sábado, 27 de mayo de 2017
EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 8
—Volvamos a la cabaña —dijo Pedro mientras tiraba de Paula hacia el coche.
—¿Ahora mismo? —ella tragó con dificultad e intentó resistirse.
—Dijiste que querías conocerme mejor.
El pulso de Paula se aceleró. Sí, desde luego, ella lo había dicho, pero había un brillo voraz en la mirada de su novio que antes no estaba y que le obligó a respirar hondo varias veces.
De vuelta, en la cabaña, los esperaba esa decadente cama con su colcha, pero ¿habría suficiente aire?
—Había pensado que sería divertido pasear por la ciudad —dijo ella mientras conseguía soltar la mano—. Ya sabes, echar un vistazo —eso le daría tiempo para considerar sus opciones y decidir si se quedaba o si era mejor marcharse.
—No sé qué hay que ver aquí —Pedro hundió las manos en los bolsillos en un gesto de impaciencia.
—Precisamente —contestó Paula—. Podemos descubrirlo juntos.
Él dudó un instante antes de encogerse de hombros y sonreír tímidamente. Ella tuvo la sensación de que había comprendido que se trataba de una táctica de evasión, y que se lo había permitido… de momento.
—De acuerdo —dijo él mientras echaba a andar tan deprisa que en un instante estaban de vuelta en el restaurante, desde donde iniciaron el paseo por Hunter's Landing.
Paula tuvo que correr para seguir su ritmo, que no bajó ni siquiera durante el recorrido por las calles de la pequeña ciudad. Al llegar a lo que los residentes llamaban «centro de la ciudad», Paula se sentó frente a la oficina de correos
mientras Pedro se paraba junto a la bandera estadounidense que ondeaba al viento.
El viento le había revuelto los oscuros cabellos. El viento helado, o el sol, o ambos, le había teñido de rubor las mejillas y enrojecido los labios. Paula fijó su mirada en ellos, mientras recordaba los besos de la noche anterior y cómo su barba incipiente le había arañado las comisuras de los labios, aumentando la excitación de cada caricia. Ella se tapó la boca con el dorso de la mano y tembló ante el recuerdo.
—Estás helada —él entornó los ojos—. Y ya has visto todo Hunter's Landing. ¿Lista para volver?
¿Lista para volver? Ella negó con la cabeza. No cuando el mero recuerdo de un beso la alteraba tanto. Necesitaba más tiempo.
—Ya hemos recorrido la ciudad —Pedro frunció el ceño—. ¿Qué más quieres?
—No hemos recorrido la ciudad —lo que ella quería era muy sencillo: una cabeza clara que no se viera afectada por las inexplicables oleadas hormonales—, la hemos atravesado a la carrera. ¿Nunca has oído hablar de los paseos? ¿O de disfrutar del aire fresco en un precioso día?
—¿Para qué?
Ella pestañeó. ¿Para qué? ¿Tenía que haber siempre un motivo? Era evidente que ese hombre necesitaba aprender a relajarse. En efecto, él movía nerviosamente las monedas que llevaba en el bolsillo, y ella vio el cielo abierto.
—Ahí. Café —dijo ella mientras señalaba una pequeña tienda al otro lado de la calle, llamado Java & More—. ¿No dijiste que el café que había en la casa era malísimo? Apuesto a que allí venden café recién molido.
Funcionó. Más o menos. Él se dirigió en la dirección que ella indicó, pero antes pasó un brazo alrededor de sus hombros y, cuando ella tembló al sentirlo, él la atrajo hacia sí con más fuerza.
—Yo te daré calor —dijo mientras la abrazaba con fuerza y cruzaban la calle.
Demasiado calor. Demasiado calor.
Con cada paso, la cadera de ella tropezaba con el costado de Matias. Los dedos que sujetaban su hombro parecían brasas ardientes. Estaban tan pegados que ella sentía el calor de su aliento contra la sien y la sensación le hizo temblar. Las manos de él descendieron por la nuca y la acarició.
Ella levantó la vista y sus miradas se fundieron. De inmediato se produjo el casi audible estallido sexual que hizo que tropezara con el bordillo. Pedro la sujetó con fuerza para impedir que cayese y ella se apoyó contra él con el corazón revoloteando como la bandera al otro lado de la calle, y sus pezones tiesos, como si sintieran frío, en lugar de ese delicioso calor.
Con la mano libre, Matias le sujetó la barbilla y levantó su rostro para acariciar sus labios con el pulgar.
El calor se desbordó, inundando sus pechos y su vientre. Paula se agarró a su costado al sentir que le fallaban las rodillas.
—Vamos a la casa —susurró él mientras volvía a acariciar sus labios con el pulgar.
Ella lo vio acercarse más.
—Volvamos a la casa, ahora mismo —murmuró él contra sus labios.
El beso sabía a café, sirope de arce y seducción.
Fue un beso dulce y ella se relajó de inmediato, sin pensar en nada más salvo en lo lógico que era besar a ese hombre.
Él inclinó la cabeza para intensificar el beso y Paula entreabrió la boca, aunque él no hizo nada más que respirar en su interior.
¡Ella quería sentir su lengua!
Pero él no cedía.
La estaba esperando.
Paula sintió de nuevo la oleada de calor por toda su piel. Pedro esperaba que ella diera el paso siguiente. Esperaba que ella tomara una decisión. Pero antes de poder hacerlo, sonó el claxon de un coche.
El ruido repentino hizo que ella se sobresaltara. Sin embargo, Pedro ni se movió.
Se quedó parado y con el mismo brillo hambriento en su mirada que Paula había advertido después de que él colgara el móvil.
La asustaba.
Mentirosa.
Tenía ante ella a un hombre, no un niñato surfista, no un mecánico con doble empleo, o un intelectual, aunque indeciso, cosmopolita. Se trataba de un hombre con un cien por cien de sangre caliente, un macho americano de mente sencilla que sabía exactamente lo que quería.
A ella.
Y ella deseaba conocerlo mejor. Quería saberlo todo sobre él.
—Matias —su voz era tan ronca que tuvo que aclarar la garganta y empezar de nuevo—. Matias. Estoy lista para volver a la casa.
Él sonrió mientras acariciaba la suave piel de su cuello. Su pulgar se paró en el escote.
—Un montón de millones y cien más —dijo él.
El valor de la botella de su química sexual acababa de aumentar.
Mientras tomaba su mano, Pedro se volvió hacia el coche y reanudó la marcha con el mismo paso acelerado.
—Todavía podemos hacer una parada en la tienda de café —dijo ella mientras pasaban ante la puerta.
Él dudó, justo en el momento en que otra pareja salía por la puerta de Java & More. La pareja no los miró, estaba el uno pendiente del otro, pero Pedro se quedó de piedra. Mientras murmuraba algo indescifrable en voz baja, empujó a Paula al
interior del local de al lado.
Paula miró a su alrededor y se encontró en el paraíso de los adolescentes, un lugar repleto de videojuegos y maquinitas, mesas de air-hockey y un mostrador con un tipo aburrido que debía de ser el encargado de proporcionar cambio si fuera capaz de levantar la mirada de su revista. Pedro echó una ojeada por la ventana y empujó a Paula hacia el fondo del local.
—¿No hay mesa de billar? Pues vaya —murmuró él mientras apoyaba una mano sobre la espalda de Paula y la empujaba hacia una mesa de air-hockey.
Rebuscó en el bolsillo esas monedas con las que había estado jugando.
—¿Quieres jugar? —de nuevo echó una ojeada por la ventana—. Juguemos. El primero que consiga siete puntos, gana.
Paula suspiró. Su hermana Catalina le había dado una paliza en una mesa similar hacía no mucho tiempo, pero no intentó disuadirlo. La habían abandonado varias veces ante el altar, pero eso no la convertía en una estúpida, y se había dado
cuenta de que Matthias quería evitar a esa pareja. No había visto nada raro en ella, un hombre de la edad de Matias y una mujer de la de ella, y parecían enamorados.
Pero no tuvo tiempo de reflexionar sobre ello porque Matias ya empujaba el disco en su dirección.
Ella agarró un mango para realizar un instintivo movimiento de defensa.
Pero su instinto, como era de esperar tras tres compromisos rotos, no valía nada. Perdió el primer juego. Y el siguiente. Y el siguiente.
Un grupo de adolescentes se agolpó alrededor de la mesa.
Ella no entendió muy bien por qué, hasta que Matias les lanzó un improperio y ella comprendió que le habían estado mirando el trasero. Aquel lugar, por no hablar de los adolescentes, carecía dolorosamente de mujeres. Olía al gimnasio tras un partido. En un día lluvioso.
Después de la tercera derrota, ella se rindió con la esperanza de que pudieran marcharse, pero al separarse de la mesa, un adolescente larguirucho ocupó su lugar y golpeó la mesa con unas monedas. Paula lo interpretó como una especie de desafío y, como en una vieja película del Oeste, los ojos de Matias brillaron mientras también golpeaba la mesa con sus monedas.
Había empezado la competición.
Y siguió.
Sin decir una palabra, Matias derrotaba a un contrincante y otro ocupaba su lugar de inmediato. Compitió contra cada uno de ellos con la misma despiadada autoridad. Su camisa estaba arremangada, su rostro era una máscara de concentración y tenía una actitud agresiva. Al principio, Paula se divirtió, después se dedicó a admirar los masculinos músculos de su antebrazo flexionado, y después… después empezó a alarmarse por la ferocidad en su deseo de ganar.
Al cabo de un rato, era evidente que él se había olvidado de su presencia. Sólo prestaba atención a ese disco que, insistentemente, se empeñaba en colar en la portería. Una y otra vez.
—Matias —Paula hizo un intento.
Otro jugador reemplazó al nuevo derrotado y él ni siquiera desvió la mirada.
—Matias.
Silencio.
—¡Matias!
Él se quedó parado, pestañeó y se volvió hacia ella, como si saliera de un banco de niebla.
—¿Dar por hecho el éxito y rechazar el fracaso? —preguntó ella.
—¿Cómo?
—¿De eso se trata? ¿Ganar a toda costa, sin importar el qué? —ella intentaba tomárselo a la ligera, pero no le gustaba la mirada que tenía él mientras jugaba.
Tampoco le gustaba la manera en que la estaba mirando.
—¿Qué hay de malo en querer ganar? —parecía confuso—. ¿Qué hay de malo en odiar el fracaso?
Nada, si eso era lo único que le habían enseñado a uno, cuando uno no había aprendido que no pasaba nada por caer de vez en cuando, ni había aprendido a levantarse. Paula pensó en sus tres intentos fallidos de matrimonio.
Ojalá no hubiera conocido tan bien el fracaso.
—Pensé que volveríamos a la casa —ella carraspeó y cambió de tema.
—Tengo un contrincante… —su voz se apagó mientras miraba al otro lado de la mesa hacia el niño que no mediría más de metro veinte—. Es un crío.
—Matias, todos son críos.
—Ya he tenido bastante por hoy. Gracias por las partidas —él miró a su alrededor a los rostros en torno a la mesa. Después, con una media sonrisa que tenía más de mueca, se retiró. Agarró a Paula por un brazo y se dirigieron a la salida—. De acuerdo, admito que me he dejado llevar un poco.
—Pensé que me habías olvidado —ella pestañeó para acomodarse a la luz del sol—. Supongo que tendré que apuntarme a clases de air-hockey si quiero conservar tu atención.
—Cariño —él sabía que ella bromeaba, pero le contestó en tono serio—, después de lo de anoche, no necesitas apuntarte a clases de nada para conseguir toda mi atención.
—Matias… —ella sintió una oleada de calor que, sin duda, había coloreado su rostro hasta la raíz del cabello.
—Paula… —él la acarició con un dedo desde el lóbulo de la oreja hasta la comisura de los labios—. Volvamos. Nos tomaremos el tiempo necesario para aprenderlo todo el uno del otro.
—¿Eso significa que vas a contarme todos tus secretos?
—Eso podría llevarnos bastante tiempo —él dejó de acariciarla.
Ella tenía tiempo. Tenía toda una vida, si él era el hombre adecuado. Y de repente se dio cuenta de que era más fuerte de lo que creía. De acuerdo, él era sexy, encantador y vulnerable de un modo que la atraía en todos los sentidos, pero no iba a permitir que esas cualidades le hicieran saltar a su cama de inmediato.
—Volvamos a la casa —dijo ella—, pero una vez allí tendremos que discutir algunas reglas.
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