miércoles, 21 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 12




Pedro colgó y descubrió que Paula estaba en la puerta, el pelo envuelto en una toalla y su esbelta figura cubierta por un albornoz. Acababa de salir de la ducha y la humedad de su piel tentó Pedro de inmediato.


‐¿Quién era? ‐preguntó, apoyada en el marco de la puerta.


‐Dario.


‐¿Qué quería ahora? ‐dijo con expresión sombría.


Pedro se acercó a ella y le quitó la toalla de la cabeza, de modo que su larga melena cayera con el peso del agua.


‐Sólo quería asegurarse de que estabas mejor ‐explicó.


‐Dile que envíe una tarjeta la próxima vez.


‐Eres incorregible ‐Pedro le pellizcó la nariz.


‐Sí, pero eso te gusta ‐y Paula esbozó una sonrisa picara.


El gesto de Paula enardeció todo su cuerpo. Sabía que era la respuesta errónea. Estaba preso de una excitación que no había sentido en años. Paula había despertado todos sus sentidos. Parecía que hubiera recuperado esas primeras semanas de mutuo capricho en que todo era prescindible salvo la compañía del otro. Sólo deseaba quedarse a su lado, desnudarla y abrazarla entre las sábanas.


‐Tienes razón ‐aseguró con un bramido‐. Me gusta.


Y una voz susurró en su cabeza que haría cualquier cosa para que ella siguiera enamorada de él toda la vida.


Más tarde, después de la revisión del doctor Domínguez, éste le ofreció un informe bastante alentador.


‐Está mejorando, sin duda ‐dijo‐. Parece que tu presencia le sienta bien.


‐¿Y la memoria? ‐preguntó mientras acompañaba al médico a la puerta principal.


‐Recuperará la memoria poco a poco. Ofrécele pequeñas dosis de información. No abuses en ese sentido. Todavía está muy débil y un exceso podría resultar contraproducente para su salud.


‐¿A qué te refieres?


‐Nada serio, pero podría sufrir nuevas lagunas en la memoria. Tendría cambios de humor repentinos, llanto. Pero es lógico después de lo que ha pasado. Es una mujer notable y estoy muy satisfecho de su recuperación ‐hizo una pausa‐. ¿Y la enfermera? ¿Quieres que se quede durante
el día?


‐Creo que no será necesario, ahora que estoy en casa... ‐se cortó ahí y tragó saliva, consciente de que era un regreso temporal.


‐En ese caso, hoy será el último día de Patricia ‐el doctor estrechó la mano de Pedro‐. Llámame si necesitas algo. De lo contrario, veré a la señora en mi consulta dentro de diez días.


‐Me parece bien ‐asintió Pedro.


Pero no resultó una jornada tranquila. Paula no entendía la presencia de Patricia un día más. Y tampoco quería quedarse en la hacienda. Guardó su ropa en una bolsa de viaje antes de bajar las escaleras.


‐Vamonos ‐gritó desde el vestíbulo.


Los tacones de las botas negras repicaban en el suelo de terrazo mientras se encaminaba a la puerta. Vestía una camiseta negra y unos vaqueros ajustados. Se había hecho una coleta, pero algunos mechones caían sueltos alrededor de su cara.


Pedro escuchó los pasos y se volvió. Siempre había sentido debilidad por los caballos y los coches. Pero, cuando Paula se presentó en la puerta como una estrella de cine, comprendió que también sentía debilidad por las mujeres con arrojo.


Paula era distinta de cualquier otra mujer que hubiera conocido en su vida.


‐¿Nos vamos? ‐preguntó y dejó la maleta a sus pies.


‐¡Paula! ‐Pedro tomó su mano y volvió al interior con ella‐. Todavía no estás en condiciones de viajar.


—¡Eso es ridículo! —se liberó mientras Pedro cerraba la puerta—. Me encuentro de maravilla. Estoy mejor que nunca.


‐Estás mucho mejor ‐accedió‐. Pero no estás completamente restablecida y tendrás que tomártelo con calma un poco más.


‐No soy una anciana, Pedro ‐gritó, sofocada.


‐Nunca he dicho que lo fueras.


‐Pero, ¡me tratas como si lo creyeras! Me tienes retenida aquí, prisionera. Te comportas igual que Dario.


‐¡Yo no soy como Dario! ‐replicó, impaciente‐. Y si me comporto como él quizá se deba a que estás actuando como una niña malcriada y consentida.


Paula se quedó boquiabierta, sin palabras, y lo miró fijamente con lágrimas en los ojos. Y entonces regresó a su habitación a la carrera y se encerró con un portazo.


Pedro se quedó al pie de la escalera. No estaba preparado para eso. Nunca habían tenido esa clase de relación. 


Siempre habían sido cómplices, iguales.


Paula deploraba la autoridad que ejercía sobre ella. Y él despreciaba el papel autoritario que le había sido encomendado.


Siempre había amado de Paula su libertad, su fuerza y su determinación. A su lado se sentía optimista. Pero, tras varios años de matrimonio, la imaginación había desaparecido, el misterio se había desvanecido y se habían transformado en una pareja ordinaria con una vida anclada en la rutina.


Exactamente eso era lo que nunca habían querido para su convivencia.



***


Paula se acurrucó en el sillón tapizado en color vino y lloró como si se le hubiera partido el alma. Pedro había cambiado.


Sentía un muro de cristal entre ellos. Podía verlo, pero ya no sentía el calor de su cuerpo.


Parecía que estuviera moviéndose por inercia, fiel a un guión. Ya no hablaba con el corazón.


Paula aspiró con dificultad y se secó las lágrimas. Giró la cabeza, apoyó la mejilla húmeda en la rodilla y miró el paisaje nevado de los Andes.


¿Qué había pasado exactamente? ¿Acaso ya no estaba enamorado de ella? ¿Sus sentimientos habrían cambiado? ¿Su amor se había vuelto menos físico?


Llamaron a la puerta y Pedro entró en la habitación.


‐¿He olvidado tomarme la medicación? ‐preguntó y volvió la vista al paisaje.


‐No. Pero seguro que encuentro algo que sepa a rayos, si te apetece.


‐¿Te estás riendo de mí? ‐apuntó, muy digna.


—Sí, un poco ‐sonrió Pedro.


Paula experimentó una oleada de emociones en su interior. 


Sentía un evidente deseo. Pedro había pertenecido a su mundo durante tanto tiempo que no imaginaba la vida de otro modo.


‐¿Por qué te has enfadado conmigo? ‐preguntó y se volvió para mirarlo.


‐No estoy enfadado ‐dijo y se acercó con los álbumes en la mano‐. Me falta sueño.


‐Pues, ¡vete a la cama!


‐No puedo ‐sonrió‐. Tengo que ocuparme de ti. Vamos, chica, sé buena y siéntate conmigo. Quiero que miremos algo juntos.


Ella quería enfadarse, quería darle un codazo en las costillas. Pero adoraba la caricia de su voz y la ternura que empleaba para convencerla.


Dario y su madre siempre habían querido reprimirla, pero Pedro siempre le había dado plena libertad. Ella ansiaba esa libertad. Y Pedro lo sabía.


Levantó la vista, observó la mandíbula firme de Pedro, la barbilla lisa y la sombra de la barba.


No se había afeitado esa mañana. Paula se alegró. Adoraba la barba, el pelo largo y la anchura de sus hombros. Adoraba los músculos que tensaban sus muslos.


Acercó la mano y acarició la barba incipiente. La aspereza de la piel contrastaba la suavidad de sus labios. Así era Pedro. Duro por fuera, pero tierno por dentro.


No estaría allí si no la quisiera.


Animada por un impulso, depositó un beso en la comisura de su boca, entre la barba y los labios.


‐Enséñame las fotos, cariño. Estoy a tu entera disposición.








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