gustaba ese punto en particular. Y aún respondía al estímulo de forma extraordinaria. Desinhibida. Fascinante.


Excitante. Pero todo en ella lo había fascinado y cautivado, dentro y fuera de la cama. Su risa. Su espíritu. Su naturaleza amable y generosa.


—Puede que no nos movamos de este mismo punto —giró en sus brazos, apoyando una mano en su cabeza para besarlo mientras bajaba la otra para acariciarlo a través de los vaqueros—. ¿Por casualidad no tendrás un preservativo a mano? —susurró jadeante sobre sus labios.


—En la bolsa que traje —lo que significaba que su suministro se hallaba a menos de tres metros… que en ese momento parecían tres kilómetros.


—Mmmm. Has traído vino, una rosa y preservativos —murmuró—. Buena combinación.


Le acarició la espalda desnuda y repuso:
—Lo mismo pensé yo. Pero es posible que no trajera una cantidad suficiente.


—Oh. ¿Cuántos has traído?


—Solo una docena.


Ella rio entre dientes y volvió a pasarle por encima las yemas de los dedos, nublándole la visión.


—Eso debería bastarnos hasta la cena. Después, podemos recurrir a los míos. Por supuesto, si la electricidad no regresa pronto, la comida también va a ser imposible.


—No pasa nada. Me basta con lo que estamos cocinando aquí y ahora. La cocina… no es necesaria —introdujo las manos debajo de su falda y le encantó cómo contuvo el aliento con el gesto—. No importa lo que se cene, sino con quién lo cenas.


—Me alegra que pienses eso, aunque había planeado impresionarte con mi plato de pasta.


—Cariño, ya me has impresionado. Sería feliz con mantequilla de cacahuete. Créeme, el camino al corazón de un hombre no es por el estómago… sino más al sur.


—Comprendo —con un movimiento diestro de los dedos, le abrió el botón de los vaqueros y lo oyó suspirar aliviado—. Tarde o temprano, vas a tener hambre, Pedro.


—Estoy hambriento ahora —se inclinó y le mordió levemente el cuello—. De hecho, estoy famélico.


Ella le bajó despacio la cremallera y él se quedó quieto en una agonía de anhelo por su contacto.


—Bueno… ¿prefieres el dormitorio o el sofá? —preguntó Paula. Cerró los dedos en torno a la erección y apretó con suavidad. Después de varios segundos de acariciarlo, chasqueó con la lengua y dijo—: Pareces tener dificultad para tomar una decisión.


Él emitió la única palabra que pudo:
—¿Eh?


Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y vio la sonrisa sexy que curvaba los labios de ella mientras seguía volviéndolo loco con sus caricias.


—¿Dormitorio o sofá?


En respuesta, la alzó en brazos y la llevó hacia el largo sofá de la sala de estar, ya que era lo más cercano.


—Mi elección eres tú —le dio besos a lo largo de la mandíbula mientras cruzaba la estancia—. En el sofá. En la cama. No me importa. Mientras seas tú. Ahora.


—Ahora me parece perfecto.


La depositó en los cojines mullidos. Incluso a media luz, no se podía confundir la excitación que ardía en los ojos de ella. 


Miró los pechos con los pezones duros y la falda levantada que revelaba el triángulo de rizos oscuros en la unión de los muslos. La temperatura le subió unos cuantos grados y cerró las manos para evitar extenderlas hacia ella. A pesar de lo mucho que odiaba dejarla unos instantes, sabía que lo mejor era que se pusiera ya un preservativo. En cuanto volviera a tocarla, perdería el control.


Regresó con rapidez adonde había dejado la bolsa en el recibidor y hurgó en su interior entre las cosas que había comprado. Acababa de encontrar la caja de preservativos cuando llamaron a la puerta.


Durante varios segundos se quedó quieto, con respiración agitada, luego miró a Paula, que parecía sobresaltada. 


Antes de que alguno pudiera decir algo, o incluso moverse, volvieron a llamar.


—¿Paula? —preguntó una voz femenina apagada, acompañada de más llamadas insistentes—. ¿Estás ahí, querida? Soy yo, la señora Trigali. Holaa-aaa. ¿Estás ahí? Oh, espero que sí. Por favor, responde.


Por el modo en que Paula se incorporó de un salto y se afanó por ponerse el top, Pedro sospechó que, por desgracia, no iba a necesitar un preservativo tan pronto como había creído.


Sus sospechas quedaron confirmadas cuando ella dijo:
—Estoy aquí, señora Trigali. Deme un minuto.


Acomodándose todavía el top, corrió junto a él y le susurró:
—Lo siento… Si fuera otra persona, no habría contestado —recogió las braguitas y la camisa de él del suelo—. Pero se trata de mi vecina; vive sola y suena preocupada.


Volvió a soltar la caja de preservativos en la bolsa, desgarrado entre el deseo de tirarse del pelo por la frustración y el inexplicable impulso de reír. Algunas cosas nunca cambiaban. La falta de sincronización que los había asolado en el pasado seguía activa en el presente.


—No pasa nada —con una mueca, se subió la cremallera, luego le quitó su camisa de las manos—. Pero voy a querer una invitación para otra ocasión.


—Yo también.


—De acuerdo, dos invitaciones.


Ella rio y se puso las braguitas.


—Holaaa —les llegó la voz apagada de la señora Trigali, seguida de más llamadas—. ¿Paula?


—Voy —dijo en voz alta. Luego se puso de puntillas y le dio un beso en la boca—. De verdad lo siento. Te debo una.


—Hace un segundo dijiste dos.


—Vale, dos.


—¿Y qué me dices de tres?


—Lo pensaré. ¿Por qué no vas a la sala de estar y te sientas?


—Me temo que esa postura todavía no será cómoda. ¿Quieres que desaparezca?


—Solo si tú quieres —dijo, y se dirigió hacia la puerta—. Pero si te quedas aquí, prepárate para una andanada de preguntas.


Antes de que pudiera contestar, abrió la puerta. Un haz poderoso de luz atravesó el recibidor y Pedro tuvo que alzar la mano para protegerse.


—Aquí estás, querida —dijo la señora Trigali, cruzando el umbral, agitando la linterna hasta posar la luz sobre Paula.


—¿Se encuentra bien, señora Trigali? —quiso saber Paula.


—Oh, sí, estoy bien. Al no contestar a la primera, solo me preocupó que iniciaras la reunión sin mí.


—¿Reunión?


—De la comunidad. Sin duda que en semejantes circunstancias, celebraremos una.


—¿Circunstancias?


—El apagón, por supuesto —entró en el recibidor y el haz de la linterna cayó sobre Pedro—. Ah, veo que no soy la primera en llegar.


Pedro pensó que esas palabras sonaban ominosas.


La señora Trigali se acercó a él y lo miró por encima del borde de sus bifocales.


—Usted tiene que ser nuevo.


—De hecho, yo no vivo en este edificio. Soy un amigo de Paula —extendió la mano—. Pedro Alfonso.


La señora Trigali entrecerró los ojos y lo estudió. Pedro supuso que debió de pasar el examen de esa mujer menuda de cabello blanco, porque asintió y le estrechó la mano.


—Sofia Trigali.


—Encantado de conocerla, señora.


—¿Qué es eso de un apagón? —inquirió Paula.


La señora Trigali enarcó las cejas y alternó su mirada entre ambos.


—¿Es que no has notado que se ha ido la luz?


—Lo hemos notado —repuso ella—, pero supusimos que se trataba solo de un corte momentáneo de electricidad.


—Nada de momentáneo —informó la señora Trigali—. ¿Quiere sostenerme esto, joven? —le pidió a Pedro, entregándole la linterna.


—Claro —guio la luz mientras la señora Trigali se quitaba un bolso de lona del hombro y lo dejaba en el suelo. Luego sacó de su interior un objeto negro del tamaño de un libro de tapa dura.


—Mi radio para emergencias —expuso la anciana, girando uno de los diales—. Funciona a baterías. «Siempre preparada», ése es mi lema.


—De hecho, creo que ése es el lema de los boy scouts —indicó Paula con una sonrisa.


—Listos que son esos jovencitos.


Ajustó un poco el dial y la voz de un locutor atronó:
—… han confirmado que el corte eléctrico, que afecta a los estados de Nueva York y Nueva Jersey y parte de Connecticut, es resultado de un fallo en el sistema. Aún se desconoce la causa exacta del fallo, pero las autoridades no creen que se deba a algún atentado. Los funcionarios y técnicos trabajan para devolver la energía, pero todavía no han anunciado cuándo se podrá restablecer. Ahora continuaremos con nuestra programación habitual, pero los mantendremos frecuentemente informados sobre los progresos en la situación. Una vez más, las autoridades creen…


La señora Trigali quitó el sonido y movió la cabeza.


—Fallo del sistema. Puedes apostar que no van a arreglarlo en las próximas horas. Por eso supuse que celebraríamos una reunión de emergencia de la comunidad —con la cabeza indicó su bolso—. Traigo mi equipo de emergencia: velas, cerillas a prueba de agua, tres linternas más, baterías adicionales, una caja de galletas, un poco de jamón y de queso provolone, un bote de aceitunas, una botella de Chianti y unas cartas por si a alguien le apetece jugar a la canasta.


Justo en ese momento oyeron una voz masculina.


—¿Hay alguien en casa? No empecéis la reunión sin mí.


—Oh, es ese pesado de Ruben Finney —musitó la señora Trigali, haciendo un mohín de evidente desagrado—. Debí imaginar que se presentaría. Como crea que va a probar mi jamón y mi provolone, está equivocado.


Paula apretó los labios para ocultar su diversión y fue hacia la puerta. Desde el primer día en que el señor Finney se había mudado a la casa pequeña junto a la de la señora Trigali, se habían irritado mutuamente. Ella se quejaba de que hacía mucho ruido con sus herramientas, y él la consideraba una entrometida.


Al abrir la puerta, aparte de recibir una oleada de calor, vio que el señor Finney llevaba una linterna y un bolso similar al de la señora Trigali. Como siempre, su mata de pelo blanco estaba bien peinada y sobre la nariz apoyaba unas bifocales de carey. Llevaba su atuendo habitual veraniego de camisa floreada de manga corta, unas bermudas arrugadas color caqui y unos náuticos viejos.


—La reunión aún no ha empezado, ¿verdad? —entró en el recibidor con una sonrisa. Antes de que Paula pudiera contestar, vio a la señora Trigali y se quedó quieto, al tiempo que la sonrisa le fallaba. Movió la cabeza en asentimiento—. Buenas noches, Sofia.


Ella alzó el mentón.


—Ruben.


Paula le presentó a Pedro y los dos hombres se estrecharon las manos.


—¿Qué tienes en ese bolso, Ruben? —inquirió la señora Trigali, observando el bolso de loneta como si contuviera serpientes.


—Mis suministros de emergencia. Una radio, linternas y baterías, velas, cerillas, una botella de whisky de malta, una baraja y fichas de póquer, galletitas de chocolate y una lata de espaguetis con albóndigas, además de un abridor de latas.


—¿Espaguetis enlatados con albóndigas? —frunció la nariz con evidente disgusto—. ¿Qué clase de hombre come espaguetis con albóndigas enlatados?


—El que no sabe cocinar nada que no pueda colocar en una parrilla —centró su atención en Paula—. Cari y Tina Webber están fuera de la ciudad, de modo que no vendrán a la reunión. No estoy seguro de Wanda Newton.


—Wanda ha ido a Nueva Jersey este fin de semana a visitar a su hijo —expuso la señora Trigali.


—Así que solo estamos nosotros —anunciaron el señor Finney y ella al unísono.


Se volvieron y se miraron con ojos centelleantes.
Paula intervino con celeridad para evitar cualquier discusión.


—Señora Trigali, yo guardo mis suministros de emergencia en la cocina. ¿Cree que podría acompañarme con la linterna para ayudarme a encontrarlos?


—Por supuesto, querida —apuntó el haz de luz hacia el arco que conducía a la cocina y avanzó.


—Enseguida volvemos —murmuró Paula, dedicándole a Pedro una sonrisa fugaz. Para su alivio, le respondió con un guiño y comprobó que el buen humor de él seguía intacto.


En cuanto entró en la cocina, la señora Trigali la tomó de la mano y la llevó al rincón más alejado. Hasta ellas llegó el murmullo de voces masculinas, indicándoles que Pedro y el señor Finney charlaban.


—Muy bien, cuéntamelo todo —susurró la mujer mayor.


—¿Todo sobre qué? —replicó Paula también con un susurro.


La señora Trigali miró hacia el techo.


—Sobre tu nuevo amigo. Puedes empezar diciéndome qué le pasó al otro, a Gaston.


—Ya no estamos juntos.


La señora Trigali asintió.


—Aja. Sabía que algo no iba bien ahí.


—¿Sí?


—Por supuesto. Saliste con él durante meses, pero seguías sin estar enamorada. Si después de tanto tiempo no te enamoras, es que jamás sucederá.


—¿Y por qué no me lo dijo antes? —comentó ella, bromeando a medias.


—No me lo preguntaste. Además, es el tipo de cosas que una mujer ha de descubrir por sí misma. Y ahora dime, ¿cuándo y dónde conociste a este Pedro?


Paula contuvo una sonrisa. Había sabido que la pregunta surgiría. La señora Trigali era simpática y maternal. Su marido había fallecido hacía cinco años después de cuarenta años de matrimonio y sabía que a veces sufría de soledad.


Al menos una vez al mes cenaban juntas para intercambiar historias y recetas.


Pedro y yo nos conocemos desde hace años, incluso salimos brevemente, pero perdimos el contacto hace cinco años. Nos encontramos por casualidad la semana pasada y…


—Y aquí está. Bien. Me gusta tu Pedro. Es un joven agradable y educado, se nota.


—Solo somos amigos.


—Quizá de momento.


—Llevamos… vidas muy diferentes. Ni siquiera planeo que volvamos a vernos después de esta noche —obvió con firmeza el cosquilleo perturbador que sus palabras provocaron en su estómago.


La señora Trigali la estudió por encima del borde de sus gafas durante largos segundos y dijo:
—Puede que eso sea lo que tú has planeado, querida, pero no creo que sea lo que él tiene en mente.


—¿A qué se refiere?


—He visto cómo te miraba —se acercó y bajó la voz—. Está muy interesado.


Sí… muy interesado en retomar la relación donde la habían dejado. Igual que ella. Pero no había nada más. Desde luego, no iba a compartir algo tan personal con la señora Trigali.


—Pasado mañana se marcha a un viaje largo por Europa, y después solo Dios sabe adónde irá y por cuánto tiempo. Luego hay muchas posibilidades de que se vaya de Nueva York. Solo hemos quedado para vernos esta noche —repitió con la firmeza que se lo permitía el susurro—. Y eso es todo.


La señora Trigali movió varias veces la mandíbula, tal como hacía cuando su cerebro funcionaba a toda máquina. Luego asintió con decisión y dijo:
—Bueno, si solo tendréis esta noche, entonces no puedes perder el tiempo con una reunión de la comunidad. En cuanto hayamos recogido tus suministros de emergencia, me llevaré a Ruben Finney de aquí para que podáis disfrutar de vuestra velada juntos. Te dejaré mi jamón, mi provolone y mi Chianti —agitó el dedo—. Recuerda mis palabras… el camino al corazón de un hombre pasa por su estómago.


Paula apretó los labios para contener la carcajada que quería soltar. Nunca le contaría a la señora Trigali lo que Pedro había opinado acerca de esa teoría.


—Gracias, pero tengo abundancia de vino y de comida aquí —dijo.


—¿Qué clase de comida? Espero que no estés hablando de espaguetis enlatados —experimentó un escalofrío.


—Nada enlatado —le prometió con una sonrisa—. Preparé un piscolabis.


—Ah. Excelente elección. Es ligero y ofrece una amplia selección de cosas que picar.


Dedicaron los siguientes minutos a buscar velas, media docena de las cuales Paula encendió, junto con otras más grandes que sumieron la cocina en un acogedor resplandor dorado que se proyectó hacia el resto de la casa. Después de poner pilas nuevas en dos linternas, regresaron al recibidor, donde Pedro y el señor Finney se hallaban enfrascados en una conversación.


—Ahora que estoy jubilado, tengo tiempo para dedicarme a mis aficiones —decía el señor Finney—. Cuando quiera, me encantará mostrarle el taller que he montado en mi garaje.


—Gracias —repuso Pedro con una sonrisa—. Siempre he tenido debilidad por las herramientas.


—Típico de hombres —bromeó Paula mientras le entregaba una de las linternas—. Les gusta todo lo que hace ruido.


Sus dedos se rozaron y sintió una descarga por su brazo. 


Ridículo. O quizá la descarga la provocó el modo en que él la miraba.


—Bueno, ya podrán hablar de eso en cualquier otro momento, ahora es hora de marcharnos —le dijo la señora Trigali al señor Finney.


Éste frunció el ceño, desconcertado.


—¿Irnos?


—La reunión ha sido cancelada.


—¿Qué quieres decir con cancelada? Hay temas importantes que deben tratarse…


—Perfecto —concedió ella mientras recogía sus cosas—. No ha sido cancelada. Pero sí trasladada de sitio. A mi casa —dejó la radio en la pequeña mesa que había junto a la puerta—. Te la dejaré para que puedas estar al tanto de las noticias sobre el apagón.


—¿Y usted? —preguntó Paula.


—Tengo otra en casa —miró a Ruben—. Vamos —fue hacia la puerta con el haz de luz oscilando delante de ella.


La mirada confundida del señor Finney pasó de la señora Trigali a Pedro, de la radio a Paula.


—¿No vas a asistir a la reunión? —le preguntó a ésta.


—No, no viene —repuso la señora Trigali con voz seca desde el umbral de la puerta.


—Pero ¿por qué…? —el señor Finney calló y volvió a mirar a Pedro y a Paula. La comprensión se asomó a sus ojos, seguido de un destello de diversión—. Entiendo


—Ya era hora —afirmó la mujer mayor—. Como aquí me hago vieja, pongámonos en marcha. Supongo que no sabrás jugar a la canasta, ¿verdad?


El señor Finney la miró.


—Supongo que tú no sabrás jugar al póquer, ¿verdad?


La señora Trigali musitó algo inaudible en italiano. Todos fueron a la puerta, donde Pedro estrechó las manos del señor Finney y de la señora Trigali, mientras Paula los despedía con unos abrazos.


—Tengan cuidado —les dijo desde la puerta abierta, observándolos bajar por el pequeño camino de cemento que llevaba hasta la acera. Con gesto galante, el señor Finney tomó el brazo de la señora Trigali.


—Puedo caminar sola, viejo cascarrabias —le dijo ella.


Pero Paula notó divertida que no apartaba el brazo. Riendo entre dientes, cerró y echó el cerrojo. Al volverse, descubrió que tenía a Pedro justo delante de ella, perfilado por el pálido resplandor dorado procedente de la cocina, donde ardían las velas.


Antes siquiera de que pudiera respirar, él se inclinó y la alzó en brazos.


—Y ahora… —murmuró sobre sus labios—. ¿Por dónde íbamos?








EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 7




Sábado, 20:00 horas



Al oír el ruido de la puerta del coche cerrarse, Paula realizó un rápido inventario mental para cerciorarse de que todo estaba como lo quería. Desde el equipo de música del salón flotaba la última balada de Norah Jones. Unas lámparas estratégicamente encendidas sumían el salón en una luz suave. La ensalada estaba en la nevera, las gambas peladas y una baguette lista para ir al horno. Y la pasta al fuego. Sus mejores copas de cristal estaban en la barra junto a unas velas de color crema. El aire acondicionado zumbaba levemente en el salón… y en su dormitorio. Donde había guardado tres preservativos en el cajón de la mesilla.


Música romántica, comida, velas, preservativos… sí, estaba preparada para todo.


Sonó el timbre y el corazón le dio un vuelco en respuesta. 


Respiró hondo para calmarse, y luego se pasó las manos nerviosas sobre el top gris plata de satén y la falda color turquesa que le llegaba unos centímetros por encima de las rodillas. Al ir hacia la puerta descubrió que no tenía las piernas muy firmes, y de pronto deseó haberse puesto unos zapatos bajos y no los de tacón alto que llevaba.


Volvió a respirar hondo y abrió la puerta. Y al instante se evaporó toda su serenidad.


A pesar de saber que iba a encontrarse a Pedro, verlo ante la puerta de su casa, tan atractivo que daban ganas de comérselo, le provocó una descarga de calor y deseo. Y solo por estar allí de pie.


En una mano llevaba una bolsa marrón con el logo de la licorería de la zona. En la otra sostenía una única rosa de color lavanda, una ofrenda que le causó un nudo en la garganta. Su última noche juntos, en aquel lejano verano, la noche anterior a que ella se marchara a la universidad, le había llevado una única rosa. Amarilla. Le había dicho que representaba la amistad. Luego le expuso que eran demasiado jóvenes para comprometerse. Que deberían tomarse las cosas con calma, ver a otras personas. No pudo evitar preguntarse qué representaba el color lavanda.


—Hola —saludó él con una sonrisa.


Paula agradeció que dijera algo; de lo contrario, se habría quedado allí boquiabierta.


—Hola —abrió más la puerta y se hizo a un lado—. Pasa.


Él dejó la bolsa en el suelo de madera y lentamente giró la rosa entre sus dedos; en sus ojos había calor y admiración.


—Para ti —la extendió.


Paula la aceptó y notó que tenía las manos como las piernas. Cerró los ojos, enterró la nariz en los pétalos aterciopelados y aspiró el aroma embriagador. Luego lo miró y sonrió.


—Gracias. Es hermosa. Nunca antes había visto una rosa de este color.


—La florista dijo que se llama «lila de plata». Me recordó a ti.


—Oh. ¿Y eso?


Dio un paso hasta que los separó menos de medio metro. Le tomó la mano que sujetaba la flor y la hizo deslizar por su mandíbula.


—Es suave —con la otra mano le acarició la línea de la clavícula—. Como tú. Y hermosa. Como tú —se inclinó para posar los labios donde se unían hombro y cuello, y aspiró—. Huele de maravilla —susurró—. Como tú —se irguió y la miró con ojos serios—. La florista me explicó que el color representa la rareza. Lo que te describe a ti perfectamente. Es única. Rara. Diferente. Extraordinaria. Como tú.


Tenía que subir el aire acondicionado, porque le daba la impresión de que sus poros emitían vapor.


—Estás preciosa —musitó Pedro. Bajó la mano y pasó la rosa por la parte superior de sus pechos. Los pezones se contrajeron con ese ínfimo contacto y la vio contener el aliento—. Me gusta este top. Esta tela. Mucho.


Le soltó la mano y extendió los brazos para plantar las palmas en la puerta, junto a sus hombros, encerrándola entre ellos.


Ella sintió que se llenaba con el aroma cálido y limpio de Pedro, y aunque no la tocaba, sintió que su fortaleza la rodeaba. La envolvía en una bruma sensual. Siempre había hecho que se sintiera muy femenina por el modo en que la miraba, la tocaba.


Antes incluso de poder soltar un suspiro de placer por la prisión en la que se hallaba, él se inclinó y la besó.


El corazón de Paula triplicó su ritmo en el instante en que sintió los labios de Pedro. Él mantuvo el contacto ligero y le mordisqueó los labios, la mandíbula, el cuello, sin tocarla más que con la boca. No pudo recordar algún momento de más excitación.


Metió la lengua en el hueco sensible en la base de su cuello, el punto donde sabía que encontraría su pulso veloz y errático. Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared. Sintió escalofríos mientras él le daba besos por el cuello hasta llegar a mordisquearle el lóbulo.


El deseo la recorrió de arriba abajo, encendiendo una exigencia que la sacudió con su intensidad. No recordaba haber anhelado con tanta desesperación las manos de un hombre en su cuerpo. De pronto centelleó en su mente que la última vez había sido con ese mismo hombre.


Con un gemido, arrojó la rosa a la pequeña mesa rectangular de roble que había en la entrada. Luego le acarició el torso y los hombros hasta enterrar las manos en su pelo. Se puso de puntillas, pegó los labios a los suyos y prácticamente se adhirió a él.


Pedro gimió y en un abrir y cerrar de ojos, comenzó a tocarla con mucho más que la boca. La rodeó con los brazos, subió una mano a su nuca y bajó la otra a su cintura.


El cuerpo y los sentidos de Paula lo reconocieron. Su sabor. Su aroma. El cuerpo fuerte y poderoso contra el suyo. 


El bulto duro de la erección contra su estómago. La deliciosa fricción de la lengua sobre la suya. Saturada de sensaciones, el beso encendió una desesperación casi dolorosa de arrancarle la ropa para poder apagar el condenado fuego que él había iniciado.


Deseaba sentir su piel. Le arrancó la camisa de la cintura de los vaqueros y luego metió ambas manos para acariciarle la piel suave de la espalda. Era tan cálido… Y sólido. Y tan agradable… Y quería más.


Le agarró los bordes de la camisa y se la subió.


—Quítatela —demandó con un susurro ronco sobre sus labios—. Ahora.


Segundos más tarde la camisa aterrizaba en el suelo, eliminando los impedimentos para que sus manos impacientes le acariciaran el cuerpo. Estaba más ancho y musculoso, mejor definido que nueve años atrás.


Pedro le debilitó aún más las piernas dándole otro beso y metiendo los dedos debajo de las tiras del top de satén para bajárselo por los brazos y liberarle los pechos.


Se los coronó y le frotó los pezones, provocándole un gemido bajo. Abandonó sus labios para abrir un camino ardiente por su garganta y bajar más hasta que con la lengua se puso a jugar con un pezón.


El placer la recorrió en oleadas mientras le revolvía el pelo y lo observaba lamerla antes de introducirse el capullo duro en el delicioso calor de la boca. Cada succión erótica le producía un vacío delicioso en el vientre y la impulsó a arquear la espalda en una súplica silenciosa de más.


La respiración entrecortada se le paró cuando las manos de Pedro descendieron por sus caderas y por los muslos para introducirse por debajo de la falda. Los dedos ascendieron lentamente por las piernas desnudas y se metieron debajo de la escueta braguita de encaje. Con celeridad se las bajó por las piernas y la ayudó a quitárselas.


Al erguirse, las miradas chocaron un instante y el calor que ardía en los ojos de él la abrasó. Luego se puso a besarla otra vez y enganchó una mano en su rodilla para subírsela. 


De inmediato ella le rodeó la cadera con la pantorrilla.


Le asaltó los sentidos en todos los frentes… los labios y la lengua, una mano larga que jugueteaba con el pezón, la otra mano que subía por la parte de atrás del muslo alzado para masajearle el trasero y después ponerse a jugar con su sexo palpitante.


Al primer contacto de los dedos sobre los pliegues mojados e inflamados, gimió… una vibración profunda que se convirtió en un ronroneo de placer. La provocó sin piedad, y con tal precisión para encontrar el ritmo que anhelaba su cuerpo, que fue como si solo hubieran pasado horas y no años desde la última vez que le había hecho el amor. Como si recordara con precisión todo lo que le gustaba.


Sintió que primero introducía un dedo, y después dos, dentro de ella, acariciándola, embistiéndola, llevándola cada vez más cerca del abismo. Tuvo que quebrar el beso para respirar y apoyó la cabeza sin fuerza contra la puerta. De inmediato él se dio un festín con su cuello, besándolo, mordisqueándolo, lamiéndolo, mientras los dedos la enloquecían. «Una sola penetración más…».


El orgasmo la machacó y la recorrió con temblores que le arrancaron un grito… que se disolvió en un gemido lleno de placer a medida que los espasmos iban disminuyendo.


Jadeante, derretida, el corazón palpitándole como un martillo neumático, abrió los ojos. Pedro la miraba, su expresión llena de excitación, su propia respiración alterada. Agradeció que la hubiera abrazado, ya que sus brazos eran lo único que la mantenían de pie.


—Vaya —logró decir—. Deberías venir con un cartel de advertencia: «Peligro. Pérdida de control más adelante» —aunque no le extrañaba en absoluto, ya que de esa manera la había afectado en el pasado. Aunque habría imaginado superada esa reacción.


Al parecer, no.


—En ese caso, tú también necesitas un cartel de advertencia: «Peligro. Esta mujer te hará olvidar el tiempo, el lugar y tu propio nombre… solo con mirarte». Pero eso no es de extrañar, ya que siempre fue así contigo.


La sorpresa penetró en su neblina postorgásmica al oír esas palabras. Para ella, hacer el amor con Pedro, el modo en que la hacía sentirse, había sido casi milagroso, y en su ingenuidad, había dado por hecho que para él era lo mismo, ya que siempre parecía satisfecho. Pero cuando le sugirió que se dieran un descanso, que empezaran a ver a otras personas, había sacado la conclusión de que evidentemente no había estado satisfecho.


Bajó las manos para acariciarle el trasero a través de la falda, desterrando todo pensamiento de su cabeza.


—Lo creas o no —comentó él con voz ronca—, no era mi intención saltar sobre ti nada más cruzar la puerta. Me gusta pensar que he adquirido algo más de delicadeza, pero, bueno, te encuentro… —se enderezó y la miró a los ojos—. Irresistible.


Paula le rodeó el cuello con los brazos y lentamente frotó la pelvis contra el bulto duro de sus vaqueros.


—No quiero ser quisquillosa, pero creo que yo salté sobre ti.


—Mmmm. ¿Has oído muchas quejas?


—Ninguna. Pero fui yo quien recogió los beneficios.


Los dedos hábiles le subieron la falda y las manos se curvaron sobre su trasero desnudo, alzándola contra él.


—Yo no diría eso. Además, la noche aún es joven.


—Mmm. Ya puedo ver cuál va a ser mi mayor debilidad en mis tratos contigo.


—¿Cuál?


—Mis rodillas.


—Ah. Lo que representará mucha horizontalidad. Un problema terrible, pero tienes toda mi simpatía.


—Horizontalidad… eso sí que suena a gran idea —bajó las manos y con gentileza le apartó las suyas para soltarse.


Entrelazaron los dedos. Paula estaba a punto de conducirlo al dormitorio cuando de pronto las luces titilaron. Se detuvo y volvieron a parpadear de forma frenética antes de extinguirse y sumir la habitación en la oscuridad