jueves, 22 de junio de 2017
EL SECRETO: CAPITULO 15
Paula tenia miedo, pero sabía que debía reconstruir su pasado y necesitaba todas las piezas del rompecabezas.
Tenía que saber qué había ocurrido entre ellos. Y qué había sido de su hijo.
‐¿Qué hay del bebé? ‐preguntó, nerviosa‐. ¿Llegamos a encontrarlo? Ya sé que no quieres que hable de eso y que no quieres escucharme. Pero tenemos un hijo, Pedro.
Pedro experimentó una infinita ternura y una gran tristeza.
Paula nunca había aceptado la pérdida de su hijo ni el hecho de que ya no pudiera tenerlo.
Había sufrido un aborto cuando el embarazo estaba muy avanzado. El esfuerzo para contener la hemorragia había causado daños irreparables en su cuerpo, si bien lo habían intentado con todas sus fuerzas. Y Paula había pasado un auténtico infierno mientras intentaba que enmendasen su maltrecho cuerpo.
‐Paula, hablas mucho del bebé ‐dijo con calma‐. Pero no hay ningún bebé.
‐Claro que sí ‐replicó con amargura‐. Tenemos un hijo. Y es un chico.
Pedro se esforzó para controlarse. El doctor había previsto que Paula sufriría cambios de humor y lagunas. Imaginó que se trataba de una pequeña recaída. Avanzó lentamente en paralelo a la veranda. La luna ya había salido y las luces de los árboles brillaban como luciérnagas en la noche.
—Pedro, ¿me estás escuchando?
—Sí —aseguró, consciente de que debía apoyarla pese a lo doloroso que resultase el tema que había elegido‐. ¿Y dónde está nuestro hijo, Paula? ¿Dónde vive? ¿Quién cuida de él?
‐No lo sé ‐dijo, temblorosa‐. Por eso tenemos que encontrarlo y traerlo a casa.
Se acomodó en una de las butacas del porche y tiró de ella para que se sentara a su lado.
Ella obedeció, de modo que su cadera y su hombro rozaban a Pedro.
Resultaba extraño sentarse de ese modo. Recordaba el tacto de su piel cuando sus cuerpos desnudos se aferraban, prisioneros del deseo.
Pero no podía detenerse en las cosas que echaba de menos. Tenía que ayudarla.
‐Negrita, si realmente existiera ese niño, nuestro hijo, me lo habrías dicho ‐apuntó‐. Te conozco, Paula. No hubieras podido ocultármelo.
‐¿Y si lo hubiera hecho? —murmuró, la mirada humedecida y el labio inferior trémulo‐. ¿Y si lo mantuve en secreto y el remordimiento me fue corroyendo por dentro hasta que fui incapaz de dormir, comer o conciliar el sueño?
Pedro parecía desconcertado, perplejo. Bien estaba terriblemente confusa, bien había mantenido oculta una gran parte de su personalidad.
‐Confiaba en encontrarlo antes de que volvieras ‐entrelazó las manos‐. He intentado buscarlo, pero he perdido su pista.
‐Creo que, en estos momentos, te exiges demasiado...
‐¡No estoy loca!
‐Nunca he dicho semejante cosa ‐Pedro se estremeció ante la idea.
‐No, pero has sugerido esa posibilidad. Y estoy diciéndote la verdad ‐agarró su mano con fuerza, desesperada—. Tenemos un hijo. No murió en el parto. Tenían que devolvérmelo, pero nunca lo hicieron. Se lo llevaron y... lo vendieron.
Pedro sintió arcadas y se levantó. La incongruencia de Paula estaba afectándolo. La imaginación perturbada de Paula estaba fuera de control y no creía que pudiera ayudarla si hablaba de ese modo. Había dicho unas cosas terribles.
Un bebé. Un hijo arrebatado de las manos de su madre para venderlo.
Quizá Paula hubiera perdido el juicio.
Pedro se tiró del cuello de la camisa. Estaba demasiado apretado y se desabotonó para que el aire aliviara la presión. Notaba un bulto en la garganta.
Pedro, que no se percató de que había abandonado a Paula, entró en la casa, cruzó el pasillo y se dirigió a la entrada principal. Subiría a su coche y daría una vuelta.
‐¡Pedro!
La voz atravesó el pasillo, iluminado con candelabros antiguos. No quería detenerse. Intentó ignorar ese alarido, pero no pudo.
Vaciló un instante, si bien parte de sí mismo quería alejarse.
—Es la verdad, Pedro —repitió con la voz más tenue, pero nítida en su cerebro—. Y tienes que ayudarme. Te necesito para encontrarlo, por favor.
Pedro se volvió muy despacio. Estaba muy cerca de la puerta, la libertad. Necesitaba evadirse un poco.
La verdad era que ese aspecto de la enfermedad de Paula lo sobrepasaba. Podía enfrentarse a las cicatrices, los huesos rotos... pero esa confusión en su cabeza... era demasiado para él.
—Sólo voy a dar una vuelta —dijo—. Volveré para la cena. Tengo que arreglar unos asuntos en el despacho y...
—Tengo una prueba ‐dijo con la voz temblorosa de indignación—. Es cierto.
Condujo a Pedro a su dormitorio y se detuvo en el centro.
‐¿Dónde estás mis cosas? ¿Y las cosas del bebé? ‐preguntó.
‐Nunca he visto nada de eso entre tus cosas.
Paula se llevó la mano a la sien. Tenía un fuerte dolor de cabeza. Nada tenía sentido. Sabía que guardaba todos los documentos en una caja azul.
‐Lo sé. Siempre lo he guardado, escondido. Es una caja de zapatos. Quizá María haya reordenado mis cosas.
‐No he visto ninguna caja de zapatos azul.
‐Bueno ‐sintió lágrimas en los ojos‐, tampoco lo sabes todo.
‐¡Ni tú! ‐gritó Pedro.
Ambos respiraban con fuerza y se miraron desde una punta a la otra de la habitación. En ese instante odiaba a Pedro. Era tan arrogante y estaba tan seguro de sí mismo. Pero ¿qué sabía él?
‐¿Y qué es lo que no sé? ‐preguntó Paula.
‐Ha pasado mucho tiempo ‐señaló Pedro.
‐¿Cuánto? ‐preguntó, el corazón acelerado mientras cerraba los puños.
‐Cinco años.
Paula se tambaleó y creyó que las piernas iban a doblarse. Si Pedro no hubiera reaccionado, se habría desmayado. Pero la sujetó a tiempo. Pese a sus protestas, Pedro la aupó en sus brazos, la tumbó en la cama y tomó el teléfono.
‐No irás a llamar al doctor, ¿verdad? ‐su voz reflejaba incredulidad‐. No hay ninguna razón. Me he mareado...
‐Sí, Stephen, se ha desmayado delante de mí ‐dijo, ignorándola.
‐¡No me he desmayado! ‐gritó Paula‐. He perdido el equilibrio. No me he desplomado. ¡Déjalo ya! ¡No estás al cargo!
‐¡Ya lo creo que lo estoy! ‐replicó malhumorado antes de recuperar la conversación‐. Sí, se ha recuperado enseguida. No, no ha perdido el conocimiento.
‐Estoy bien ‐insistió Paula.
‐Túmbate ‐ordenó y señaló la almohada.
‐No estoy enferma ‐dijo con altivez e intentó hacerse con el auricular, sin éxito‐. Estaba conmocionada. Y todavía lo estoy. ¡Dame ese maldito teléfono!
Logró hacerse con el aparato y quitárselo de la mano a Pedro.
‐Hola, Stephen. Sí, está todo bien. Apenas perdí el equilibrio. Y no perdí el conocimiento. No ha sido nada. Dile a mi marido... ‐entonces su voz se quebró, horrorizada, y miró a Pedro.
Notaba cómo le latía el corazón, desbocado. Se humedeció los labios.
‐Dile a mi... marido... que estoy bien ‐concluyó.
Aturdida, devolvió el auricular a Pedro antes de sentarse en la cama. Estaba casada.
¿Cómo lo sabía? ¿Cómo lo había recordado?
Estaba casada con Pedro. ¿Cómo? ¿Cuándo? Era imposible. Pero había dicho que habían pasado cinco años... ¿Sería posible?
Escuchó cómo Pedro se despedía del médico y colgaba. La habitación quedó sumida en un largo y oscuro silencio.
‐Te has acordado ‐señaló Pedro al cabo de un minuto.
Ella permaneció sentada, paralizada, mientras sus pensamientos volaban como las hojas en otoño. No podía retenerlos ni gobernarlos.
‐Si han pasado cinco años... ‐su voz se debilitó y se mordió el labio.
Cinco años de los que no recordaba nada salvo que Pedro era su marido.
‐Estás a punto de cumplir veintitrés años ‐prosiguió Pedro.
Paula agradecía que la habitación estuviera a oscuras. Se sentía como una estúpida, extremadamente vulnerable. Pedro se acercó a la mesilla y encendió la lámpara de latón con pantalla dorada. Paula apartó la cara del reflejo dorado. No quería enfrentarse a nada en ese momento.
‐¿No podríamos hablarlo más tarde? Necesito un poco de tiempo.
‐Tenemos que discutirlo.
‐No ‐apretó los dedos sobre sus rodillas‐. Ahora, no.
‐Querías que lo hablásemos hace un momento. Insististe, en las escaleras, para que...
—¡Eso fue antes! —gritó, la voz rota‐. Entonces pensaba... pensaba...
‐¿Qué pensabas, mujer? ‐preguntó con ternura.
Paula notó un picor en los ojos, pero ya no le quedaban lágrimas. Estaba nerviosa, destemplada. Estaba casada con Pedro... Era demasiado abrumador.
Pedro notó la rigidez de Paula cuando rodeó la cama. Apretaba las manos contra las rodillas con tanta fuerza que le temblaban. Y observó la tensión en su cuello. Era curioso cómo podía trastocarse todo su mundo sin que se modificara ni un ápice la intensidad de su atracción física por ella.
Era algo que había sentido desde la primera vez. Había sido como una ráfaga de fuego, una barra de hielo, una pedrada en la cabeza. Y Paula le había tirado una piedra a la cabeza en una de sus primeras peleas. Entonces había aprendido que tenía buena puntería y un brazo poderoso. El golpe abrió una brecha y sangró.
Su negrita era una chica ingobernable.
‐No sonrías ‐dijo, de rodillas.
‐¿Por qué no? Me haces sonreír.
De pronto sintió la fuerza del deseo quemándole las entrañas. ¿Cómo había ocurrido semejante tragedia?
Estaban hechos el uno para el otro. ¿Por qué se habían divorciado?
‐Al menos, me hacías sonreír en el pasado ‐dijo mientras apretaba los dientes.
Paula levantó la cabeza y lo miró. Esos ojos verdes como esmeraldas se toparon con la mirada oscura de Pedro.
‐Te encantaba provocarme ‐continuó‐. Siempre te ha gustado la provocación. Eras muy testaruda. Sacabas de quicio a tu familia, en especial a tu hermano. Dario siempre estaba preocupado por ti.
‐No lo recuerdo ‐confesó tras un largo silencio‐. Quizá no me acuerde nunca.
Hundió la cara y su larga melena azabache se desparramó sobre su espalda como una cascada de ébano líquido.
Pedro sintió un terrible ardor en el estómago. Mascaba la preocupación.
‐En ese caso, empezaremos de cero ‐dijo.
Ella no respondió. Se quedó mirándolo fijamente con sus grandes ojos brillantes y esa boca que llevaba horas sin esbozar una sonrisa. De pronto comprendió que no soportaría un segundo más de esa charla. No deseaba oír una sola palabra más. Estaba abrumada y necesitaba tiempo para digerirlo todo. Requería un poco de tranquilidad para encararse con sus propios sentimientos.
‐Es tarde, ¿verdad? ‐dijo mientras miraba por la ventana hacia la noche cerrada.
Estaba al borde las lágrimas, pero no entendía el motivo.
Tendría que haberse sentido inmensamente feliz ante la noticia de su matrimonio con Pedro. Siempre había deseado
convertirse en su esposa. ¿Por qué no estaba contenta ni aliviada?
—Falta poco para la cena —asintió Pedro.
‐Estoy bastante cansada ‐dijo mientras luchaba para que su voz no la traicionase‐. ¿Te importa si esta noche ceno sola en mi habitación?
Pedro vaciló y ella lo miró por encima del hombro. Su expresión era seria. Parecía tan enfadado como ella. Pero su respuesta sonó relajada, demasiado tranquila.
‐No, claro que no. Haremos exactamente lo que quieras, querida.
EL SECRETO: CAPITULO 14
Pedro pasó el resto de la tarde encerrado en su viejo despacho, trabajando. Contestó las llamadas y los mensajes electrónicos. Descubrió que si se concentraba en el trabajo podía olvidarlo todo, excepto su negocio de viticultura.
Seguía volcado en el trabajo a última hora cuando se abrió la puerta del despacho.
‐El lobo malo se ha marchado ‐dijo Paula con evidente ironía‐. Estamos a salvo. Ahora somos libres para jugar.
Pedro se mordió la mejilla por dentro y se reclinó en su butaca. Sabía que Paula no se refería únicamente a la enfermera.
‐¿De quién estamos hablando?
‐Esa entrometida. Te gusta más a ti de lo yo le gusto a ella.
—No creo que eso sea cierto ‐dijo con expresión serena, contento de verla, y consciente de que no amaba a nadie más que a ella.
‐¿Ah, no? ¿Y quién soy? ‐Paula colocó las manos en la cintura e imitó la voz de la enfermera—. ¿Está usted cansado, señor? Seguro que está agotado.
‐¡Estás celosa! ‐dijo y silencio su queja con un dedo sobre sus labios.
Ella deslizó la punta de la lengua sobre la palma de su mano y el cuerpo de Pedro se tensó. La lengua húmeda y fresca recorría su piel. Resultaba muy agradable. Disfrutaba, pero no podía consentirlo.
Y entonces lanzó un grito cuando ella lo mordió.
‐Pero ¿qué diablos? ‐masculló y apartó la mano de su boca.
‐No estoy celosa ‐dijo con ternura‐. Sólo te digo lo que he visto.
‐Eres una bestia ‐Pedro examinó la marca de los dientes en la mano.
‐Sí, lo sé ‐sonrió y lo rodeó con los brazos, achuchándolo‐. Ahora llévame de paseo.
‐¿Igual que si fueras un cachorro?
‐No —estuvo a punto de morderlo otra vez—. Igual que una pantera con correa.
Paula suspiró complacida cuando salieron al exterior hasta la terraza cubierta presidida por altas columnas. La brisa revoloteó en su pelo y ella levantó la vista al cielo.
‐Echo de menos el aire fresco ‐dijo‐. Me gustaría que saliéramos más a menudo.
El sol brillaba detrás de las montañas y el cielo se había teñido de malva.
‐Será una noche preciosa ‐asintió Pedro.
La hacienda estaba situada en lo alto de una colina y ofrecía una panorámica ideal del valle y la ciudad. Las luces comenzaban a encenderse con sus destellos amarillos.
—Todo parece producto de una ensoñación —dijo Paula con cierto pesar—. Algo irreal. ¿Alguna vez has sentido lo mismo?
‐Sí, a todas horas ‐asintió con cierta tensión.
‐Quizá sea esta casa, pero me siento como Alicia en el País de las Maravillas. El tiempo se ha mezclado. Parece que veo el pasado y el futuro al mismo tiempo.
‐¿Y qué es lo que ves? ‐Pedro la miró de reojo.
Paula se acercó, pasó el brazo alrededor de la cintura de Pedro y enterró los dedos en el bolsillo trasero de su pantalón. Notaba cómo le latía el corazón.
—Veo... veo... —contuvo la respiración, pero no pudo continuar.
Tenía miedo de decir lo que sentía. Desconocía los hechos, los detalles. Era una especie de resentimiento, como nubarrones en el horizonte.
‐Veo un paseo ‐dijo, soltó el brazo y se alegró por haberse puesto un jersey.
Tenía frío. Había cosas que Pedro no le había dicho y que desconocía. Pero sabía que debía tomárselo con calma. Estaba con Pedro y eso era lo que importaba.
‐¿Tendrás suficiente abrigo? ‐se interesó Pedro.
Supuso que había visto cómo temblaba. Paula forzó una sonrisa y asintió. Resultaba difícil ocultar su miedo.
‐Sí. Tengo el jersey, gracias.
Bajaron los escalones hasta el jardín, camino del sendero jalonado de boj.
La gravilla crujía bajo sus pies y las primeras rosas florecían. Su aroma penetraba el aire y Paula habría dicho que era muy romántico si Pedro no hubiera tenido un humor tan sombrío.
‐¿Ha ocurrido algo entre nosotros? ‐preguntó cuando pasaron junto al pequeño reloj de sol‐. ¿Nos hemos peleado? ¿Algo relacionado con nuestro bebé?
‐No ‐respondió.
Ella observó cómo apretaba la mandíbula y adoptaba una postura defensiva. Estaba segura de que había pasado algo.
‐¿Me enfadé contigo porque no estabas junto a mí cuando perdí a nuestro bebé?
‐¿Te molestó a ti que no estuviera a tu lado? ‐replicó.
‐Me molestó que no me dejaran quedarme con mi hijo ‐dijo ella.
‐El parto fue prematuro. El bebé no sobrevivió.
‐No me lo creo ‐negó con la cabeza‐. Creo que mi hijo está vivo, en serio.
Entonces se detuvieron de un modo brusco y Pedro la miró fijamente.
‐¿Qué edad tienes? ‐preguntó.
Ella se sintió ultrajada ante la arrogancia y la brusquedad de esa pregunta. Estaban hablando de su bebé y ahora, de pronto, ¿se interesaba por su edad?
‐¿Es alguna clase de chiste? ‐pero Pedro no sonrió‐. ¿Qué clase de pregunta es ésa? ¿Hay trampa?
-No, Paula ‐su voz sonaba áspera y su expresión resultaba fría‐. Responde la pregunta.
‐Tengo dieciocho años y es la pregunta más estúpida que me han hecho.
Pedro balbució algo entre dientes que ella no comprendió y se alejó, de vuelta a la casa, a grandes zancadas. Paula corrió hasta alcanzarlo.
‐¿Qué demonios te pasa? ‐preguntó, parándolo bajo el arco de entrada al porche.
Una serie de velas dispersas alumbraban el exterior. Filas de bombillas blancas brillaban en las ramas de los árboles.
‐¡Y no me sueltes otra de tus explicaciones condescendientes! Sé que algo no marcha. Cuéntamelo, ¿quieres?
Pedro sacudió la cabeza. Tenía las cejas arqueadas y su expresión era tensa. No dijo nada, pero continuó meneando la cabeza.
‐¿Se trata de mí? ¿He hecho algo malo?
‐No, Paula. Es mejor que lo olvides.
‐¡No puedo! No, ahora que sé que hay algún problema...
‐Sí, hay un problema. Estabas enferma y yo estaba preocupado. Me dijeron que podrías morirte. Ha sido muy duro, Paula.
‐Pero estoy viva. Estoy aquí y quiero que estemos juntos.
‐Eso lleva tiempo.
‐¿Qué?
‐Acoplarse y acostumbrarse a esta situación ‐replicó con dureza‐. Me alegro de que estés mejor, pero hay una parte de mí que no sabe cómo comportarse.
‐No tienes que hacer nada. Estoy mejorando día a día.
Pedro asintió y los rasgos definidos de su rostro se marcaron con exquisita pulcritud.
Ella alargó la mano para acariciarlo y Pedro se estremeció ante el contacto de su dedo.
‐Estoy cada día mejor ‐insistió Paula.
Pedro asintió de nuevo, pero no levantó la vista y eso asustó a Paula. Tuvo nuevamente esa premonitoria sensación de que se juntaban en su cabeza pasado y futuro.
‐Quizá sigas preocupado ‐aventuró, pero ante el silencio de Pedro prosiguió‐. Tengo experiencia con la muerte, Pedro. Es algo definitivo. La enfermedad no lo es.
Inclinó la cabeza y se abrochó la rebeca naranja.
—Yo encontré a Tadeo ‐dijo, forzándose en cada palabra‐. Nunca te lo dije. Pero yo descubrí su cuerpo en la cama. Fui en busca de ayuda. Me quedé junto a él hasta la llegada de la ambulancia porque mamá se había desmayado y papá...
Los recuerdos emergieron en su mente. Paloma y Estrella se habían marchado. El deportivo de su padre se había salido de la carretera dos años después de que Estrella se mudara a Italia.
Había salido un domingo por la noche de su hacienda de San Antonio de Areco, camino de la ciudad. Una mala maniobra en el estrecho carril de la carretera y todo había terminado. La muerte del conde Tino Chaves.
Y después, Tadeo.
—El entierro de Tadeo estuvo a punto de matarme —confesó, sorprendida ante la firmeza de su tono—. Pero, entonces, te conocí. Recuperaste los pedazos rotos de mi corazón y lo recompusiste. Me proporcionaste esperanza. Y sigues haciéndolo.
Pedro lanzó un gruñido y apartó la cara.
—¿Por qué haces eso? —preguntó, los ojos enrojecidos‐. ¿Por qué no me miras? ¿Por qué tienes tanto miedo de tocarme? Me tratas como si fuera una mercancía peligrosa, algo tóxico.
—No eres tóxica ‐su voz sonaba ronca—. Estás muy lejos de serlo.
‐¿Pero?
‐No hay ningún «pero». Eres preciosa, inteligente, atractiva, divertida... —se detuvo y miró al cielo—. No tuve una infancia desgraciada. Crecí rodeado de felicidad. Me sentía afortunado, bendecido. Y entonces te encontré.
‐¿Y ése fue el comienzo del fin?
‐No, Paula. Fue el comienzo ‐el tono amargo en la voz de ella hirió a Pedro‐. Comprendí que mi vida no había tenido sentido hasta que te conocí. Comprendí que sólo había vivido para mí. Tú me cambiaste y me abriste al mundo.
La expresión de Pedro era feroz, pero el tono de su voz era dulce.
‐Me enseñaste en qué consistía el amor, la vida. Me cambiaste por completo ‐esbozó una sonrisa efímera‐. Y todo fue gracias a ti.
‐¿Cómo?
‐Vamos, Paula, ya deberías saberlo. Tú, Paula Chaves, me mostraste el verdadero amor. Tenía un padre y una madre, pero su amor no significaba nada comparado con lo que sentí por ti. Nada, comparado con el amor que sentí por ti ‐hizo una pausa—. Hoy soy una persona diferente gracias a ti.
‐¿Y eso es bueno o es malo? ‐preguntó, el corazón en un puño.
‐Fue bueno.
‐Parece estupendo ‐susurró.
‐Sí, lo fue.
¿Por qué no terminaba de aceptarlo? ¿Por qué notaba que algo fallaba? Faltaba algo.
‐Pero hablas continuamente en pasado. ¿Acaso hemos perdido esa relación, Pedro?
‐No. Sí ‐encogió los hombros‐. Ambos hicimos y dijimos cosas. Cometimos errores.
‐Así que tuvimos una pelea.
‐No fue exactamente una pelea. Fue... nosotros... ‐gesticuló, lleno de impotencia‐. ¡Demonios, Paula! Supongo que, sencillamente, maduramos.
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