jueves, 22 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 14




Pedro pasó el resto de la tarde encerrado en su viejo despacho, trabajando. Contestó las llamadas y los mensajes electrónicos. Descubrió que si se concentraba en el trabajo podía olvidarlo todo, excepto su negocio de viticultura.


Seguía volcado en el trabajo a última hora cuando se abrió la puerta del despacho.


‐El lobo malo se ha marchado ‐dijo Paula con evidente ironía‐. Estamos a salvo. Ahora somos libres para jugar.


Pedro se mordió la mejilla por dentro y se reclinó en su butaca. Sabía que Paula no se refería únicamente a la enfermera.


‐¿De quién estamos hablando?


‐Esa entrometida. Te gusta más a ti de lo yo le gusto a ella.


—No creo que eso sea cierto ‐dijo con expresión serena, contento de verla, y consciente de que no amaba a nadie más que a ella.


‐¿Ah, no? ¿Y quién soy? ‐Paula colocó las manos en la cintura e imitó la voz de la enfermera—. ¿Está usted cansado, señor? Seguro que está agotado.


‐¡Estás celosa! ‐dijo y silencio su queja con un dedo sobre sus labios.


Ella deslizó la punta de la lengua sobre la palma de su mano y el cuerpo de Pedro se tensó. La lengua húmeda y fresca recorría su piel. Resultaba muy agradable. Disfrutaba, pero no podía consentirlo.


Y entonces lanzó un grito cuando ella lo mordió.


‐Pero ¿qué diablos? ‐masculló y apartó la mano de su boca.


‐No estoy celosa ‐dijo con ternura‐. Sólo te digo lo que he visto.


‐Eres una bestia ‐Pedro examinó la marca de los dientes en la mano.


‐Sí, lo sé ‐sonrió y lo rodeó con los brazos, achuchándolo‐. Ahora llévame de paseo.


‐¿Igual que si fueras un cachorro?


‐No —estuvo a punto de morderlo otra vez—. Igual que una pantera con correa.


Paula suspiró complacida cuando salieron al exterior hasta la terraza cubierta presidida por altas columnas. La brisa revoloteó en su pelo y ella levantó la vista al cielo.


‐Echo de menos el aire fresco ‐dijo‐. Me gustaría que saliéramos más a menudo.


El sol brillaba detrás de las montañas y el cielo se había teñido de malva.


‐Será una noche preciosa ‐asintió Pedro.


La hacienda estaba situada en lo alto de una colina y ofrecía una panorámica ideal del valle y la ciudad. Las luces comenzaban a encenderse con sus destellos amarillos.


—Todo parece producto de una ensoñación —dijo Paula con cierto pesar—. Algo irreal. ¿Alguna vez has sentido lo mismo?


‐Sí, a todas horas ‐asintió con cierta tensión.


‐Quizá sea esta casa, pero me siento como Alicia en el País de las Maravillas. El tiempo se ha mezclado. Parece que veo el pasado y el futuro al mismo tiempo.


‐¿Y qué es lo que ves? ‐Pedro la miró de reojo.


Paula se acercó, pasó el brazo alrededor de la cintura de Pedro y enterró los dedos en el bolsillo trasero de su pantalón. Notaba cómo le latía el corazón.


—Veo... veo... —contuvo la respiración, pero no pudo continuar.


Tenía miedo de decir lo que sentía. Desconocía los hechos, los detalles. Era una especie de resentimiento, como nubarrones en el horizonte.


‐Veo un paseo ‐dijo, soltó el brazo y se alegró por haberse puesto un jersey.


Tenía frío. Había cosas que Pedro no le había dicho y que desconocía. Pero sabía que debía tomárselo con calma. Estaba con Pedro y eso era lo que importaba.


‐¿Tendrás suficiente abrigo? ‐se interesó Pedro.


Supuso que había visto cómo temblaba. Paula forzó una sonrisa y asintió. Resultaba difícil ocultar su miedo.


‐Sí. Tengo el jersey, gracias.


Bajaron los escalones hasta el jardín, camino del sendero jalonado de boj.


La gravilla crujía bajo sus pies y las primeras rosas florecían. Su aroma penetraba el aire y Paula habría dicho que era muy romántico si Pedro no hubiera tenido un humor tan sombrío.


‐¿Ha ocurrido algo entre nosotros? ‐preguntó cuando pasaron junto al pequeño reloj de sol‐. ¿Nos hemos peleado? ¿Algo relacionado con nuestro bebé?


‐No ‐respondió.


Ella observó cómo apretaba la mandíbula y adoptaba una postura defensiva. Estaba segura de que había pasado algo.


‐¿Me enfadé contigo porque no estabas junto a mí cuando perdí a nuestro bebé?


‐¿Te molestó a ti que no estuviera a tu lado? ‐replicó.


‐Me molestó que no me dejaran quedarme con mi hijo ‐dijo ella.


‐El parto fue prematuro. El bebé no sobrevivió.


‐No me lo creo ‐negó con la cabeza‐. Creo que mi hijo está vivo, en serio.


Entonces se detuvieron de un modo brusco y Pedro la miró fijamente.


‐¿Qué edad tienes? ‐preguntó.


Ella se sintió ultrajada ante la arrogancia y la brusquedad de esa pregunta. Estaban hablando de su bebé y ahora, de pronto, ¿se interesaba por su edad?


‐¿Es alguna clase de chiste? ‐pero Pedro no sonrió‐. ¿Qué clase de pregunta es ésa? ¿Hay trampa?


-No, Paula ‐su voz sonaba áspera y su expresión resultaba fría‐. Responde la pregunta.


‐Tengo dieciocho años y es la pregunta más estúpida que me han hecho.


Pedro balbució algo entre dientes que ella no comprendió y se alejó, de vuelta a la casa, a grandes zancadas. Paula corrió hasta alcanzarlo.


‐¿Qué demonios te pasa? ‐preguntó, parándolo bajo el arco de entrada al porche.


Una serie de velas dispersas alumbraban el exterior. Filas de bombillas blancas brillaban en las ramas de los árboles.


‐¡Y no me sueltes otra de tus explicaciones condescendientes! Sé que algo no marcha. Cuéntamelo, ¿quieres?


Pedro sacudió la cabeza. Tenía las cejas arqueadas y su expresión era tensa. No dijo nada, pero continuó meneando la cabeza.


‐¿Se trata de mí? ¿He hecho algo malo?


‐No, Paula. Es mejor que lo olvides.


‐¡No puedo! No, ahora que sé que hay algún problema...


‐Sí, hay un problema. Estabas enferma y yo estaba preocupado. Me dijeron que podrías morirte. Ha sido muy duro, Paula.


‐Pero estoy viva. Estoy aquí y quiero que estemos juntos.


‐Eso lleva tiempo.


‐¿Qué?


‐Acoplarse y acostumbrarse a esta situación ‐replicó con dureza‐. Me alegro de que estés mejor, pero hay una parte de mí que no sabe cómo comportarse.


‐No tienes que hacer nada. Estoy mejorando día a día.


Pedro asintió y los rasgos definidos de su rostro se marcaron con exquisita pulcritud.


Ella alargó la mano para acariciarlo y Pedro se estremeció ante el contacto de su dedo.


‐Estoy cada día mejor ‐insistió Paula.


Pedro asintió de nuevo, pero no levantó la vista y eso asustó a Paula. Tuvo nuevamente esa premonitoria sensación de que se juntaban en su cabeza pasado y futuro.


‐Quizá sigas preocupado ‐aventuró, pero ante el silencio de Pedro prosiguió‐. Tengo experiencia con la muerte, Pedro. Es algo definitivo. La enfermedad no lo es.


Inclinó la cabeza y se abrochó la rebeca naranja.


—Yo encontré a Tadeo ‐dijo, forzándose en cada palabra‐. Nunca te lo dije. Pero yo descubrí su cuerpo en la cama. Fui en busca de ayuda. Me quedé junto a él hasta la llegada de la ambulancia porque mamá se había desmayado y papá...


Los recuerdos emergieron en su mente. Paloma y Estrella se habían marchado. El deportivo de su padre se había salido de la carretera dos años después de que Estrella se mudara a Italia.


Había salido un domingo por la noche de su hacienda de San Antonio de Areco, camino de la ciudad. Una mala maniobra en el estrecho carril de la carretera y todo había terminado. La muerte del conde Tino Chaves.


Y después, Tadeo.


—El entierro de Tadeo estuvo a punto de matarme —confesó, sorprendida ante la firmeza de su tono—. Pero, entonces, te conocí. Recuperaste los pedazos rotos de mi corazón y lo recompusiste. Me proporcionaste esperanza. Y sigues haciéndolo.


Pedro lanzó un gruñido y apartó la cara.


—¿Por qué haces eso? —preguntó, los ojos enrojecidos‐. ¿Por qué no me miras? ¿Por qué tienes tanto miedo de tocarme? Me tratas como si fuera una mercancía peligrosa, algo tóxico.


—No eres tóxica ‐su voz sonaba ronca—. Estás muy lejos de serlo.


‐¿Pero?


‐No hay ningún «pero». Eres preciosa, inteligente, atractiva, divertida... —se detuvo y miró al cielo—. No tuve una infancia desgraciada. Crecí rodeado de felicidad. Me sentía afortunado, bendecido. Y entonces te encontré.


‐¿Y ése fue el comienzo del fin?


‐No, Paula. Fue el comienzo ‐el tono amargo en la voz de ella hirió a Pedro‐. Comprendí que mi vida no había tenido sentido hasta que te conocí. Comprendí que sólo había vivido para mí. Tú me cambiaste y me abriste al mundo.


La expresión de Pedro era feroz, pero el tono de su voz era dulce.


‐Me enseñaste en qué consistía el amor, la vida. Me cambiaste por completo ‐esbozó una sonrisa efímera‐. Y todo fue gracias a ti.


‐¿Cómo?


‐Vamos, Paula, ya deberías saberlo. Tú, Paula Chaves, me mostraste el verdadero amor. Tenía un padre y una madre, pero su amor no significaba nada comparado con lo que sentí por ti. Nada, comparado con el amor que sentí por ti ‐hizo una pausa—. Hoy soy una persona diferente gracias a ti.


‐¿Y eso es bueno o es malo? ‐preguntó, el corazón en un puño.


‐Fue bueno.


‐Parece estupendo ‐susurró.


‐Sí, lo fue.


¿Por qué no terminaba de aceptarlo? ¿Por qué notaba que algo fallaba? Faltaba algo.


‐Pero hablas continuamente en pasado. ¿Acaso hemos perdido esa relación, Pedro?


‐No. Sí ‐encogió los hombros‐. Ambos hicimos y dijimos cosas. Cometimos errores.


‐Así que tuvimos una pelea.


‐No fue exactamente una pelea. Fue... nosotros... ‐gesticuló, lleno de impotencia‐. ¡Demonios, Paula! Supongo que, sencillamente, maduramos.





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