jueves, 20 de abril de 2017

EL VAGABUNDO: CAPITULO 5




Paula miró su reloj por décima vez durante la última hora. 


Eran las doce menos cuarto y Pedro Alfonso no se había presentado. Se dijo a sí misma que debía alegrarse, pero no podía evitar sentirse desilusionada.


Mientras pasaba el plumero por el escaparate, murmuró para sí misma:
—No es un hombre atractivo. No quiero volverle a ver. Vale, soñaste con él anoche, ¿y qué? Una mujer no puede controlar sus sueños.


—¿Con quién estás hablando? —preguntó Patricia Cornell, que venía del almacén que estaba en el sótano.


Paula se sobresaltó.


—Con nadie. Me estaba sermoneando a mí misma.


—¿Qué te ocurre? Llevas toda la mañana muy nerviosa. ¿Tienes miedo de que Sergio se presente para proponerte matrimonio y no se te ocurra una forma diplomática de rechazarle?


Los castaños ojos de Pato brillaron maliciosamente mientras sonreía a su jefa.


—No sé quién es peor, si tú, mi tía Mirta o Luis. No entiendo por qué estáis todos en contra de Sergio.


—No estamos en contra de él, estamos en contra de que te cases con ese imbécil.


—¡No es un imbécil!


—¿Quién no es un imbécil? —preguntó Milly Wilson, que acababa de entrar en la tienda con un bebé en brazos y un niño pequeño de la mano.


—Sergio Woolton —respondió Pato elevando los ojos al cielo.


—Yo no le llamaría imbécil, pero, Paula, no puedes considerar en serio casarte con él, ¿verdad? —preguntó Milly en el momento en que el pequeño se soltó de su mano—. Ven aquí ahora mismo.


Pato cogió al hijo de dos años de Milly en los brazos.


—Mira a Todd, ¿no es precioso? No podrías tener un niño tan guapo como éste si te casaras con Sergio.


—Sergio es un chico muy guapo —recordó Paula a su amiga.


—Bueno, es porque se parece mucho a su madre —dijo Pato—. Además, se rumorea que…


—No lo digas —le advirtió Paula.


—Bueno, Milly, ¿qué te ha traído por aquí hoy? —preguntó Pato volviendo la atención a su cliente—. ¿Estás haciendo compras de navidad?


—No. Es el aniversario de los padres de Eric y su madre colecciona vidrios de colores. Lo quiero rojo.


—Hemos recibido unos muy bonitos, los tenemos ahí, al fondo.


En el momento en que Paula se dispuso a enseñárselos, la puerta de la tienda se abrió.


Paula tragó saliva al ver a Pedro Alfonso. Las tres mujeres se le quedaron mirando.


—¡Dios mío! —exclamó Pato en un susurro.


—¡Guau! —murmuró Milly.


Paula salió rápidamente del trance y miró a Pedro directamente a los ojos.


—Pato, ¿querrías enseñarle a Milly los vidrios? Yo atenderé a este caballero.


—¡Qué suerte! —dijo Patricia dejando al pequeño Todd en el suelo.


Paula avanzó hacia Pedro. Trató de sonreír, pero cuanto más se acercaba a Pedro con más fuerza le latía el corazón.


—Hola —dijo Paula tendiéndole la mano.


Pedro le estrechó la mano. No estaba seguro de si ella se alegraba de verle o no.


Su actitud parecía amistosa, pero sospechaba que se debía a la presencia de las otras dos mujeres. Posiblemente, había esperado no volver a verle. Quizá había sido una tontería ir, pero deseaba volver a verla y, a lo mejor, quedarse algún tiempo en Marshallton.


—¿Aún sigue en pie la oferta de trabajo? —preguntó él.


Paula asintió.


—¿Quiere venir a mi despacho, señor Alfonso?


—Sí, gracias.


Pedro la siguió hacia la trastienda.


Paula oyó a Milly lanzar una risita en el momento en que Pato silbaba cuando Pedro pasó junto a ellas. Paula miró a Pato con expresión de reproche.


—Tendrá que perdonar a mis amigas, señor Alfonso. Al parecer, no han visto a un hombre en su vida.


Pedro sonrió a Paula y luego a Pato y a Milly. Todd se quedó mirando a Pedro y luego, después de coger un servilletero de madera, se acercó a él y se lo ofreció.


—Anillo, papá, anillo.


Pedro se quedó inmóvil al oír la voz del pequeño de ojos castaños y rizos rojizos.


Santiago. Aquel niño se parecía a Santiago cuando tenía su edad. Pedro sintió un deseo sobrecogedor de tomarlo en sus brazos, pero no lo hizo. Aquel pequeño no era suyo.


Su hijo estaba muerto, llevaba muerto algo más de tres años.


Paula notó las emociones que cruzaron la expresión de Pedro y le sorprendió.


Algo le ocurría.


—Todd llama a todos los hombres papá —le explicó Paula.


Milly se acercó a su hijo y le cogió en brazos.


—Cariño, este señor no puede ver ahora tu anillo. Vamos, enséñaselo a Pato.


—Vamos a la oficina, señor Alfonso —dijo Paula cogiendo a Pedro del brazo.


El brazo de Pedro era duro como una piedra, todo fuerza y control. Por alguna razón que no comprendía, Todd había afectado a Pedro de una forma muy extraña.


¿No sería que no le gustaban los niños? Se preguntó Paula.


Pedro no soportaba el dolor y el sentimiento de culpa que la muerte de Santiago le causaban aún. A pesar de que habían pasado tres largos años, su recuerdo seguía atormentándole. ¿Cómo podía un hombre sobreponerse a la pena de la pérdida de su hijo cuando se sabía responsable de ella?


—¿Pedro, se encuentra bien?


Saliendo de su ensimismamiento, Pedro la miró y vio que aquellos enormes ojos azules estaban llenos de compasión y ternura.


—Sí, estoy bien.


Cuando entraron en el despacho, Pedro se fijó en los tonos verde pálido y rosa que dominaban la pequeña habitación. 


Estaba decorada con gusto femenino.


—Siéntese, por favor.


—Escuche, como le dije anoche, no es necesario que…


—Señor Alfonso, estoy haciendo todo lo posible por no enfadarme —le interrumpió Paula invitándole con un gesto a que se sentara—. Como creo que recuerda, no fue idea mía pedirle que arreglara la rueda de mi coche, que cenara con
nosotras ni tampoco ofrecerle un trabajo.


—Su tía Mirta es todo un carácter, ¿verdad? —comentó Pedro sentándose.


En realidad, quien le parecía alguien excepcional era Paula Chaves. Tenía la sensación de que, bajo esa apariencia educada y controlada, se escondía una mujer apasionada y atrevida. Una mujer igual que su tía.


—Todo el mundo en Marshallton la considera… una excéntrica —dijo Paula sentándose al otro lado del escritorio.


—A Tomas le gusta —comentó Pedro esperando la reacción de ella.


—El sentimiento parece ser mutuo —admitió Paula—. Sin embargo, a la tía Mirta siempre le han gustado los hombres.


—¿Y a usted no?


—Señor Alfonso…


—Esta mañana, su tía me ha dicho que ha estado usted dedicada a ella y a sus hermanastros toda la vida y que por eso no ha tenido tiempo para ningún hombre.


—¿Cuándo ha visto usted a mi tía?


¿Qué podía haberle contado la tía Mirta de ella a ese desconocido? La idea era alarmante.


—La he visto esta mañana, a la hora del desayuno.


—¿En mi casa? ¿Ha desayunado usted en mi casa?


—Acompañé a Tomas y Mirta Maria insistió en que tomara el desayuno con ellos. Tomé café, copos de trigo y tortitas con la mermelada que hace usted. Es muy buena cocinera.


¡Aquello no podía estarle sucediendo a ella! Su tía estaba haciendo de Celestina, parecía decidida a cualquier cosa con tal de evitar que se casara con Sergio.


—¿Está Tomas todavía con mi tía?


—No lo sé con seguridad. Sin embargo, ella iba a presentárselo a algunas amigas suyas, estaba segura de poder encontrar algunos trabajos para él. Y hablando de trabajo…


—¿Conoce bien al señor Tomas? —preguntó Paula súbitamente.


Aunque Tomas se había portado como un caballero la noche anterior, cabía la posibilidad de que quisiera aprovecharse de la amabilidad de Mirta.


—Le conocí sólo hace un par de semanas, en Jackson. Hacía mucho frío aquella noche y compartimos lo que quedaba de una botella de ron con otro pobre hombre.


Pedro conocía algunos detalles de la vida de Tomas, le respetaba y estaba bastante seguro de que nunca le haría daño a nadie y mucho menos a una mujer encantadora como Mirta Maria.


—¿Entonces no le conoce bien? ¿No puede decirme nada de él?


—No se preocupe por su tía. Tomas es un hombre honesto y le hablará de sí mismo a su debido tiempo.


Pedro se puso en pie, dio unos pasos y luego apoyó las manos en el escritorio de Paula.


—Escuche, no he venido aquí para hablar del romance de su tía con Tomas. Todo lo que quiero saber es si sigue en pie la oferta de trabajo.


—Por si lo ha olvidado, le diré que yo no le he ofrecido trabajo.


Sin saber por qué, Paula se inclinó hacia delante, quedándose a escasos centímetros de Pedro. Al momento, sintió en la boca del estómago un extraño cosquilleo. ¿Cómo demonios conseguía ese hombre tener ese efecto en ella cuando Sergio Woolton la dejaba completamente fría?


Pedro se inclinó aún más hacia ella.


—¿Quiere decir que no quiere que trabaje para usted?


Paula podía sentir su aliento, su aroma masculino…


—Sólo se trata de un trabajo temporal de ahora a enero. El salario es el mínimo, nada de beneficios. Es ideal para un adolescente o para un jubilado, pero no creo que un hombre de su edad esté interesado en él.


Pedro no se apartó ni un milímetro


—En tres años no he tenido un empleo fijo. He estado viajando por todo el país trabajando hoy aquí y mañana allí. No puedo decirle que este trabajo que está ofreciéndome me enorgullezca, aunque… no me lo está ofreciendo, ¿verdad?


—Yo… Bueno, yo…


—¿De qué tiene miedo, señorita Alfonso?


Los labios de Pedro casi tocaron los de Paula y ésta, reaccionando por fin, se apartó bruscamente de él y se puso en pie.


—No sé de qué está hablando. Yo… necesito que alguien se encargue de este trabajo, sí. El pago es semanal, los viernes. Y en dinero metálico. Empezará a trabajar a las nueve y acabará a las seis, con una hora libre para almorzar. Puede empezar mañana por la mañana si lo desea.


—Me gustaría empezar hoy —dijo él encaminándose hacia la puerta—. Eso supondría que mañana recibiría la paga de un día y medio y me hace falta ese dinero.


—¿Señor Alfonso?


Pedro abrió la puerta.


—¿Sí?


—Podría darle dinero por adelantado y…


—No. Trabajaré primero. Después de todo, usted no puede fiarse de un desconocido.


Al momento siguiente Pedro se marchó del despacho.


Paula sacudió la cabeza, no sabía exactamente qué había ocurrido. ¿Acaso había perdido la cabeza? ¿Cómo era posible que le hubiese ofrecido trabajo? Para ser un simple vagabundo, era muy arrogante e imperioso y… despertaba en ella unos deseos que prefería ignorar.


Cuando Paula salió de su despacho, encontró a Pedro esperándola, aunque la atención de éste estaba completamente fija en Todd.


Paula miró al niño y luego a Pedro. ¿Por qué el hijo de Milly parecía haber afectado tanto a Pedro?


—Voy a llevar el paquete de Milly a su coche —dijo Pato—. Ella tiene al bebé en brazos y no puede.


—De acuerdo —respondió Paula antes de volverse a Pedro—. ¿No le gustan los niños, señor Barnett?


—Me gustan los niños de los demás —respondió Pedro sin mirarla.


La respuesta de Pedro no sólo la sorprendió sino que la disgustó enormemente.


—Entiendo.


Pedro la miró entonces.


—Si voy a trabajar para usted, ¿no cree que debería llamarme Pedro?


—Sí, claro… Pedro.


—Aunque, por supuesto, usted querrá que la siga llamando señorita Alfonso, ¿no?


Paula se dio cuenta, al verle la comisura de los labios, que se estaba burlando de ella.


—La buena educación, los buenos modos y el respeto son algo que a usted puede parecerle extraño, pero le aseguro de que no es necesario tener dinero para ello. Vengo de una buena familia, pero no rica. Soy una mujer que se gana la vida con su trabajo, y trabajo mucho. He pasado toda la vida…


Pedro extendió una mano y le cogió la barbilla.


—No se ofenda, señora. Admito que intentaba gastarle una broma, pero le aseguro que le tengo gran consideración. Sobre todo, después de lo que Mirta Maria me ha contado de usted.


La mano de Pedro, en su barbilla, era enorme. Paula no pudo evitar mirarle a los ojos y sintió una creciente presión en su pecho.


—¿Qué… qué le ha contado sobre mí mi tía Mirta?


—Todo.


Pedro le deslizó la mano por la garganta antes de apartarla.


—¿Todo?


No podía ser que Mirta le hubiese contado sus planes de casarse y tener un hijo a punto de cumplir los cuarenta años.


—Tranquilícese. Todos sus secretos están a salvo conmigo.


Pedro todavía no conocía ningún secreto de ella, todo lo que Mirta Maria le había contado eran hechos de la vida de Paula: la forma en que su madre había muerto cuando Paula era pequeña, que su padre se había vuelto a casar con una vagabunda y había tenido dos hijos más y al morir de un ataque al corazón a los cuarenta años su segunda mujer se había marchado dejando a Paula, de veinte años de edad, sola con sus dos hermanastros. Mirta Maria también había confesado que su cuñado y la segunda mujer de éste habían intentado meterla en un asilo, pero Paula se había sacrificado por los seres a quienes amaba, su tía, su hermano y su hermana.


Pedro se daba cuenta de que la vida de Paula había sido exactamente lo contrario a la suya. En tanto que Paula había dedicado su vida a las personas a quienes quería, él la había dedicado a hacerse millonario, ignorando prácticamente su responsabilidad para su esposa y su único hijo. Su ambición de dinero y poder le habían costado la vida a Santiago.


—Eh, ¿por qué no me presentas a este hombre tan macizo? —dijo Pato entrando en la tienda.


Paula lanzó un gruñido y Pedro se echó a reír.


—El señor Al… Pedro, ésta es Patricia Cornell, una querida amiga y mi empleada —dijo Paula sin gustarle la forma en que Pedro y Patricia se sonrieron—. Pato, éste es Pedro Alfonso. Va a trabajar aquí durante las vacaciones de navidad.


Pato se llevó las manos al rostro en gesto de sorpresa y placer.


—¡Dios mío, qué maravilla! Creía que íbamos a tener otra vez a un adolescente con la cara llena de espinillas o a un abuelo.


—Me alegro que esté de acuerdo en que trabaje aquí, señorita Cornell —dijo Pedro.


Paula se puso furiosa por la suavidad con que Pedro habló a Patricia y por la forma en que la miraba.


—Llámame Pato, al fin y al cabo vamos a ser compañeros de trabajo. Además, aquí no nos gustan las formalidades, ¿verdad, Paula?


Paula forzó una sonrisa y pensó que iba a ponerse enferma. 


Sabía que Patricia era una artista en el arte del flirteo y no quería que flirtease con Pedro. ¿Es que no se daba cuenta de que era un pordiosero? Cierto era que sus ropas estaban limpias, pero eran casi harapos.


No se podía negar que era alto y muy guapo, pero necesitaba un corte de pelo y un afeitado.


—En fin, si quiere empezar ahora, por mí no hay inconveniente —dijo Paula con una fingida sonrisa—. Hay que llevarle un árbol de navidad a la señora Humphrey. Creo que cabrá en mi ranchera.


—¿Utiliza su coche para hacer todos los envíos con él? —preguntó Pedro.


—Sí, excepto para los muebles grandes. Para eso le pedimos prestada la camioneta a Fred Carter.


—¿Fred Carter?


Pedro, Patricia Cornell le pareció encantadora, e inofensiva. Aunque se daba perfectamente cuenta de que Pato estaba haciendo todo lo posible por enfadar a Paula flirteando con él.


—Fred es el propietario de la tienda de muebles que hay en Vine Street, Furniture Mart. Fred es… bueno, es uno de mis novios —explicó Pato mirando a Paula—. Tengo docenas de novios. Las mujeres inteligentes se quedan con varios ases
en la mano. Llevo años tratando de explicárselo a Paula, pero… En fin, Paula tiene a ese chivato de Sergio. Sergio tiene mucho dinero y una madre que es miembro de todos los clubes, pero es…


—Pato, no creo que a Judd le interese tu vida privada ni la mía.


En cuanto se quedaran las dos solas, iba a estrangular a Patricia.


—Tienes razón, perdona —dijo Pato guiñándole un ojo a Pedro—. La tía Mirta y yo estamos intentando que Paula abra sus horizontes un poco.


—Mi ranchera está aparcada en el callejón de atrás —dijo Paula decidida a cambiar de tema—. Las llaves están en mi escritorio y el árbol está en la trastienda.


Pedro se volvió hacia Pato, ignorando completamente a Paula.


—Me encantaría invitarla a almorzar hoy, pero como ando un poco escaso de dinero… ¿Qué le parece dentro de una semana?


—Estaré encantada —dijo Pato—. ¿Por qué no me deja que le invite yo hoy?


—¿Tiene inconveniente, señorita Chaves? —preguntó Pedro.


—¿Por qué iba a importarme? Lleve el árbol a casa de la señora Humphreys y luego usted y Patricia pueden irse a… donde quieran.


—Bueno, le veré dentro de media hora —dijo Pato.


—Déme la dirección de la señora Humphreys y me marcharé inmediatamente —le dijo Pedro a Paula.


—La dirección está en el recibo que está en el árbol. 


Paula se negó a mirarle por miedo a que él descubriera frustración en la expresión de su rostro.


—Espere aquí un momento, le traeré las llaves —añadió Paula.


En ese momento, Paula oyó abrirse la puerta de la tienda, pero no se volvió ya que sabía que Pato se encargaría del nuevo cliente.


—Buenos días, señora Woolton —dijo Pato en voz alta—. ¿En qué puedo servirla?


Paula se volvió a tiempo de ver a Cora Woolton mirando a Patricia con aire de superioridad. A Cora no le gustaban las minifaldas de Pato, ni sus ceñidos pantalones vaqueros ni su abundancia de joyas de fantasía ni tanto maquillaje como llevaba.


—He venido para hablar con Paula —anunció Cora con voz gélida.


Al momento, la madre de Sergio se dio cuenta de la presencia de Pedro y también vio a Paula, que sonrió y asintió.


—Por favor, vaya a la trastienda —susurró Paula a Pedro.


—No tengo las llaves de la ranchera —observó él.


—Se las llevaré dentro de unos minutos. Por favor, vaya a la trastienda.


—¿Ahora?


—Sí, ahora.


Pero ya era demasiado tarde, Cora se estaba aproximando a ellos. Paula cerró los ojos y rezó.


—Paula, querida, tengo que robarte unos minutos y… ¡Oh!


Cora lanzó una furiosa mirada a Pedro.


Pedro, las llaves están encima de mi escritorio. Cójalas y luego cargue el árbol en el coche.


—Sí, señora, ahora mismo.


Pedro hizo una inclinación con la cabeza, representando el papel de dedicado empleado.


Por fin, Pedro se marchó, pero no antes de que Cora Woolton le examinase de pies a cabeza.


—¿Quién es ese hombre? —preguntó Cora—. Tiene aspecto de vagabundo.


—Es el nuevo empleado que he contratado para las navidades.


—¡Dios mío! ¿Dónde lo has encontrado?


—Es amigo de uno de los amigos de mi tía Mirta.


—Creí que ibas a contratar al hijo de Densil Potter.


—Había encontrado otro trabajo.


—Parece un hombre muy raro. Claro que si es amigo de Mirta Maria…


—Cora, será mejor que te enteres por mí antes de que te lo digan por ahí.


—¿Qué querida?


Pedro es pobre. Anoche, íbamos la tía Mirta y yo en el coche cuando se nos pinchó una rueda, él nos la arregló. La tía Mirta le ofreció este trabajo y… Bueno, no tuve más remedio que darle el trabajo. Lo comprendes, ¿verdad?


Cora le puso la mano en el hombro a Paula.


—¡Qué mujer tu tía! En fin, no comprendo por qué no dejas que se vaya a una residencia. Sin embargo, Paula, ese hombre…


—Parece honrado y necesita trabajo.


A Paula le resultó sumamente incómoda su posición, no soportaba tener que justificar a Pedro a los ojos de la madre de Sergio.


—Has cometido un terrible error —dijo Cora—. Ese hombre podría ser el responsable del robo que hubo en Ideal Drugs hace dos días.


—No puedes hablar en serio.


—Claro que sí. Ayer mismo Sergio dijo que Marshallton iba a tener que hacer algo respecto a todos esos pobres que hay viviendo en las calles. Si fuera por mí, haría que el alcalde Rayburn los echara a todos de esta ciudad. Deshazte de él, querida, no va a causarte más que problemas. Hazme caso.


Paula no soportaba a Cora Woolton cuando hablaba con esos aires de superioridad.


—Habías dicho que querías hablar conmigo de algo, ¿no es cierto? —dijo Paula tratando de evitar hablar de Pedro.


—Sí, quería avisarte de que el comité para la fiesta de caridad se va a reunir en mi casa esta tarde a las siete.


—¿Esta tarde?


—Ya sé que es demasiado precipitado, pero a Sergio le viene bien esta tarde.


—De acuerdo, allí estaré.


—¿Estás libre para el almuerzo, querida? —preguntó Cora—. Sergio y yo hemos quedado para comer en Merritt’s. Estoy segura que le encantaría verte.


—Lo siento, pero no puedo. Pato ha quedado para ir a almorzar dentro de media hora y no puedo dejar la tienda sola. Saluda a Sergio de mi parte.


En el momento en que Cora Woolton salió de la tienda, Pato lanzó un gruñido.


—Esa mujer es nauseabunda. Incluso si creyeses que podrías vivir con ese idiota de Sergio el resto de tu vida, ¿qué vas a hacer para poder soportar a su madre?


—Admito que Cora se pasa algunas veces, pero…


—¿A veces? Prácticamente ha acusado a Pedro Alfonso de ser un ladrón porque es pobre y no tiene hogar. ¿Cómo puedes permitirle que diga esas cosas?


—No creo estar en posición de defender a un hombre que casi no conozco delante de una de las mujeres más influyentes de Marshallton.


—Paula, nos conocemos desde hace muchos años y te quiero mucho, pero a veces…


—¿A veces qué?


—Voy a decirte una cosa. Por mucho que te cueste admitirlo, Pedro Alfonso te vuelve loca.


Paula abrió la boca para protestar, pero Pato continuó.


—Y no lo niegues. A Milly y a mí nos ha dejado anonadadas. Ese hombre es todo un macizo.


—Que te guste a ti no quiere decir que yo le tenga que encontrar atractivo — mintió Paula.


Aunque sabía que su amiga tenía razón. Pedro Alfonso era un hombre impresionante.


—No estás siendo honesta.


—¡Pato!


—Vamos, reconoce que te ha puesto a mil, como a Milly y a mí.


—Es posible que debajo de esa barba y esos andrajos se esconda un hombre guapo —admitió Paula—, pero tiene unos modales horrorosos. Y además… me pone nerviosa.


—¿Quieres que le cuente todas tus virtudes mientras almorzamos? —preguntó Pato riendo maliciosamente.


—No, no quiero.


La puerta de la trastienda se abrió y apareció Pedro.


—Me voy ya, señorita Alfonso. Adiós.


Al momento, Pedro desapareció.


—Dios mío, todavía estaba aquí! —exclamó Paula enrojeciendo.


—Probablemente ha oído todo lo que hemos dicho —observó Pato riendo.




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