domingo, 28 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 13




«¿Nunca te han dicho que no hay que llorar por la leche derramada?».


Las palabras resonaron en el cerebro de Paula mientras levantaba la vista hacia el rostro de su prometido. ¿Significaba eso que tampoco debería lamentarse por romper las reglas?


Sobre todo la referente a no acostarse con Matias hasta conocerlo mejor.


Leche derramada. Reglas rotas. El paralelismo entre ambas no tenía demasiado sentido, tuvo que admitir, pero últimamente nada tenía demasiado sentido. Ni la fuerza de la atracción que sentía por él, ni la forma en que la había asaltado en el instante en que él abrió la puerta aquella noche lluviosa.


—Madre mía —susurró ella, consciente de estar metida en un lío. Con los dedos curvados, sus uñas arañaban la desnuda piel de él. Ella sintió tensarse los músculos y percibió el respingo de Matias—. Madre mía.


—Madre mía —la imitó él con una tímida sonrisa. La mano que envolvía la de ella descendió un poco más hasta que ella agarró su miembro rígido, que sufrió un espasmo ante el contacto—. Madre mía.


Ella no pudo evitar sonreír ante el inminente beso.


Pero la sonrisa dio paso a la seriedad en el momento en que su boca se entreabrió y las dos lenguas entraron en contacto. El calor inundó la piel de Paula, que se puso de puntillas para apretarse más contra él.


Las grandes manos de Matias se apoyaron en su espalda y la atrajo hacia sí.


Ella echó la cabeza hacia atrás en un gesto de rendición al beso cada vez más intenso. La lengua de Pedro se hundió en su boca y ella imitó el movimiento deslizando la mano por su miembro. El cuerpo de Matias se puso rígido y, tras una pausa, retiró la lengua en un movimiento lento y deliberado.


Ella imitó el gesto subiendo la mano de nuevo. Él hundió la lengua en su boca, y ella bajó la mano. Él gruñó y Paula, deleitándose con el sonido, acunó en la palma de su mano la erección en una seductora caricia.


—Bruja —susurró él con ojos brillantes tras emitir otro gemido de deseo—. Preciosa bruja.


A Paula le faltaba el aire y se preguntaba si un poco de oxígeno le devolvería el sentido común, o por lo menos su sentido de la precaución. Pero ambos parecían haberse largado para siempre, o al menos por aquella noche. Ella deseaba a ese hombre. Lo deseaba mucho, mucho, mucho.


—Preciosa bruja —él volvió a inclinar la cabeza para besarla en la mejilla y el cuello, tras lo cual introdujo la lengua en su oreja, provocándole un escalofrío—. ¿Dejarás que te tome?


Los escalofríos se intensificaron. ¿Que la tomara? ¿Se dejaría ella tomar?


Paula había querido conocerlo mejor antes de ceder a sus deseos, y lo cierto era que lo comprendía más que antes. 


Era consciente de algunas de sus heridas, aunque no sabía qué profundidad tendrían. Además, ella misma se sentía herida.


Había sido rechazada en tres ocasiones y esos rechazos habían afectado a la confianza en sí misma, en su feminidad y en su atractivo sexual.


Si cedía ante ese hombre que hacía que su corazón latiese con tanta fuerza, ese hombre cuyo deseo palpitante sujetaba ella en la palma de la mano, ¿no recibiría su justa correspondencia a cambio?


Además, aún tenía esa vieja sensación de perfección.


Como mínimo, decidió Paula, podría acostarse con Matias como prueba. A lo mejor, la perfección que sentía no era más que un truco de su mente para maquillar algo tan simple como la lujuria. Y, una vez satisfecha esa lujuria, la sensación desaparecería y ella dejaría de engañarse, incluso dejaría de pensar que a lo mejor merecía la pena seguir con el compromiso.


Él le mordisqueó el lóbulo de la oreja y ella aumentó la presión de los dedos alrededor de su miembro. Los dos gimieron.


Sus bocas se encontraron de nuevo. Él la obligó a entreabrir la suya y hundió en ella la lengua, entrelazándola con la de Paula, mientras sus cuerpos se pegaban completamente. Los doloridos pezones de ella se frotaban contra la piel ardiente y desnuda de su torso.


Pedro cubrió con la mano uno de sus pechos. Apretó un poco, y la presión fue tan dulce, tan deliciosa, tan perfecta, que ella tuvo que hundir el rostro en el cuello de él para aguantar los temblores de su reacción. Él la besaba en la sien, en las mejillas, en cualquier punto a su alcance, mientras seguía masajeando la suave piel con la palma de la mano y utilizaba la otra mano para separar los dedos que envolvían su erección.


—Ahora mismo no puedo soportarlo, cielo —dijo él mientras guiaba su mano de vuelta hasta el torso desnudo—. Es demasiado pronto para los fuegos artificiales.


—Pues yo veo destellos por todas partes —ella alzó el rostro y le sujetó el cuello para obligarlo a bajar la cabeza.


A continuación se lanzaron a un loco círculo vicioso de luz y calor mientras se besaban una y otra vez. Ella se dejó llevar por sus besos, por el sabor y la fuerza, hasta que el pulgar de Matias acarició su pezón.


Las llamas la rodearon. Su cuerpo se retorció en los brazos de Pedro y él deslizó la otra mano hasta la curvatura de su trasero mientras sus dedos encontraban el centro de su feminidad e iniciaban un enloquecedor baile a su alrededor. 


Ella volvió a retorcerse mientras las caderas empujaban contra su erección y se inclinó para permitirle acomodo a medida que el deseo provocaba una líquida inundación entre sus muslos.


Pedro empujó con la punta del pene contra el clítoris de Paula. Sólo les separaba una fina tela de algodón, y eso no le impidió insinuarse entre los pétalos de su sexo, descubriendo el sensible núcleo de nervios de Paula. Ella gritó, incapaz de contenerse, y él respondió frotando otra vez en el mismo lugar.


—¿Te gusta, cariño? —murmuró él mientras la miraba a los ojos.


—Me… me gustas tú —ella apenas podía respirar y sus nervios vibraban enloquecidos.


Él sonrió y la mano apoyada en su trasero empezó a subirle el camisón y la bata. Ella sintió el aire fresco en las piernas y los muslos, y volvió a temblar, sobrecargada de sensaciones. 


Él siguió levantando la ropa hasta que Paula sintió el aire fresco en el trasero.


El calor húmedo volvió a inundar su entrepierna.


Con un rápido movimiento, él apartó la bata y el camisón, pero mantuvo su mano dentro. La grande y masculina palma cubría la mitad de su redondeado trasero. A ella se le puso la carne de gallina.


—¿Estás dispuesta para mí, cariño? —susurró él.


¿Dispuesta? ¿Cómo podía preguntar algo así? Ella le sujetó la cabeza para besarlo de nuevo.


Las manos de Pedro se deslizaron entre sus piernas e introdujo la lengua en la boca de Paula al mismo tiempo que un largo dedo entraba en su cuerpo.


Paula dio un respingo antes de relajarse contra él y abrirse a esa intrusión, enganchando la pierna alrededor de la pantorrilla de él.


—Estás dispuesta —murmuró él, ya que no había manera de negarlo, ni razón para hacerlo, mientras entraba y salía de la húmeda cueva con su experto dedo.


A continuación fueron dos dedos. Ella tembló mientras succionaba la lengua de él. Adoraba esa sensación de plenitud. Adoraba abrirse para que la llenara ese maravilloso hombre.


Todo parecía tan perfecto…


—¿Mostrador o colcha? —él levantó la vista y la miró con las mejillas encendidas.


Seguía con los dedos hundidos en su cuerpo y la punta de su erección presionaba contra el clítoris de Paula. Ella no tenía ni idea de a qué se refería, y no podría importarle menos.


—Tienes que decidirte, Ricitos de Oro —insistió él.


Ella sacudió la cabeza. ¿No se había decidido ya hacía unos minutos? Había llegado el momento de dar rienda suelta a su lujuria, de poner a prueba esa sensación de perfección, de superar esos tres rechazos que habían destrozado su corazón.


—¿En mi cama o sobre el mostrador de la cocina?


—No hace falta que seas tan romántico —ella rió y gimió ante la sensación de los dedos invasores dentro de su cuerpo.


—Tampoco hace falta que me vuelvas tan loco de deseo que te tomaría bajo la fría lluvia si fuera el único modo de tenerte.


—Junto al fuego —ella no se había dado cuenta de que volvía a llover. Instintivamente tembló al recordar el frío que había pasado la noche anterior—. Hagámoslo junto al fuego.


—Entonces, espera aquí —dijo él mientras retiraba los dedos, lo que casi hizo que ella llorara ante la pérdida de tan maravillosa sensación—. Espera hasta que te avise de que ha llegado el momento de que te haga mía.









EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 12




A las tres menos cuarto de la mañana, Paula dejó de intentar dormirse. Su bata de fino algodón descansaba a los pies de la cama y se la puso sobre el camisón a juego y bajó, descalza, las escaleras. La casa estaba en silencio y oscura, pero sus dedos consiguieron encontrar el interruptor de la luz de la cocina.


—¡Eh! —una sobresaltada voz masculina y el ruido sordo de un líquido al derramarse le indicaron que no estaba sola.


Tras pestañear varias veces para habituarse a la luz del fluorescente, vio a Matias junto al fregadero con un vaso vacío en la mano. Un cartón de leche había aterrizado sobre ese fregadero, pero una buena parte del contenido había salido despedida hacia arriba y formaba un charco a los pies de Matias.


—¡Lo siento! —Paula se acercó apresuradamente—. No te muevas o esparcirás la leche por toda la cocina —ella tomó un rollo de papel de cocina y se arrodilló para empapar el líquido del suelo—. ¿Te has hecho daño?


—Sobreviviré a un baño de leche —gruñó Matias—. Me has sorprendido, eso es todo.


—Lo siento también por eso —ella se puso en pie con el papel goteante y lo escurrió en el fregadero—. No podía dormir.


—Yo tampoco.


—Lo siento —¿cuál sería la causa del insomnio de él?


—Eso tampoco es culpa tuya —contestó él mientras limpiaba el cartón de leche con la bayeta.


Paula continuó con su operación de limpieza en el suelo. 


Aunque sentía ser la causante de todo ese lío, se alegraba de tener una oportunidad para hablar con él después de lo sucedido. No le gustaba la incomodidad que se había instalado entre ellos.


—Ya puedes moverte —dijo ella tras dejar limpio el suelo y arrojar el papel de cocina a la basura.


Él se volvió hacia ella.


—Vaya —Paula agarró de nuevo el rollo de papel—. Creo que aún no he terminado —dijo mientras alargaba el brazo para secar unas gotas de leche sobre el torso de él.


Sobre su torso desnudo. Un torso que se mostraba en toda su masculina perfección gracias a que él llevaba como única vestimenta unos pantalones de pijama de talle bajo. Los pantalones eran muy bonitos, de algodón color verde oliva con rayas, y caían tan bajos que ella tenía la boca seca y las hormonas disparadas.


Paula se dio cuenta de que estaba parada, mirándolo fijamente.


Y de que él miraba fijamente cómo ella lo miraba fijamente.


La temperatura de la cocina había subido tanto que las gotas de leche sobre su pecho desnudo estaban a punto de hervir. 


Ella carraspeó y secó la leche con el papel de cocina. El contacto le produjo a Pedro un escalofrío en la nuca y ella observó cómo los pezones de color cobrizo se endurecían.


Paula disimuló un quejido e intentó romper la tensión sexual con su habitual parloteo nervioso.


—Siento de veras haberte asustado, Matias —dijo mientras continuaba con su labor de secado—. Y siento que no puedas dormir. Y luego siento lo de la leche  derramada, por no hablar de esos maravillosos músculos sobre ese pedazo de pecho…


A medida que el sonido de su propia voz alcanzaba su cerebro, ella se quedó helada y bajó la mirada al suelo.


—Por favor, dime que no he dicho en voz alta lo que creo que he dicho en voz alta.


—Paula, Paula, Paula—él rió mientras alargaba una mano para tomar la de ella y guiarla hasta los músculos de su abdomen.


Ella separó los dedos y el papel de cocina cayó al suelo. La punta de los dedos absorbió el calor de la piel y él siguió deslizándolos hacia abajo, más y más. Ella notó el suave vello bajo el ombligo y sus dedos acariciaron la cintura de su pijama.


Con la mano libre, él le sujetó la barbilla y la miró a los ojos. 


El calor aumentaba. Y el deseo.


Y nuevamente apareció esa innegable y extraña, pero tan bienvenida, sensación de que aquello era lo correcto.


—Paula —insistió él mientras le acariciaba con el pulgar el labio inferior—. ¿Nunca te han dicho que no hay que llorar por la leche derramada?




sábado, 27 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 11






Paula deseó no haber mencionado la palabra «casarme», porque hizo que Matias saliera disparado de la bañera sin más comentarios que un tajante «cierra los ojos» mientras se envolvía en una toalla de cintura para abajo. Ella, por supuesto, había mirado. Él murmuró algo sobre ir a buscar un poco de vino y desapareció dentro de la casa.


Ella le había hablado de boda, extraño cuando había acudido a la casa de Hunter's Landing espantada por esa misma idea. Pero en esos momentos, la idea de estar con él le provocaba una extraña sensación de perfección. Curioso, por que ella nunca lo había sentido en otras ocasiones junto a él, aunque la sensación en sí misma le resultaba familiar.


El día que había conocido a su compañera de habitación en la universidad, había sabido que serían amigas para toda la vida.


Una hora después de empezar a trabajar en su primera editorial, para la que aún trabajaba, supo que había encontrado su lugar.


¿Funcionaría igual con el hombre con el que se iba a casar?


De ser así, ¿por qué no lo había sentido antes, al bailar con Matias en el Bar Jewel, o cuando le pasaba el pan durante las cenas familiares?


A lo mejor había sido la visión de sus empapados músculos la que había provocado esa sensación. Para ser sincera, las dos caras de su cuerpo eran espectaculares. A pesar de su obsesión por el trabajo, por fuerza tenía que dedicarle unas cuantas horas al gimnasio. La anchura de los hombros podría ser genética, pero no los fibrosos músculos que los rodeaban. Y luego estaban sus pectorales. Ella no era una gran experta en una determinada parte del cuerpo masculino, pero a lo mejor tenía que cambiar esa opinión que tenía de sí misma. A lo mejor sí que tenía buen ojo para los pectorales.


Tras observar esos pectorales definidos, aunque no exagerados, a la luz de la luna, tenía que reconocer su atractivo.


También había echado una ojeada a su trasero mientras él se envolvía en la toalla. ¡Chica mala!, pero, en realidad, observaba sus hombros por detrás cuando, de repente, su mirada se había deslizado hacia abajo hasta su bonito y redondeado trasero.


Pudiera ser que su negativa a ese matrimonio se hubiera transformado en un «quizás», por obra y arte del aspecto de su prometido empapado en agua.


Pero eso no explicaba la atracción que había sentido por él la noche anterior, ni lo mucho que había disfrutado con el desayuno y el paseo por la ciudad, a pesar del numerito competitivo en el salón de juegos. Él se lo había tomado a risa y ese desprecio humorístico hacia sí mismo resultaba tan encantador como su sonrisa, y su interés por Catalina, y su actitud comprensiva hacia la negativa de ella de lanzarse sin más a su cama sin conocerlo mejor, con o sin compromiso.


Sin compromiso. Eso era lo que ella quería, pero en ese momento tenía miedo de equivocarse también en eso. En ese instante lo que quería era estar con él.


¿Y dónde estaba él? No se tardaba tanto en ir a buscar una simple botella de vino.


Una punzada de inquietud recorrió su columna. Salió de la bañera y se envolvió en la toalla. Él seguía sin aparecer y ella decidió entrar en la casa.


—¿Matias? —gritó—. ¿Va todo bien?


Las copas de cristal estaban sobre el mostrador de la cocina, junto a un sacacorchos. Pero faltaba el vino y el hombre. Ella recordó dónde estaba la bodega y se encaminó en esa dirección.


Sus pies desnudos no hacían ruido alguno sobre los peldaños enmoquetados que conducían al piso inferior. Giró a la derecha y se encontró en una pequeña habitación forrada de estanterías repletas de botellas. En medio de la habitación había una pequeña mesa, y lo que parecía un Merlot descansaba en un extremo. Era evidente que Matias se había olvidado de todo, concentrado en una docena de
fotografías extendidas sobre la superficie de madera.


Ella recordó las fotos colgadas en el pasillo de la planta superior. No les había dedicado más que una ojeada, suficiente para decidir que se trataba de fotos de unos jovenzuelos desaliñados que presumían de ser samuráis. Sospechó que sobre la mesa había más de lo mismo.


—¿Matias? —dijo Paula en voz baja, para no asustarlo.


—Aquí está —dijo su prometido, sin volverse, mientras señalaba una de las fotos.


—¿Quién? —ella entró en la habitación—. ¿Es una foto tuya?


—Lo siento —él se quedó helado, antes de darse la vuelta con las manos extendidas, como si intentara ocultar lo que había estado mirando—. Te he dejado ahí fuera.


—No pasa nada —la curiosidad la empujó a acercarse a la mesa—. ¿Qué estás mirando?


Durante un segundo él no se movió y ella se preguntó por qué protegía tanto lo que había sobre la mesa.


—¿Qué es? —dijo ella mientras intentaba ver algo—. Espero que no te haya descubierto repasando el material que tienes preparado para los chantajes.


—Casi —un simulacro de sonrisa apareció en su rostro—. Son más fotos de los siete samuráis en la universidad. Tropecé con la caja.


—¿Puedo verlas? —la caja blanca de cartón estaba bajo la mesa y llevaba una etiqueta sobre la que se leía «Anibal-Samurai». Ella tuvo la clara sensación de que él quería negarse, pero luego se hizo a un lado para permitírselo—. No me voy a escandalizar, ¿verdad?


—Dímelo tú —él se encogió de hombros.


A pesar de haber confesado su incapacidad para relajarse, a Paula no le pasó desapercibido el aumento de la tensión en su cuerpo. Del mismo modo que no le pasó desapercibida la falta de motivos para ello tras una primera ojeada a las fotos.


—Veamos —dijo ella mientras miraba a Matias de reojo—. Si tuviera que adivinar, yo diría que los siete os graduasteis en cerveza, baloncesto y afición por las curvas.


Cierto, aunque nada de lo que ella veía explicaba su tensión. 


Había muchas sonrisas, algunas ebrias, sobre los rostros de los jóvenes universitarios que posaban con sus amigos y unas chicas larguiruchas. ¿Todas las chicas tenían las piernas largas a los veinte años?


Matias estaba en la mayoría de ellas, casi siempre junto a un chico rubio y atractivo de ojos risueños. Su carisma traspasaba el papel, el espacio y el tiempo.


—Deja que lo adivine, ¿Anibal? —Paula eligió un primer plano del rostro sonriente.


—Sí —Matias tomó la foto y esbozó una leve sonrisa mientras acariciaba la fotografía con el pulgar—. Anibal. Era capaz de convertir una noche de estudio en toda una aventura. Ponía el despertador cada hora, y cuando sonaba nos daba diez minutos para buscar algún objeto inverosímil. 


Esa breve interrupción, junto con la subida de adrenalina, agudizaba nuestra concentración durante los siguientes
cincuenta minutos de estudio.


La manera en que hablaba de Anibal le hizo pensar a Paula que su recuerdo no era el motivo de la agitación que mostraba. Ella volvió a contemplar las fotografías, hasta que descubrió una, más grande, debajo de las demás.


De repente se dio cuenta de algo en lo que no había reparado al contemplar las fotografías del pasillo. Sobre la mesa había muchas fotos de un joven Matias, pero al ver la foto grande cayó en la cuenta de que seguramente no eran todas de él.


Porque esa fotografía mostraba dos rostros que se disputaban el objetivo de la cámara. Dos rostros idénticos.


Ella ya sabía que tenía un hermano gemelo, Pedro, pero hasta ese momento no había pensado en lo mucho que se podían parecer. En ese momento lo supo. Se acercó un poco más a la foto y confirmó su primera impresión. Eran idénticos.


Y, al menos en esa fotografía, parecían encantados de estar juntos. Por el rabillo del ojo vio a Matias que estudiaba su rostro en lugar de fijarse en la fotografía.


—¿Cuál de los dos eres tú? —dijo ella volviéndose hacia él.


—No importa —contestó él mientras se encogía de hombros.


—Supongo que no —ella imitó su gesto—. Los dos parecéis idénticamente…


—¿Borrachos?


—No lo creo —ella volvió a contemplar la foto—. Tenéis un balón de baloncesto, y parece como si acabarais de disputar un partido.


—Seguramente la hizo Anibal —él asintió—. Formábamos equipo en un torneo de baloncesto de tres jugadores. Ganamos nosotros.


—¿Tu hermano y tú formabais equipo?


—Con Anibal.


—¿Tu hermano y tú estabais en el mismo equipo? —ella insistió.


—Al menos lo estábamos en la universidad.


Durante aquellos años habían logrado mantener al margen la enfermiza rivalidad promovida por su padre durante la infancia. ¿Había sido la influencia de Anibal o simplemente el amor fraternal lo que había permitido que brillara el sol lejos de la presencia de su padre?


—¿Qué sucedió al acabar la universidad?


—No creo que quieras saberlo.


Por supuesto que quería, sobre todo por el escalofrío que sintió ante la frialdad de su voz. Esa era justo la clase de cosas que quería saber sobre él.


—Estás helada —dijo él—. Volvamos al baño caliente.


Ella estaba helada y desnuda. Él tampoco llevaba nada más que una toalla, y dejaba al descubierto una buena cantidad de musculatura. Pero a Paula ni siquiera le llamó la atención, porque la desnudez que le interesaba en ese momento era de índole emocional, la clase de desnudez que un hombre compartía con la mujer que iba a ser su esposa.


—¿Qué sucedió entre tu hermano y tú, Matias?


—Matias —murmuró él—. Malditos Matias y Pedro. Podríamos habernos llamado Caín y Abel.


—Matias…


—Olvídalo, ¿de acuerdo?


—No. Yo…


—He dicho que lo olvides —él se dirigió hacia la puerta. En un instante habría desaparecido.


Y la oportunidad también.


—Espera. Espera. Contéstame sólo a una pregunta.


—¿Cuál? —él se paró mientras le daba la espalda.


—¿Por qué? ¿Por qué odias a tu hermano?


Él no se volvió para mirarla, pero tampoco hizo falta. Paula no necesitaba ver la expresión de su rostro. Le bastaba con la fría rabia en su voz.


—Porque, que Dios me perdone, con demasiada frecuencia él obtiene lo que yo deseo. Ahora, dejémoslo estar.


Tras esas palabras, la dejó sola en la bodega. Sola y con una firme convicción.


Ella había querido conocerlo mejor, y lo había conseguido. Y había comprendido que hablar de su gemelo era sobrepasar los límites.


Con un suspiro, Paula dejó el vino y las fotografías esparcidas por la mesa.


Desgraciadamente, sospechaba que en lo que más necesitaba él abrirse era en la relación con su hermano.