viernes, 16 de junio de 2017
ROJO: CAPITULO 13
Le temblaban tanto las manos mientras levantaba la cafetera que le cayó un poco de café hirviendo en la muñeca. Paula hizo un gesto de dolor mientras se secaba con una servilleta de papel.
No, no era tan tonta como para creerse enamorada de Pedro Alfonso. Lo deseaba, desde luego... ¿pero enamorada?
No, imposible. El amor era otra cosa; la unión de dos personas que se conocían, que tenían intereses y gustos similares, que se entendían la una a la otra. Una conexión profunda entre dos personas que las convertía en una sola.
La única conexión que había entre Pedro y ella era física... y lo que él estuviera dispuesto a pagar por saciar su deseo. Y hasta ahí era hasta donde podía llegar Paula con un hombre como él.
Se preguntó entonces a qué mujer amaría Pedro, con quién formaría una familia. Y le sorprendió sentir una punzada de envidia.
Ella quería ser esa mujer.
Lo deseaba con una desesperación que sobrepasaba todo lo que había deseado en su vida. Pero aunque soñara cómo sería despertarse con él todos los días, estar absolutamente segura de su amor, se dijo a sí misma que absurdo. Era imposible.
No, tenía lo que tenía con él y nada más. Debía guardar los recuerdos de aquel encuentro en un rincón de su corazón porque eso era lo único que iba a tener.
Cuando volvió a su lado con la taza de café, él levantó la mirada.
‐Gracias.
‐De nada.
Pero cuando Paula iba a retirarse, Pedro sujetó su muñeca
‐¿Qué es esto? ‐le preguntó.
‐Nada, es que me ha caído un poco de café mientras lo servía...
‐¿Te has puesto agua fría en la quemadura?
‐No, no es nada. El café no está tan caliente, afortunadamente.
‐Deberías cuidarte mejor ‐dijo él.
‐¿Te preocupa que haya dañado la mercancía? ‐replicó Paula, molesta.
Pedro levantó una ceja.
‐No hagas eso.
‐¿Que no haga qué?
En lo único que podía pensar era en el roce de sus dedos acariciando su muñeca. ¿Podría sentir cómo se había acelerado su pulso, cómo se excitaba cuando la tocaba?
‐No te rebajes así. Los dos sabemos que tú has elegido estar aquí conmigo y estás siendo recompensada por ello.
Oh, sí, bien recompensada, desde luego.
Ese recordatorio le dio la armadura que necesitaba para controlar tan locos pensamientos.
Pero entonces Pedro se llevó su muñeca a los labios para besar con la mayor ternura la suave piel marcada por una red de venitas azules y Paula se estremeció.
Cuando la soltó estaba temblando.
‐Voy al lavabo... a mojarme un poco la mano.
Sentía los ojos de Pedro clavados en su espalda, como si un hilo invisible los uniera, y suspiró, aliviada, cuando la puerta se cerró tras ella.
Mientras dejaba que el agua fría aliviase el escozor de la quemadura se preguntó qué iba a hacer para que Pedro Alfonso no supiera lo que sentía por él. Porque no tenía la menor duda de que la descartaría como un periódico viejo si supiera que su secretaria se había enamorado de él.
En el aeropuerto de Melbourne fueron recibidos por una limusina que los llevó al centro de la ciudad a toda prisa. Y; una vez en el hotel, el portero les abrió la puerta del coche mientras llamaba a un botones para que se encargase del equipaje.
‐Vamos a ver si la suite está preparada ‐dijo Pedro‐. Tenemos algún tiempo antes de la primera reunión y quiero que revisemos algunas cosas.
Paula nunca olvidaría su primera mirada al vestíbulo del hotel, con una fuente de mármol en el centro y una escalera doble a cada lado, arañas de cristal en los altísimos techos, enormes espejos enmarcados en pan de oro...
Era como entrar en otro mundo; Y eso fue lo que decidió hacer ese fin de semana: fingir que estaba en otro mundo... mundo en el que Pedro y ella eran una pareja de verdad, juntos porque querían estarlo.
Cuando llegaron a la suite, su nuevo mundo estuvo completo. La vista del río Yarra y la ciudad de Melbourne reforzaba esa sensación fantasía y, en aquel momento, lo último que deseaba era descansar. Lo que quería era echarse en los brazos del hombre que había entrado tras ella en la suite y demostrarle con actos, ya que no podía hacerlo con palabras, lo que sentía por él.
Y guardar aquel recuerdo en su memoria para siempre.
El botones entró tras ellos con el equipaje y Pedro se encargó de darle una propina mientras ella inspeccionaba el resto de la suite. Paula se llevó una mano al corazón al entrar el cuarto de baño, con paredes de mármol de color oro antiguo.
Incluso allí había arañas de cristal y un jacuzzi lo bastante grande para dos personas...
Desde aquella noche en la piscina, y en la ducha de la piscina, Paula apenas podía mirar el agua sin experimentar una sensación agridulce.
Cuando se miró al espejo y se vio con los ojos brillantes y las mejillas enrojecidas pensó que no parecía una secretaria competente. No, parecía una mujer enamorada, a punto de disfrutar del mayor de los placeres con su amante...
Un ruido en la puerta hizo que levantase la mirada.
Pedro estaba allí y sus ojos se encontraron a través del espejo.
Esmeraldas encontrándose con el oscuro zafiro.
Sin decir nada Pedro se colocó tras ella, poniendo las manos en sus caderas. Paula sintió el calor de sus dedos a través de la tela de la falda cuando se inclinó para besar su cuello...
‐Sí ‐murmuró ella instintivamente.
Pedro deslizó las manos por sus caderas antes de levantar la falda y lo oyó contener el aliento cuando vio que debajo sólo llevaba medias con sujeción de encaje y un tanga diminuto.
Lo miró por el espejo, sintiéndose casi como una voyeur, como si no fuera su cuerpo el que estuviera tocando sino el de otra mujer.
Pedro empezó a acariciar sus muslos con una mano mientras con la otra sujetaba la falda sobre su cintura.
Apretó sus nalgas, acariciándola con un dedo por encima de las braguitas... y ella tembló como respuesta.
La acariciaba arriba y abajo y, con cada roce Paula empujaba las nalgas hacia él para rozar el bulto bajo el pantalón. La tensión era insoportable y sentía que estaba a punto de llegar al orgasmo... pero no del todo.
Hasta que Pedro metió los dedos bajo el tanga para rozar su clítoris, enviando un escalofrío monumental por todo su cuerpo, antes de bajarle la prenda.
Soltó su falda y, por el espejo, Paula vio que se llevaba la mano a la hebilla del cinturón. Un segundo después, el pantalón caía al suelo y Pedro se liberaba de la presión de los calzoncillos.
Lo sintió temblar cuando la aterciopelada punta de su miembro rozó sus nalgas, acercándose poco a poco a la zona que anhelaba su posesión.
‐Ah, demonios ‐masculló Pedro entonces apartándose‐. Espera un momento, no te muevas. Voy a buscar un preservativo.
Por el espejo, Paula vio que se inclinaba para subirse el pantalón antes de salir del baño. Temblando de deseo, anhelando estar con él, se miró al espejo... y se quedó sorprendida al ver aquella imagen voluptuosa. No parecía ella, parecía otra persona.
Afortunadamente, él volvió enseguida para retomar lo que habían dejado a medias. Y Paula agradecía haber llevado tacones porque así Pedro tenía más fácil acceso.
Se mordió los labios, conteniendo un gemido, cuando entró en ella, ensanchándola hasta quedar enterrado del todo. Luego pasó un brazo por su pelvis para levantarla un poco más y, rozando los rizos con un dedo, buscó el capullo escondido mientras embestía una y otra vez.
Paula levantó la cabeza para mirarse al espejo porque necesitaba una conexión con él que fuera más allá de la conexión de sus cuerpos. Las embestidas empezaron siendo lentas, atormentándola una y otra vez mientras rozaba su clítoris con los dedos.
Luego el tiempo aumentó, volviéndose casi frenético y, de repente, Paula no podía aguantar más... las caricias de sus dedos, su posesión, verse en el espejo doblada de placer... era demasiado y se apretó contra él, siguiendo su ritmo.
Dejando escapar un gemido ronco que era casi un grito, Pedro clavó los dedos en su carne cuando llegó al orgasmo.
A Paula le pareció una eternidad hasta que su corazón volvió al ritmo normal y las piernas dejaron de temblarle. Pedro estaba inclinado sobre su espalda, su aliento quemando su cuello, aún enterrado en ella...
Pero entonces, sin decir nada, se apartó para quitarse el preservativo mientras ella se estiraba, bajándose la falda.
Aparte de un leve enrojecimiento en las mejillas y la garganta y una manchita de máscara bajo los ojos, nadie podría imaginar lo que había experimentado unos segundos antes. Nadie más que el hombre que estaba lavándose su lado... y Pedro no podía ni imaginar lo sentía por él.
‐Será mejor que empecemos a repasar esas notas ‐le dijo mientras volvía a subirse los pantalones, pasando de amante a hombre de negocios en un segundo.
Y así, de repente, la magia había terminado. Pedro salió del baño sin decir una palabra y Paula comprobó su blusa en el espejo, agradeciendo que no se hubiera arrugado. Unas braguitas nuevas y sería como si no hubiera pasado nada.
Pero ella sabía en su corazón que haría falta algo más que unas braguitas nuevas para todo estuviera bien.
Y; sin embargo, obligándose a sí misma a dejar de pensar que la esperanza moría un poco más cada vez que él se alejaba, hizo los arreglos necesarios en su maquillaje y se reunió con Pedro en el salón de la suite.
De vuelta a la normalidad.
Pedro observaba a Paula en el casino Melbourne, charlando con un grupo de clientes australianos con los que llevaba negociando un día y medio. Y; mientras la miraba, tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlar el deseo que sentía por ella.
Había pensado que aquel fin de semana se saciaría del todo... y lo había intentado. Pero no era suficiente. Cada vez que hacían el amor sólo conseguía que su apetito por ella aumentase un poco más.
El vestido azul que llevaba resaltaba el color de sus ojos como nunca y Pedro tuvo que luchar contra una oleada de celos cuando la vio acercarse al director de la firma con la que estaban negociando y le dijo algo al oído. Los celos se convirtieron en algo más primitivo cuando el hombre bajó la mirada hacia su escote...
Aquel tipo podía meterse el negocio donde quisiera. No tenía derecho a mirar así a Paula.
De repente, Pedro decidió que estaba harto.
Harto de juegos y harto de ver a otros hombres babeando por su mujer.
¿Su mujer?
Eso sí que era una broma.Paula sólo era suya mientras la pagase y, por alguna razón, pensar eso le dolía. Si aparecía otro hombre con un talonario mayor... pero rechazó la idea de antemano. Haría lo que tuviera que hacer para retenerla a su lado durante el tiempo que quisiera. Era su acompañante y, en aquel momento, él necesitaba su compañía.
Cuando volvieron a la suite prácticamente se lanzó sobre ella, incontrolable en su deseo de poseerla, de dejar su marca, de hacerla irrevocablemente suya. Y cuando la llevó al orgasmo y Paula gritó su amor por él, se sintió completo como no se había sentido antes. Era suya, absolutamente suya.
Tarde; mucho más tarde, con Paula dormida a su lado, Pedro miraba el techo de la habitación intentando reunir las piezas del el enigma que era esa mujer y que, en unos días había dado más placer que todas sus aventuras juntas.
Su descontrolada exclamación de amor seguía sonando en sus oídos, enviando un escalofrío por su espalda. Amor.
¿Qué sabía él del amor? ¿Y qué realista podía ser una declaración de amor hecha bajo el signo del dólar? ¿Pensaría Paula que eso era lo que esperaba de ella? ¿Que se sentiría satisfecho con una mala copia de la realidad?
Pensó entonces en su experiencia con el amor y su convicción de que estaba cargado de expectativas y responsabilidades con las que uno tenía que cumplir.
Expectativas y responsabilidades que él cumplía cada día de su vida.
Como único superviviente de gemelos, siempre había sentido que tenía que compensar a sus padres por la pérdida del otro niño. Era absurdo, por supuesto, pero siempre había pensado que padres merecían algo más.
Nunca había sentido que él era suficiente y, con el tiempo, supo que la pérdida del otro niño había tenido un impacto negativo en la relación de sus padres.
Los Alfonso habían vivido y trabajado juntos durante casi toda su vida, pero Pedro sentía que les faltaba algo. Tal vez por eso se había esforzado tanto siempre. Competía fieramente con su primo, Bruno, en el colegio privado en el que estudiaron, fuera y dentro del aula, buscando siempre alguna manera de aventajar al otro. Su amigo Draco Sandrelli se reía de ellos... para luego apuntarse a todas las aventuras.
Pedro había tenido poco tiempo para relaciones más que con su familia y sus dos mejores amigos y, sin embargo, sabía que también a él le faltaba algo. Algo que ahora había descubierto en los brazos de Paula, en sus caricias, en su aceptación del deseo que sentían el uno por el otro.
Ella se movió entonces, su aliento una caricia sobre su torso, la suave melena sobre su piel. Pedro apretó su cintura, como si así pudiera retenerla para siempre. Era como una droga.
Cuanto más la probaba, más la necesitaba. Y más le daba ella.
Sin embargo, Paula no había pedido nada a cambio. Aquel fin de semana había tenido la oportunidad de hacer que abriese el talonario para sacarle lo que quisiera pero, aparentemente, no tenía interés en gastar su dinero. Claro que si necesitaba dinero para pagar una deuda, gastárselo en ropa no sería una de sus prioridades.
Pensó entonces en cuando le dijo que irían al casino esa noche, esperando que mostrase cierto entusiasmo. Pero en lugar de eso se había mostrado nerviosa mientras entraban en la zona VIP, sin mostrar el menor interés por las mesas de juego.
Ése no era el comportamiento de una persona con una adicción al juego, pensó. A menos, claro, que su deuda con Ling fuera tan grande que empezaba a tener miedo.
Pero su conducta no había sido la que él esperaba en absoluto. Teniendo la oportunidad de jugar con un dinero que no era suyo, sin riesgo alguno, ¿no debería haberse aprovechado?
Al fin y al cabo, había aceptado el cheque Pedro sabía que lo había cobrado casi de inmediato.
Había algo que no cuadraba en aquella situación y lo molestaba no saber qué era. Pero mientras despertaba a Paula una vez más para tomar lo que tan generosamente le daba, se prometió a sí mismo que llegaría hasta el final del asunto de una manera o de otra.
jueves, 15 de junio de 2017
ROJO: CAPITULO 12
Paula cerró la maleta y miró por la ventana.
Pedro había dicho que un coche iría a recogerla alrededor de las cinco...
El avión con destino a Melbourne saldría de Auckand poco después de las siete y media y, con el cambio de horario, llegarían al aeropuerto de Melbourne alrededor de las nueve y cuarto. Tenían un largo día de trabajo por delante y Pedro había dejado bien claro que esperaba que tomase nota de todo lo que se dijera en las reuniones.
A su abuelo no le había hecho mucha gracia que volviera a acompañar a su jefe un fin de semana, pero Paula no había tenido que recordarle por qué se veía obligada a hacerlo.
Aquella semana había sido interminable y volvía a casa por las noches dispuesta a comer algo e irse a la cama lo antes posible. Afortunadamente, Pedro no le había exigido más que su trabajo como secretaria. El comentario de quererla desnuda y en su cama no había pasado de ahí, pero la tensión era insoportable y no dejaba de preguntarse cuándo iba a pedirle que se acostase con él.
El jueves por la tarde salió de la oficina angustiada; la tensión entre ellos durante todo el día había sido como un cable eléctrico suelto, a punto de desencadenar una explosión.
La noche anterior había ido al casino a pagarle a Lee Ling el dinero del cheque que Pedro le había dado, pero Ling había insistido en que congelaría los intereses del préstamo si volvía a trabajar para él como acompañante.
Aún sentía náuseas al recordarlo. Ella sabía cuál era su idea del «trabajo». Aunque inicialmente se limitaba a ir de su brazo por el casino, le había preocupado desde el principio que tarde o temprano Ling esperase algo más.
Qué curioso que la idea de hacer virtualmente lo mismo con Pedro no la llenase de angustia. Sabía que sus ingenuos sueños del fin de semana, que Pedro y ella pudieran ser algo más que jefe y secretaria, algo más que hombre y su amante, eran absurdos. Pero una parte de ella se agarraba a la idea de que, con el tiempo, tal vez las cosas pudieran cambiar.
Suspirando, Paula sacudió la cabeza. Eso tenía tantas posibilidades de ocurrir como que su abuelo mágicamente perdiera su adicción al juego.
Cuando oyó la bocina de un coche en la puerta, tomó la maleta y salió de su habitación deteniéndose un momento en la puerta dormitorio de su abuelo.
Suspirando, puso la mano sobre la hoja de madera como esperando poder hacer un encantamiento que lo mantuviese allí, a salvo, alejado de las tentaciones. Pero sabía que le sería muy difícil resistir durante tres días.
Luego, después de llamar a la puerta, asomó la cabeza en la habitación.
‐Me voy, abuelo. Cuídate, por favor. Volveré el domingo por la noche, pero no hace falta que me esperes despierto.
‐Muy bien. Adiós, hija.
Pedro estaba esperándola frente al coche, con el maletero abierto.
‐Pensé que enviarías un taxi ‐le dijo, mientras subía al BMW.
‐He cambiado de planes.
Paula lo observó por el rabillo del ojo mientras arrancaba. Estar encerrada con él en un sitio tan pequeño la hacía sentir incómoda. Desde que la besó el martes no había vuelto a tocarla y ella había empezado a preguntarse qué esperaría de ese fin de semana.
Aún tenía el pelo mojado de la ducha y el aroma de su colonia se filtraba en sus sentidos como una droga. Paula intentó contener el deseo mientras observaba sus manos sobre el volante... intentando no imaginarlas sobre su cuerpo.
Un gemido escapó de su garganta y Pedro volvió la cabeza.
‐¿Estás bien?
‐Sí, sí, estoy bien.
El siguió concentrado en la carretera. Afortunadamente, el viaje hasta el aeropuerto fue rápido y, poco después, estaban en la sala de espera de primera clase. Paula intentó tomar un té y una magdalena mientras Pedro miraba unos documentos, dejando que el café se enfriase en su taza.
No sabía qué hacer. Esperar la ponía nerviosa porque le daba demasiado tiempo para pensar. Demasiado tiempo para recordar.
En poco más de una semana, su vida había cambiado de forma irrevocable, pero ella no había sido más que un simple peón, movido por el destino a su antojo. Una víctima de la manipulación de otros. Y era horrible. Aquella sensación de no controlar su vida, de ir sin rumbo, no era a lo que ella estaba acostumbrada y se juró a sí misma volver a poner su vida en orden en cuanto la deuda de su abuelo estuviera pagada.
Luego miró a Pedro, inmaculado con su traje de chaqueta incluso a esa hora de la mañana, y suspiró por dentro. No podría seguir trabajando para él cuando todo aquello hubiese terminado.
Al menos antes podría haber pensado que la respetaba, pero ahora ... ¿cómo iba a respetarla? Se había vendido sin protestar, sin explicarle por qué se veía obligada a hacerlo. Desde el punto de vista de Pedro, sin duda parecía una mujer avariciosa que buscaba la oportunidad más fácil para conseguir dinero. Sabía que sospechaba que tenía deudas de juego... y la verdad era que las tenía, aunque no fueran suyas. Pero nunca podría decirle la verdad.
Cuando había vuelto de Russell, le había sugerido a su abuelo que podría pedir un préstamo personal en el banco, pero él no quiso saber nada. Se había vuelto paranoico, temiendo que los directivos de la cadena de televisión supieran lo de su adicción al juego.
Hugo quería que pensaran que estaba feliz en su retiro, sin problemas económicos, que las pérdidas en el casino no habían tenido impacto alguno en su vida... porque nadie quería estar con un perdedor, decía él.
Si alguien descubría su situación, la cadena rompería el contrato y buscarían a otro para hacer el programa.
Esa vergüenza sería insoportable para él. Su reputación como una de las personalidades televisivas más queridas de Nueva Zelanda era lo único que le quedaba en la vida y no estaba dispuesto a perderla.
Lo que preocupaba a Paula de verdad era que siguiera sin aceptar que aquello era una adición, una enfermedad.
Porque hasta que no reconociera el problema no sería capaz de buscar la ayuda que tanto necesitaba.
Lo cual la llevaba a donde estaba en aquel momento. Paula volvió a mirar a Pedro, que hizo una mueca al tomar un sorbo de café.
‐Espera, voy a buscar uno caliente.
El levantó la mirada entonces.
‐Gracias ‐se limitó a decir, antes de seguir trabajando.
Y eso lo resumía todo, pensó Paula mientras se alejaba. No era más que un interés pasajero. Como un niño frente a una tienda de caramelos, Pedro Alfonso había visto lo que quería en el escaparate y había hecho todo posible para conseguirlo.
Sabía que ella había participado, por supuesto. Quién no lo hubiera hecho con un hombre tan atractivo. Pedro tenía un rostro de facciones simétricas, desde el hoyito en la barbilla a sus altos pómulos o la línea recta de sus cejas.
Recordaba haber leído en alguna parte que la gente se sentía atraída por personas con facciones simétricas. Bueno, pues debían haber pensado en hombres como Pedro Alfonso para formular esa teoría.
Y, además de su atractivo físico, aquel aire distante, aquella sensación de poder y seguridad que lo acompañaba a todas partes... sí, a una mujer se la podía perdonar por enamorarse de un hombre así.
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