sábado, 17 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 17




‐Me voy, Carolina. Y no tengo intención de volver a la oficina hasta mañana, así que puedes irte ‐le dijo a la ayudante de su madre.


Carolina, la ayudante de su madre en la Obra Social de Industrias Alfonso, era la única que había podido trabajar con él durante toda la semana porque había espantado a todas las secretarias temporales.


Y también lo había intentado con Carolina, pero ella llevaba tantos años trabajando para la familia Alfonso que no se dejaba amedrentar.


‐¿Podemos esperar al antiguo Pedro en la oficina cuando vuelvas? ‐ suspiró la mujer.


‐Tan mal me he portado, ¿eh?


‐No, peor.


‐Sí, es cierto ‐admitió él, con una sonrisa.


‐Ve a solucionar el problema que tengas y que está volviendo loco a todo el mundo, por favor.


Pedro no hubiese tolerado ese comentario de nadie más que de Carolina, encargada de coordinar los proyectos más importantes de la Obra Social de Industrias Alfonso, que dirigía su madre. Llevaba con ellos en un puesto u otro desde que era una adolescente y prácticamente la consideraban de la familia.


‐Haré lo que pueda ‐le dijo mientras iba hacia el ascensor.


Debía admitir que se había portado como un ogro durante toda la semana. Paula no había vuelto a la oficina y cada día tenía que controlar su desilusión porque seguía escondiéndose de él. Sólo podía imaginar lo mal que debía estar pasándolo, pero aquel día todo terminaría.


Aquel día él terminaría con la tortura de Paula y, con un poco de suerte, con la suya también.


Pedro maldijo el tráfico que retrasaba su llegada a casa de Hugo Chaves, pero finalmente estaba allí y recorrió la distancia del coche hasta la puerta en unos segundos deseando tenerla entre sus brazos otra vez.


Pulsó el timbre y esperó, golpeando el suelo con el pie, impaciente. Un segundo después oyó ruido de pasos y entonces, por fin, la puerta se abrió.


Pero al ver a Paula fue como si lo golpeasen en el pecho. Parecía enferma de verdad; pálida, sus ojos verdes hundidos, demacrada...


Pedro levantó una mano para tocar su cara, para decirle que todo iba a salir bien pero, para su sorpresa, Paula se apartó.


‐¿Qué quieres? ‐le espetó, con voz helada.


‐¿No podemos hablar?


-¿De qué vamos a hablar? En serio, Pedro, ¿no puedes esperar hasta la semana que viene?


‐¿Hasta que decidas dejar de esconderte y volver a la oficina?


«Hasta que decidas volver a mí».


‐¿Esconderme?


‐¿Cómo lo llamarías tú?


‐Mira, ahora mismo no me apetece hablar de esto...


Paula iba a cerrar la puerta, pero Pedro se lo impidió poniendo el pie.


‐Lo único que quiero es hablar, Paula. Me debes eso al menos.


‐¿Yo te debo algo? ‐exclamó ella entonces‐. No, no te debo nada. A menos que no estés satisfecho con lo que has recibido a cambio del dinero que pagabas, en cuyo caso tengo cinco minutos y algún preservativo por algún sitio.


Pedro apretó la mandíbula. El insulto demostraba claramente qué lo había alejado de él.


‐Paula, tú sabes que necesitaríamos mucho más de cinco minutos.


Ella, colorada, se envolvió un poco más con el albornoz. 


Aunque Pedro miraba su rostro, negándose a mirar su cuerpo para no complicar las cosas. Tenía que entender que no estaba allí para acostarse con ella.


‐Entonces, tal vez quieras acusarme otra vez de ser desleal a la empresa Alfonso y a ti ‐siguió Paula, con un brillo de desafío en sus ojos verdes.


‐Sólo quiero hablar contigo ‐suspiró Pedro‐, ¿Me dejas entrar?


Fuera su tono o la humildad con que había hecho la petición, Paula dio un paso atrás y le hizo un gesto con la mano para que entrase


‐Será mejor que vayamos al cuarto de estar‐murmuró, precediéndolo después de cerrar la puerta.


Pedro vio cajas amontonadas en una esquina, estanterías de las que habían empezado a quitar libros y objetos decorativos, un rollo de cinta adhesiva sobre la mesa...


Y lamentó no haber podido ir antes para evitar que empezasen a desmantelar la casa que tanto significaba para ella.


Esperó que Paula se sentara y eligió sillón que había justo enfrente para mirada ojos. Quería toda su atención. Era vital que lo escuchase y entendiera por qué estaba haciendo aquello.


‐Siento mucho que todo esté tan desordenado ‐se disculpó ella. Y; de nuevo, había una nota de desesperación en su voz.


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. Sabía que podría borrar su rictus de preocupación con un par de palabras, pero tenía otras cosas importantes que decirle antes de eso.


‐Imagino que debe ser terrible para ti tener que desmantelar la casa. Por lo que me contaste en Russell, sé que este sitio significa mucho para ti.


Paula asintió, mirándose las manos.


‐Sí, pero al final sólo es una casa, ¿no? Mi abuelo y yo encontraremos otro sitio en el que vivir. No será como esta casa, pero es la gente la que hace un hogar y siempre tendremos los recuerdos.


‐Sé lo de tu abuelo, Paula.


Ella levantó la cabeza, sorprendida.


‐¿Qué quieres decir?


‐Sé lo del juego y sé que tú hiciste todo lo que estaba en tu mano para pagar a Ling, incluso aceptar ser su acompañante en el casino ‐Pedro suspiró‐. Incluso acostarte conmigo.


La miraba directamente a los ojos, unos ojos que ahora se habían empañado. Paula negó con la cabeza, al principio despacio, luego con más vehemencia.


‐No, no era por eso.


‐¿No era por eso?


‐No me acostaba contigo por el dinero‐le confesó ella abruptamente, su voz estrangulada de emoción.


Pedro esperó que continuase.


‐Me pediste que fuera tu acompañante, como lo era de Lee. Jamás me acosté con él y jamás lo hubiera hecho. Lo que hacía era actuar como cebo para sus clientes ‐Paula hizo una mueca de asco‐. Un cebo para gente como mi abuelo que, coaccionados por la presencia de una mujer guapa de su brazo, se arriesgaban más, apostaban más dinero. Así que no, no me acostaba contigo por dinero.


Pedro asintió con la cabeza.


‐Me alegro. Ojalá lo hubiera sabido desde el principio. 


‐¿Cómo te has enterado de lo de mi abuelo? ‐le preguntó Paula entonces‐  Me hizo prometer que no se lo contaría a nadie y se llevaría un disgusto terrible si pensara que te lo he contado.


‐Ya imagino.


‐El lunes pasado le supliqué que me dejase contártelo, pero no me dejó... porque eso hubiera destruido su reputación:


Pedro se mordió la lengua para no decir del que pensaba de Hugo Chaves. Si se hubiera portado como un hombre y aceptado que tenía una adicción, si se hubiera hecho responsable de sus deudas como debía, Paula no habría tenido que pasar por todo aquello


Pero si Hugo fuera el santo que todos creían, Paula seguiría
escondiéndose bajo esos aburridos trajes de chaqueta y tras las lentillas marrones y Pedro seguiría sin saber el tesoro que había debajo de todo eso.


Aunque era terrible admitirlo, Hugo Chaves le había hecho un enorme favor y solo por eso estaba dispuesto a hacer concesiones.


Respirando profundamente, y soltando el aire después para calmarse un poco, Pedro sacó la escritura de la casa del bolsillo para dársela a Paula.


‐¿De dónde has sacado esto? –preguntó ella, perpleja.


‐Tenía que saber por qué estabas con Ling.
Tenía que saber si tú podías ser la espía que estaba vendiendo información a la corporación Tremont... sé que no ha sido un gesto muy noble por mi parte y que mi desconfianza era injusta, pero tenía que hacerlo. Si no hubiera estado tan obsesionado contigo, no habría tenido que buscar tan lejos para encontrar la verdad, pero me alegro porque si no, no habría podido hacer esto por ti.


Pedro volvió a meter la mano en el bolsillo para sacar la escritura que el notario le había enviado esa misma mañana. Y después de entregársela se quedó esperando, sin atreverse a respirar mientras ella abría el documento.


‐Pero... no lo entiendo ‐empezó a decir‐. Aquí dice que la casa está a nombre de Hugo Chaves ‐Paula miraba el papel, sujetándolo con manos temblorosas‐. Y el cambio de nombre se ha hecho hoy mismo.¿Por qué?


‐Le he comprado la casa a Ling y le he pedido al notario que la registrase a nombre de tu abuelo. Y sus deudas están pagadas, de modo que sois libres, no le debéis nada a ese hombre.


‐¿Pero... por qué has hecho eso? Ni siquiera conoces a mi abuelo y yo... yo no soy nada para ti.


Pedro se inclinó un poco para tomar sus manos.


‐No conozco a tu abuelo, pero sé que ha sido por él por quien he podido verte de otra manera. Verte de verdad y desearte como a nadie, Lo he hecho por ti, Paula. Tenía que devolverte lo que habíais perdido, tenía que demostrarte que ahora sé que estaba equivocado al desconfiar de ti... y tratarte como lo he hecho. Si no hubiera estado tan celoso de Ling habría sido capaz de aceptar lo que sentía por ti, pero me convencí a mí mismo de que era mas fácil darte dinero que admitir lo que me estaba pasando.


‐Pedro ...


‐Te quiero, Paula. Y siento muchísimo, no sabes cuánto lo siento, habértelo hecho pasar tan mal mientras intentaba convencerme a mí mismo de que no eras nada para mí.


‐¿Me quieres?


‐Más que a nadie ‐admitió él, con una sonrisa.


‐Pero...


Pedro puso un dedo sobre sus labios.


‐Te quiero y quiero compensarte por haberte tratado tan mal. Quiero cuidar de ti y si eso significa darle a tu abuelo munición para que vuelva a destruirse a sí mismo, estoy parado para enfrentarme con las consecuencias. Pero te prometo que la próxima vez, si hay una próxima vez, no te destruirá a ti también.


‐Esto es demasiado, Pedro. No puedo aceptarlo... nunca podríamos pagarte.


‐No estamos hablando de dinero ‐suspiró él‐. ¿Es que no lo ves? Estoy hablando de ti y de mí. Es hora de que tu abuelo se haga responsable de sus errores y no te haga pagar a ti por ellos. Si quiere devolverte el dinero, tendrá que buscar ayuda profesional. Tiene que dejar de jugar para siempre y tú... ‐Pedro vaciló un momento, mirándola a los ojos -tienes que darte cuenta de que no puedes hacerte responsable de sus errores.


‐Pero es mi abuelo. Él lo dejó todo para cuidar de mí cuando mis padres murieron y le debo mucho... ‐Paula hizo una mueca‐. Déjalo, tú no lo entenderías.


‐Claro que lo entiendo. Sé muy bien lo que significa sentirte en deuda con tu familia, tanto que haces lo que sea para asegurarte de que sean felices... incluso por encima de tu propia felicidad. Yo no nací solo, tenía un hermano gemelo que murió unos días después del parto. Mi madre no pudo tener más hijos después de eso, de hecho le advirtieron que no debería tenerlos. Cuando se quedó embarazada de gemelos pensaron que todos sus ruegos habían sido escuchados, pero sólo sobreviví yo, así que sé lo que sientes. Sé que es el sentimiento de culpa del superviviente y sé que seguirás preguntándote por qué tú sobreviste al accidente en el que murieron tus padres porque yo me hago la misma pregunta sobre mi hermano  Pedro dejó escapar un suspiro‐. Durante toda mi vida he intentado compensar a mis padres por perder a ese niño, ser dos veces el hijo que consiguieron al final. Pero nada de eso importa porque sé que me quieren. Cuando mi hermano murió, mi padre intentó consolar su pena trabajando como nunca y yo siempre he sabido que estaría allí, al timón con él un porque era mi sitio.


‐No sabía nada de eso ‐murmuró Paula.


‐No, claro, porque nunca te lo había contado. Mi madre se ocupó de ayudar a niños con problemas o sin padres desde entonces. Supongo que la ayudó mucho, pero siempre he tenido la impresión de que yo no era suficiente para ella... que necesitaba a esos otros niños para llenar el vacío que la muerte de mi hermano había dejado. Y yo... bueno, yo siempre he sido la mitad de un todo.


El corazón de Paula se llenó de compasión por el niño que había sido y por el hombre en el que se había convertido, el hombre que había dicho que la quería.


‐¿Cómo no van a quererte? Tú eres casi perfecto... no, en serio. ¿Sabes una cosa? Cuando empecé a trabajar para ti me dabas pánico. Estaba tan nerviosa por hacerlo todo bien que metía la pata constantemente. Pero con el paso del tiempo empecé a ver que, en lugar de ser un simple perfeccionista, era tu compromiso con tu familia, tus empleados y tus clientes lo que te hacía trabajar tanto. 
Estaba media enamorada de ti incluso antes de que pasaran seis meses. Y sé que tienes razón, que yo no soy responsable de los errores de mi abuelo, pero imagino que
entenderás por qué debo cuidar de él. El es lo único que tengo en el mundo y yo soy todo lo que él tiene.


‐Entonces solucionaremos juntos el problema. ¿Me dejarás ayudarte?


‐Sí, sí, claro que sí ‐sonrió Paula‐. Yo no puedo solucionado sola. Me he metido en tantos líos... cuanto más intentaba ayudar, más lo estropeaba.


‐Pero si no hubiera sido por la deuda de tu abuelo probablemente yo no habría visto nunca a la chica que había bajo los trajes aburridos ‐sonrió Pedro‐. Nunca habría conocido a la auténtica Paula Chaves.


Paula se quedó sin aire cuando empezó a acariciar su cuello, deslizando la mano por el escote del albornoz.


‐Y hay otra cosa ‐dijo Pedro entonces, tirando de ella para levantada del sofá‐. ¿Quieres casarte conmigo, Paula? ¿Quieres hacer que me sienta completo al fin?


‐Sí, por supuesto ‐sonrió ella, su corazón estallando de amor‐. Claro que me casaré contigo.


Pedro inclinó la cabeza para buscar sus labios, sus lenguas uniéndose como un día, muy pronto, ellos estarían unidos para siempre.






ROJO: CAPITULO 16




El resto del día fue como un borrón para Paula. Mientras seguía trabajando de manera más o menos normal, en realidad era como si alguien le hubiese arrancado el corazón. Y cuando por fin llegó a casa estaba completamente destrozada.


Paula entró en la casa que había sido su santuario en los peores momentos de su vida, la casa que estaban a punto de perder y, angustiada, se apoyó en la pared, dejando que su bolso se deslizara hasta el suelo.


¿Qué iban a hacer? Había llamado a Lee al móvil para decirle que no podría ir al casino esa noche ni ninguna otra y él le recordó en términos bien claros cuáles serían las consecuencias.


Deslizándose hasta el suelo, Paula apoyó la cabeza en las rodillas y empezó a llorar.


‐Paula, cariño. ¿Qué ocurre?


Ella intentó hablar, asegurarle que estaba bien, pero las palabras no salían de su garganta.


Y cuando, su abuelo la abrazó, las lágrimas se convirtieron en sollozos de angustia.


‐¿Qué te ha hecho ese jefe tuyo? Seguro que te hizo pensar que te quería para luego dejarte plantada. Sabía que nada bueno podría salir de esto...


‐Pero yo lo quiero, abuelo. Lo quiero mucho.


‐Lo sé, hija, lo sé ‐intentó consolarla él, acariciando su pelo. Aunque sus caricias sólo lograban que llorase más.


¿Cómo iba a decirle que había aceptado dinero de su jefe para pagar la deuda que tenía con Ling? Saber que la había reducido a eso aunque ella lo hubiera hecho por gusto al descubrir que estaba enamorada de Pedro, le rompería el corazón.


Cuando por fin pudo dejar de sollozar, le echó los brazos al cuello y se agarró a él con fuerza. Siempre había sido su ancla y ella le había fallado cuando más la necesitaba. Había intentado solucionarlo, encontrar una solución para el problema, pero al final había fracasado.


‐Ven ‐dijo Hugo, ayudándola a levantarse‐. Vamos a tomar una taza de té.


Entraron juntos en la cocina, donde su abuelo se dispuso a calentar agua.


Y Paula lo observaba, cada gesto tan querido para ella...


Tenía que hablarle de la amenaza de Ling. No era justo ocultarle la verdad.


Intentó pensar cómo podía decírselo... al fin y al cabo, su abuelo tenía setenta y tres años. Lo bastante mayor como para saber que no debería haberse jugado el dinero en el casino, desde luego. Pero lo mirase como lo mirase, no había una manera fácil de hacerlo.


‐Abuelo.


‐¿Sí?


‐Lee Ling va a vender la casa. Intenté detenerlo, pero mi jefe se enteró de que estaba trabajando para él y me ha advertido que perderé mi trabajo si vuelvo a verlo. Y si no lo hago, Ling venderá nuestra casa.


‐Cariño, te preocupas demasiado. Lee no venderá esta casa, él sabe que le devolveré el dinero.


‐Pero abuelo, ¿es que no te das cuenta? No podemos pagar siquiera los intereses de la deuda. Nunca podremos pagar la deuda completa. Ni siquiera podemos pedir un préstamo en el banco porque la escritura de la casa ahora está a nombre de Ling. ¡Vamos a perderlo todo!


La desesperación que había en su voz por fin lo hizo reaccionar.


‐¿Tú crees que sería capaz de hacer eso?


‐Si me dejaras contarle a mi jefe por qué trabajo para Ling, a lo mejor él...


‐¡No! ‐la interrumpió su abuelo‐. Nadie debe saberlo, Paula. Me prometiste no contárselo a nadie y no debes hacerlo. Si algún periodista se enterase, y tú sabes que lo harían, todo lo que he hecho durante más de treinta años se vendría abajo. Perdería el programa de televisión, la gente me trataría de otra forma... mi legado, mi reputación, el respeto del público... eso es todo lo que tengo, hija.


‐Pero abuelo... ‐Paula quería ponerse gritar, preguntarle si ella no era más importante que esa reputación de la que tanto hablaba y la mayoría del público ya había olvidado.


Pero casi le daba miedo la repuesta.


‐Ven, vamos a tomar el té. Ya se nos ocurrirá algo. Ling es una persona razonable.


Ella lo siguió hasta al salón, pero no pudo tomarse el té porque tenía el estómago revuelto y temía acabar vomitando. Hugo no entendía que los hombres como Ling no hablaban en broma... pero no tardaron mucho en descubrirlo.


Estaba en el cuarto de baño a la mañana siguiente cuando su abuelo llamó a la puerta. Dejando el secador, y poniéndose el albornoz Paula asomó la cabeza en el pasillo.


‐Ling esta aquí ‐anunció su abuelo, pálido‐, con un agente inmobiliario. Han venido a hacer una tasación. Va a poner la casa en el mercado... hoy mismo.


Paula y su abuelo se sentaron en el sofá del salón mientras Lee Ling y el agente inmobiliario terminaban la inspección de la casa.


‐Está en una buena zona y, con el jardín cuidado por el famoso Hugo Chaves, estoy seguro de que venderla no será un problema ‐estaba diciendo el agente inmobiliario mientras salía con Ling de la propiedad.


Paula se sentía enferma. Iba a hacerlo, iba a vender su casa y a dejarlos en la calle. Sin dinero en el banco, no había ninguna esperanza para ellos.


Su trabajo era lo único que les quedaba... si Pedro no la despedía.


Paula miró a su abuelo, que parecía más viejo que nunca. 


No podía dejarlo solo aquel día, pensó. Parecía enfermo. Por fin había entendido cuáles eran las consecuencias del juego, pero aquello ya no era un juego para ninguno de los dos.



***


Pedro colgó el teléfono, exasperado. De modo que Recursos Humanos estaba buscando una secretaria temporal para él porque Paula había llamado diciendo que se encontraba enferma. Qué conveniente.


¿Cómo se atrevía a esconderse así de él? ¿No se daba cuenta de que eso la hacía parecer más culpable?


Su informador le había dicho que no había aparecido por el casino la noche anterior... ¿habría salido huyendo? De una manera o de otra tenía que enterarse y tenía que hacerlo rápidamente.


De modo que llamó a la firma de investigadores privados que su primo Brent usaba cuando lo necesitaba. Eran discretos y, sobre todo, eran rápidos. Y, a la hora del almuerzo, estaba mirando la información que le había llegado por mensajero.


Le había costado una pequeña fortuna, pero merecía la pena. Las pruebas estaban delante de sus ojos: los pagos que Paula Chaves había hecho a Lee Ling desde su cuenta corriente. Una cuenta en la que ya prácticamente no quedaba nada...


Pedro se enfureció al ver una copia del último cheque que le había dado. y, por si eso no fuera suficiente, hasta su casa, la casa en la había crecido, le pertenecía ahora a aquel hombre.


Indignado, golpeó el escritorio con el puño, soltando una palabrota. Le había confiado todo en la oficina...


¿Cuántos secretos le habría vendido a Ling?, se preguntó. Pedro intentaba concentrarse, lo que podría haberle hecho a las industrias Alfonso porque era mucho más fácil que reconocer aquella sensación de vacío en el pecho o los sentimientos que había luchado mantener escondidos, intentando convencerse a sí mismo de que su relación con Paula fuera del trabajo era estrictamente una relación carnal.


‐¿Señor Alfonso? ‐lo llamó la ayudante temporal desde la puerta‐. ¿Le ocurre algo?


‐¡Fuera! ‐gritó él.


Pero luego cerró los ojos y, después de contar hasta diez muy lentamente, se levantó de la silla y asomó la cabeza en el despacho, donde la secretaria estaba sentada, preguntándose que había hecho para merecer tan grosero tratamiento.


‐Perdona. No iba contra ti.


‐Sí, claro.


Pedro volvió a su despacho y recogió los papeles que habían caído al suelo cuando golpeó el escritorio. La rabia que sentía era como un río de lava. Aunque él no estaba acostumbrado a esos ataques de furia...


¡Maldita fuera Paula por reducirlo a eso! Pero, al tomar una copia de la escritura de su casa, vio algo que le pareció extraño. Pedro estudió el documento, intentando olvidarse del nombre de Lee Ling, que ahora aparecía en la escritura como propietario. Algo en las fechas no cuadraba... el cambio de nombre había tenido lugar un día después de que volvieran de Russell.


Cuando Paula volvió a la oficina, después de haberse despedido el día anterior.


¿Qué habría pasado para que cambiase de opinión?


Pedro miró de nuevo la escritura y reconoció el nombre de Hugo Chaves. Hugo Chaves había sido un personaje famoso de televisión durante muchos años y lo había visto frecuentemente en el casino, pero no se le ocurrió pensar que tuviera alguna relación con Paula.


Chaves era un jugador que apostaba mucho dinero... y no tardaría mucho en averiguar si ganaba o perdía.


¿Se habría equivocado sobre Paula?, se preguntó 
entonces. ¿Podría ser inocente, manipulada por el evidente cariño que sentía por su abuelo y las nada escrupulosas maquinaciones de un hombre como Ling?


¿Podría empezar a creer que había estado diciendo la verdad sobre todo... incluso sobre sus sentimientos por él?


Lo único que haría falta sería una llamada de teléfono.


Pedro guardó los papeles en el sobre e que habían llegado antes de sentarse tras su escritorio para buscar en su agenda el número de teléfono de Paula.


Y después de marcar, esperó, tamborileando con los dedos sobre la mesa.


‐¿Dígame?


Al escuchar su voz sintió una ola de deseo, pero intentó controlarse.


‐Paula, tenemos que hablar.


‐No puedo hablar ahora, Pedro. De verdad, no puedo.


‐¿Ni siquiera sobre tu trabajo?


Entonces notó que contenía el aliento


‐¿Qué ocurre? ‐le preguntó después, con voz estrangulada‐. ¿Es que no he hecho ya suficiente? Por favor, déjame en paz.


Paula colgó y Pedro se quedó con el teléfono en la mano, perplejo.


Pero su tono de voz la había delatado, estaba destrozada. 


Con la presión que había puesto sobre ella, por no hablar de las demandas que hubiera hecho un hombre como Ling, era absolutamente lógico.


Tomando las llaves del coche, Pedro salió de la oficina. De una manera o de otra iba a solucionar aquello de una vez por todas.


‐¿Señor Alfonso? ‐lo llamó la secretaria.


‐Más tarde. Volveré más tarde.


‐Pero...


Fuera lo que fuera lo que iba a decir, Pedro no lo oyó porque las puertas del ascensor se habían cerrado.


El viaje hasta la casa de Paula le dio una oportunidad para pensar en lo que iba a hacer. Pero lo primero era lo primero; tenía que averiguar por qué era tan importante para él saber que Paula estaba bien. Sí, había sido su ayudante durante dos años y medio, pero era mucho más que eso.


Muchísimo más.


Por fin, estaba dispuesto a admitir por qué la idea de compartir a Paula con otro hombre le resultaba insoportable. La quería sólo para sí mismo y era mucho más que deseo. De alguna forma, en algún momento y a pesar de sus intenciones, se había enamorado de ella. Ahora lo único que tenía que hacer era convencerla de que hablaba en serio... pero tal y como la había tratado, seguramente iba a ser la pelea más difícil de toda su vida.


Pedro detuvo el BMW detrás de un coche aparcado en la puerta de la casa. En el jardín, un agente inmobiliario estaba colocando el cartel de Se Vende.


De modo que ése era el juego de Ling. Iba a vender la casa...


Pedro apretó el volante con tal fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. Lee Ling era un canalla, no había la menor duda.


Aunque él no se había portado mejor que ese canalla.


Era lógico que Paula estuviera tan angustiada cuando llamó por teléfono. Todo su mundo se iba hundiendo poco a poco y ella no podía hacer nada.


De repente, Pedro cambió de plan. Durante todo el camino había ido preguntándose cómo podría hacer que Paula le diese otra oportunidad.


Y ahora, allí, delante de sus ojos, tenía esa oportunidad.


De modo que salió del coche y se acercó al agente inmobiliario para hablar con él. Y sólo tardó unos minutos en volver al BMW para dirigirse a la oficina con una sonrisa en los labios.


Sus abogados se subirían por las paredes cuando supieran lo que había hecho, pero Pedro Alfonso no tenía que darle explicaciones a nadie... salvo a la mujer de la que estaba enamorado.