—Veo que has conocido a Emilia.
—Mmm. Es simpática.
Pedro suspiró aliviado y sonrió.
—Es gracioso, ella ha dicho lo mismo de ti. Sabía que os llevaríais bien.
—Bueno, no lo forcemos —dijo ella—. Ha dejado algunos diseños en tu estudio.
—¿Dónde?
—No lo sé. No he entrado. He estado ocupada.
—¿Ocupada?
—Oh, ya sabes —dijo ella—. En esto y aquello.
—Ya. Bueno, voy a darme una ducha. Por cierto, huele bien.
—A chili —dijo ella—. No sé si te gusta, pero he estado ocupada y no me ha dado tiempo a preparar nada más elaborado. Tampoco me dijiste a qué hora querías cenar, así que pensé que, si era necesario, lo guardaría para otro día.
—¿Dónde has conseguido la carne picada? ¿No habrás ido caminando al pueblo otra vez?
—Emilia me llevó de compras… Ah, y dijo algo acerca de que tienen una bicicleta vieja en el garaje de casa. ¿Una bicicleta con cesta o algo así? Creo que dijo que era de la abuela de Hernan. En cualquier caso, le va a preguntar a Hernan si puede dejármela para que yo tenga una forma de transporte.
—¿Una bicicleta?
—Bueno, sí. ¿Qué hay de malo?
Él frunció el ceño, horrorizado con la idea de que montara en bicicleta embarazada de siete meses.
—Nada, si quieres matarte. Pero una bicicleta vieja… ¿Tiene luces?
Ella se rió.
—Pedro, ¡es verano! ¡No voy a montar en bicicleta a medianoche! Quiero ser capaz de ir a las tiendas, eso es todo. Vamos, ve a ducharte. Yo tengo que meter la colada.
—¿Meterla?
—Mmm. He comprado una cuerda de tender en el supermercado. No tenías.
—No hay un poste.
—Lo sé. La he atado entre dos árboles.
—¿Y qué hay de malo en usar la secadora?
—¡Dos puntos menos por tu conciencia ecológica! —dijo ella.
—Odio ver la colada en la cuerda de tender.
—No seas tonto. No puedes verla porque está en el lateral de la casa donde nadie va nunca. Emilia pensó que era una buena idea. Ah, y quería preguntarte qué te parece si ponemos un pequeño huerto allí.
Él la miró un momento y se encogió de hombros.
—Lo que quieras —dijo él—. Pregúntale a Emilia y asegúrate de que no tiene planes para la zona que quieres emplear —añadió antes de subir por las escaleras hasta su dormitorio, preguntándose qué diablos había provocado.
****
—Guau.
—¿Te gusta? He empleado los chilis de anoche.
—Está bueno —dijo él.
—¿Demasiado picante?
—No. Está muy sabroso. Sólo me sorprende que no te parezca demasiado picante a ti. Emilia se atragantaría con sólo probarlo.
Ella se rió.
—Pedro, he vivido en muchos sitios y he comido de todo. Mi madre y yo pasamos dos años en México y con Jaime estuve en Tailandia durante años. Uno aprende a comer picante, si no, te aseguro que se muere de hambre.
Él se rió y se sirvió otra cucharada.
—¿Quieres más? —le preguntó.
Ella negó con la cabeza. Había comido suficiente y no quería excederse.
—¿Estás bien? —preguntó él al ver que estiraba la espalda.
—Sólo tengo esta zona un poco cargada.
—Estoy seguro —dijo él mirando su vientre abultado. Después, volvió a mirar la comida y recogió el plato—. Estaba muy bueno. Gracias.
—Un placer —dijo ella, y se puso en pie—. He preparado ensalada de fruta.
—¿Con helado? —preguntó él.
—Pensé que querías comida saludable —bromeó ella, y se dirigió a la nevera y le mostró el helado.
Él se rió y se levantó para llevar a la mesa el resto de las cosas.
—Bruja —murmuró al pasar a su lado.
Al volverse, ella lo rozó con el vientre y se tambaleó con la fuente del postre en la mano.
—Quieta —dijo él, y la sujetó por los hombros. Después, agarró la fuente y la dejó sobre la mesa.
—¿Por qué no te sientas y dejas que lo haga yo? —preguntó ella, abrumada por su cercanía.
—Puedo llenar el lavavajillas mientras tú sirves la ensalada de fruta. Podemos llevarla al jardín y sentarnos en las escaleras del final para escuchar el mar.
Qué idea más tonta. Una idea tonta, romántica y encantadora.
Se sentaron allí durante horas y, cuando ella se estremeció de frío, él entró a buscar un jersey. Un jersey con aroma a su loción de afeitar y que ella se puso encantada. Mientras escuchaban el sonido del mar, hablaron de las playas que habían conocido, y Pebbles se acercó a ellos y se sentó en su regazo, provocando que Paula pensara que no podía haber nada mejor que aquello.
Aunque él no fuera suyo, aunque ella no perteneciera allí y simplemente estuviera de paso, porque eso era lo que siempre había hecho y nunca, nadie, le había propuesto algo permanente
Había pasado muy poco tiempo desde que él la había encontrado cargando el colchón en el contenedor y, sin embargo, le parecía una eternidad.
De pronto, tenía trabajo, una casa, nuevos amigos, a pesar de que hubieran tenido un comienzo difícil y todavía no hubieran limado toda la situación. La gata estaba bien, ella estaba bien y su bebé estaba a salvo.
—¿Pedro?
—¿Mmm? —su voz era tan dulce que ella sintió ganas de apoyarse en él.
—Gracias.
—¿Por qué?
Ella sonrió en la oscuridad.
—Por ser mi príncipe azul y rescatarme. Por acogernos a mí y a mi gato. Escoge la razón que quieras.
Él se rió y la rodeó con el brazo un instante.
—Un placer —murmuró, y la soltó.
Ella podía sentir el calor de su cuerpo y oler el aroma de la loción de afeitar que emanaba del jersey y de su rostro, y algo más, algo que hacía que se le formara un nudo en el estómago.
«Probablemente sea una indigestión», pensó, y se puso en pie con la gata en brazos.
—Voy a acostarme —dijo ella.
Él se puso en pie y la agarró del codo para acompañarla hasta la casa.
Se detuvo en la puerta del estudio y, para sorpresa de Paula, le soltó el codo y le acarició la mejilla.
—Buenas noches, Paula. Duerme bien. Y gracias por esta velada.
¿Por la comida o por el resto? Ella no estaba segura, pero no estaba dispuesta a preguntárselo. Lo único que podía sentir era su mano en la mejilla, la caricia de su dedo pulgar, y deseaba girar el rostro y besarle la palma de la mano.
Entonces, él retiró la mano y dio un paso atrás.
—De nada —dijo ella, y se volvió para entrar en su pequeño apartamento.
Soltó a Pebbles, se desvistió y se metió en la cama, observando la luz que reflejaba en el césped hasta que él apagó la luz del estudio y del pasillo y encendió la de su dormitorio.
Después, cuando por fin apagó aquella luz, la noche se apoderó del jardín.
—Buenas noches —susurró ella. Cerró los ojos y se acurrucó de lado, con la mano bajo la mejilla que él le había acariciado.
Sentía que todavía podía sentir su caricia, acunándola mientras se quedaba dormida…
Él era un buen cocinero.
Le había hecho creer que no era capaz de cocinar, pero cocinaba bien. Al menos, siguiendo las indicaciones que ella le daba. Y el guiso que había hecho la noche anterior también había estado delicioso.
Quizá no le gustara cocinar, o quizá no se molestaba en cocinar para él solo.
Paula lo comprendía.
Fuera lo que fuera, era estupendo. Ambos estaban hablando sentados en la mesa de la cocina, mirando el mar y de espaldas al desastre que habían dejado en la cocina.
Él le contaba cómo había encontrado la parcela, cómo había construido la casa y los planes que tenía para el jardín.
—Quiero algo sencillo. No había casi nada cuando compré la parcela, ni arbustos, ni árboles, sólo algunas plantas viejas en los lados y un montón de zarzas.
El muro de contención del final estaba roto y empezaba a desmoronarse hacia el acantilado, así que lo primero que hice fue limpiar la parcela y convertirla en un lugar seguro. El muro lo rehice de forma que la parte superior quedara a nivel con el césped, y después hice otro sobre el acantilado. Iba a plantar un seto en el otoño, para tener más intimidad pero, como dijo Emi, no es necesario y preferimos poner un talud
de sedum. Al parecer, les gusta el terreno seco y muy drenado. Allí hay un camino que baja a la playa, ¿te has fijado en ello esta mañana?
Ella asintió.
—Intenté bajar, pero estaba cerrado.
—Porque es una playa pública. No quiero que la gente crea que puede utilizar el camino como si fuera un atajo.
—No, por supuesto que no.
—Por motivos de seguridad y porque valoro mi intimidad… ¿Hay algo malo en ello?
—No, por supuesto que no —dijo ella con una sonrisa—. Es sólo que no estoy acostumbrada a tener seguridad ni intimidad, así que todo me resulta un poco extraño.
—¿Y cuando estuviste en la universidad?
Ella se encogió de hombros.
—Compartía un piso, y tenía que compartir una habitación, así que ni siquiera tenía eso para mí. Entonces, estaba con Jaime, y nos alojábamos en hostales y dormíamos en la playa en Tailandia y cosas por el estilo. Allí no se tiene mucha intimidad.
—No, imagino que no —dijo él, pero parecía que no era capaz de imaginarlo para nada.
Ella pensó que seguramente siempre había tenido una habitación propia y que nunca había tenido que compartir nada en su vida.
—¿Y por qué construiste algo tan grande? —preguntó ella, sin pensárselo dos veces.
En lugar de contestar enseguida, él miró hacia el mar con expresión triste.
—No lo sé. Me parecía lo adecuado en esta parcela. Llevaba años queriendo construir una casa como ésta, y encontré la oportunidad. Siendo realista, debía pensar en la posibilidad de venderla después y de maximizar su potencial, porque no estaré aquí para siempre.
—¿Por qué no?
Él se volvió y la miró con el ceño fruncido.
—Bueno… Porque es una casa familiar.
—Lo sé. ¿Y por qué la construiste? ¿Sólo para ti? ¿Sólo por motivos económicos y para lucirla? Eso es lo que dijiste, pero no tiene sentido.
—¿Y tiene que tenerlo?
—No. No tiene que tener sentido. ¿Por qué debería tenerlo? Nada en el mundo parece tenerlo.
Él sonrió y continuó hablando del jardín.
—Volví a sembrar el césped después de que enterraran el sistema de calefacción, y ahora quiero poner plantas en los laterales. Nada que llame demasiado la atención. Quiero que el mar sea lo principal.
—Estoy de acuerdo —dijo ella—. No creo que quieras poner demasiado color. Quizá sólo flores blancas. Si es que pones flores.
Él asintió.
—Eso es lo que dice Emilia. Ha hecho algunos diseños… ¿Quieres verlos?
—Me encantaría —dijo, aunque todavía odiaba un poco a Emilia.
«No. No la juzgues, o serás igual de culpable que ella».
Los diseños eran interesantes, pero fue el estudio lo que más la fascinó.
Tal y como él le había dicho, estaba muy desordenado y había cajas por todos lados. Cajas de libros, cajas de papeles y todo tipo de cosas.
—Perdona el desastre —dijo él nada más entrar—. Traje todas mis cosas desde Nueva York y todavía no las he ordenado. No he tenido tiempo.
Retiró una caja de encima de una silla para que ella se sentara. Al hacerlo, una fotografía se cayó al suelo. Paula se agachó para recogerla y, al entregársela, vio que Pedro apretaba los dientes.
—¿Quién es Kate? —preguntó ella.
Pedro dejó la foto boca abajo y se volvió, pero ella pudo ver el dolor en su mirada.
—Nadie —dijo él.
Paula sintió lástima por él, solo, en aquella casa enorme sin nadie con quien compartirla. Y una chica rubia llamada Kate que había tenido su corazón en la mano para tirarlo después.
Qué mujer más idiota. ¿No sabía lo que tenía? ¿Y lo que había perdido?
¿O lo que él había perdido por culpa de ella?
—Bueno, veamos esos diseños —dijo ella, y trató de fingir interés por algo más, aparte de la tristeza de su mirada, del aroma a jabón que desprendía su cuerpo y del vacío que retumbaba en su corazón.
****
A la mañana siguiente llamaron al timbre justo después de que Pedro se hubiera ido al hotel para reunirse con George Caudwell.
Paula estaba intentando ponerse al día con sus labores, tratando de comprender el funcionamiento del sistema central de aspiración, cuando oyó que llamaban a la puerta.
«Qué extraño», pensó. Creía que las visitas llamarían al telefonillo de la verja, pero aquello era el timbre de la puerta. Y la única vez que lo había oído había sido el domingo.
Y había sido Emilia.
Así que, al abrir la puerta y encontrarse con una mujer joven, de cabello oscuro y ondulado, no se sorprendió. A pesar de que sólo la había visto de espaldas, la reconoció inmediatamente, y el coche que estaba en la entrada era el mismo que el que había visto el domingo.
«Socorro», pensó. No se sentía preparada para aquello, pero sabía que nunca lo estaría, así que cuanto antes, mejor.
Durante un instante, ninguna de las dos dijo nada, pero después, ella enderezó los hombros y agarró al toro por los cuernos.
—Hola, Emilia —le dijo—. Yo soy Paula.
Emilia la miró un instante y tragó saliva.
—¿Podemos actuar como personas civilizadas o quieres que me vaya?
—Bueno, no depende de mí, ¿no crees? —dijo ella—. Ésta es la casa de Pedro y has venido a hacer el jardín… Tienes más derecho que yo a estar aquí.
—De hecho, he venido a hablar contigo.
Paula dio un paso atrás.
—Entonces, será mejor que pases —le dijo, y cerró la puerta después de que entrara—. ¿Te apetece un café?
—Todavía no.
Se hizo una pausa. Emilia frunció el ceño, como si no supiera por dónde empezar, y después, mirando a Paula a los ojos, le dijo:
—Te debo una disculpa. No debería haber dicho lo que dije sin conocerte, pero sé que mi hermano y mi marido son unos blandos. No ven los muros de ladrillo hasta que no se chocan con ellos, y les encanta proteger a las mujeres. A veces, sólo necesitan hacerlo por ellos mismos, pero siento que lo hayas oído. No era algo personal.
Paula puso una mueca.
—Bueno, no podía serlo puesto que no me conocías —le dijo—. Y comprendo a qué te refieres, pero en aquel momento, me sentó muy mal. No sólo lo que dijiste, sino también que Pedro no me hubiera contado la relación que tenía con el hotel. De pronto, todo lo que me había dicho me pareció mentira.
—Imagino. Pero él no te mentiría, Paula. No es ese tipo de persona. Quizá no te lo cuente todo… De hecho, puede ser muy reservado, pero no miente, y desde luego no engaña. Y siento mucho que te hayas sentido dolida, pero lo que dije, lo dije en serio, y te lo volveré a decir: No le hagas daño. No lo engañes, no lo times, o tendrás que vértelas conmigo. Él no se lo merece.
«Ha sido muy clara», pensó Paula. Y, en cierto modo, admiró a Emilia.
—Me parece justo —dijo ella—. Pero te aseguro que no tengo intención de hacerle daño. No has de temer por ello.
—Bien. Adoro a mi hermano, y ha sufrido mucho. No quiero verlo sufrir otra vez.
—¿Kate? —preguntó Paula.
Emilia pestañeó.
—¿Te ha hablado de Kate?
—No. Tú dijiste algo sobre ella el domingo, y anoche, en su estudio, vi la foto de una mujer rubia.
—Sería ella.
—Eso pensé. Le pregunté quién era Kate, y él me contestó: nadie.
Emilia esbozó una sonrisa.
—Yo no podría haberlo resumido mejor, pero no es asunto mío contártelo.
Tendrás que preguntárselo a él, pero no esperes obtener una respuesta. Ninguno de nosotros la ha conseguido todavía. Y siento haberte disgustado. ¿Podemos empezar de cero?
—Creo que sería una buena idea —dijo Paula. Y con una sonrisa, le tendió la mano—. Hola, soy Paula.
Emilia sonrió también.
—Yo soy Emilia. Me alegro de conocerte —le estrechó la mano.
—¿Un café?