jueves, 22 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 13





SABES de quién se trata? ‐preguntó Pedro mientras rodeaba a Paula con el brazo y señalaba una fotografía de una adolescente muy seria junto a una versión rejuvenecida de Dario.


Las fotografías del primer álbum ya habían iniciado el envejecimiento. Estaba repleto de imágenes de bebés y niños, una finca imponente cerrada por grandes puertas de hierro y unos padres sonrientes que brindaban al sol por el nuevo día.


Habían hojeado esas fotografías en silencio, pero la instantánea de la joven adusta había llamado la atención de Pedro. La chica de la foto llevaba un uniforme de colegio y, pese a todo, lucía elegante, refinada. Su expresión reflejaba a un tiempo inteligencia y dolor. Su mirada sombría
no albergaba ninguna esperanza.


‐Paloma ‐dijo Paula y rozó con el dedo la superficie de la fotografía‐. La hermana de Dario. Y mi hermanastra.


‐¿Qué fue de ella?


‐Se escapó. Se marchó a América ‐Paula se mordió el labio‐. No me acuerdo mucho de ella. Sólo tenía siete años cuando se marchó y no he vuelto a verla.


‐Parece muy desgraciada ‐apuntó Pedro.


‐Mi padre y su madre acordaron un matrimonio de conveniencia para ella. Paloma se negó.Su madre la encerró en su cuarto durante varias semanas. Tadeo se encargó de abrirle la puerta.
Paloma se escapó esa noche y papá la repudió. Dijo que, para él, ella estaba muerta.


Pasaron varias hojas más hasta que se detuvieron en una serie de fotos en la playa.


‐¿Es el Mar de la Plata? ‐aventuró Pedro al referirse a una de las zonas más lujosas y elegantes del país.


‐Teníamos una casa. íbamos cada verano, después de Año Nuevo.


Paula sonrió ante una foto en la que ella, Estrella y Tadeo posaban con sus bañadores nuevos.


Recordaba el viaje. Eran todavía muy jóvenes, pero ellos se creían adultos.


Cada chico que conocieron ese verano se enamoró de Estrella. Hicieron de todo para conquistarla, pero Estrella no se había dado cuenta de nada.


Estrella, a sus diecisiete años, tan guapa y tan delgada, no quería un novio. Quería hacerse misionera y salvar al mundo.


‐Los chicos estaban locos por ella ‐recordó Paula, que evitó mencionar a Tadeo porque nunca había superado su muerte.


‐Es casi tan guapa como tú ‐dijo Pedro y la besó en la frente.


‐Mucho más guapa que yo. Se hizo modelo en Italia cuando nuestro padre no le permitió que se uniera al Cuerpo de Paz. Su hija podía vestirse con la última moda, pero no podía ensuciarse ‐Paula trató de sonreír, pero el cúmulo de sensaciones agridulces se agolpaban en su corazón.


‐Así que sólo quedáis Dario y tú en Argentina ‐concluyó Pedro.


Paula notó la quemazón en sus ojos y tragó saliva. Era cierto. De un modo u otro había perdido a toda su familia. 


Salvo Dario.


A excepción del hermano mayor que se había quedado y había soportado el negocio familiar, el apellido y las penurias.


‐Yo no lo odio —susurró mientras bizqueaba con los ojos enrojecidos—. Quiero a Dario.


‐Ya lo sé ‐aseguró Pedro, que acarició su pelo.


Ella cerró el álbum y lo estrechó contra su pecho, junto a su corazón.


‐Siempre ha querido lo mejor para mí ‐Pedro no dijo nada y Paula cerró los ojos.


A pesar de lo mucho que quería a Dario, echaba mucho de menos a Tadeo. No pasaba un solo día sin que se acordase de él. Tadeo había sido bueno, generoso y con un corazón tan ancho como la llanura. Nunca había juzgado ni criticado a la gente. Siempre había sido su báculo y su mejor amigo. 


Y cuando había muerto, ella también había deseado su propia muerte.


‐Dario vivía en Nueva York cuando Tadeo murió de sobredosis ‐dijo y se secó una lágrima furtiva‐. Dario tenía pareja, un buen trabajo y adoraba la ciudad. Pero, tras la muerte de Tadeo, abandonó todo aquello y regresó a casa. Y desde entonces se ha comportado como ya sabes.


‐Sólo quiere protegerte ‐señaló Pedro con ternura.


‐Y lo hace porque no quiere quedarse solo —Paula sintió cómo la invadía la pena y el dolor‐. Y no puedo culparlo. Yo tampoco quiero quedarme sola.


Pedro la abrazó con cariño. Estaba llorando, presa de una gran agitación. Pero quizá fuera precisamente eso lo que necesitaba. En los años que habían compartido ella nunca le había hablado de su familia. Nunca había mencionado a Paloma ni le había explicado la marcha de Estrella a Italia. 


Apenas había hablado de Tadeo en alguna ocasión y, aun así, no sabía más que su nombre.


Ahora, por primera vez, le había ofrecido una panorámica de su familia. Una familia que había estado muy unida en el pasado, pero que el tiempo, la ira y la muerte habían erosionado sin piedad.


Era lógico que Paula hubiera mostrado tanta insistencia en marcharse con él cinco años atrás. Estaba desesperada y buscaba algo nuevo.


Mientras acunaba a Paula notó la presión del segundo álbum en la cadera. Contenía las fotografías de su vida en común. Había sopesado la idea de revisarlo con Paula esa tarde, pero comprendió que no sería un buen momento.


Paula estaba todavía muy delicada y se recuperaba de una grave enfermedad. Era obvio que todavía no estaba preparada para que Pedro sacara los hechos de su tormentosa relación. Primero necesitaba tiempo para superar todo el dolor de su familia, la muerte de Tadeo. Y también tenía que enfrentarse a su propio dolor, ya que había perdido varios pedazos de su corazón.


Poco después, con la cara hundida en el pecho de Pedro, Paula asumió que ya no lloraba. La camisa de Pedro estaba empapada y ella estaba más serena. Levantó la vista hacia Pedro, que parecía preocupado. Y no buscaba eso.


‐Estoy bien ‐aseguró mientras tiraba de la camisa—. Pero supongo que querrás mudarte de camisa.


—¡Hum! —besó la frente de Paula y, al instante, sonrió ante la expresión enojada de ella—. Vaya, lo he olvidado.


—Seguro ‐se zafó de sus brazos y se incorporó—. Discúlpame, por favor.


Paula desapareció tras la puerta del baño, se lavó la cara, se peinó y se aplicó un poco de maquillaje en la nariz y en los ojos.


‐Estoy mejor así, ¿no crees? ‐dijo mientras exhibía su nueva imagen.


‐No estoy seguro. Me gusta la virgen histérica ‐Pedro se levantó y se estiró.


‐¿Virgen? ‐siempre se impresionaba ante la imponente figura de Pedro‐. No soy virgen desde que te ocupaste de ese asunto hace algún tiempo.


Paula nunca había olvidado su primera noche juntos. No le había confesado que era virgen.


Pedro no había sabido que ella sólo tenía diecisiete años y que cursaba el último año en el instituto. Y tampoco que era la hija de un conde. Ella no le había dicho nada. Y él no había hecho preguntas. Y había sido la mejor noche de su vida.


‐Bueno, siempre serás mi virgen ‐dijo con una sonrisa tan cálida e íntima que ella tuvo la certeza de que recordaba esa noche.


—¿Acaso las coleccionas?


‐No, sólo me interesas tú ‐afirmó.


Su mirada se clavó en ella tanto tiempo que comenzó a excitarse. La intensidad de sus ojos negros era como una caricia en su mejilla, un roce en su pecho. Hubiera sentido lo mismo si hubiera apretado sus manos sobre su piel ardiente.


Pedro también sabía cómo se sentía. Y ella estaba convencida de que sabía que su cuerpo se había licuado, arrebatada por el deseo.


¿Cuándo habían hecho el amor por última vez? ¿Cuándo habían disfrutado de la compañía del otro, desnudos y libres?


‐¿Ha pasado mucho tiempo desde que... —se paró, tocó con la punta de la lengua el labio superior ante la sequedad de la boca— desde que mantuvimos relaciones?


Hablaba de sexo. ¿Por qué no había hablado de amor? 


Nunca habían mantenido relaciones sexuales. Siempre habían hecho el amor.


Paula observó cómo entrecerraba los ojos. Se sintió repentinamente desnuda, expuesta. Y no tenía nada que ver con su pregunta ni con la conversación.


Había algo distinto entre ellos. ¿Era cosa de Pedro o ella había cambiado?


‐Hace bastante tiempo. Sí ‐respondió Pedro con calma.


Pero esa calma era sólo una fachada. Ella lo sabía porque veía el fuego en su mirada.


Observó la emoción en la profundidad de sus ojos. Era un sentimiento que resultaba nuevo y familiar a un tiempo.


Sabía que Pedro la había echado de menos, que no le pertenecía y que lo deseaba. ¿Qué significaba todo eso?


Paula cerró los ojos y pensó que no quería enterarse de nada malo. Si Pedro había encontrado un nuevo amor... si había rehecho su vida... preferiría que no se lo dijera, por el momento.


Deseaba un día y unas noches perfectos a su lado antes de que llegaran las malas noticias.


‐Te pareces a Paloma y a Estrella, tan triste ‐la voz ronca de Pedro rompió el silencio‐. Pero no debes estar triste, flaca, mientras yo esté aquí.


Ella se acercó, colocó las palmas sobre su vientre plano y deslizó las manos lentamente hacia arriba.


‐Entonces prométeme que te quedarás a mi lado para siempre ‐dijo.


‐Me quedaré hasta que me pidas que me vaya ‐contestó, mirándola como si fuera un sueño, un milagro.


—Nunca te pediré algo semejante —susurró ella.


‐Eso es muchísimo tiempo ‐Pedro tragó saliva y sus ojos negros lanzaron un destello.


‐Sí ‐ella atrapó sus muñecas para que sostuvieran su cara‐. Y dijiste lo mismo sobre la eternidad. Pero no temo el paso del tiempo ni la vida. Sólo me asusta la soledad, sin ti.


Pedro no recibía oxígeno en los pulmones. Aspiró con fuerza, pero eso no ayudó. Tenía que detenerlo. No podía hacerlo. Era necesario que ella supiera la verdad.


Era su esposa. Había odiado su matrimonio. Y se había divorciado.


Pensó en decírselo para ahorrarse todo ese dolor tan innecesario y tan injusto. Pero Paula estaba mirándolo con tanto amor en sus ojos verdes y había tanta esperanza en su mirada que no fue capaz. Ella creía en su fuerza y pensaba que, si luchaban juntos, superarían todos los obstáculos y derrotarían al mundo.


Bajó la cabeza y cubrió su boca con un beso. Sabía que no podía hacerlo, pero necesitaba besarla una sola vez. Necesitaba sentirla, tocarla, saborearla, olería y guardarse en la memoria ese único beso.


Estaba enamorado. Las palabras resonaban en su cabeza mientras separaba sus labios y aspiraba su aliento. La puerta se abrió de pronto y Pedro levantó la cabeza con aire de culpabilidad.


La enfermera estaba en la puerta con una bandeja en las manos.


‐Traigo el almuerzo de la señora ‐anunció.


‐Puede dejarlo sobre la mesa ‐Pedro se apartó de Paula.


Se sentía sucio y despreciable. No podía aprovecharse de Paula de esa manera.


‐¿Quiere que le suba otra bandeja, señor? ‐preguntó la enfermera.


‐No, gracias.


‐Pero, señor, no ha comido nada en todo el día. Déjeme que le suba algo.


‐Estoy bien ‐replicó con brusquedad, malhumorado.


‐Sé que apenas duerme por las noches, señor ‐la enfermera arrugó el ceño‐. Tiene que estar agotado. Al menos, trate de descansar un poco.


‐Gracias ‐asintió a ambas mujeres y, sin despedirse, salió de la habitación.


¿Qué estaba haciendo allí? Si verdaderamente se preocupaba por ella y la quería, tendría que decirle la verdad. Ofrecería los hechos con objetividad en vez de participar en esa distorsión de la realidad.



miércoles, 21 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 12




Pedro colgó y descubrió que Paula estaba en la puerta, el pelo envuelto en una toalla y su esbelta figura cubierta por un albornoz. Acababa de salir de la ducha y la humedad de su piel tentó Pedro de inmediato.


‐¿Quién era? ‐preguntó, apoyada en el marco de la puerta.


‐Dario.


‐¿Qué quería ahora? ‐dijo con expresión sombría.


Pedro se acercó a ella y le quitó la toalla de la cabeza, de modo que su larga melena cayera con el peso del agua.


‐Sólo quería asegurarse de que estabas mejor ‐explicó.


‐Dile que envíe una tarjeta la próxima vez.


‐Eres incorregible ‐Pedro le pellizcó la nariz.


‐Sí, pero eso te gusta ‐y Paula esbozó una sonrisa picara.


El gesto de Paula enardeció todo su cuerpo. Sabía que era la respuesta errónea. Estaba preso de una excitación que no había sentido en años. Paula había despertado todos sus sentidos. Parecía que hubiera recuperado esas primeras semanas de mutuo capricho en que todo era prescindible salvo la compañía del otro. Sólo deseaba quedarse a su lado, desnudarla y abrazarla entre las sábanas.


‐Tienes razón ‐aseguró con un bramido‐. Me gusta.


Y una voz susurró en su cabeza que haría cualquier cosa para que ella siguiera enamorada de él toda la vida.


Más tarde, después de la revisión del doctor Domínguez, éste le ofreció un informe bastante alentador.


‐Está mejorando, sin duda ‐dijo‐. Parece que tu presencia le sienta bien.


‐¿Y la memoria? ‐preguntó mientras acompañaba al médico a la puerta principal.


‐Recuperará la memoria poco a poco. Ofrécele pequeñas dosis de información. No abuses en ese sentido. Todavía está muy débil y un exceso podría resultar contraproducente para su salud.


‐¿A qué te refieres?


‐Nada serio, pero podría sufrir nuevas lagunas en la memoria. Tendría cambios de humor repentinos, llanto. Pero es lógico después de lo que ha pasado. Es una mujer notable y estoy muy satisfecho de su recuperación ‐hizo una pausa‐. ¿Y la enfermera? ¿Quieres que se quede durante
el día?


‐Creo que no será necesario, ahora que estoy en casa... ‐se cortó ahí y tragó saliva, consciente de que era un regreso temporal.


‐En ese caso, hoy será el último día de Patricia ‐el doctor estrechó la mano de Pedro‐. Llámame si necesitas algo. De lo contrario, veré a la señora en mi consulta dentro de diez días.


‐Me parece bien ‐asintió Pedro.


Pero no resultó una jornada tranquila. Paula no entendía la presencia de Patricia un día más. Y tampoco quería quedarse en la hacienda. Guardó su ropa en una bolsa de viaje antes de bajar las escaleras.


‐Vamonos ‐gritó desde el vestíbulo.


Los tacones de las botas negras repicaban en el suelo de terrazo mientras se encaminaba a la puerta. Vestía una camiseta negra y unos vaqueros ajustados. Se había hecho una coleta, pero algunos mechones caían sueltos alrededor de su cara.


Pedro escuchó los pasos y se volvió. Siempre había sentido debilidad por los caballos y los coches. Pero, cuando Paula se presentó en la puerta como una estrella de cine, comprendió que también sentía debilidad por las mujeres con arrojo.


Paula era distinta de cualquier otra mujer que hubiera conocido en su vida.


‐¿Nos vamos? ‐preguntó y dejó la maleta a sus pies.


‐¡Paula! ‐Pedro tomó su mano y volvió al interior con ella‐. Todavía no estás en condiciones de viajar.


—¡Eso es ridículo! —se liberó mientras Pedro cerraba la puerta—. Me encuentro de maravilla. Estoy mejor que nunca.


‐Estás mucho mejor ‐accedió‐. Pero no estás completamente restablecida y tendrás que tomártelo con calma un poco más.


‐No soy una anciana, Pedro ‐gritó, sofocada.


‐Nunca he dicho que lo fueras.


‐Pero, ¡me tratas como si lo creyeras! Me tienes retenida aquí, prisionera. Te comportas igual que Dario.


‐¡Yo no soy como Dario! ‐replicó, impaciente‐. Y si me comporto como él quizá se deba a que estás actuando como una niña malcriada y consentida.


Paula se quedó boquiabierta, sin palabras, y lo miró fijamente con lágrimas en los ojos. Y entonces regresó a su habitación a la carrera y se encerró con un portazo.


Pedro se quedó al pie de la escalera. No estaba preparado para eso. Nunca habían tenido esa clase de relación. 


Siempre habían sido cómplices, iguales.


Paula deploraba la autoridad que ejercía sobre ella. Y él despreciaba el papel autoritario que le había sido encomendado.


Siempre había amado de Paula su libertad, su fuerza y su determinación. A su lado se sentía optimista. Pero, tras varios años de matrimonio, la imaginación había desaparecido, el misterio se había desvanecido y se habían transformado en una pareja ordinaria con una vida anclada en la rutina.


Exactamente eso era lo que nunca habían querido para su convivencia.



***


Paula se acurrucó en el sillón tapizado en color vino y lloró como si se le hubiera partido el alma. Pedro había cambiado.


Sentía un muro de cristal entre ellos. Podía verlo, pero ya no sentía el calor de su cuerpo.


Parecía que estuviera moviéndose por inercia, fiel a un guión. Ya no hablaba con el corazón.


Paula aspiró con dificultad y se secó las lágrimas. Giró la cabeza, apoyó la mejilla húmeda en la rodilla y miró el paisaje nevado de los Andes.


¿Qué había pasado exactamente? ¿Acaso ya no estaba enamorado de ella? ¿Sus sentimientos habrían cambiado? ¿Su amor se había vuelto menos físico?


Llamaron a la puerta y Pedro entró en la habitación.


‐¿He olvidado tomarme la medicación? ‐preguntó y volvió la vista al paisaje.


‐No. Pero seguro que encuentro algo que sepa a rayos, si te apetece.


‐¿Te estás riendo de mí? ‐apuntó, muy digna.


—Sí, un poco ‐sonrió Pedro.


Paula experimentó una oleada de emociones en su interior. 


Sentía un evidente deseo. Pedro había pertenecido a su mundo durante tanto tiempo que no imaginaba la vida de otro modo.


‐¿Por qué te has enfadado conmigo? ‐preguntó y se volvió para mirarlo.


‐No estoy enfadado ‐dijo y se acercó con los álbumes en la mano‐. Me falta sueño.


‐Pues, ¡vete a la cama!


‐No puedo ‐sonrió‐. Tengo que ocuparme de ti. Vamos, chica, sé buena y siéntate conmigo. Quiero que miremos algo juntos.


Ella quería enfadarse, quería darle un codazo en las costillas. Pero adoraba la caricia de su voz y la ternura que empleaba para convencerla.


Dario y su madre siempre habían querido reprimirla, pero Pedro siempre le había dado plena libertad. Ella ansiaba esa libertad. Y Pedro lo sabía.


Levantó la vista, observó la mandíbula firme de Pedro, la barbilla lisa y la sombra de la barba.


No se había afeitado esa mañana. Paula se alegró. Adoraba la barba, el pelo largo y la anchura de sus hombros. Adoraba los músculos que tensaban sus muslos.


Acercó la mano y acarició la barba incipiente. La aspereza de la piel contrastaba la suavidad de sus labios. Así era Pedro. Duro por fuera, pero tierno por dentro.


No estaría allí si no la quisiera.


Animada por un impulso, depositó un beso en la comisura de su boca, entre la barba y los labios.


‐Enséñame las fotos, cariño. Estoy a tu entera disposición.