sábado, 27 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 9





—No me gustan las reglas —protestó Matias mientras la miraba de reojo, sentado en un extremo del sofá del salón.


Paula hizo una mueca. Tras volver de Hunter's Landing, había logrado entretener a su novio un rato mientras recorrían los alrededores de la casa y luego el interior de la lujosa cabaña de madera y piedra. Había sido construida bajo los auspicios de la Fundación Anibal Palmer y, después de que los siete samuráis hubieran pasado allí un mes por turnos, el lugar se convertiría en una residencia de descanso y recuperación para pacientes de cáncer, algo a lo que Anibal debía de haber sido bastante sensible, teniendo en cuenta su fallecimiento por culpa de un melanoma.


Aunque un par de dormitorios estaban decorados, al igual que la mayoría de los espacios comunes, resultaba evidente que aún quedaban muchas cosas por hacer.


Aun así, el lugar era espectacular y a Paula no le sorprendió que su novio, obsesionado por el trabajo, se quedara prendado del despacho que había en la tercera planta. A la primera insinuación que hizo ella sobre querer descansar y leer un rato, él no tardó ni un segundo en subir al despacho con su ordenador portátil, y no volvió a bajar hasta las cinco de la tarde.


Tras una breve incursión en la cocina, la encontró en el salón principal. Le entregó una copa de vino y se sentó en un extremo del sofá, desde el que había anunciado: «No me gustan las reglas».


Paula se buscó un hilo imaginario en su ropa para ganar tiempo antes de contestar. Mientras él estuvo absorto en el trabajo, ella había sacado del coche el pequeño bolso en el que había metido lo necesario para su breve estancia en casa de su antigua compañera de habitación de la universidad, en San Francisco. En esos momentos llevaba puestos unos vaqueros y un jersey de color crema que había
comprado en París.


—Mi hermana pequeña, Catalina, tiene reglas para prácticamente todo.


—¿Tienes una hermana?


—Pero si la has visto un par de veces, ¿recuerdas? —Paula lo miró sorprendida—. Trece años, aparatos en los dientes…


—Por supuesto —Matias desvió la mirada—. No estaba pensando…


—Ahí es adonde quiero llegar, Matias —Paula respiró hondo—. Quiero pensar antes de actuar.


—¿Temes que la cuarta vez sea un engaño?


—Me refiero a esta… —ella se ruborizó ante la mención de sus tres compromisos fallidos—, a esta atracción que hay entre nosotros. Me pregunto si sería inteligente ceder a ella y lanzarnos a una relación sexual tan rápidamente. ¿No estás de acuerdo con mi cautela? A fin de cuentas, también es tu matrimonio.


—Háblame sobre Catalina y sus reglas —Matias volvió a desviar la mirada.


—Aparte del clásico evitar pisar la líneas entre las baldosas del pavimento — Paula sonrió—, últimamente sólo se acerca al espejo de espaldas y sólo se gira cuando está preparada para verse a sí misma. Según Catalina, la belleza verdadera
sólo surge por sorpresa, de modo que…


—Si se parece a su hermana, la belleza no debería ser un problema para ella.


—Gracias —el cumplido la agradó más de lo que hubiera deseado—. Ya has visto a Catalina. Por guapa que le digamos que es, está en esa edad autocrítica. ¿Te acuerdas de cuando tenías trece años?


—Desde luego —él probó el vino—. Ahora que lo pienso, cuando mi hermano y yo cumplimos trece años, nuestro padre elaboró toda una lista de reglas para nosotros.


¡Esa era la clase de cosas que ella quería saber! Que supiera besar, que oliera a gloria, que cada vez deseara más que le pusiera las manos encima… todo eso resultaba agradable, pero no aseguraba la felicidad del matrimonio.


—¿Qué clase de reglas? —ella pasó un dedo por el borde de la copa.


—Teníamos tareas asignadas, desde asear nuestro dormitorio hasta cuidar de nuestras bicicletas, y luego nuestros coches. Y luego estaba la reunión contable semanal con el querido papá, el gemelo con la mayor puntuación era declarado el ganador de esa semana. El perdedor tenía que hacerse cargo, él solo, de todas las tareas juntas, bajo la supervisión del ganador, que a su vez era supervisado por papá. De modo que, si no se mostraba lo suficientemente duro con el gemelo perdedor, el ganador era castigado.


—No… no sé qué decir —Paula lo miró estupefacta. No había rastro de emoción en la voz de Matias, pero ella apenas podía contener la suya. Tenía un nudo en la garganta y las lágrimas a punto de brotar.


—También nos obligaba a competir en el deporte. Durante las reuniones semanales, hacía recuento de cuál de los dos había logrado más puntos en fútbol, baloncesto o el deporte de la temporada. El que más hubiera hecho por el equipo conseguía un pase de libertad esa semana.


—¿Para…? —ella tragó con dificultad.


—Para librarte del resumen de tres páginas, con interlineado sencillo, sobre un libro. El perdedor tenía que leer algún título de no ficción, como El príncipe, de Maquiavelo, El arte de la guerra, de Sun-Tzu, y luego resumirlo en tres páginas que debían ser aprobadas en la reunión de nuestro padre. Por supuesto, después de que el ensayo fuera evaluado por el gemelo ganador.


—Supongo que eso no fomentaría mucho el amor fraternal —Paula sólo pudo afirmar lo obvio.


—Tras la muerte de nuestra madre, el hogar de los Alfonso quedó desprovisto de amor —la respuesta fue clara y fría.


Menuda confesión. Una cosa era una charla para conocerse mejor y otra esa charla para conocerse mejor. Lo que acababa de contarle su novio explicaba gran parte de su adicción al trabajo, así como la mala relación con su gemelo. 


Habían sido educados como guerreros de ejércitos enemigos, en lugar de como hermanos que pudieran confiar el uno en el otro.


Paula se preguntó cuándo habría sido la última vez que ese hombre, sentado junto a ella, había tenido la sensación de que alguien estaba de su parte.


Sin pensárselo dos veces, se deslizó sobre el sofá hasta poder tocarlo.


Necesitaba establecer contacto físico con él, piel contra piel. 


Apoyó una mano en su fuerte antebrazo y lo acarició hasta la muñeca mientras intentaba decirle, a través del tacto, lo que no sabía, o debería, decir con palabras.


«Estoy aquí contigo. Podemos ser aliados, no enemigos».


—No es que me queje —Matias se fijó en los dedos de ella y luego en su rostro—, pero ¿por casualidad no estarás rompiendo una de tus reglas, Paula?


Ella se quedó helada y se separó de él. ¡Ya estaba rompiendo una de sus reglas!


¿Cómo había podido haber olvidado tan deprisa su deseo de limitar el contacto físico?


—No te preocupes, cariño —Pedro sonrió con ironía, como si fuera capaz de leer su mente—. Hasta dónde nos lleve nuestra atracción está enteramente en tus manos, Paula. De hecho, «manos», es la palabra clave. Te prometo que las mías no te tocarán a no ser que me lo pidas.


«Genial», pensó ella mientras miraba a ese maravilloso hombre que acababa de desnudarse ante ella. No iba a tocarla a no ser que ella se lo pidiera.


Justo lo que ella temía.







EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 8




—Volvamos a la cabaña —dijo Pedro mientras tiraba de Paula hacia el coche.


—¿Ahora mismo? —ella tragó con dificultad e intentó resistirse.


—Dijiste que querías conocerme mejor.


El pulso de Paula se aceleró. Sí, desde luego, ella lo había dicho, pero había un brillo voraz en la mirada de su novio que antes no estaba y que le obligó a respirar hondo varias veces.


De vuelta, en la cabaña, los esperaba esa decadente cama con su colcha, pero ¿habría suficiente aire?


—Había pensado que sería divertido pasear por la ciudad —dijo ella mientras conseguía soltar la mano—. Ya sabes, echar un vistazo —eso le daría tiempo para considerar sus opciones y decidir si se quedaba o si era mejor marcharse.


—No sé qué hay que ver aquí —Pedro hundió las manos en los bolsillos en un gesto de impaciencia.


—Precisamente —contestó Paula—. Podemos descubrirlo juntos.


Él dudó un instante antes de encogerse de hombros y sonreír tímidamente. Ella tuvo la sensación de que había comprendido que se trataba de una táctica de evasión, y que se lo había permitido… de momento.


—De acuerdo —dijo él mientras echaba a andar tan deprisa que en un instante estaban de vuelta en el restaurante, desde donde iniciaron el paseo por Hunter's Landing.


Paula tuvo que correr para seguir su ritmo, que no bajó ni siquiera durante el recorrido por las calles de la pequeña ciudad. Al llegar a lo que los residentes llamaban «centro de la ciudad», Paula se sentó frente a la oficina de correos
mientras Pedro se paraba junto a la bandera estadounidense que ondeaba al viento.


El viento le había revuelto los oscuros cabellos. El viento helado, o el sol, o ambos, le había teñido de rubor las mejillas y enrojecido los labios. Paula fijó su mirada en ellos, mientras recordaba los besos de la noche anterior y cómo su barba incipiente le había arañado las comisuras de los labios, aumentando la excitación de cada caricia. Ella se tapó la boca con el dorso de la mano y tembló ante el recuerdo.


—Estás helada —él entornó los ojos—. Y ya has visto todo Hunter's Landing. ¿Lista para volver?


¿Lista para volver? Ella negó con la cabeza. No cuando el mero recuerdo de un beso la alteraba tanto. Necesitaba más tiempo.


—Ya hemos recorrido la ciudad —Pedro frunció el ceño—. ¿Qué más quieres?


—No hemos recorrido la ciudad —lo que ella quería era muy sencillo: una cabeza clara que no se viera afectada por las inexplicables oleadas hormonales—, la hemos atravesado a la carrera. ¿Nunca has oído hablar de los paseos? ¿O de disfrutar del aire fresco en un precioso día?


—¿Para qué?


Ella pestañeó. ¿Para qué? ¿Tenía que haber siempre un motivo? Era evidente que ese hombre necesitaba aprender a relajarse. En efecto, él movía nerviosamente las monedas que llevaba en el bolsillo, y ella vio el cielo abierto.


—Ahí. Café —dijo ella mientras señalaba una pequeña tienda al otro lado de la calle, llamado Java & More—. ¿No dijiste que el café que había en la casa era malísimo? Apuesto a que allí venden café recién molido.


Funcionó. Más o menos. Él se dirigió en la dirección que ella indicó, pero antes pasó un brazo alrededor de sus hombros y, cuando ella tembló al sentirlo, él la atrajo hacia sí con más fuerza.


—Yo te daré calor —dijo mientras la abrazaba con fuerza y cruzaban la calle.


Demasiado calor. Demasiado calor.


Con cada paso, la cadera de ella tropezaba con el costado de Matias. Los dedos que sujetaban su hombro parecían brasas ardientes. Estaban tan pegados que ella sentía el calor de su aliento contra la sien y la sensación le hizo temblar. Las manos de él descendieron por la nuca y la acarició.


Ella levantó la vista y sus miradas se fundieron. De inmediato se produjo el casi audible estallido sexual que hizo que tropezara con el bordillo. Pedro la sujetó con fuerza para impedir que cayese y ella se apoyó contra él con el corazón revoloteando como la bandera al otro lado de la calle, y sus pezones tiesos, como si sintieran frío, en lugar de ese delicioso calor.


Con la mano libre, Matias le sujetó la barbilla y levantó su rostro para acariciar sus labios con el pulgar.


El calor se desbordó, inundando sus pechos y su vientre. Paula se agarró a su costado al sentir que le fallaban las rodillas.


—Vamos a la casa —susurró él mientras volvía a acariciar sus labios con el pulgar.


Ella lo vio acercarse más.


—Volvamos a la casa, ahora mismo —murmuró él contra sus labios.


El beso sabía a café, sirope de arce y seducción.


Fue un beso dulce y ella se relajó de inmediato, sin pensar en nada más salvo en lo lógico que era besar a ese hombre. 


Él inclinó la cabeza para intensificar el beso y Paula entreabrió la boca, aunque él no hizo nada más que respirar en su interior.


¡Ella quería sentir su lengua!


Pero él no cedía.


La estaba esperando.


Paula sintió de nuevo la oleada de calor por toda su piel. Pedro esperaba que ella diera el paso siguiente. Esperaba que ella tomara una decisión. Pero antes de poder hacerlo, sonó el claxon de un coche.


El ruido repentino hizo que ella se sobresaltara. Sin embargo, Pedro ni se movió.


Se quedó parado y con el mismo brillo hambriento en su mirada que Paula había advertido después de que él colgara el móvil.


La asustaba.


Mentirosa.


Tenía ante ella a un hombre, no un niñato surfista, no un mecánico con doble empleo, o un intelectual, aunque indeciso, cosmopolita. Se trataba de un hombre con un cien por cien de sangre caliente, un macho americano de mente sencilla que sabía exactamente lo que quería.


A ella.


Y ella deseaba conocerlo mejor. Quería saberlo todo sobre él.


—Matias —su voz era tan ronca que tuvo que aclarar la garganta y empezar de nuevo—. Matias. Estoy lista para volver a la casa.


Él sonrió mientras acariciaba la suave piel de su cuello. Su pulgar se paró en el escote.


—Un montón de millones y cien más —dijo él.


El valor de la botella de su química sexual acababa de aumentar.


Mientras tomaba su mano, Pedro se volvió hacia el coche y reanudó la marcha con el mismo paso acelerado.


—Todavía podemos hacer una parada en la tienda de café —dijo ella mientras pasaban ante la puerta.


Él dudó, justo en el momento en que otra pareja salía por la puerta de Java & More. La pareja no los miró, estaba el uno pendiente del otro, pero Pedro se quedó de piedra. Mientras murmuraba algo indescifrable en voz baja, empujó a Paula al
interior del local de al lado.


Paula miró a su alrededor y se encontró en el paraíso de los adolescentes, un lugar repleto de videojuegos y maquinitas, mesas de air-hockey y un mostrador con un tipo aburrido que debía de ser el encargado de proporcionar cambio si fuera capaz de levantar la mirada de su revista. Pedro echó una ojeada por la ventana y empujó a Paula hacia el fondo del local.


—¿No hay mesa de billar? Pues vaya —murmuró él mientras apoyaba una mano sobre la espalda de Paula y la empujaba hacia una mesa de air-hockey.


Rebuscó en el bolsillo esas monedas con las que había estado jugando.


—¿Quieres jugar? —de nuevo echó una ojeada por la ventana—. Juguemos. El primero que consiga siete puntos, gana.


Paula suspiró. Su hermana Catalina le había dado una paliza en una mesa similar hacía no mucho tiempo, pero no intentó disuadirlo. La habían abandonado varias veces ante el altar, pero eso no la convertía en una estúpida, y se había dado
cuenta de que Matthias quería evitar a esa pareja. No había visto nada raro en ella, un hombre de la edad de Matias y una mujer de la de ella, y parecían enamorados.


Pero no tuvo tiempo de reflexionar sobre ello porque Matias ya empujaba el disco en su dirección.


Ella agarró un mango para realizar un instintivo movimiento de defensa.


Pero su instinto, como era de esperar tras tres compromisos rotos, no valía nada. Perdió el primer juego. Y el siguiente. Y el siguiente.


Un grupo de adolescentes se agolpó alrededor de la mesa.


Ella no entendió muy bien por qué, hasta que Matias les lanzó un improperio y ella comprendió que le habían estado mirando el trasero. Aquel lugar, por no hablar de los adolescentes, carecía dolorosamente de mujeres. Olía al gimnasio tras un partido. En un día lluvioso.


Después de la tercera derrota, ella se rindió con la esperanza de que pudieran marcharse, pero al separarse de la mesa, un adolescente larguirucho ocupó su lugar y golpeó la mesa con unas monedas. Paula lo interpretó como una especie de desafío y, como en una vieja película del Oeste, los ojos de Matias brillaron mientras también golpeaba la mesa con sus monedas.


Había empezado la competición.


Y siguió.


Sin decir una palabra, Matias derrotaba a un contrincante y otro ocupaba su lugar de inmediato. Compitió contra cada uno de ellos con la misma despiadada autoridad. Su camisa estaba arremangada, su rostro era una máscara de concentración y tenía una actitud agresiva. Al principio, Paula se divirtió, después se dedicó a admirar los masculinos músculos de su antebrazo flexionado, y después… después empezó a alarmarse por la ferocidad en su deseo de ganar.


Al cabo de un rato, era evidente que él se había olvidado de su presencia. Sólo prestaba atención a ese disco que, insistentemente, se empeñaba en colar en la portería. Una y otra vez.


—Matias —Paula hizo un intento.


Otro jugador reemplazó al nuevo derrotado y él ni siquiera desvió la mirada.


—Matias.


Silencio.


—¡Matias!


Él se quedó parado, pestañeó y se volvió hacia ella, como si saliera de un banco de niebla.


—¿Dar por hecho el éxito y rechazar el fracaso? —preguntó ella.


—¿Cómo?


—¿De eso se trata? ¿Ganar a toda costa, sin importar el qué? —ella intentaba tomárselo a la ligera, pero no le gustaba la mirada que tenía él mientras jugaba.


Tampoco le gustaba la manera en que la estaba mirando.


—¿Qué hay de malo en querer ganar? —parecía confuso—. ¿Qué hay de malo en odiar el fracaso?


Nada, si eso era lo único que le habían enseñado a uno, cuando uno no había aprendido que no pasaba nada por caer de vez en cuando, ni había aprendido a levantarse. Paula pensó en sus tres intentos fallidos de matrimonio.


Ojalá no hubiera conocido tan bien el fracaso.


—Pensé que volveríamos a la casa —ella carraspeó y cambió de tema.


—Tengo un contrincante… —su voz se apagó mientras miraba al otro lado de la mesa hacia el niño que no mediría más de metro veinte—. Es un crío.


—Matias, todos son críos.


—Ya he tenido bastante por hoy. Gracias por las partidas —él miró a su alrededor a los rostros en torno a la mesa. Después, con una media sonrisa que tenía más de mueca, se retiró. Agarró a Paula por un brazo y se dirigieron a la salida—. De acuerdo, admito que me he dejado llevar un poco.


—Pensé que me habías olvidado —ella pestañeó para acomodarse a la luz del sol—. Supongo que tendré que apuntarme a clases de air-hockey si quiero conservar tu atención.


—Cariño —él sabía que ella bromeaba, pero le contestó en tono serio—, después de lo de anoche, no necesitas apuntarte a clases de nada para conseguir toda mi atención.


—Matias… —ella sintió una oleada de calor que, sin duda, había coloreado su rostro hasta la raíz del cabello.


—Paula… —él la acarició con un dedo desde el lóbulo de la oreja hasta la comisura de los labios—. Volvamos. Nos tomaremos el tiempo necesario para aprenderlo todo el uno del otro.


—¿Eso significa que vas a contarme todos tus secretos?


—Eso podría llevarnos bastante tiempo —él dejó de acariciarla.


Ella tenía tiempo. Tenía toda una vida, si él era el hombre adecuado. Y de repente se dio cuenta de que era más fuerte de lo que creía. De acuerdo, él era sexy, encantador y vulnerable de un modo que la atraía en todos los sentidos, pero no iba a permitir que esas cualidades le hicieran saltar a su cama de inmediato.


—Volvamos a la casa —dijo ella—, pero una vez allí tendremos que discutir algunas reglas.