miércoles, 10 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 12





Pedro corrió durante veinte minutos y regresó a la casa.


No era demasiado, pero lo justo para distraerse durante un rato y para no pensar demasiado.


La luz de la cocina estaba encendida y Paula lo estaba mirando por la ventana. No podía ver la expresión de su rostro, pero sí que tenía los brazos llenos de ropa para lavar o algo parecido, y que llevaba la bata que se había puesto la noche anterior.


Él caminó los últimos pasos hasta la puerta y entró. Murphy hizo lo mismo, pero estaba lleno de barro y mojado.


—¡Túmbate! —le ordenó ella al perro, y el animal se dirigió a su camastro, que estaba bajo la escalera.


—¿Es a él, o yo también tengo que hacer lo mismo? —preguntó Pedro.


Paula sonrió y lo miró.


—¿Te encuentras bien?


—Sí. Hemos dado una buena carrera…


Ella lo agarró por el brazo y lo miró a los ojos, de esa manera que hacía que él se sintiera incómodo y vulnerable.


—¿De veras estás bien?


—Estoy bien —contestó Pedro, porque era cierto. Sólo era que aquel DVD había conseguido emocionarlo y él odiaba perder el control de sus sentimientos.


—He preparado un té —dijo ella.


Pedro estuvo a punto de decirle que no quería más té, pero sonrió y asintió.


—Gracias. ¿Las niñas ya se han despertado?


Ella negó con la cabeza.


—No. Se despertarán pronto. ¿Por qué?


—Por curiosidad. Necesito darme una ducha, pero no quiero
molestarlas. Me tomaré el té y esperaré un poco, si puedes
aguantarme todo sudoroso y lleno de barro.


Ella lo miró de arriba abajo y se rió, pero mientras se volvía, él se percató de que se había sonrojado. ¿De veras? ¿Todavía tenía ese efecto sobre ella?


—Estoy segura de que puedo aguantarte mientras te tomas el té —dijo ella, y comenzó a doblar pañales como si su vida dependiera de ello.


Él pensó en el beso que le había dado y sintió que una oleada de calor lo invadía por dentro. Deseaba hacerlo de nuevo, deseaba abrazarla y acariciar su cabello alborotado. Besarla hasta que gimiera de deseo y le suplicara más…


—Pensándolo bien, será mejor que vaya a buscar la ropa que voy a ponerme después de la ducha —dijo él, y se dirigió a la puerta antes de quedar en ridículo.


—¿Qué pasa con la ropa que te compraste ayer? —preguntó
Paula.


Él se detuvo al pie de la escalera.


—Nada. Sólo que no estaba seguro de si sería adecuada para lo que vamos a hacer hoy.


—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó asombrada.


—Llevar a las niñas al mar —dijo él, improvisando—. Hace un día precioso y la previsión es que haga sol todo el día.


—En ese caso, los pantalones vaqueros y la sudadera te irán estupendamente. Siéntate y tómate el té. Si empiezas a moverte en la habitación contigua a estas horas, se despertarán y, sinceramente, me gusta disfrutar de la tranquilidad.


Él tragó saliva para aplacar el deseo que sentía. Pero no debería haberse preocupado, porque Paula se dirigió al cuarto de la lavadora. Él se llevó el té al sofá que estaba junto a la ventana y se sentó. Cuando ella regresó, lo tenía todo bajo control. 


Pedro tenía razón, hacía un día precioso.


Llevaron a las niñas a Felixstowe, aparcaron el coche y
caminaron por el paseo marítimo. Pedro empujaba el carrito y ella disfrutaba de la libertad de mover los brazos al caminar.


—¿Sabes que aparte de los viajes de negocios que hemos hecho al extranjero, ésta es la primera vez en seis años que hemos ido a la playa?


Él la miró de reojo y ella hizo una mueca.


—Supongo que tienes razón. No se me había ocurrido hacerlo, al menos no en Inglaterra. Y nunca me han gustado las vacaciones en la playa.


—No me refiero a las vacaciones en la playa —dijo ella—. Me refiero a dar un paseo junto al mar, con la brisa alborotándome el cabello y los restos de sal sobre mi piel. Es estupendo, saludable… ¡Maravilloso!


Entonces lo miró y vio que él la contemplaba con una mirada
inquietante que ya conocía. Se sonrojó y miró a otro lado.


—Oh, mira, está entrando un barco —dijo Paula. Era un
comentario ridículo porque habían entrado montones, pero al ver que Pedro esbozaba una sonrisa, sintió un nudo en la garganta.


Él no tenía derecho a hacerle eso, a provocarle tantos recuerdos con sólo una sonrisa. Quizá no hubieran paseado por la playa, pero habían hecho el amor montones de veces en la azotea de su apartamento, mirando al Támesis. Y ella sabía, con sólo mirarlo, que él estaba recordando lo mismo.


—Comprobaré que las pequeñas están bien —dijo ella, y se
acercó al carrito para taparlas. Después, caminó junto a él y se fijó en que parecía un padre de verdad, y no un hombre obligado a pasar tiempo con sus hijas.


—¿Pau? —él se detuvo, soltó el carrito y se volvió hacia ella—. ¿Qué ocurre?


Ella se encogió de hombros, él la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.


—Eh, todo va a salir bien —murmuró Pedro.


Pero ella no estaba tan segura. Habían pasado menos de dos días y él ya había roto las normas, robándole el teléfono y tratando de localizar el suyo. Nadie sabía qué más podía hacer cuando ella no estaba presente. Pasaba despierto la mitad de la noche. ¿Habría usado el teléfono? ¿Y a ella le importaba? Mientras Pedro estuviera con ella durante el día, ¿le importaba que la engañara? ¡Sí! O no, mientras aprendiera a compaginar la vida laboral y la familiar.


—Vamos a tomar un café. He visto una cafetería cerca del coche. He traído la comida de las niñas y a lo mejor pueden calentársela.


—¿Cómo? —dijo él.


Ella pensó en su sudadera nueva y sonrió.


—No te preocupes. Si quieres, yo les doy de comer —prometió—. Pero tú pagas.


—Será un placer —tras suspirar aliviado, agarró el carrito y
continuó empujándolo el resto del camino hasta el coche.


Aquella noche, las niñas estaban cansadas.


—Debe de ser la brisa marina —dijo Pau, mientras les calentaba la cena.


—¿Eso tiene todos los nutrientes necesarios? —preguntó él, al ver la comida.


Ella lo miró como si estuviera loco.


—Es comida, no papilla preparada. Tiene pollo asado, brécol, zanahorias, patatas, caldo… Por supuesto que tiene todos los nutrientes.


—¿Y lo has cocinado tú?


—¡Pues claro! —dijo ella—. ¿Quién si no?


Él se encogió de hombros.


—Lo siento. Es sólo… Casi nunca te he visto cocinar, y no pensé que supieras hacer asados.


—No, por supuesto que no. Nunca teníamos tanto tiempo como para hacer algo tan insignificante.


—¡Basta, Pau! Yo sólo estaba…


—¿Qué? ¿Criticando cómo cuido a mis hijas?


—¡También son mis hijas!


—Pues aprende a cocinar para ellas —dijo enfadada, y le lanzó un libro de recetas—. Ahí tienes. En el congelador hay pechuga de pollo, carne picada, filetes de salmón, gambas y chuletas de cerdo. Elige lo que quieras. Puedes ir preparando la cena mientras yo acuesto a las niñas.


Y salió de allí con una pequeña en cada brazo.


Cielos, pensó Pedro. Él podía preparar café, tostadas y huevos revueltos como mucho. Y también sabía meter cosas en el microondas o descolgar el teléfono y hacer un pedido.
Pero, ¿cocinar? ¿Con ingredientes de verdad? Eso hacía años que no lo hacía. ¿Quince?


Abrió el libro y hojeó las páginas. ¿Qué era lo que servían en el pub? Pechuga de pollo con brie y beicon, o algo así. Había cheddar en la nevera. ¿Serviría?


Quizá. ¿Y habría beicon?


Se levantó e investigó el contenido de la nevera.


No había beicon, y quedaba muy poco cheddar.


Pero había pesto, y le parecía haber visto pasta en el armario de la cocina.


¿Pasta con pollo y pesto? Y ensalada con pipas tostadas.


No había ensalada. Y probablemente, tampoco tuviera pipas.


Sacó algunas cosas que había visto servir con platos similares.


Las dejó sobre la mesa de la cocina y trató de buscar una receta con esos ingredientes. Eligió una.


Buscó un cuchillo, la tabla de cortar y una sartén. Eso era lo que necesitaba, según la receta.


Partió el pollo, lo frió con aceite de oliva, cebolla y pimiento, abrió el pesto y descubrió que tenía moho.


¡Maldita fuera!


Pero también había arroz, y gambas… ¿Y si hacía una paella?


Agarró el libro de nuevo, preguntándose cuánto tiempo tardaría Pau en regresar a la cocina. ¡El suficiente para que él estropeara todos los ingredientes que tenía en la casa!


Más fácil. Pediría algo por teléfono. Pero se suponía que debía cocinar él, y no era su estilo rechazar un reto.


Así que… Paella. No podía ser tan difícil de cocinar.



****

—¡Oh! ¿Risotto? —dijo ella dubitativa después de mirar y
olisquear.


—Paella —le aclaró él—. El pesto estaba malo.


—Ah, puede ser. Había otro bote en el armario.


—Vaya. Bueno, me las he apañado —dijo, satisfecho consigo mismo.


Paula volvió a olisquear.


—¿Cuánto ajo le has puesto?


—No lo sé. Ponía dos dientes. Me parecía mucho, así que sólo eché uno.


—¿Diente o cabeza?


Él frunció el ceño.


—¿Cuál es la diferencia?


—La cabeza es el conjunto de dientes. Están todos juntos,
envueltos en una fina capa de piel blanquecina. El diente es cada cosa de las que hay dentro.


Él frunció el ceño de nuevo y miró a otro lado.


—Bueno, si ibas a quejarte, deberías haber estado aquí.


—Eh, no me he quejado.


—Todavía no la has probado.


—Bueno, quizá tenga mucho ajo. ¿Y qué? No voy a besar a
nadie, ¿no? —dijo ella.


Pedro se volvió y la miró.


—Se puede solucionar —murmuró, mirándola de arriba abajo como si fuera a quitarle la ropa.


—En tus sueños —masculló ella, y sacó dos cuencos—. Toma, sirve. Iré a buscar algo de beber. ¿Te apetece un poco de vino?


—El blanco, quizá. El tinto puede ser un poco fuerte.


—Oh, no lo sé —dijo ella—. Quizá para equilibrar el exceso de ajo…


«Idiota». Pedro tiró la cuchara de servir en la olla y salió al pasillo, desapareciendo por la puerta principal y dando un portazo mientras se ponía la chaqueta.


Vaya. No tenía que haberse metido con él. Sabía que Pedro no tenía ni idea de cocinar, y que lo había hecho lo mejor que había podido. Y, aparte de que había puesto mucho ajo y de que estaba demasiado hecho, no tenía mal aspecto.


Pedro arrancó el coche y salió derrapando en la grava.


Ella suspiró, tapó la olla y se sentó a esperar. O bien regresaba, en cuyo caso le pediría perdón, o no regresaba, en cuyo caso…


¿Qué? ¿Las niñas perderían a su padre y ella al único hombre que había amado, sólo por no ser capaz de mantener la boca cerrada?


«Maldita sea». Y ni siquiera podía llamarlo para pedirle disculpas.







PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 11





LAS niñas eran muy lindas.


Dulces, con personalidad, y lindas. Y aburridas.


No cuando estaban despiertas, pero cuando dormían y Pau
dormía también, y la casa estaba tranquila, Pedro deseaba gritar.


Y se le ocurrió que él era el único que estaba en proceso de
adaptación.


¿Era justo? En absoluto, pensó, y no había sido idea suya que Pau lo apartara de su vida.


Hasta el momento, después de llevar allí treinta horas, había
aprendido a bañar a las pequeñas, a programar la lavadora, a darles de comer y a no beber té. Ésa había sido la primera lección y creía que no la olvidaría jamás.


Pero a las once de la noche, cuando normalmente seguiría
trabajando tres horas más, Paula se había acostado, las niñas dormirían hasta el día siguiente y él no tenía nada que hacer.


No había nada interesante en la televisión y no podía ponerse en contacto con Yashimoto ni con nadie de Nueva York, a pesar de que sabía que ellos seguirían en la oficina.


Paseó de un lado a otro de la cocina, preparó un té, lo tiró por el sumidero porque había bebido mucho durante el día y pensó en la botella de vino que había comprado en el pub el día anterior. Sólo había tomado un par de copas, así que todavía tenía casi dos botellas.


Pero él nunca bebía solo. Era peligroso.


Entonces, pensó en el pub.


Abrió la puerta trasera para dejar salir a Murphy al jardín y, de paso, ver si las luces del pub estaban encendidas.


No era así. El pub era una especie de restaurante y cerraba a las nueve. Así que ni siquiera podía ir allí a ahogar sus penas. ¡Y había tanto silencio!


Excepto por el grito que oyó en la distancia. Lo había oído
momentos antes y, desde el jardín, volvía a oírlo con claridad. Era un sonido helador. Murphy tenía el lomo erizado y gruñía ligeramente. Pedro lo llamó para que entrara y cerró la puerta.


Después, subió hasta la habitación de Paula y llamó con los nudillos.


Ella abrió momentos más tarde. Estaba medio dormida y llevaba un pijama con estampado de gatos.


—Hay un ruido —dijo él, sin más preámbulos—. Un grito. Creo que están atacando a alguien.


Ella ladeó la cabeza, escuchó y sonrió.


—Es un tejón —respondió Paula—. O un zorro. Ambos gritan de noche. No estoy segura de cuál es cuál, pero en esta época del año probablemente sea un tejón. Los zorros hacen más ruido en primavera. ¿Te ha despertado? —entonces, miró a Pedro y suspiró—. Oh, Pedro… Todavía no te has acostado, ¿verdad? Tienes que dormir. Estás agotado.


—No estoy agotado. Nunca duermo a estas horas.


—Pues deberías —lo regañó. Después entró de nuevo en la
habitación y salió poniéndose una bata—. ¿Quieres un té?


Él no quería té. Lo último que le apetecía era un té, pero habría bebido cualquier cosa con tal de estar en su compañía.


—Suena bien —dijo él, y la siguió al piso de abajo.


No debía de ser fácil para él. Nunca había sido una persona que necesitara dormir mucho, y sin nada que hacer por la noche, más que pensar, debía de darle vueltas y vueltas al tema de las gemelas.


«Bien», pensó ella, «a lo mejor así se da cuenta de sus errores. O quizá vuelva a alejarse de mí».


—¿Hay leña en la chimenea? —preguntó ella.


Él se encogió de hombros.


—No lo sé. Había. He puesto la rejilla protectora. ¿Se queda
encendida toda la noche?


—Normalmente no la enciendo —confesó ella—. Con las niñas paso la mayor parte del tiempo en la cocina.


—¿Y por qué lo preguntas?


—Porque tengo muchos DVDs de las niñas, justo desde su
nacimiento. Incluso de antes. Tengo un DVD de la ecografía en 4D. Es impresionante.


—¿En 4D?


—Mmm… En 3D y en tiempo real. Lo llaman 4D.
Puedes ver cómo se mueven, es sorprendente. Y tengo muchas cosas de cuando estuvieron en cuidados especiales, y todo lo que les hacen, las huellas dactilares de la mano y de los pies, las bandas con sus nombres, las tablas de peso y cosas de ésas. Pensé que, si hacía calor allí, podíamos verlas, pero probablemente te parezca aburrido.


—¡No! No. Me encantaría verlo —dijo él.


—Bien. Ve a ver si puedes reavivar el fuego y yo prepararé el té.


Y galletas de chocolate, y un poco de queso con galletitas, porque sabía que él estaría hambriento y, además, necesitaba ganar peso.


Cuando ella entró, Pedro estaba en cuclillas frente al fuego,
soplando las brasas para tratar de reavivar la llama. Paula dejó la bandeja sobre la mesa y, en ese momento, uno de los troncos se prendió.


—¡Estupendo! Bien hecho. Toma, he traído queso y galletas — dijo, y buscó los DVDs en el armario que había junto al televisor—. ¿Vemos la ecografía primero? —sugirió ella.


Él asintió y Paula metió el DVD en el aparato. Después se sentó en el suelo, apoyada contra el sofá, junto a las piernas de Pedro.


—¿De cuántos meses estabas embarazada cuando te la
hicieron? —preguntó él, con un tono que ella nunca había oído en su voz.


—De veintiséis semanas —contestó, volviéndose para mirarlo asombrada.


Pedro puso una expresión sombría, apretó los labios y miró la pantalla como si su vida dependiera de ello. Ella se volvió de nuevo y continuó mirando las imágenes, pero consciente de la tensión que él desprendía y que nunca antes había sentido. Cuando terminó el DVD y ella lo sacó, notó que Pedro se relajaba y que se apoyaba en el respaldo del sofá para beber un poco de té. Le temblaban las manos.


Era extraño. A Pedro nunca le temblaban las manos. Nunca. Bajo ninguna circunstancia. Y, sin embargo, siempre había insistido en que no quería tener hijos, en que sus vidas estaban completas sin ellos. Entonces, ¿por qué lo habían conmovido las imágenes de antes de que nacieran sus hijas?


Murphy se acercó a Pedro y apoyó la cabeza contra sus piernas.


Pedro se agachó y le acarició las orejas, con expresión ausente.


—Creo que tienes un nuevo amigo —dijo ella.


Pedro sonrió y continuó acariciando al perro.


—Eso parece. Supongo que echa de menos a Joaquin.


—Me temo que quiere las galletitas que tienes en el plato.


Pedro se rió y ella se relajó un poco.


—Bueno… ¿Y ahora qué? —preguntó él.


Paula puso la primera película de las niñas, justo después de
nacer.


—Aquí tenían dos días. Nacieron a las treinta y tres semanas, porque habían dejado de crecer. Juana y Pablo vinieron y las grabaron. Se portaron tan bien… Me apoyaron mucho.


—Yo también te habría apoyado —dijo él, provocando que ella se sintiera culpable.


—No lo sabía, Pedro. Siempre habías estado en contra de tener hijos. Cuando mencionaba la fecundación in vitro, perdías los estribos. ¿Cómo iba a suponer que querías implicarte en esto?


—Podías habérmelo preguntado. Podías haberme dado la
opción. 


Podía haberlo hecho, pero no lo había hecho. Y ya era demasiado tarde para cambiarlo.


—Lo siento de veras —dijo ella, mirándolo a los ojos y consciente del dolor que había en su mirada—. ¿Pedro? —susurró.


Él se puso en pie.


—A lo mejor podemos verlo en otro momento —dijo él, y salió sin decir ni una palabra más.


Ella oyó que se dirigía al piso de arriba, que cerraba la puerta del baño y que abría el grifo de la ducha. Tras un suspiro, apagó el DVD y el televisor, puso de nuevo la rejilla en la chimenea y recogió los platos y las tazas.


Después, dejó salir a Murphy otra vez, antes de encerrarlo en la cocina y dirigirse ella también al piso de arriba.


Cuando entró en su dormitorio, oyó que Pedro cerraba la ducha y que salía del baño para dirigirse a su habitación.


Paula tardó horas en dormirse y, cuando despertó, oyó que Pedro abría la puerta trasera y llamaba al perro.


Acababa de amanecer y, al mirar por la ventana, vio que él se dirigía hacia el puente del río vestido con pantalón de chándal, zapatillas de deporte y camiseta. Y que Murphy corría a su lado.


No sabía qué sucedía, pero tenía la sensación de que algo iba mal y de que no era lo evidente. Tenía la sensación de que ocurría algo más, algo que no sabía, y tampoco sabía si podía preguntar.


Probablemente no. La noche anterior, Pedro había estado muy distante. A lo mejor se lo contaba cuando llegara el momento. Pero había una cosa evidente: Pedro no estaba a gusto, y vivir con él durante dos semanas iba a resultar interesante. Por no mencionar frustrante, descorazonador y doloroso.


Sólo esperaba que mereciera la pena.



PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 10





¿Qué diablos?


Paula levantó la cabeza, miró la almohada y la echó a un lado.


El teléfono de Pedro estaba sonando… En silencio, porque ella lo había silenciado, pero estaba vibrando.


Y él número que aparecía en la pantalla era el de su móvil.


Que estaba en su bolso.


—Estás haciendo trampa —dijo ella al contestar.


Oyó una palabrota y que cortaban la comunicación.


Conteniendo una sonrisa, retiró la colcha y salió de la cama, se puso los vaqueros y el jersey, se pasó los dedos por el cabello y bajó al piso inferior.


Él estaba junto al bolso, con el teléfono en la mano, mirándola de forma desafiante, pero culpable a la vez, y Paula sintió lástima por él.


—No pasa nada, Pedro, no muerdo.


—Sólo quieres fastidiarme.


—No. Ni siquiera eso. Voy a pedirte, una vez más, que te tomes esto en serio. Que hagas todo lo posible para ver si podemos conseguirlo. Si no por nosotros, por las niñas.


Pedro tragó saliva y miró a otro lado.


—Tengo que hacer una llamada, Pau. Me olvidé de decirle a Andrea una cosa importante.


—¿Va a morir alguien?


Él parecía sorprendido.


—Por supuesto que no.


—¿Va a haber heridos?


—No.


—Entonces no es tan importante.


—Retrasará las cosas unos días, hasta que se den cuenta.


—¿Darse cuenta?


—Hay un documento que tenía que haberle enviado por fax a Yashimoto.


—¿Y crees que no se lo pedirá a Andrea o a Samuel?


—No lo sé.


—¿Y qué es lo peor que puede pasar? ¿Que pierdas unos
cuantos miles?


—Puede que más.


—¿Importa tanto? Quiero decir, no es que estés mal de dinero, Pedro. Ni siquiera tienes que volver a trabajar si no te apetece. Unos billetes de mil, unos días libres durante toda una vida, no es tanto pedir, ¿no crees?


Él se volvió para mirarla de nuevo.


—Pensé que lo teníamos todo. Que éramos felices.


—Lo éramos, pero al final se volvió demasiado agobiante, Pedro. Y no voy a caer en ello de nuevo, así que, si no puedes hacer esto, si no puedes aprender a delegar y a tomarte tiempo libre para disfrutar de tu familia, lo nuestro no tiene futuro. Y para tener futuro, tenemos que ser capaces de confiar el uno en el otro.


Él permaneció quieto un instante. Después, suspiró y metió el teléfono de Paula en el bolso.


—Entonces, será mejor que me enseñes cómo funciona la
lavadora, ¿no crees? —dijo con una media sonrisa.


—Será un placer —repuso ella, y lo guió hasta el cuarto de
lavado para mostrarle cómo debía hacer la colada