jueves, 20 de abril de 2017
EL VAGABUNDO: CAPITULO 5
Paula miró su reloj por décima vez durante la última hora.
Eran las doce menos cuarto y Pedro Alfonso no se había presentado. Se dijo a sí misma que debía alegrarse, pero no podía evitar sentirse desilusionada.
Mientras pasaba el plumero por el escaparate, murmuró para sí misma:
—No es un hombre atractivo. No quiero volverle a ver. Vale, soñaste con él anoche, ¿y qué? Una mujer no puede controlar sus sueños.
—¿Con quién estás hablando? —preguntó Patricia Cornell, que venía del almacén que estaba en el sótano.
Paula se sobresaltó.
—Con nadie. Me estaba sermoneando a mí misma.
—¿Qué te ocurre? Llevas toda la mañana muy nerviosa. ¿Tienes miedo de que Sergio se presente para proponerte matrimonio y no se te ocurra una forma diplomática de rechazarle?
Los castaños ojos de Pato brillaron maliciosamente mientras sonreía a su jefa.
—No sé quién es peor, si tú, mi tía Mirta o Luis. No entiendo por qué estáis todos en contra de Sergio.
—No estamos en contra de él, estamos en contra de que te cases con ese imbécil.
—¡No es un imbécil!
—¿Quién no es un imbécil? —preguntó Milly Wilson, que acababa de entrar en la tienda con un bebé en brazos y un niño pequeño de la mano.
—Sergio Woolton —respondió Pato elevando los ojos al cielo.
—Yo no le llamaría imbécil, pero, Paula, no puedes considerar en serio casarte con él, ¿verdad? —preguntó Milly en el momento en que el pequeño se soltó de su mano—. Ven aquí ahora mismo.
Pato cogió al hijo de dos años de Milly en los brazos.
—Mira a Todd, ¿no es precioso? No podrías tener un niño tan guapo como éste si te casaras con Sergio.
—Sergio es un chico muy guapo —recordó Paula a su amiga.
—Bueno, es porque se parece mucho a su madre —dijo Pato—. Además, se rumorea que…
—No lo digas —le advirtió Paula.
—Bueno, Milly, ¿qué te ha traído por aquí hoy? —preguntó Pato volviendo la atención a su cliente—. ¿Estás haciendo compras de navidad?
—No. Es el aniversario de los padres de Eric y su madre colecciona vidrios de colores. Lo quiero rojo.
—Hemos recibido unos muy bonitos, los tenemos ahí, al fondo.
En el momento en que Paula se dispuso a enseñárselos, la puerta de la tienda se abrió.
Paula tragó saliva al ver a Pedro Alfonso. Las tres mujeres se le quedaron mirando.
—¡Dios mío! —exclamó Pato en un susurro.
—¡Guau! —murmuró Milly.
Paula salió rápidamente del trance y miró a Pedro directamente a los ojos.
—Pato, ¿querrías enseñarle a Milly los vidrios? Yo atenderé a este caballero.
—¡Qué suerte! —dijo Patricia dejando al pequeño Todd en el suelo.
Paula avanzó hacia Pedro. Trató de sonreír, pero cuanto más se acercaba a Pedro con más fuerza le latía el corazón.
—Hola —dijo Paula tendiéndole la mano.
Pedro le estrechó la mano. No estaba seguro de si ella se alegraba de verle o no.
Su actitud parecía amistosa, pero sospechaba que se debía a la presencia de las otras dos mujeres. Posiblemente, había esperado no volver a verle. Quizá había sido una tontería ir, pero deseaba volver a verla y, a lo mejor, quedarse algún tiempo en Marshallton.
—¿Aún sigue en pie la oferta de trabajo? —preguntó él.
Paula asintió.
—¿Quiere venir a mi despacho, señor Alfonso?
—Sí, gracias.
Pedro la siguió hacia la trastienda.
Paula oyó a Milly lanzar una risita en el momento en que Pato silbaba cuando Pedro pasó junto a ellas. Paula miró a Pato con expresión de reproche.
—Tendrá que perdonar a mis amigas, señor Alfonso. Al parecer, no han visto a un hombre en su vida.
Pedro sonrió a Paula y luego a Pato y a Milly. Todd se quedó mirando a Pedro y luego, después de coger un servilletero de madera, se acercó a él y se lo ofreció.
—Anillo, papá, anillo.
Pedro se quedó inmóvil al oír la voz del pequeño de ojos castaños y rizos rojizos.
Santiago. Aquel niño se parecía a Santiago cuando tenía su edad. Pedro sintió un deseo sobrecogedor de tomarlo en sus brazos, pero no lo hizo. Aquel pequeño no era suyo.
Su hijo estaba muerto, llevaba muerto algo más de tres años.
Paula notó las emociones que cruzaron la expresión de Pedro y le sorprendió.
Algo le ocurría.
—Todd llama a todos los hombres papá —le explicó Paula.
Milly se acercó a su hijo y le cogió en brazos.
—Cariño, este señor no puede ver ahora tu anillo. Vamos, enséñaselo a Pato.
—Vamos a la oficina, señor Alfonso —dijo Paula cogiendo a Pedro del brazo.
El brazo de Pedro era duro como una piedra, todo fuerza y control. Por alguna razón que no comprendía, Todd había afectado a Pedro de una forma muy extraña.
¿No sería que no le gustaban los niños? Se preguntó Paula.
Pedro no soportaba el dolor y el sentimiento de culpa que la muerte de Santiago le causaban aún. A pesar de que habían pasado tres largos años, su recuerdo seguía atormentándole. ¿Cómo podía un hombre sobreponerse a la pena de la pérdida de su hijo cuando se sabía responsable de ella?
—¿Pedro, se encuentra bien?
Saliendo de su ensimismamiento, Pedro la miró y vio que aquellos enormes ojos azules estaban llenos de compasión y ternura.
—Sí, estoy bien.
Cuando entraron en el despacho, Pedro se fijó en los tonos verde pálido y rosa que dominaban la pequeña habitación.
Estaba decorada con gusto femenino.
—Siéntese, por favor.
—Escuche, como le dije anoche, no es necesario que…
—Señor Alfonso, estoy haciendo todo lo posible por no enfadarme —le interrumpió Paula invitándole con un gesto a que se sentara—. Como creo que recuerda, no fue idea mía pedirle que arreglara la rueda de mi coche, que cenara con
nosotras ni tampoco ofrecerle un trabajo.
—Su tía Mirta es todo un carácter, ¿verdad? —comentó Pedro sentándose.
En realidad, quien le parecía alguien excepcional era Paula Chaves. Tenía la sensación de que, bajo esa apariencia educada y controlada, se escondía una mujer apasionada y atrevida. Una mujer igual que su tía.
—Todo el mundo en Marshallton la considera… una excéntrica —dijo Paula sentándose al otro lado del escritorio.
—A Tomas le gusta —comentó Pedro esperando la reacción de ella.
—El sentimiento parece ser mutuo —admitió Paula—. Sin embargo, a la tía Mirta siempre le han gustado los hombres.
—¿Y a usted no?
—Señor Alfonso…
—Esta mañana, su tía me ha dicho que ha estado usted dedicada a ella y a sus hermanastros toda la vida y que por eso no ha tenido tiempo para ningún hombre.
—¿Cuándo ha visto usted a mi tía?
¿Qué podía haberle contado la tía Mirta de ella a ese desconocido? La idea era alarmante.
—La he visto esta mañana, a la hora del desayuno.
—¿En mi casa? ¿Ha desayunado usted en mi casa?
—Acompañé a Tomas y Mirta Maria insistió en que tomara el desayuno con ellos. Tomé café, copos de trigo y tortitas con la mermelada que hace usted. Es muy buena cocinera.
¡Aquello no podía estarle sucediendo a ella! Su tía estaba haciendo de Celestina, parecía decidida a cualquier cosa con tal de evitar que se casara con Sergio.
—¿Está Tomas todavía con mi tía?
—No lo sé con seguridad. Sin embargo, ella iba a presentárselo a algunas amigas suyas, estaba segura de poder encontrar algunos trabajos para él. Y hablando de trabajo…
—¿Conoce bien al señor Tomas? —preguntó Paula súbitamente.
Aunque Tomas se había portado como un caballero la noche anterior, cabía la posibilidad de que quisiera aprovecharse de la amabilidad de Mirta.
—Le conocí sólo hace un par de semanas, en Jackson. Hacía mucho frío aquella noche y compartimos lo que quedaba de una botella de ron con otro pobre hombre.
Pedro conocía algunos detalles de la vida de Tomas, le respetaba y estaba bastante seguro de que nunca le haría daño a nadie y mucho menos a una mujer encantadora como Mirta Maria.
—¿Entonces no le conoce bien? ¿No puede decirme nada de él?
—No se preocupe por su tía. Tomas es un hombre honesto y le hablará de sí mismo a su debido tiempo.
Pedro se puso en pie, dio unos pasos y luego apoyó las manos en el escritorio de Paula.
—Escuche, no he venido aquí para hablar del romance de su tía con Tomas. Todo lo que quiero saber es si sigue en pie la oferta de trabajo.
—Por si lo ha olvidado, le diré que yo no le he ofrecido trabajo.
Sin saber por qué, Paula se inclinó hacia delante, quedándose a escasos centímetros de Pedro. Al momento, sintió en la boca del estómago un extraño cosquilleo. ¿Cómo demonios conseguía ese hombre tener ese efecto en ella cuando Sergio Woolton la dejaba completamente fría?
Pedro se inclinó aún más hacia ella.
—¿Quiere decir que no quiere que trabaje para usted?
Paula podía sentir su aliento, su aroma masculino…
—Sólo se trata de un trabajo temporal de ahora a enero. El salario es el mínimo, nada de beneficios. Es ideal para un adolescente o para un jubilado, pero no creo que un hombre de su edad esté interesado en él.
Pedro no se apartó ni un milímetro
—En tres años no he tenido un empleo fijo. He estado viajando por todo el país trabajando hoy aquí y mañana allí. No puedo decirle que este trabajo que está ofreciéndome me enorgullezca, aunque… no me lo está ofreciendo, ¿verdad?
—Yo… Bueno, yo…
—¿De qué tiene miedo, señorita Alfonso?
Los labios de Pedro casi tocaron los de Paula y ésta, reaccionando por fin, se apartó bruscamente de él y se puso en pie.
—No sé de qué está hablando. Yo… necesito que alguien se encargue de este trabajo, sí. El pago es semanal, los viernes. Y en dinero metálico. Empezará a trabajar a las nueve y acabará a las seis, con una hora libre para almorzar. Puede empezar mañana por la mañana si lo desea.
—Me gustaría empezar hoy —dijo él encaminándose hacia la puerta—. Eso supondría que mañana recibiría la paga de un día y medio y me hace falta ese dinero.
—¿Señor Alfonso?
Pedro abrió la puerta.
—¿Sí?
—Podría darle dinero por adelantado y…
—No. Trabajaré primero. Después de todo, usted no puede fiarse de un desconocido.
Al momento siguiente Pedro se marchó del despacho.
Paula sacudió la cabeza, no sabía exactamente qué había ocurrido. ¿Acaso había perdido la cabeza? ¿Cómo era posible que le hubiese ofrecido trabajo? Para ser un simple vagabundo, era muy arrogante e imperioso y… despertaba en ella unos deseos que prefería ignorar.
Cuando Paula salió de su despacho, encontró a Pedro esperándola, aunque la atención de éste estaba completamente fija en Todd.
Paula miró al niño y luego a Pedro. ¿Por qué el hijo de Milly parecía haber afectado tanto a Pedro?
—Voy a llevar el paquete de Milly a su coche —dijo Pato—. Ella tiene al bebé en brazos y no puede.
—De acuerdo —respondió Paula antes de volverse a Pedro—. ¿No le gustan los niños, señor Barnett?
—Me gustan los niños de los demás —respondió Pedro sin mirarla.
La respuesta de Pedro no sólo la sorprendió sino que la disgustó enormemente.
—Entiendo.
Pedro la miró entonces.
—Si voy a trabajar para usted, ¿no cree que debería llamarme Pedro?
—Sí, claro… Pedro.
—Aunque, por supuesto, usted querrá que la siga llamando señorita Alfonso, ¿no?
Paula se dio cuenta, al verle la comisura de los labios, que se estaba burlando de ella.
—La buena educación, los buenos modos y el respeto son algo que a usted puede parecerle extraño, pero le aseguro de que no es necesario tener dinero para ello. Vengo de una buena familia, pero no rica. Soy una mujer que se gana la vida con su trabajo, y trabajo mucho. He pasado toda la vida…
Pedro extendió una mano y le cogió la barbilla.
—No se ofenda, señora. Admito que intentaba gastarle una broma, pero le aseguro que le tengo gran consideración. Sobre todo, después de lo que Mirta Maria me ha contado de usted.
La mano de Pedro, en su barbilla, era enorme. Paula no pudo evitar mirarle a los ojos y sintió una creciente presión en su pecho.
—¿Qué… qué le ha contado sobre mí mi tía Mirta?
—Todo.
Pedro le deslizó la mano por la garganta antes de apartarla.
—¿Todo?
No podía ser que Mirta le hubiese contado sus planes de casarse y tener un hijo a punto de cumplir los cuarenta años.
—Tranquilícese. Todos sus secretos están a salvo conmigo.
Pedro todavía no conocía ningún secreto de ella, todo lo que Mirta Maria le había contado eran hechos de la vida de Paula: la forma en que su madre había muerto cuando Paula era pequeña, que su padre se había vuelto a casar con una vagabunda y había tenido dos hijos más y al morir de un ataque al corazón a los cuarenta años su segunda mujer se había marchado dejando a Paula, de veinte años de edad, sola con sus dos hermanastros. Mirta Maria también había confesado que su cuñado y la segunda mujer de éste habían intentado meterla en un asilo, pero Paula se había sacrificado por los seres a quienes amaba, su tía, su hermano y su hermana.
Pedro se daba cuenta de que la vida de Paula había sido exactamente lo contrario a la suya. En tanto que Paula había dedicado su vida a las personas a quienes quería, él la había dedicado a hacerse millonario, ignorando prácticamente su responsabilidad para su esposa y su único hijo. Su ambición de dinero y poder le habían costado la vida a Santiago.
—Eh, ¿por qué no me presentas a este hombre tan macizo? —dijo Pato entrando en la tienda.
Paula lanzó un gruñido y Pedro se echó a reír.
—El señor Al… Pedro, ésta es Patricia Cornell, una querida amiga y mi empleada —dijo Paula sin gustarle la forma en que Pedro y Patricia se sonrieron—. Pato, éste es Pedro Alfonso. Va a trabajar aquí durante las vacaciones de navidad.
Pato se llevó las manos al rostro en gesto de sorpresa y placer.
—¡Dios mío, qué maravilla! Creía que íbamos a tener otra vez a un adolescente con la cara llena de espinillas o a un abuelo.
—Me alegro que esté de acuerdo en que trabaje aquí, señorita Cornell —dijo Pedro.
Paula se puso furiosa por la suavidad con que Pedro habló a Patricia y por la forma en que la miraba.
—Llámame Pato, al fin y al cabo vamos a ser compañeros de trabajo. Además, aquí no nos gustan las formalidades, ¿verdad, Paula?
Paula forzó una sonrisa y pensó que iba a ponerse enferma.
Sabía que Patricia era una artista en el arte del flirteo y no quería que flirtease con Pedro. ¿Es que no se daba cuenta de que era un pordiosero? Cierto era que sus ropas estaban limpias, pero eran casi harapos.
No se podía negar que era alto y muy guapo, pero necesitaba un corte de pelo y un afeitado.
—En fin, si quiere empezar ahora, por mí no hay inconveniente —dijo Paula con una fingida sonrisa—. Hay que llevarle un árbol de navidad a la señora Humphrey. Creo que cabrá en mi ranchera.
—¿Utiliza su coche para hacer todos los envíos con él? —preguntó Pedro.
—Sí, excepto para los muebles grandes. Para eso le pedimos prestada la camioneta a Fred Carter.
—¿Fred Carter?
A Pedro, Patricia Cornell le pareció encantadora, e inofensiva. Aunque se daba perfectamente cuenta de que Pato estaba haciendo todo lo posible por enfadar a Paula flirteando con él.
—Fred es el propietario de la tienda de muebles que hay en Vine Street, Furniture Mart. Fred es… bueno, es uno de mis novios —explicó Pato mirando a Paula—. Tengo docenas de novios. Las mujeres inteligentes se quedan con varios ases
en la mano. Llevo años tratando de explicárselo a Paula, pero… En fin, Paula tiene a ese chivato de Sergio. Sergio tiene mucho dinero y una madre que es miembro de todos los clubes, pero es…
—Pato, no creo que a Judd le interese tu vida privada ni la mía.
En cuanto se quedaran las dos solas, iba a estrangular a Patricia.
—Tienes razón, perdona —dijo Pato guiñándole un ojo a Pedro—. La tía Mirta y yo estamos intentando que Paula abra sus horizontes un poco.
—Mi ranchera está aparcada en el callejón de atrás —dijo Paula decidida a cambiar de tema—. Las llaves están en mi escritorio y el árbol está en la trastienda.
Pedro se volvió hacia Pato, ignorando completamente a Paula.
—Me encantaría invitarla a almorzar hoy, pero como ando un poco escaso de dinero… ¿Qué le parece dentro de una semana?
—Estaré encantada —dijo Pato—. ¿Por qué no me deja que le invite yo hoy?
—¿Tiene inconveniente, señorita Chaves? —preguntó Pedro.
—¿Por qué iba a importarme? Lleve el árbol a casa de la señora Humphreys y luego usted y Patricia pueden irse a… donde quieran.
—Bueno, le veré dentro de media hora —dijo Pato.
—Déme la dirección de la señora Humphreys y me marcharé inmediatamente —le dijo Pedro a Paula.
—La dirección está en el recibo que está en el árbol.
Paula se negó a mirarle por miedo a que él descubriera frustración en la expresión de su rostro.
—Espere aquí un momento, le traeré las llaves —añadió Paula.
En ese momento, Paula oyó abrirse la puerta de la tienda, pero no se volvió ya que sabía que Pato se encargaría del nuevo cliente.
—Buenos días, señora Woolton —dijo Pato en voz alta—. ¿En qué puedo servirla?
Paula se volvió a tiempo de ver a Cora Woolton mirando a Patricia con aire de superioridad. A Cora no le gustaban las minifaldas de Pato, ni sus ceñidos pantalones vaqueros ni su abundancia de joyas de fantasía ni tanto maquillaje como llevaba.
—He venido para hablar con Paula —anunció Cora con voz gélida.
Al momento, la madre de Sergio se dio cuenta de la presencia de Pedro y también vio a Paula, que sonrió y asintió.
—Por favor, vaya a la trastienda —susurró Paula a Pedro.
—No tengo las llaves de la ranchera —observó él.
—Se las llevaré dentro de unos minutos. Por favor, vaya a la trastienda.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
Pero ya era demasiado tarde, Cora se estaba aproximando a ellos. Paula cerró los ojos y rezó.
—Paula, querida, tengo que robarte unos minutos y… ¡Oh!
Cora lanzó una furiosa mirada a Pedro.
—Pedro, las llaves están encima de mi escritorio. Cójalas y luego cargue el árbol en el coche.
—Sí, señora, ahora mismo.
Pedro hizo una inclinación con la cabeza, representando el papel de dedicado empleado.
Por fin, Pedro se marchó, pero no antes de que Cora Woolton le examinase de pies a cabeza.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Cora—. Tiene aspecto de vagabundo.
—Es el nuevo empleado que he contratado para las navidades.
—¡Dios mío! ¿Dónde lo has encontrado?
—Es amigo de uno de los amigos de mi tía Mirta.
—Creí que ibas a contratar al hijo de Densil Potter.
—Había encontrado otro trabajo.
—Parece un hombre muy raro. Claro que si es amigo de Mirta Maria…
—Cora, será mejor que te enteres por mí antes de que te lo digan por ahí.
—¿Qué querida?
—Pedro es pobre. Anoche, íbamos la tía Mirta y yo en el coche cuando se nos pinchó una rueda, él nos la arregló. La tía Mirta le ofreció este trabajo y… Bueno, no tuve más remedio que darle el trabajo. Lo comprendes, ¿verdad?
Cora le puso la mano en el hombro a Paula.
—¡Qué mujer tu tía! En fin, no comprendo por qué no dejas que se vaya a una residencia. Sin embargo, Paula, ese hombre…
—Parece honrado y necesita trabajo.
A Paula le resultó sumamente incómoda su posición, no soportaba tener que justificar a Pedro a los ojos de la madre de Sergio.
—Has cometido un terrible error —dijo Cora—. Ese hombre podría ser el responsable del robo que hubo en Ideal Drugs hace dos días.
—No puedes hablar en serio.
—Claro que sí. Ayer mismo Sergio dijo que Marshallton iba a tener que hacer algo respecto a todos esos pobres que hay viviendo en las calles. Si fuera por mí, haría que el alcalde Rayburn los echara a todos de esta ciudad. Deshazte de él, querida, no va a causarte más que problemas. Hazme caso.
Paula no soportaba a Cora Woolton cuando hablaba con esos aires de superioridad.
—Habías dicho que querías hablar conmigo de algo, ¿no es cierto? —dijo Paula tratando de evitar hablar de Pedro.
—Sí, quería avisarte de que el comité para la fiesta de caridad se va a reunir en mi casa esta tarde a las siete.
—¿Esta tarde?
—Ya sé que es demasiado precipitado, pero a Sergio le viene bien esta tarde.
—De acuerdo, allí estaré.
—¿Estás libre para el almuerzo, querida? —preguntó Cora—. Sergio y yo hemos quedado para comer en Merritt’s. Estoy segura que le encantaría verte.
—Lo siento, pero no puedo. Pato ha quedado para ir a almorzar dentro de media hora y no puedo dejar la tienda sola. Saluda a Sergio de mi parte.
En el momento en que Cora Woolton salió de la tienda, Pato lanzó un gruñido.
—Esa mujer es nauseabunda. Incluso si creyeses que podrías vivir con ese idiota de Sergio el resto de tu vida, ¿qué vas a hacer para poder soportar a su madre?
—Admito que Cora se pasa algunas veces, pero…
—¿A veces? Prácticamente ha acusado a Pedro Alfonso de ser un ladrón porque es pobre y no tiene hogar. ¿Cómo puedes permitirle que diga esas cosas?
—No creo estar en posición de defender a un hombre que casi no conozco delante de una de las mujeres más influyentes de Marshallton.
—Paula, nos conocemos desde hace muchos años y te quiero mucho, pero a veces…
—¿A veces qué?
—Voy a decirte una cosa. Por mucho que te cueste admitirlo, Pedro Alfonso te vuelve loca.
Paula abrió la boca para protestar, pero Pato continuó.
—Y no lo niegues. A Milly y a mí nos ha dejado anonadadas. Ese hombre es todo un macizo.
—Que te guste a ti no quiere decir que yo le tenga que encontrar atractivo — mintió Paula.
Aunque sabía que su amiga tenía razón. Pedro Alfonso era un hombre impresionante.
—No estás siendo honesta.
—¡Pato!
—Vamos, reconoce que te ha puesto a mil, como a Milly y a mí.
—Es posible que debajo de esa barba y esos andrajos se esconda un hombre guapo —admitió Paula—, pero tiene unos modales horrorosos. Y además… me pone nerviosa.
—¿Quieres que le cuente todas tus virtudes mientras almorzamos? —preguntó Pato riendo maliciosamente.
—No, no quiero.
La puerta de la trastienda se abrió y apareció Pedro.
—Me voy ya, señorita Alfonso. Adiós.
Al momento, Pedro desapareció.
—Dios mío, todavía estaba aquí! —exclamó Paula enrojeciendo.
—Probablemente ha oído todo lo que hemos dicho —observó Pato riendo.
EL VAGABUNDO: CAPITULO 4
Pedro dio el último mordisco a su segunda hamburguesa y vació la tercera taza de café.
—No hay mucha gente aquí esta noche —comentó Mirta—. Aunque es natural, estamos a mitad de semana.
—¿Venís a menudo aquí tu sobrina y tú a cenar? —preguntó Tomas.
—De vez en cuando, cuando Paula ha tenido un día de mucho trabajo y no le apetece cocinar —respondió Mirta.
—¿Usted no cocina, señora Derryberry? —preguntó Pedro.
—Es una vergüenza, una mujer de mi edad y sin saber cocinar, ¿verdad? — comentó Mirta sacudiendo la cabeza—. Nunca se me han dado bien las cosas de la casa. Me marché de casa cuando era muy joven y viví de un modo muy bohemio, fue así como descubrí que hay cosas tan importantes como la comida para los hombres.
—¡Tía Mirta!— exclamó Paula en un mortificado susurro.
—Vamos, Paula, no seas tonta —dijo Mirta guiñándoles un ojo a Tomas y a Pedro—. ¿A que tengo razón, caballeros? Los hombres tienen más apetitos que el de la simple comida, ¿no es verdad?
Pedro torció los labios, tratando de no reír. Era evidente que Mirta Maria conocía a los hombres mucho mejor que su sobrina.
—Tienes toda la razón del mundo, Mirta Maria, cariño —dijo Tomas—. Como bien has dicho, no sólo de pan vive el hombre.
Mirta sonrió a Tomas al tiempo que le ponía una mano encima de la suya.
—Mira, no hay nadie sentado en esas mesas de allí. Si las empujamos hacia la pared, tendríamos espacio suficiente para bailar.
Tomas miró en la dirección que Mirta le indicaba.
—Me parece que tienes razón.
Cuando Tomas y Mirta se levantaron, Paula extendió una mano con el fin de detener a su tía.
—Tía Mirta, por favor…
Mirta le dio unas palmaditas en la espalda a su sobrina.
—Vamos, vamos. Tú quédate aquí charlando con Pedro. Tomas y yo no vamos a pelearnos con nadie. Volveremos dentro de nada.
—Pero tía…
—Calla, hija. ¿Por qué no tomáis algo de postre?
E ignorando a su sobrina, Mirta cogió la mano de Tomas.
—Tía, aquí no se baila. Vas a dar todo un espectáculo.
Al ver que su tía no le hacía caso, Paula se cubrió el rostro con las manos y sacudió la cabeza.
—Me gustaría tomar un sundae caliente —dijo Pedro.
Paula alzó el rostro y miró a su compañero de mesa.
—¿Qué?
—Déjelos que se diviertan, no hacen daño a nadie —dijo Pedro asintiendo en dirección a la pareja que estaba ocupada corriendo unas mesas y unas sillas hacia un rincón del establecimiento.
—Usted no tiene que vivir en esta ciudad, señor Alfonso, yo sí —respondió Paula.
—¿Y qué?
En ese momento, Pedro hizo una señal a la camarera que, rápidamente, se les aproximó.
—Yo tengo un negocio en Marshallton, una posición social, una reputación que mantener y, por si eso fuera poco…
—¿Qué desean los señores? —preguntó la camarera que había llegado junto a la mesa.
—Dos sundaes calientes —respondió Pedro.
—Muy bien, ahora mismo.
La camarera miró hacia el fondo del establecimiento y se echó a reír.
—¿Has visto a esa pareja? Podrían ser mis abuelos y ahí están, bailando como si tal cosa. Es encantador, ¿verdad?
—No quiero ningún sundae caliente —anunció Paula tratando de controlar su irritación.
—Lo querrá cuando se lo traigan.
Pedro volvió el rostro y clavó los ojos en Mirta y Tomas, que bailaban abrazados.
—¿Qué es lo que tanto le molesta, señorita Chaves, el amor o el sexo?
—¿Qué? —dijo Paula con voz incrédula.
—Parece molestarle que Tomas y su tía parezcan atraerse.
—Eso es ridículo, ni siquiera se conocen. Se han visto esta noche por primera vez en su vida.
—¿No cree usted en el amor a primera vista?
Ni él tampoco. Pedro no creía en el amor, pero sí en el deseo sexual que le estaba consumiendo en esos momentos.
—Escuche, señor Alfonso, he tenido hoy un día de mucho trabajo, una rueda pinchada, que amablemente ha cambiado usted, y un dolor de cabeza espantoso. Si a todo eso le añadimos que mi espectacular tía está poniéndose en evidencia con alguien que ni siquiera conoce…
Pedro alzó una mano con el fin de interrumpir a Paula.
—No se moleste en tratar de explicarse, sé perfectamente lo que le pasa.
Era obvio que Paula Chaves le despreciaba, que le consideraba un don nadie.
La inmensa atracción que sentía hacia ella no era correspondida.
—Si está usted insinuando que me siento atraída por usted, le aseguro que…
Antes de que Paula pudiera terminar la frase, Pedro lanzó una carcajada. ¡Vaya, vaya! Así que le gustaba tanto a aquella mujer como Tomas a su tía. Y ahora, ¿qué iba a hacer?
—Es evidente que no quiere amor ni sexo, ni para usted ni para su tía.
—No me opongo ni al amor ni… al sexo, pero sí me opongo a…
—Aquí tienen los dos sundaes calientes —anunció la camarera depositando los dos helados cubiertos con chocolate caliente en la mesa—. ¿Se han dado cuenta que
los chicos se han puesto también a bailar junto a los viejos?
Paula lanzó una mirada al fondo del establecimiento y vio que había dos parejas de adolescentes bailando al lado de Tomas y Mirta al son de la canción cuando un hombre ama a una mujer.
A pesar de que sabía que era una equivocación, Paula no pudo evitar mirar a Pedro, y vio que éste la estaba contemplando al tiempo que sonreía.
Paula captó soledad y pasión en los ojos de Pedro, y Pedro vio que Paula era presa del mismo deseo que él sentía.
—Hola, señorita Alfonso. ¿Qué están haciendo usted y su tía aquí esta noche? —preguntó súbitamente un adolescente que acababa de acercarse a la mesa.
Paula apartó los ojos de Pedro y vio a Sergio Woolton hijo.
—Yo… Hola, Sergio.
¿Cómo era posible tener la mala suerte de encontrarse con el hijo de Sergio cuando ella y su tía estaban acompañadas de dos vagabundos? ¡Y para colmo su tía estaba bailando con uno de ellos!
—Me parece que no nos conocemos —dijo Sergio ofreciéndole la mano a Pedro—. Soy Sergio Woolton. Mi padre es uno de los mejores y más antiguos amigos de la señorita Chaves.
Pedro contempló la inmaculada mano de Sergio, casi femenina, y se la estrechó con más fuerza de la necesaria.
—Yo soy Pedro Alfonso, el compañero de la señorita Chaves por esta noche.
Pedro rió maliciosamente.
—Así que engañando a mi padre, ¿eh? —comentó en tono de sorna.
En esos momentos, Mirta y Tomas dejaron de bailar y se encaminaron hacia la mesa.
—Dale recuerdos a tu padre y a tu abuela —dijo Paula rápidamente, con la esperanza de que Sergio se marchase antes de que Mirta tuviera oportunidad de hablar con él.
Su tía le había dejado muy claro que Sergio hijo le gustaba aún menos que el padre.
—¡Vaya pero si es el pequeño Sergio! —exclamó Mirta—. No puedo creer que Cora Woolton te haya dejado salir por la noche en día de diario. No sé a dónde vamos a llegar ahora que dejan a los adolescentes salir por la noche a comer hamburguesas en vez de estar estudiando en casa.
Paula lanzó un juramento en silencio.
—Creo que deberíamos irnos ya. Si no les molesta…
—Todavía no hemos tomado el postre —dijo Pedro sonriendo a Paula, consciente de lo embarazosa que la situación le estaba resultando.
—No quiero postre —respondió Paula con una fingida sonrisa—. Usted puede comerse el suyo, pero mi tía Mirta y yo…
—No se olvide de pagar la cuenta —dijo Pedro.
Paula se puso en pie bruscamente.
—Gracias por la ayuda —dijo entre dientes y luego asintió en dirección a Tomas—. Buenas noches, Sergio.
—Las acompañaré hasta el coche —anunció Tomas cogido del brazo de Mirta.
—No es necesario, en serio —dijo Paula.
—Insisto.
Paula siguió a Tomas y a Mirta hasta el coche.
—Y ahora, Tomas, no te olvides de pasarte mañana por mi casa a hacerme esos trabajos —le recordó Mirta—. Tengo varios vecinos que necesitan a alguien para que les arregle los jardines y también…
—¿Va a quedarse en Marshallton, señor Tomas? —preguntó Paula interrumpiendo a su tía.
—Por supuesto. Después de conocer a Mirta Maria tengo la intención de quedarme aquí indefinidamente.
Tomas miró a Mirta a los ojos y, cogiéndole las manos, se las llevó a los labios y las besó.
—¿No te parece maravilloso, Paula? Ha sido una suerte que se nos pinchara la rueda del coche esta noche. Hemos conocido a dos hombres maravillosos —dijo Mirta mirando a Tomas fijamente.
«Tranquila», se dijo Paula a sí misma. «Coge a tu tía y métela en el coche rápidamente, luego solucionarás esto».
—Vamos, tía Mirta, es hora de que nos vayamos.
—¿Es que no vas a despedirte de Pedro? —le preguntó Mirta a su sobrina.
—Ya nos hemos despedido.
—El sundae estaba delicioso —dijo Pedro a espaldas de Paula—. Debería haberse comido el suyo. Claro que quizá esté controlando su peso.
Paula se quedó helada. ¿Cómo demonios se había comido el sundae tan pronto?
Debía haberlo devorado. ¡Y para colmo la estaba llamando gorda! Sin duda alguna se estaba refiriendo a sus caderas, siempre había sido ancha de caderas.
Paula cogió a Mirta del brazo y tiró de ella.
—Bueno, caballeros, buenas noches y adiós.
—Espera un momento, se me ha olvidado decirle a Pedro una cosa —dijo su tía.
—¿Qué? —preguntaron Paula y Pedro al unísono.
—También sé dónde puedes tú encontrar trabajo —anunció Mirta con una radiante sonrisa—. Paula siempre contrata a un trabajador temporal en esta época del año. Pásate por su tienda mañana y te pondrá a trabajar inmediatamente, ¿verdad, Paula?
—Yo… suelo contratar a gente joven o a personas jubiladas —respondió Paula temerosa de que Pedro Alfonso trabajase para ella.
—Pues ya es hora de que contrates a un hombre grande y fuerte.
—¿Dónde está su tienda? —preguntó Pedro mirando a Paula fijamente.
—En el centro. Se llama Country Class, no tiene pérdida.
Al momento siguiente, Paula consiguió meter a su tía en el coche y también logró salir de allí.
—Dios mío, qué prisa tienes —comentó Mirta mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
Cuando Paula salió a la calle principal, volvió el rostro y miró a su tía fugazmente.
—No deberías haber flirteado con ese hombre.
—Quería flirtear con Tomas. Me gusta y yo le gusto a él, le gusto mucho.
—Te prohíbo que tengas nada que ver con ese hombre. Aunque también te digo que no deberías haberle dicho a Pedro Alfonso que viniese a mi tienda.
—No puedes prohibirme que vea a Tomas. En fin, ¿qué te pasa, Paula? ¿Por qué te estás comportando de forma tan rara?
—Me pone enferma tu comportamiento irracional. No dejo de defenderte delante de todos mis amigos, mis clientes, mis socios y…
—Y delante de Sergio Woolton y la estirada de su madre, ¿no es eso? Te diré una cosa, no tenemos que justificarnos delante de nadie, y menos de la familia Woolton. No deberías olvidar que somos unas auténticas Derryberry. Tu tatarabuelo, James Clayburn Derryberry, era coronel del ejército confederado; la familia de Cora Woolton vino aquí después de la guerra. Advenedizos, eso es lo que son.
—Tía, no empieces a…
—Y tu ilustre antepasado, John Herston Chaves, fundó esta ciudad.
—La historia de nuestra familia no tiene nada que ver con que tú le hayas ofrecido trabajo en mi tienda a un vagabundo. No sabemos nada de ese hombre y…
—Excepto que es increíblemente atractivo —dijo Mirta lanzando un suspiro.
—Y un maleducado —dijo Paula.
—Te diré una cosa, si yo estuviera buscando un hombre para que me dejara embarazada, elegiría a Pedro Alfonso. No me cabe ninguna duda de que el proceso sería infinitamente más divertido que con Sergio Woolton.
Paula no sabía qué la irritaba más, si la loca sugerencia de su tía o la idea que se le pasó fugazmente por la cabeza en esos momentos, la idea de hacer el amor con Pedro Alfonso.
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