sábado, 24 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 23




QUÉ HORA saldremos? ‐preguntó con impaciencia.


 ‐Temprano ‐anunció en tono intimidatorio.


‐Bien ‐dijo, más ilusionada que nunca‐. Estoy ansiosa.


‐Yo también ‐apuntó Pedro, que siempre había celebrado ese entusiasmo infantil de Paula‐. Tendrás que prepararte esta noche. Llena únicamente una mochila con la ropa imprescindible y acuéstate. Nos marcharemos al alba.


Paula hizo la maleta en su habitación. Eligió ropa cómoda y fresca. Una vez en la cama emergió en ella la esperanza. A pesar de lo que pensara Pedro, tendría otra oportunidad para empezar de nuevo, desterrar los malos recuerdos y recuperar la libertad que habían compartido en el pasado.


Tenía que mostrarse positiva. Todo consistía en mantener una buena actitud.


El golpe en la puerta de su habitación sonó muy lejano. 


Luego se sucedió otro más fuerte.


Paula abrió los ojos y miró el reloj. Marcaba las tres y media. 


Tenía que tratarse de una broma. Se incorporó y se sentó en el borde la cama. No era posible que quisiera marcharse tan temprano.


Paula se apartó la melena de la cara y caminó hasta la puerta. Abrió y descubrió que todo estaba a oscuras. Apenas distinguía la figura de Pedro en esa oscuridad.


—Me estás tomando el pelo ‐bostezó y se frotó los ojos.


‐¿No estás lista? ‐preguntó con voz grave‐. Ya es la hora.


‐¿Nos marchamos? ‐se apoyó en el marcó de la puerta‐. ¿A las tres y media?


‐No. Nos marchamos a las tres y cuarenta. Eso te da diez minutos para prepararte y reunirte conmigo en los establos. Y si te retrasas un solo minuto, me iré sin ti.


Pedro—susurró, consciente de que hablaba en serio.


—No me presiones, Paula. No es el mejor día —sus ojos negros desafiaban la noche‐. Tengo la impresión de que me he pasado toda la vida esperándote y estoy cansado. Iremos a este viaje, volveremos a casa y, después, me marcharé.


‐¿Te marcharás? ‐repitió, demudada.


‐Sí, señora ‐y sus dientes blancos brillaron en el pasillo un instante‐. Sigo mi camino.


Pedro bajó las escaleras con un nudo en el estómago. Entró en la cocina y tomó las alforjas que había llenado de comida. 


Había sido muy duro con Paula y eso no le gustaba. Estaba enojado, desde luego. Pero ¿qué sentido tenía pagarlo con ella?


Nada de lo que había ocurrido era culpa de Paula. Ella no había deseado ese aborto. Tampoco había contactado con Alonso Huntsman ni había buscado la foto del chico. Ese hombre había alimentado su esperanza. Y no podía culparla porque no hubiera acudido a él. Comprendía su decepción. 


Sentía algo parecido.


Salió de la casa y se acercó al establo. Todavía hacía frío y pensó que Paula necesitaría una chaqueta. Pero al mediodía haría bastante calor en la montaña. Confiaba en que hubiera decidido ponerse varias capas.


Paula apareció vestida con unos vaqueros, una camiseta, un poncho y botas. Se había recogido el pelo y el poncho rojo hacía que pareciese indígena. Nadie habría reconocido a la hija del conde Chaves.


‐¿Estás lista? ‐preguntó Pedro, que ya había ensillado los caballos‐. Sube y veamos cómo te sientan los estribos.


Paula notó la calidez de su mano sobre la tela vaquera del pantalón mientras la aupaba hasta la silla. Una de sus manos rozó su nalga en el momento en que se sentaba sobre la gruesa pelliza.


‐Despacio, flaco —advirtió Paula—. No querrás que me siente sobre tu mano.


‐¿Eso debería asustarme? ‐preguntó con expresión neutra.


‐Un poco ‐dijo e hizo una mueca.


‐No eres muy distinta de tu temperamental yegua ‐dijo Pedro‐. Y te aseguro que nunca he tenido problemas con ese caballo.


Ella sonrió, divertida ante esa perspectiva. Pedro había criado ese caballo desde que había sido un potro. Y se lo había entregado como regalo de boda.


Ahora comprobaba que todo estaba en su sitio.


‐¿Te encuentras a gusto? —preguntó mientras deslizaba la mano a lo largo de su pierna hasta la pantorrilla.


Paula se estremeció ante ese contacto tan leve. Notó un vuelco en el estómago. Deseaba sentirlo contra su piel, abrazarlo con fuerza. La fuerza del deseo era abrasiva y parecía que hubiera transcurrido una eternidad desde la última vez que habían disfrutado de una jornada completa en
la cama.


‐¿Te encuentras bien? ‐repitió Pedro.


‐Eso depende del matiz de la pregunta ‐contestó, plenamente sensibilizada.


‐Esta mañana estás muy guerrera, negrita ‐dijo y enrolló la rienda en su mano.


‐No sé lo que me pasa ‐apuntó sin ocultar el deseo ardiente en su voz‐. Supongo que no he dormido mucho esta noche.


‐Tendrías que haberte acostado más temprano.


El tono de su voz resultaba distante, pero contrastaba con el fuego de su mirada. No podía ocultar el deseo. Era un secreto a voces.


‐Tendrías que haberme dejado más tiempo ‐replicó mientras intentaba liberarse de su mano‐. Ya sabes cómo me pongo si duermo menos de siete horas.


Cruzó por su cabeza que Pedro todavía disfrutaba con la tensión que existía entre ellos.


Ninguna mujer había opuesto tanta resistencia a sus encantos.


‐Recuerdo cuando dormías poco más de cuatro horas ‐dijo y acercó su cara hacia él, a pocos centímetros de sus labios‐. Recuerdo cuando te hacía el amor y pasábamos la noche en vela. Estabas llena de vida.


Paula no podía respirar. La sangre se agolpaba en su cabeza y notaba un latido en el vientre


Era sensual y perverso. Había sido suya. Pedro la había amado con tanta intensidad que ella había quedado marcada por el fuego de su pasión. Nunca podría acostarse con otro hombre. Pedro era su alma gemela.


Pero existían algunos problemas entre ellos y la solución requería paciencia. Y mucho sentido del humor.


‐Eso fue en el pasado ‐contestó sin aliento‐. Eras mucho más joven. Dudo mucho que ahora puedas... mantener ese nivel de eficacia. 


‐No debes preocuparte por mi capacidad ‐replicó, herido en su orgullo‐. Soy más fuerte y tengo más control sobre mi cuerpo. Puedo detenerme siempre que yo quiera. O siempre que tú me lo pidas.


Ella abrió los ojos y sintió un hormigueo en el cuerpo. Notó cómo la mirada de Pedro se posaba en su labio inferior. 


Deseaba un beso con toda su alma.


‐Pero supongo que nunca lo sabrás, ¿verdad? –dijo y se retiró tras darle una palmada en el muslo‐. Te cansaste de mí. Así que deberías alegrarte, Paula. Estás a punto de librarte de mí para siempre.


—Todavía no estoy libre —dijo, las botas en los estribos, erguida sobre la silla‐. Y tú tampoco, flaco.


Pedro le dirigió una mirada cáustica. Se colocó el sombrero y tomó las riendas de su caballo.


Paula lo miró, embelesada, mientras montaba su alazán. 


Estaba más musculoso que cinco años atrás. Pensó que ese tiempo en la ciudad no había malogrado su figura. Había adquirido una sensualidad que no interfería con su sexualidad primitiva.


La primera vez que habían hecho el amor y había perdido su virginidad entre sus manos, Pedro había explorado su cuerpo como si se tratara de una propiedad.


Pero ahora se alejaba al trote de los establos y Paula, pese a la furia del deseo que la carcomía, no tuvo más remedio que seguirlo.


Había pedido una última aventura y Pedro iba a concedérsela. Y quizá en ese viaje encontrase el camino de vuelta al corazón de Pedro. Habían pasado muchos meses desde la última vez que había montado y al mediodía tenía doloridos los muslos. A las tres estaba agotada.


‐¿Falta mucho? ‐preguntó mientras se detenían en un arroyo para que bebiesen los caballos, abrasada por el sol de la montaña.


‐¿Ya has tenido bastante? ‐Pedro se inclinó en su semental.


‐No ‐dijo y esbozó una sonrisa de chica dura.


‐Te duele la cabeza, ¿verdad? ‐aventuró con expresión taciturna.


‐No es nada, Pedro ‐aseguró, pero no rebajó la arruga en su frente‐. Estoy bien. Quiero que sigamos adelante. ¡Por favor!


‐Está bien ‐asintió a regañadientes‐. Vamos.


Siguieron la estela del arroyo entre cañones y las sombras dispersas de los árboles. Ya había anochecido cuando Pedro desmontó.


‐Pasaremos aquí la noche ‐se acercó a ella para ayudarla a bajarse del caballo‐. Desensillaremos los caballos para que descansen un poco.


‐¿No atas a los caballos? ‐preguntó Paula.


‐¿Por qué? No van a marcharse. Ellos, al contrario que tú, me respetan.


Paula quitó la silla de su caballo y acarició su lomo con la mano. Comprobó, satisfecha, que estaba en perfecto estado.


‐No tiene ninguna magulladura ‐dijo.


‐Claro que no. Un gaucho que abusa de un caballo no es un auténtico gaucho ‐sacó una toalla y secó su animal‐. Hay tres cosas sagradas para un gaucho. Su caballo representa la libertad. Su arma es su mejor amigo y su protector.


‐¿Y la tercera?


‐Su mujer ‐contestó.


Cenaron carne, queso y empanadas de cebolla que María había preparado la noche anterior a su partida.


‐¿Dónde estamos? ‐preguntó Paula‐. Sólo quiero una respuesta aproximada.


‐A unas cinco millas de San Juan —calculó con una sonrisa‐. No parece que hayamos avanzado mucho, ¿verdad?


‐Pensé que estaríamos más lejos ‐admitió Paula‐. Pero estoy muy contenta. Esto es muy divertido.


‐Sí, señora. Es toda una aventura.


Ella cerró los ojos e ignoró la burla de Pedro. Sabía que iba a pasárselo en grande haciéndola sufrir. De pronto notó un golpe en el brazo. Paula abrió los ojos y descubrió una barra de chocolate sobre la manta.


‐El postre ‐dijo Pedro‐. Disfrútalo.


Y así fue. Se tumbó sobre la manta, miró las estrellas y mordisqueó la barra con delectación.


Recordó los paseos que daba con su padre en el barrio de Belgrano. Las tardes de los domingos estaban reservadas para papá y Paula. Todo el mundo conocía a su padre y paseaban entre las tiendas hasta que terminaban en la tienda de la esquina.


Y cada domingo, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, su padre sostenía la puerta mientras ella elegía su dulce preferido. Y cada domingo elegía una barrita de chocolate suizo envuelta en papel dorado. Cada domingo le ofrecía a su padre una onza y él, muy educado, siempre rechazaba el ofrecimiento.


‐Mi padre podía ser muy cariñoso ‐dijo, acostada de lado, empujada por la viveza de ese recuerdo.


‐Nadie es del todo malo ‐contestó Pedro, tumbado sobre el petate‐. Ni siquiera tú.


‐Gracias, flaco ‐dijo ella con una sonrisa.


‐No hay problema, flaca. Buenas noches.


Apenas unos minutos más tarde notó cómo Pedro la zarandeaba.


‐Abre los ojos, dormilona. Es la hora.


‐¿Ya? ‐dijo con la mirada fija en el cielo azul.


‐Tenemos un buen trecho por delante antes del desayuno. Será mejor que nos pongamos en marcha. Tengo una cita en Famatina y no puedo faltar.


Al cabo de dos horas dejaron el camino de piedras y se adentraron en el valle de Famatina, poblado de cactus. Llegaron a Famatina a mediodía y se detuvieron frente a un café muy sencillo.


Mientras ataba los caballos a la rama de un árbol, Pedro le indicó a Paula que pidiera café y unas pastas.


Se sentaron con sus respectivas tazas en la terraza. Pedro miró su reloj un par de veces mientras desayunaban.


‐¿A quién estás esperando? ‐preguntó Paula.


‐He quedado con Alonso Huntsman ‐dijo y vació su taza.


Ella se atragantó y repitió el nombre, incrédula. Estaba desconcertada. Siguieron a la espera y Paula empezó a sentirse nerviosa. Pedro sacó una navaja y se puso a tallar un trozo de madera.


De pronto aparcó un coche junto al café y apareció una mujer en traje beige. Su expresión se dulcificó cuando reconoció a Pedro en la terraza.


‐¿Señor Alfonso? ‐preguntó y le tendió la mano.


—¿Sí? —se levantó, precavido.


—Siento decirle que ha surgido un contratiempo en la agenda del señor Huntsman ‐dijo la joven con cierta dificultad para expresarse en castellano‐. Me ha enviado en su nombre. Me ha pedido que le entregara esto. ¡Buena suerte!


La mujer regresó al coche y, en cuanto se alejó de allí, Pedro abrió el sobre.


‐Al menos sabemos que Huntsman no es un criminal ‐dijo mientras extendía el documento para que Paula lo examinara‐. Es un agente de la inteligencia británica.


‐¿Cómo? ‐Paula miró el papel.


—Es un espía.



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