jueves, 15 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 12





Paula cerró la maleta y miró por la ventana.


Pedro había dicho que un coche iría a recogerla alrededor de las cinco...


El avión con destino a Melbourne saldría de Auckand poco después de las siete y media y, con el cambio de horario, llegarían al aeropuerto de Melbourne alrededor de las nueve y cuarto. Tenían un largo día de trabajo por delante y Pedro había dejado bien claro que esperaba que tomase nota de todo lo que se dijera en las reuniones.


A su abuelo no le había hecho mucha gracia que volviera a acompañar a su jefe un fin de semana, pero Paula no había tenido que recordarle por qué se veía obligada a hacerlo.


Aquella semana había sido interminable y volvía a casa por las noches dispuesta a comer algo e irse a la cama lo antes posible. Afortunadamente, Pedro no le había exigido más que su trabajo como secretaria. El comentario de quererla desnuda y en su cama no había pasado de ahí, pero la tensión era insoportable y no dejaba de preguntarse cuándo iba a pedirle que se acostase con él.


El jueves por la tarde salió de la oficina angustiada; la tensión entre ellos durante todo el día había sido como un cable eléctrico suelto, a punto de desencadenar una explosión.


La noche anterior había ido al casino a pagarle a Lee Ling el dinero del cheque que Pedro le había dado, pero Ling había insistido en que congelaría los intereses del préstamo si volvía a trabajar para él como acompañante.


Aún sentía náuseas al recordarlo. Ella sabía cuál era su idea del «trabajo». Aunque inicialmente se limitaba a ir de su brazo por el casino, le había preocupado desde el principio que tarde o temprano Ling esperase algo más.


Qué curioso que la idea de hacer virtualmente lo mismo con Pedro no la llenase de angustia. Sabía que sus ingenuos sueños del fin de semana, que Pedro y ella pudieran ser algo más que jefe y secretaria, algo más que hombre y su amante, eran absurdos. Pero una parte de ella se agarraba a la idea de que, con el tiempo, tal vez las cosas pudieran cambiar.


Suspirando, Paula sacudió la cabeza. Eso tenía tantas posibilidades de ocurrir como que su abuelo mágicamente perdiera su adicción al juego.


Cuando oyó la bocina de un coche en la puerta, tomó la maleta y salió de su habitación deteniéndose un momento en la puerta dormitorio de su abuelo.


Suspirando, puso la mano sobre la hoja de madera como esperando poder hacer un encantamiento que lo mantuviese allí, a salvo, alejado de las tentaciones. Pero sabía que le sería muy difícil resistir durante tres días.


Luego, después de llamar a la puerta, asomó la cabeza en la habitación.


‐Me voy, abuelo. Cuídate, por favor. Volveré el domingo por la noche, pero no hace falta que me esperes despierto.


‐Muy bien. Adiós, hija.


Pedro estaba esperándola frente al coche, con el maletero abierto.


‐Pensé que enviarías un taxi ‐le dijo, mientras subía al BMW.


‐He cambiado de planes.


Paula lo observó por el rabillo del ojo mientras arrancaba. Estar encerrada con él en un sitio tan pequeño la hacía sentir incómoda. Desde que la besó el martes no había vuelto a tocarla y ella había empezado a preguntarse qué esperaría de ese fin de semana.


Aún tenía el pelo mojado de la ducha y el aroma de su colonia se filtraba en sus sentidos como una droga. Paula intentó contener el deseo mientras observaba sus manos sobre el volante... intentando no imaginarlas sobre su cuerpo.


Un gemido escapó de su garganta y Pedro volvió la cabeza.


‐¿Estás bien?


‐Sí, sí, estoy bien.


El siguió concentrado en la carretera. Afortunadamente, el viaje hasta el aeropuerto fue rápido y, poco después, estaban en la sala de espera de primera clase. Paula intentó tomar un té y una magdalena mientras Pedro miraba unos documentos, dejando que el café se enfriase en su taza.


No sabía qué hacer. Esperar la ponía nerviosa porque le daba demasiado tiempo para pensar. Demasiado tiempo para recordar.


En poco más de una semana, su vida había cambiado de forma irrevocable, pero ella no había sido más que un simple peón, movido por el destino a su antojo. Una víctima de la manipulación de otros. Y era horrible. Aquella sensación de no controlar su vida, de ir sin rumbo, no era a lo que ella estaba acostumbrada y se juró a sí misma volver a poner su vida en orden en cuanto la deuda de su abuelo estuviera pagada.


Luego miró a Pedro, inmaculado con su traje de chaqueta incluso a esa hora de la mañana, y suspiró por dentro. No podría seguir trabajando para él cuando todo aquello hubiese terminado.


Al menos antes podría haber pensado que la respetaba, pero ahora ... ¿cómo iba a respetarla? Se había vendido sin protestar, sin explicarle por qué se veía obligada a hacerlo. Desde el punto de vista de Pedro, sin duda parecía una mujer avariciosa que buscaba la oportunidad más fácil para conseguir dinero. Sabía que sospechaba que tenía deudas de juego... y la verdad era que las tenía, aunque no fueran suyas. Pero nunca podría decirle la verdad.


Cuando había vuelto de Russell, le había sugerido a su abuelo que podría pedir un préstamo personal en el banco, pero él no quiso saber nada. Se había vuelto paranoico, temiendo que los directivos de la cadena de televisión supieran lo de su adicción al juego.


Hugo quería que pensaran que estaba feliz en su retiro, sin problemas económicos, que las pérdidas en el casino no habían tenido impacto alguno en su vida... porque nadie quería estar con un perdedor, decía él.


Si alguien descubría su situación, la cadena rompería el contrato y buscarían a otro para hacer el programa.


Esa vergüenza sería insoportable para él. Su reputación como una de las personalidades televisivas más queridas de Nueva Zelanda era lo único que le quedaba en la vida y no estaba dispuesto a perderla.


Lo que preocupaba a Paula de verdad era que siguiera sin aceptar que aquello era una adición, una enfermedad. 


Porque hasta que no reconociera el problema no sería capaz de buscar la ayuda que tanto necesitaba.


Lo cual la llevaba a donde estaba en aquel momento. Paula volvió a mirar a Pedro, que hizo una mueca al tomar un sorbo de café.


‐Espera, voy a buscar uno caliente.


El levantó la mirada entonces.


‐Gracias ‐se limitó a decir, antes de seguir trabajando.


Y eso lo resumía todo, pensó Paula mientras se alejaba. No era más que un interés pasajero. Como un niño frente a una tienda de caramelos, Pedro Alfonso había visto lo que quería en el escaparate y había hecho todo posible para conseguirlo.


Sabía que ella había participado, por supuesto. Quién no lo hubiera hecho con un hombre tan atractivo. Pedro tenía un rostro de facciones simétricas, desde el hoyito en la barbilla a sus altos pómulos o la línea recta de sus cejas.


Recordaba haber leído en alguna parte que la gente se sentía atraída por personas con facciones simétricas. Bueno, pues debían haber pensado en hombres como Pedro Alfonso para formular esa teoría.


Y, además de su atractivo físico, aquel aire distante, aquella sensación de poder y seguridad que lo acompañaba a todas partes... sí, a una mujer se la podía perdonar por enamorarse de un hombre así.



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