domingo, 25 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 24






UN ESPÍA? ‐repitió Paula, presa de la excitación—. ¿Igual que James Bond? 


—Bueno, supongo que no será tan seductor como James Bond. Pero, desde luego, trabaja para el gobierno‐contestó Pedro.


Revisó el resto de los papeles. Había una lista de nombres, direcciones y números de teléfono. Figuraban todas las personas que habían tenido alguna relación con Tomás.


‐Todo son pistas que conducen a Tomás ‐dijo Paula mientras leía los nombres‐. Creo que no estamos lejos de su último paradero.


‐Son pistas antiguas —corrigió Pedro mientras leía los márgenes—. Aparentemente, el chico ha desaparecido del orfanato.


‐¿Desaparecido?


‐Alonso dice que se ha marchado y que no hay ninguna pista.


‐No es posible ‐protestó Paula, rígida‐. Los orfanatos llevan un registro. Tendrán anotada su última dirección. No dejarían que un desconocido se llevase a un crío. ¡Los chicos no se desvanecen en el aire sin dejar rastro! ¿Dónde estaba ese orfanato?


‐En las afueras de San Salvador de Jujuy ‐dijo Pedro.


‐No está lejos, Pedro. Sólo son dos horas en coche desde Salta ‐agarró su brazo‐. Alquilemos un coche y vayamos. Podríamos presentarnos allí a última hora de la tarde.


Pedro no contestó, absorto en las notas de Alonso. Parecía que el supuesto orfanato no estaba registrado. La desaparición de niños era bastante habitual. En el último año se habían sucedido cuatro directores diferentes. El edificio estaba en las montañas y dedujo que era un establecimiento pequeño. Albergaría un máximo de veinte niños, descendientes de los incas en su mayoría. Y si un centro tan pequeño no recordaba a Tomás significaba que algo no marchaba bien.


‐Vamos, Pedro. Busquemos un coche. Estamos perdiendo el tiempo.


‐Para un poco, Paula. Tenemos los caballos y todavía hay muchos cabos sueltos.


‐Quizá Alonso erró la búsqueda ‐apuntó Paula, frenética‐. Quizá no hizo las preguntas pertinentes. San Salvador de Jujuy está alejado del mundo y es un extraño. Tiene sentido que la gente no confiara en él. Pero tú tienes sangre india. La gente confiará en ti. Estoy segura.


Hablaba con enorme pasión. Pedro sabía que el niño no se había evaporado. Había ocurrido algo. Pero ¿qué?


Recordó que cinco años atrás, una banda fronteriza había alarmado a la población con robos, secuestros y chantajes. 


Habían raptado bastantes niños que habían vendido, según los rumores, a familias acomodadas de otros continentes. Pero los habían detenido hacía dos años y, desde entonces, la vida en la frontera se había normalizado.


Pedro contuvo la respiración. Alonso era un agente secreto. 


¿Cómo se había enterado del caso de Tomás? ¿Cómo había descubierto la relación con la familia Chaves? Cruzó por su mente que quizá se trataba de algo mucho más gordo que la desaparición de un niño. Recordó que Paula había mencionado el mercado negro.


Quizá Alonso conociera el paradero de Tomás, pero no quisiera revelarlo para que la operación no se viniera abajo.


Tenía que encontrarse con Alonso. Algo en la información que contenía ese sobre resultaba altamente sospechoso.


‐¿Así que no vamos a hacer nada? ‐Paula se plantó frente a él‐. ¿Vamos a sentarnos de brazos cruzados mientras esperamos?


‐Actuaremos con mucha cautela —dijo para salvaguardarla.


‐¿Y eso qué significa? ‐preguntó furiosa.


‐Voy a hacer algunas pesquisas antes de que nos encaminemos hacia el norte —respondió con calma—. Quisiera que estrecháramos la búsqueda.


—¿Eso es todo? —ella sacudió la cabeza mientras mascullaba algo entre dientes‐. ¿Volvemos a casa para que hagas unas llamadas?


‐No vamos a casa y no voy a hacer unas llamadas. Seguiremos nuestro camino y pararemos de vez en cuando. Tengo amigos en el camino.


—Yo no quiero seguir a caballo —manifestó—. No me interesa. Quiero un coche que me lleve a Jujuy. Quiero ir a ese orfanato y entrevistarme con el director...


—Ha sido sustituido —interrumpió Pedro—. El centro ha tenido cuatro directores distintos durante el último año. Dijiste que querías conocer mi mundo, mi familia. Y eso es lo que pretendo, si me dejas...


‐Pero Tomás...


—Está desaparecido. Será mejor que dejes que mi gente nos eche una mano. No conseguiremos nada si nos presentamos en la ciudad armando revuelo. Sólo levantaremos sospechas.


‐¿Crees realmente que tu gente puede ayudarnos?


‐Sí. Pero hay que tener paciencia. Tienes que darte cuenta de que ahora estás en terreno ajeno. Y, a medida que nos adentremos en las montañas, conocerás a gente que desconfiará de ti tanto como tu familia siempre ha desconfiado de mí.


Paula cerró los ojos y dejó escapar una lágrima. Pedro notó cómo se encogía su corazón y secó la lágrima con la yema del dedo índice.


‐Sé que no te resultará fácil, Paula, porque siempre te gusta salirte con la tuya. Te gusta supervisarlo todo, pero aquí tiene que hacerse a mi manera. ¿Puedes hacerlo? ¿Por nosotros? ‐vaciló un instante‐. ¿Por mí?


Ella apretó la mandíbula. Tragó con dificultad y pestañeó. 


Sus ojos estaban empapados, pero sostuvo la mirada de Pedro.


‐Sí ‐dijo.


Satisfecho,Pedro devolvió los documentos al sobre, guardó todo debajo del cinturón de cuero y entró en una tienda para aprovisionarse con comida. Guardó todo en las alforjas y salieron de la ciudad camino de las montañas.


Cabalgaron durante varias horas. Paula, ajena al paisaje, sólo pensaba en Tomás. ¿Quién lo habría sacado del orfanato? Según la documentación de Pedro, alguien se lo había llevado entre septiembre y diciembre del pasado año.


Pero quizá fuera una buena noticia que hubiera dejado el orfanato. Quizás había encontrado una buena familia. O puede que hubiera regresado con sus padres. Pero Paula sabía que, en realidad, se estaba engañando. Acalorada e irritable, se quitó el poncho y lo anudó en su cintura. Estaba cansada y quería respuestas.


Pero Pedro le había pedido que confiara en él. Paula reprimió un gruñido. Odiaba la perspectiva que se avecinaba.


‐Ya falta poco ‐dijo Pedro, animoso‐. Quédate cerca de mí.


‐Eso intento ‐dijo con el ceño fruncido.


‐Ya sé que es una cuesta muy empinada, pero el esfuerzo valdrá la pena. ¿No te estás divirtiendo, flaca? ‐preguntó con cariño.


‐Al contrario, señor. Estoy disfrutando mucho del paseo.


Al cabo de una hora, tras coronar la cima y descender hasta el valle, Paula se animó.


—¿Eso es humo? —preguntó.


—Mis amigos. Acamparemos ahí esta noche.


Había media docena de gauchos reunidos al borde de un lago. Iban vestidos con pantalones y camisas blancas. Uno de ellos preparaba mate cuando Pedro bajó de su caballo. Fue recibido con entusiasmo. Todos lo abrazaron. Entonces se acallaron todos los saludos y se volvieron al unísono hacia Paula.


‐Esta es Paula ‐dijo con suma tranquilidad‐. Mi esposa.


Y, al instante, los gauchos se olvidaron de ella y se interesaron por los caballos. Luego se sentaron alrededor de la hoguera y compartieron una taza de mate.


Paula se quedó sola durante más de una hora mientras los hombres charlaban y reían. No concebía que Pedro se hubiese olvidado de ella. La ceremonia del mate podía alargarse varias horas y parecía que iba a llevarles toda la noche.


¿Acaso la habían invitado? No. ¿Acaso Pedro había contado con ella? No. Había olvidado que existía.


Finalmente, él se levantó, se sacudió el polvo y se acercó a ella.


‐¿Quieres bañarte? ‐preguntó‐. Hay una fuente de agua termal detrás de las rocas. Está protegida y nadie te molestará. Tendrás privacidad absoluta.


‐No he traído una toalla ‐dijo, incapaz de reconocer su inseguridad en ese terreno.


‐Yo sí ‐dijo Pedro y desempaquetó la toalla que guardaba en la mochila.


Paula lo siguió, pasaron de largo junto al campamento y llegaron a la fuente termal. Era tal y como había dicho. Se agachó y comprobó que la temperatura del agua era ideal.


‐¿Hay muchas pozas como ésta? ‐preguntó.


‐Un par de ella por la zona ‐dijo‐. Y muchas más si sigues hacia el norte. Es una consecuencia del volcán Ojos del Salado.


Se estremeció cuando notó sus dedos en la nuca. Era muy sencillo entregarse a sus caricias.


Estaba agotada y sus manos eran fuertes. Adoraba la confianza de sus movimientos cuando la tocaba. Nunca habían existido dudas entre ellos.


‐¿Vas a bañarte conmigo? ‐preguntó, encarándolo, ansiosa por retenerlo.


‐No puedo, negrita. Tengo que reunirme con mi gente. Es importante. Debo sentarme con ellos un rato...


‐¡Ya lo has hecho! ‐se apretó contra su pecho‐. Te has pasado una hora con ellos.


‐No tienes que enfadarte ‐dijo mientras intentaba calmarla‐. Uno de los hombres, Víctor, viene de la zona de Jujuy. Son gente que conoce estas tierras, Paula. Hemos venido para obtener información. Quizá puedan ayudarnos.


‐Pero quiero formar parte de la búsqueda ‐protestó.


‐Las cosas son distintas aquí, Paula. Los gauchos viven separados de sus mujeres durante largas temporadas. Son personas muy independientes. No podré pedirles ayuda si te sientas con nosotros.


Ella asintió. En esos momentos, empezó a comprender cómo se había sentido Pedro al ser excluido por su familia.


Tras el baño y una copiosa cena típicamente gaucha, la gente se repartió en pequeños grupos. Unos jugaban a las cartas, otros charlaban y uno de ellos tocaba la guitarra. La música rebotaba en las rocas y ascendía al cielo.


‐No te enfades con ellos ‐susurró Pedro a su oído para que no lo oyeran‐. No les disgustas, Paula. Pero todavía no te conocen.


‐Sí, lo entiendo ‐aseguró‐. Sé que sólo quieren lo mejor para ti.


‐Tú eres la mejor ‐se inclinó y la besó en la mejilla‐. La mejor de todas.


‐¿No podemos retirarnos a algún lugar apartado? ‐preguntó‐. ¿Quedarnos a solas?


‐No puedes vivir sin un poco de sexo, ¿verdad?


‐No me falta el sexo, Pedro ‐replicó, sonrojada‐. Te echo de menos a ti.


Pedro levantó las pestañas y ella observó el fuego en su mirada. Sabía que sentía exactamente lo mismo que ella.


‐Vamos ‐dijo‐. Tenemos cosas pendientes.


Se alejaron del grupo. Cruzaron las aguas termales y llegaron a un claro. Entonces empujó el cuerpo de Paula contra una roca y ella aspiró con fuerza el aire de la noche.


Estaba hambrienta y anhelaba el contacto con su cuerpo. 


Deslizó las yemas de los dedos sobre el torso húmedo de Pedro. Trazó un círculo con su dedo mojado alrededor de uno de sus pezones y Pedro aspiró con violencia.


‐No creo que quieras hacerlo ‐dijo con voz ronca.


‐Claro que quiero ‐dijo Paula, complacida ante su reacción.


—Ninguna mujer me acaricia de ese modo y se va ‐advirtió.
Deseaba poseerla. Deseaba una vida a su lado, una entrega incondicional.


Paula frotó sus manos con delicadeza sobre sus muslos y besó de nuevo su pecho.


‐Ya sabes lo que quiero.


—No empleas muchas sutilezas —reconoció Pedro.


‐¿Debería? ‐preguntó con malicia.


‐Estás jugando con fuego, negrita.


Pedro buscó el bajo de la blusa y sacó la prenda por arriba. 


Paula no se había puesto sujetador y ya estaba medio desnuda. Pedro emitió un gruñido gutural, cubrió sus pechos con las manos y empujó con fuerza hasta que se quedó inmovilizada contra la roca. Bajó la cabeza y rozó con la boca la curva de uno de sus pechos. Ella notó la barba áspera en su piel y la dulzura de su lengua en el pezón. 


Gimió mientras Pedro mordía el pezón enhiesto con los labios. Succionó con fuerza y despertó en su interior un placer infinito.


Paula se estremeció cuando Pedro cambió al otro pecho. 


Trazó con la lengua la aureola del pezón y ella estuvo a punto de desmayarse.


‐No te muevas ‐ordenó Pedro‐. Ahora eres mía. Me perteneces.


Se agachó y desabrochó los botones de la falda. Observó cómo caía la prenda a sus pies y festejó la visión que se ofrecía a sus ojos.


Depositó un beso en la cara interior de su muslo. Ella se quedó sin aire mientras Pedro le quitaba las braguitas. Paula se sintió totalmente expuesta, vulnerable. Pero también era
increíblemente sensual. Sabía que pertenecía a Pedro en cuerpo y alma.


Pedro besó la encrucijada de sus muslos. Se empleó con toda la ternura que pudo para derretirla con sus besos. Paula no podría resistirlo mucho tiempo. Notó cómo crecía su deseo y olvidó las inhibiciones. Sabía que, hiciera lo que hiciera, iba a disfrutarlo. Podía comérsela viva y pediría más. 


Colocó las manos en la cabeza de Pedro y empezó a temblar. Movía la lengua con tanta delicadeza, tanta paciencia. Ella se estremeció cuando la excitación se concentró debajo de su ombligo. Movía los dedos y enmarañaba su pelo con cada acometida de su lengua. Se agarró con fuerza, temerosa de que le fallaran las piernas.



—Esto es demasiado —dijo, sofocada.


‐Nunca es demasiado para ti ‐replicó Pedro con una carcajada leve.







sábado, 24 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 23




QUÉ HORA saldremos? ‐preguntó con impaciencia.


 ‐Temprano ‐anunció en tono intimidatorio.


‐Bien ‐dijo, más ilusionada que nunca‐. Estoy ansiosa.


‐Yo también ‐apuntó Pedro, que siempre había celebrado ese entusiasmo infantil de Paula‐. Tendrás que prepararte esta noche. Llena únicamente una mochila con la ropa imprescindible y acuéstate. Nos marcharemos al alba.


Paula hizo la maleta en su habitación. Eligió ropa cómoda y fresca. Una vez en la cama emergió en ella la esperanza. A pesar de lo que pensara Pedro, tendría otra oportunidad para empezar de nuevo, desterrar los malos recuerdos y recuperar la libertad que habían compartido en el pasado.


Tenía que mostrarse positiva. Todo consistía en mantener una buena actitud.


El golpe en la puerta de su habitación sonó muy lejano. 


Luego se sucedió otro más fuerte.


Paula abrió los ojos y miró el reloj. Marcaba las tres y media. 


Tenía que tratarse de una broma. Se incorporó y se sentó en el borde la cama. No era posible que quisiera marcharse tan temprano.


Paula se apartó la melena de la cara y caminó hasta la puerta. Abrió y descubrió que todo estaba a oscuras. Apenas distinguía la figura de Pedro en esa oscuridad.


—Me estás tomando el pelo ‐bostezó y se frotó los ojos.


‐¿No estás lista? ‐preguntó con voz grave‐. Ya es la hora.


‐¿Nos marchamos? ‐se apoyó en el marcó de la puerta‐. ¿A las tres y media?


‐No. Nos marchamos a las tres y cuarenta. Eso te da diez minutos para prepararte y reunirte conmigo en los establos. Y si te retrasas un solo minuto, me iré sin ti.


Pedro—susurró, consciente de que hablaba en serio.


—No me presiones, Paula. No es el mejor día —sus ojos negros desafiaban la noche‐. Tengo la impresión de que me he pasado toda la vida esperándote y estoy cansado. Iremos a este viaje, volveremos a casa y, después, me marcharé.


‐¿Te marcharás? ‐repitió, demudada.


‐Sí, señora ‐y sus dientes blancos brillaron en el pasillo un instante‐. Sigo mi camino.


Pedro bajó las escaleras con un nudo en el estómago. Entró en la cocina y tomó las alforjas que había llenado de comida. 


Había sido muy duro con Paula y eso no le gustaba. Estaba enojado, desde luego. Pero ¿qué sentido tenía pagarlo con ella?


Nada de lo que había ocurrido era culpa de Paula. Ella no había deseado ese aborto. Tampoco había contactado con Alonso Huntsman ni había buscado la foto del chico. Ese hombre había alimentado su esperanza. Y no podía culparla porque no hubiera acudido a él. Comprendía su decepción. 


Sentía algo parecido.


Salió de la casa y se acercó al establo. Todavía hacía frío y pensó que Paula necesitaría una chaqueta. Pero al mediodía haría bastante calor en la montaña. Confiaba en que hubiera decidido ponerse varias capas.


Paula apareció vestida con unos vaqueros, una camiseta, un poncho y botas. Se había recogido el pelo y el poncho rojo hacía que pareciese indígena. Nadie habría reconocido a la hija del conde Chaves.


‐¿Estás lista? ‐preguntó Pedro, que ya había ensillado los caballos‐. Sube y veamos cómo te sientan los estribos.


Paula notó la calidez de su mano sobre la tela vaquera del pantalón mientras la aupaba hasta la silla. Una de sus manos rozó su nalga en el momento en que se sentaba sobre la gruesa pelliza.


‐Despacio, flaco —advirtió Paula—. No querrás que me siente sobre tu mano.


‐¿Eso debería asustarme? ‐preguntó con expresión neutra.


‐Un poco ‐dijo e hizo una mueca.


‐No eres muy distinta de tu temperamental yegua ‐dijo Pedro‐. Y te aseguro que nunca he tenido problemas con ese caballo.


Ella sonrió, divertida ante esa perspectiva. Pedro había criado ese caballo desde que había sido un potro. Y se lo había entregado como regalo de boda.


Ahora comprobaba que todo estaba en su sitio.


‐¿Te encuentras a gusto? —preguntó mientras deslizaba la mano a lo largo de su pierna hasta la pantorrilla.


Paula se estremeció ante ese contacto tan leve. Notó un vuelco en el estómago. Deseaba sentirlo contra su piel, abrazarlo con fuerza. La fuerza del deseo era abrasiva y parecía que hubiera transcurrido una eternidad desde la última vez que habían disfrutado de una jornada completa en
la cama.


‐¿Te encuentras bien? ‐repitió Pedro.


‐Eso depende del matiz de la pregunta ‐contestó, plenamente sensibilizada.


‐Esta mañana estás muy guerrera, negrita ‐dijo y enrolló la rienda en su mano.


‐No sé lo que me pasa ‐apuntó sin ocultar el deseo ardiente en su voz‐. Supongo que no he dormido mucho esta noche.


‐Tendrías que haberte acostado más temprano.


El tono de su voz resultaba distante, pero contrastaba con el fuego de su mirada. No podía ocultar el deseo. Era un secreto a voces.


‐Tendrías que haberme dejado más tiempo ‐replicó mientras intentaba liberarse de su mano‐. Ya sabes cómo me pongo si duermo menos de siete horas.


Cruzó por su cabeza que Pedro todavía disfrutaba con la tensión que existía entre ellos.


Ninguna mujer había opuesto tanta resistencia a sus encantos.


‐Recuerdo cuando dormías poco más de cuatro horas ‐dijo y acercó su cara hacia él, a pocos centímetros de sus labios‐. Recuerdo cuando te hacía el amor y pasábamos la noche en vela. Estabas llena de vida.


Paula no podía respirar. La sangre se agolpaba en su cabeza y notaba un latido en el vientre


Era sensual y perverso. Había sido suya. Pedro la había amado con tanta intensidad que ella había quedado marcada por el fuego de su pasión. Nunca podría acostarse con otro hombre. Pedro era su alma gemela.


Pero existían algunos problemas entre ellos y la solución requería paciencia. Y mucho sentido del humor.


‐Eso fue en el pasado ‐contestó sin aliento‐. Eras mucho más joven. Dudo mucho que ahora puedas... mantener ese nivel de eficacia. 


‐No debes preocuparte por mi capacidad ‐replicó, herido en su orgullo‐. Soy más fuerte y tengo más control sobre mi cuerpo. Puedo detenerme siempre que yo quiera. O siempre que tú me lo pidas.


Ella abrió los ojos y sintió un hormigueo en el cuerpo. Notó cómo la mirada de Pedro se posaba en su labio inferior. 


Deseaba un beso con toda su alma.


‐Pero supongo que nunca lo sabrás, ¿verdad? –dijo y se retiró tras darle una palmada en el muslo‐. Te cansaste de mí. Así que deberías alegrarte, Paula. Estás a punto de librarte de mí para siempre.


—Todavía no estoy libre —dijo, las botas en los estribos, erguida sobre la silla‐. Y tú tampoco, flaco.


Pedro le dirigió una mirada cáustica. Se colocó el sombrero y tomó las riendas de su caballo.


Paula lo miró, embelesada, mientras montaba su alazán. 


Estaba más musculoso que cinco años atrás. Pensó que ese tiempo en la ciudad no había malogrado su figura. Había adquirido una sensualidad que no interfería con su sexualidad primitiva.


La primera vez que habían hecho el amor y había perdido su virginidad entre sus manos, Pedro había explorado su cuerpo como si se tratara de una propiedad.


Pero ahora se alejaba al trote de los establos y Paula, pese a la furia del deseo que la carcomía, no tuvo más remedio que seguirlo.


Había pedido una última aventura y Pedro iba a concedérsela. Y quizá en ese viaje encontrase el camino de vuelta al corazón de Pedro. Habían pasado muchos meses desde la última vez que había montado y al mediodía tenía doloridos los muslos. A las tres estaba agotada.


‐¿Falta mucho? ‐preguntó mientras se detenían en un arroyo para que bebiesen los caballos, abrasada por el sol de la montaña.


‐¿Ya has tenido bastante? ‐Pedro se inclinó en su semental.


‐No ‐dijo y esbozó una sonrisa de chica dura.


‐Te duele la cabeza, ¿verdad? ‐aventuró con expresión taciturna.


‐No es nada, Pedro ‐aseguró, pero no rebajó la arruga en su frente‐. Estoy bien. Quiero que sigamos adelante. ¡Por favor!


‐Está bien ‐asintió a regañadientes‐. Vamos.


Siguieron la estela del arroyo entre cañones y las sombras dispersas de los árboles. Ya había anochecido cuando Pedro desmontó.


‐Pasaremos aquí la noche ‐se acercó a ella para ayudarla a bajarse del caballo‐. Desensillaremos los caballos para que descansen un poco.


‐¿No atas a los caballos? ‐preguntó Paula.


‐¿Por qué? No van a marcharse. Ellos, al contrario que tú, me respetan.


Paula quitó la silla de su caballo y acarició su lomo con la mano. Comprobó, satisfecha, que estaba en perfecto estado.


‐No tiene ninguna magulladura ‐dijo.


‐Claro que no. Un gaucho que abusa de un caballo no es un auténtico gaucho ‐sacó una toalla y secó su animal‐. Hay tres cosas sagradas para un gaucho. Su caballo representa la libertad. Su arma es su mejor amigo y su protector.


‐¿Y la tercera?


‐Su mujer ‐contestó.


Cenaron carne, queso y empanadas de cebolla que María había preparado la noche anterior a su partida.


‐¿Dónde estamos? ‐preguntó Paula‐. Sólo quiero una respuesta aproximada.


‐A unas cinco millas de San Juan —calculó con una sonrisa‐. No parece que hayamos avanzado mucho, ¿verdad?


‐Pensé que estaríamos más lejos ‐admitió Paula‐. Pero estoy muy contenta. Esto es muy divertido.


‐Sí, señora. Es toda una aventura.


Ella cerró los ojos e ignoró la burla de Pedro. Sabía que iba a pasárselo en grande haciéndola sufrir. De pronto notó un golpe en el brazo. Paula abrió los ojos y descubrió una barra de chocolate sobre la manta.


‐El postre ‐dijo Pedro‐. Disfrútalo.


Y así fue. Se tumbó sobre la manta, miró las estrellas y mordisqueó la barra con delectación.


Recordó los paseos que daba con su padre en el barrio de Belgrano. Las tardes de los domingos estaban reservadas para papá y Paula. Todo el mundo conocía a su padre y paseaban entre las tiendas hasta que terminaban en la tienda de la esquina.


Y cada domingo, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, su padre sostenía la puerta mientras ella elegía su dulce preferido. Y cada domingo elegía una barrita de chocolate suizo envuelta en papel dorado. Cada domingo le ofrecía a su padre una onza y él, muy educado, siempre rechazaba el ofrecimiento.


‐Mi padre podía ser muy cariñoso ‐dijo, acostada de lado, empujada por la viveza de ese recuerdo.


‐Nadie es del todo malo ‐contestó Pedro, tumbado sobre el petate‐. Ni siquiera tú.


‐Gracias, flaco ‐dijo ella con una sonrisa.


‐No hay problema, flaca. Buenas noches.


Apenas unos minutos más tarde notó cómo Pedro la zarandeaba.


‐Abre los ojos, dormilona. Es la hora.


‐¿Ya? ‐dijo con la mirada fija en el cielo azul.


‐Tenemos un buen trecho por delante antes del desayuno. Será mejor que nos pongamos en marcha. Tengo una cita en Famatina y no puedo faltar.


Al cabo de dos horas dejaron el camino de piedras y se adentraron en el valle de Famatina, poblado de cactus. Llegaron a Famatina a mediodía y se detuvieron frente a un café muy sencillo.


Mientras ataba los caballos a la rama de un árbol, Pedro le indicó a Paula que pidiera café y unas pastas.


Se sentaron con sus respectivas tazas en la terraza. Pedro miró su reloj un par de veces mientras desayunaban.


‐¿A quién estás esperando? ‐preguntó Paula.


‐He quedado con Alonso Huntsman ‐dijo y vació su taza.


Ella se atragantó y repitió el nombre, incrédula. Estaba desconcertada. Siguieron a la espera y Paula empezó a sentirse nerviosa. Pedro sacó una navaja y se puso a tallar un trozo de madera.


De pronto aparcó un coche junto al café y apareció una mujer en traje beige. Su expresión se dulcificó cuando reconoció a Pedro en la terraza.


‐¿Señor Alfonso? ‐preguntó y le tendió la mano.


—¿Sí? —se levantó, precavido.


—Siento decirle que ha surgido un contratiempo en la agenda del señor Huntsman ‐dijo la joven con cierta dificultad para expresarse en castellano‐. Me ha enviado en su nombre. Me ha pedido que le entregara esto. ¡Buena suerte!


La mujer regresó al coche y, en cuanto se alejó de allí, Pedro abrió el sobre.


‐Al menos sabemos que Huntsman no es un criminal ‐dijo mientras extendía el documento para que Paula lo examinara‐. Es un agente de la inteligencia británica.


‐¿Cómo? ‐Paula miró el papel.


—Es un espía.