miércoles, 28 de junio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 7




Sábado, 20:00 horas



Al oír el ruido de la puerta del coche cerrarse, Paula realizó un rápido inventario mental para cerciorarse de que todo estaba como lo quería. Desde el equipo de música del salón flotaba la última balada de Norah Jones. Unas lámparas estratégicamente encendidas sumían el salón en una luz suave. La ensalada estaba en la nevera, las gambas peladas y una baguette lista para ir al horno. Y la pasta al fuego. Sus mejores copas de cristal estaban en la barra junto a unas velas de color crema. El aire acondicionado zumbaba levemente en el salón… y en su dormitorio. Donde había guardado tres preservativos en el cajón de la mesilla.


Música romántica, comida, velas, preservativos… sí, estaba preparada para todo.


Sonó el timbre y el corazón le dio un vuelco en respuesta. 


Respiró hondo para calmarse, y luego se pasó las manos nerviosas sobre el top gris plata de satén y la falda color turquesa que le llegaba unos centímetros por encima de las rodillas. Al ir hacia la puerta descubrió que no tenía las piernas muy firmes, y de pronto deseó haberse puesto unos zapatos bajos y no los de tacón alto que llevaba.


Volvió a respirar hondo y abrió la puerta. Y al instante se evaporó toda su serenidad.


A pesar de saber que iba a encontrarse a Pedro, verlo ante la puerta de su casa, tan atractivo que daban ganas de comérselo, le provocó una descarga de calor y deseo. Y solo por estar allí de pie.


En una mano llevaba una bolsa marrón con el logo de la licorería de la zona. En la otra sostenía una única rosa de color lavanda, una ofrenda que le causó un nudo en la garganta. Su última noche juntos, en aquel lejano verano, la noche anterior a que ella se marchara a la universidad, le había llevado una única rosa. Amarilla. Le había dicho que representaba la amistad. Luego le expuso que eran demasiado jóvenes para comprometerse. Que deberían tomarse las cosas con calma, ver a otras personas. No pudo evitar preguntarse qué representaba el color lavanda.


—Hola —saludó él con una sonrisa.


Paula agradeció que dijera algo; de lo contrario, se habría quedado allí boquiabierta.


—Hola —abrió más la puerta y se hizo a un lado—. Pasa.


Él dejó la bolsa en el suelo de madera y lentamente giró la rosa entre sus dedos; en sus ojos había calor y admiración.


—Para ti —la extendió.


Paula la aceptó y notó que tenía las manos como las piernas. Cerró los ojos, enterró la nariz en los pétalos aterciopelados y aspiró el aroma embriagador. Luego lo miró y sonrió.


—Gracias. Es hermosa. Nunca antes había visto una rosa de este color.


—La florista dijo que se llama «lila de plata». Me recordó a ti.


—Oh. ¿Y eso?


Dio un paso hasta que los separó menos de medio metro. Le tomó la mano que sujetaba la flor y la hizo deslizar por su mandíbula.


—Es suave —con la otra mano le acarició la línea de la clavícula—. Como tú. Y hermosa. Como tú —se inclinó para posar los labios donde se unían hombro y cuello, y aspiró—. Huele de maravilla —susurró—. Como tú —se irguió y la miró con ojos serios—. La florista me explicó que el color representa la rareza. Lo que te describe a ti perfectamente. Es única. Rara. Diferente. Extraordinaria. Como tú.


Tenía que subir el aire acondicionado, porque le daba la impresión de que sus poros emitían vapor.


—Estás preciosa —musitó Pedro. Bajó la mano y pasó la rosa por la parte superior de sus pechos. Los pezones se contrajeron con ese ínfimo contacto y la vio contener el aliento—. Me gusta este top. Esta tela. Mucho.


Le soltó la mano y extendió los brazos para plantar las palmas en la puerta, junto a sus hombros, encerrándola entre ellos.


Ella sintió que se llenaba con el aroma cálido y limpio de Pedro, y aunque no la tocaba, sintió que su fortaleza la rodeaba. La envolvía en una bruma sensual. Siempre había hecho que se sintiera muy femenina por el modo en que la miraba, la tocaba.


Antes incluso de poder soltar un suspiro de placer por la prisión en la que se hallaba, él se inclinó y la besó.


El corazón de Paula triplicó su ritmo en el instante en que sintió los labios de Pedro. Él mantuvo el contacto ligero y le mordisqueó los labios, la mandíbula, el cuello, sin tocarla más que con la boca. No pudo recordar algún momento de más excitación.


Metió la lengua en el hueco sensible en la base de su cuello, el punto donde sabía que encontraría su pulso veloz y errático. Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared. Sintió escalofríos mientras él le daba besos por el cuello hasta llegar a mordisquearle el lóbulo.


El deseo la recorrió de arriba abajo, encendiendo una exigencia que la sacudió con su intensidad. No recordaba haber anhelado con tanta desesperación las manos de un hombre en su cuerpo. De pronto centelleó en su mente que la última vez había sido con ese mismo hombre.


Con un gemido, arrojó la rosa a la pequeña mesa rectangular de roble que había en la entrada. Luego le acarició el torso y los hombros hasta enterrar las manos en su pelo. Se puso de puntillas, pegó los labios a los suyos y prácticamente se adhirió a él.


Pedro gimió y en un abrir y cerrar de ojos, comenzó a tocarla con mucho más que la boca. La rodeó con los brazos, subió una mano a su nuca y bajó la otra a su cintura.


El cuerpo y los sentidos de Paula lo reconocieron. Su sabor. Su aroma. El cuerpo fuerte y poderoso contra el suyo. 


El bulto duro de la erección contra su estómago. La deliciosa fricción de la lengua sobre la suya. Saturada de sensaciones, el beso encendió una desesperación casi dolorosa de arrancarle la ropa para poder apagar el condenado fuego que él había iniciado.


Deseaba sentir su piel. Le arrancó la camisa de la cintura de los vaqueros y luego metió ambas manos para acariciarle la piel suave de la espalda. Era tan cálido… Y sólido. Y tan agradable… Y quería más.


Le agarró los bordes de la camisa y se la subió.


—Quítatela —demandó con un susurro ronco sobre sus labios—. Ahora.


Segundos más tarde la camisa aterrizaba en el suelo, eliminando los impedimentos para que sus manos impacientes le acariciaran el cuerpo. Estaba más ancho y musculoso, mejor definido que nueve años atrás.


Pedro le debilitó aún más las piernas dándole otro beso y metiendo los dedos debajo de las tiras del top de satén para bajárselo por los brazos y liberarle los pechos.


Se los coronó y le frotó los pezones, provocándole un gemido bajo. Abandonó sus labios para abrir un camino ardiente por su garganta y bajar más hasta que con la lengua se puso a jugar con un pezón.


El placer la recorrió en oleadas mientras le revolvía el pelo y lo observaba lamerla antes de introducirse el capullo duro en el delicioso calor de la boca. Cada succión erótica le producía un vacío delicioso en el vientre y la impulsó a arquear la espalda en una súplica silenciosa de más.


La respiración entrecortada se le paró cuando las manos de Pedro descendieron por sus caderas y por los muslos para introducirse por debajo de la falda. Los dedos ascendieron lentamente por las piernas desnudas y se metieron debajo de la escueta braguita de encaje. Con celeridad se las bajó por las piernas y la ayudó a quitárselas.


Al erguirse, las miradas chocaron un instante y el calor que ardía en los ojos de él la abrasó. Luego se puso a besarla otra vez y enganchó una mano en su rodilla para subírsela. 


De inmediato ella le rodeó la cadera con la pantorrilla.


Le asaltó los sentidos en todos los frentes… los labios y la lengua, una mano larga que jugueteaba con el pezón, la otra mano que subía por la parte de atrás del muslo alzado para masajearle el trasero y después ponerse a jugar con su sexo palpitante.


Al primer contacto de los dedos sobre los pliegues mojados e inflamados, gimió… una vibración profunda que se convirtió en un ronroneo de placer. La provocó sin piedad, y con tal precisión para encontrar el ritmo que anhelaba su cuerpo, que fue como si solo hubieran pasado horas y no años desde la última vez que le había hecho el amor. Como si recordara con precisión todo lo que le gustaba.


Sintió que primero introducía un dedo, y después dos, dentro de ella, acariciándola, embistiéndola, llevándola cada vez más cerca del abismo. Tuvo que quebrar el beso para respirar y apoyó la cabeza sin fuerza contra la puerta. De inmediato él se dio un festín con su cuello, besándolo, mordisqueándolo, lamiéndolo, mientras los dedos la enloquecían. «Una sola penetración más…».


El orgasmo la machacó y la recorrió con temblores que le arrancaron un grito… que se disolvió en un gemido lleno de placer a medida que los espasmos iban disminuyendo.


Jadeante, derretida, el corazón palpitándole como un martillo neumático, abrió los ojos. Pedro la miraba, su expresión llena de excitación, su propia respiración alterada. Agradeció que la hubiera abrazado, ya que sus brazos eran lo único que la mantenían de pie.


—Vaya —logró decir—. Deberías venir con un cartel de advertencia: «Peligro. Pérdida de control más adelante» —aunque no le extrañaba en absoluto, ya que de esa manera la había afectado en el pasado. Aunque habría imaginado superada esa reacción.


Al parecer, no.


—En ese caso, tú también necesitas un cartel de advertencia: «Peligro. Esta mujer te hará olvidar el tiempo, el lugar y tu propio nombre… solo con mirarte». Pero eso no es de extrañar, ya que siempre fue así contigo.


La sorpresa penetró en su neblina postorgásmica al oír esas palabras. Para ella, hacer el amor con Pedro, el modo en que la hacía sentirse, había sido casi milagroso, y en su ingenuidad, había dado por hecho que para él era lo mismo, ya que siempre parecía satisfecho. Pero cuando le sugirió que se dieran un descanso, que empezaran a ver a otras personas, había sacado la conclusión de que evidentemente no había estado satisfecho.


Bajó las manos para acariciarle el trasero a través de la falda, desterrando todo pensamiento de su cabeza.


—Lo creas o no —comentó él con voz ronca—, no era mi intención saltar sobre ti nada más cruzar la puerta. Me gusta pensar que he adquirido algo más de delicadeza, pero, bueno, te encuentro… —se enderezó y la miró a los ojos—. Irresistible.


Paula le rodeó el cuello con los brazos y lentamente frotó la pelvis contra el bulto duro de sus vaqueros.


—No quiero ser quisquillosa, pero creo que yo salté sobre ti.


—Mmmm. ¿Has oído muchas quejas?


—Ninguna. Pero fui yo quien recogió los beneficios.


Los dedos hábiles le subieron la falda y las manos se curvaron sobre su trasero desnudo, alzándola contra él.


—Yo no diría eso. Además, la noche aún es joven.


—Mmm. Ya puedo ver cuál va a ser mi mayor debilidad en mis tratos contigo.


—¿Cuál?


—Mis rodillas.


—Ah. Lo que representará mucha horizontalidad. Un problema terrible, pero tienes toda mi simpatía.


—Horizontalidad… eso sí que suena a gran idea —bajó las manos y con gentileza le apartó las suyas para soltarse.


Entrelazaron los dedos. Paula estaba a punto de conducirlo al dormitorio cuando de pronto las luces titilaron. Se detuvo y volvieron a parpadear de forma frenética antes de extinguirse y sumir la habitación en la oscuridad











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