miércoles, 12 de abril de 2017

MI MAYOR REGALO: CAPITULO 7




Pedro llevaba ya dos semanas viviendo en el apartamento y
empezaba a habituarse a la rutina del trabajo. Todas las mañanas todas las noches se acercaba a casa de Paula para verla, e incluso habían comido juntos un par de veces. 


Por lo demás, prefirió guardar las distancias. Todo el mundo en el pueblo esperaba que ocupase el lugar de Leonel, tanto personal como profesionalmente. Bien sabía Dios que deseaba capturar a su asesino. Y hacer su trabajo. 


Pero cuidar de la viuda de Leonel era una tarea complicada.


Si no la deseara tanto... Pero la deseaba. Y ahí estaba el problema.


Localizar al asesino de Leonel era la prioridad principal del
departamento del sheriff. Carl Bates parecía haberse desvanecido de la faz de la Tierra, pero Pedro sabía que era sólo cuestión de tiempo que las pistas existentes acabaran revelando el paradero del traficante de drogas. Una vez que lo hubieran detenido, todo sería fácil. Dos agentes habían presenciado el asesinato de Leonel. Ningún jurado del mundo lo declararía otra cosa que culpable.


Aunque los deberes profesionales de Pedro estaban claros, no sucedía lo mismo con sus obligaciones personales. Tenía la responsabilidad de velar por Paula. De protegerla, no de llevársela a la cama. Pero el hecho de verla a diario, aunque fuese brevemente, estaba haciendo estragos en su libido.


Mientras reunía los aparejos de caza y los cargaba en el Jeep que había adquirido de segunda mano, se planteó seriamente marcharse esa mañana sin ver a Paula.


Quizá ni siquiera se hubiese levantado aún. Sin embargo, una ojeada a la casa le bastó para saber que ya estaba despierta. Las luces de la cocina estaban encendidas. Quizá pudiera tomarse una taza de café con ella y luego reunirse con Benjamin para ir de caza. Así, al menos, no se sentiría culpable.


Pedro llamó a la puerta trasera. Nadie contestó. Volvió a llamar. Nada.


Luego oyó unos fuertes y repentinos ladridos, obviamente emitidos por Ricky y Fred. Se asomó por el recuadro de cristal de la puerta e inspeccionó la habitación. Estaba vacía, salvo por los dos perros que miraban hacia la puerta trasera con aire receloso.


Quizá Paula había vuelto a acostarse y había olvidado apagar la luz.


Se llegaría a verla por la noche, cuando regresara.


Pedro se dio media vuelta y se dirigió hacia el Jeep, sintiéndose un tanto aliviado. Si no la veía esa mañana, quizá pudiera pasar el día sin pensar en ella. No le gustaba la maldita obsesión que tenía con la viuda de Leonel. Jamás había permitido que nada ni nadie influyeran en su manera de vivir.


¡Diablos! ¿A quién trataba de engañar? Paula no se estaba
mostrando exigente en ningún aspecto. Todo lo contrario. 


Parecía percibir su reticencia, sus reservas, y jamás le pedía nada.


Era él quien tenía el problema, no Paula.


— ¿Pedro?


Al oír su voz, él se giró rápidamente y miró hacia la puerta abierta de la cocina. Vestida sólo con un camisón, Paula permanecía tras la jamba, con la cara pálida y el cabello despeinado. Ricky y Fred salieron al porche para protegerla, lanzando a Pedro una advertencia en forma de gruñido.


—Buenos días. Lamento haberte despertado —Pedro no se movió.


Apenas podía respirar. No podía entrar a tomar un café con una mujer en camisón. Al menos, no con aquella mujer.


—Ya llevo un rato despierta —Paula se agarró al marco de la puerta y cerró los ojos—. Estoy llevando muy mal lo de las náuseas matutinas. Estaba en el aseo cuando llegaste.


¿Náuseas matutinas? Sí, claro, las mujeres embarazadas solían vomitar a menudo durante los primeros meses. 


Aunque Pedro tenía limitados conocimientos acerca del embarazo, recordaba haber oído que comer galletas de soda ayudaba a combatir las nauseas.


— ¿Has tomado galletas de soda? —preguntó.


—Sí, pero no me ha servido de nada —Paula abrió los ojos
lentamente e intentó sonreír.


— ¿Por qué no llamas al médico para que te recete algo?


—Tendré que hacerlo si la cosa empeora.


— ¿Puedo ayudarte en algo? —inquirió Pedro, esperando que ella dijese que no.


—No. Gracias —Paula se fijó en la escopeta y en los arreos de caza cargados en el Jeep—. ¿Vas de caza?


—Sí. Benjamin y yo hemos pensado que será una buena manera de pasar algo de tiempo juntos. Volveré esta noche. Si no llego demasiado tarde, vendré a verte.


—No tienes por qué. Estaré perfectamente... —Paula dio una boqueada, se tapó la boca con la mano y entró corriendo en la casa.


Ricky y Fred la siguieron.


Demonios Otra vez se había puesto mala.


«Se recuperará» se dijo Pedro. «Ella misma lo ha dicho. No necesita que te quedes y hagas de enfermera. Vete de una vez.»


Pedro se subió en el Jeep, introdujo la llave en el contacto y arrancó el motor. Permaneció allí sentado durante un par de minutos, mientras el sol de la mañana extendía su manto de luz e iluminaba el nuevo día.


«A qué esperas? Márchate, maldita sea. ¡Márchate! ».


Detuvo el motor, se guardó las llaves en el bolsillo y se apeó del Jeep. A continuación subió al porche.


«Eres un idiota, Alfonso.»


Después de entrar en la cocina, cerró la puerta y salió al pasillo.


— ¿Paula?


Ella no contestó, sino que emitió un gemido.


Pedro prefería vérselas con una manada de lobos antes que entrar en el cuarto de baño. Al verla de rodillas delante del inodoro, se detuvo bruscamente en la puerta. Maldición, parecía tan vulnerable...


— ¿Paula?


Ricky y Fred le olfatearon las piernas. Pedro los rebasó con cuidado.


Paula alzó la cabeza y lo miró con ojos lagrimosos. Un fuerte nudo se le formó en la boca del estómago. Ella abrió la boca para hablar, pero se giró de repente y vomitó otra vez.


— ¿Qué puedo hacer, cariño? —inquirió Pedro.


Paula tomó un pañuelo de papel y lo utilizó para limpiarse la boca.


Luego lo arrojó al inodoro y tiró de la cadena.


— ¿Puedes darme una toalla húmeda?


—Desde luego —a desgano, Pedro entró en el espacioso cuarto de baño y buscó en el armario. Tras hallar una toalla en el lado derecho, la humedeció en el lavabo y echó una nueva ojeada a Paula. El sudor penaba su pálido semblante y empapaba el camisón. Tenía una mirada suave y suplicante en los ojos.


Pedro se arrodilló a su lado, le tendió la toalla y resistió la tentación de limpiarle la cara él mismo.


—Gracias —tras limpiarse, Paula puso la toalla en el lavabo y se rodeó el vientre con los brazos.


— ¿Sigues sintiéndote mal?


Ella asintió.


—Tengo calambres.


— ¿Y eso es normal?


—Que yo sepa, no —Paula le tendió la mano—. Ayúdame a
levantarme, por favor. Será mejor que llame al doctor Farr.


— ¿Crees que algo va mal?


—Aparte de los calambres, no dejo de vomitar, Oh, Pedro, estoy muy preocupada.


El la levantó y la abrazó.


—Todo irá bien, cariño. Acuéstate. Yo llamaré al doctor Farr.


—El número está junto al teléfono de la mesita de noche —dijo Paula—. Tendrás que dejarle el recado en el contestador.


Pedro la llevó a la cama, se sentó y descolgó el auricular del teléfono.


Seguidamente abrió la libreta situada en la mesita y marcó el número del ginecólogo. Mientras sonaban los tonos de la llamada, miró por encima del hombro a Paula.


—Tienes calambres y vomitas sin cesar. ¿Algo más?


—No, creo que eso es todo.


En cuanto se activó el contestador automático, Pedro explicó la situación y pidió al médico que devolviera la llamada inmediatamente.


Paula levantó la cabeza y la apoyó en el brazo de Pedro. El dio un salto.


—Gracias. Si quieres seguir con tus planes e irte con Benjamin, por mí está bien. Seguro que el doctor Farr llamará enseguida.


—Oh, demonios, me había olvidado de Benjamin. Tengo que llamarlo para decirle que... ¿Tienes conectado el servicio de llamada en espera?


—Sí.


Pedro se quitó del brazo la mano de Paula y le dio un apretón suave y tranquilizador.


—No me iré hasta que esté seguro de que te encuentras bien —dijo mientras marcaba el número de su hermano.


— ¿Sí? —respondió Benjamin.


—Soy yo —dijo Pedro—. No puedo ir. Paula se ha puesto enferma. Estamos esperando a que el médico nos llame.


— ¿Qué le pasa?


—Tiene calambres. Y vomita continuamente.


— ¿Quieres que Sofia y yo vayamos? —preguntó Caleb.


—No, gracias. Creo que podremos arreglárnoslas. Te llamaré luego.


—Claro.


Paula se deslizó hasta el borde de la cama e intentó levantarse. Pedro colgó el auricular rápidamente y luego la agarró del brazo.


—Otra vez me siento mal —explicó ella.


—Ten ánimo, cariño —Pedro la tomó en brazos y la llevó al cuarto de baño. En cuanto la dejó en el suelo, Paula se inclinó sobre el inodoro y yació su estómago.


— Dios mío, Pedro —boqueó intentando inhalar aire—. Me siento tan mal...


Sosteniéndola por la cintura con un brazo, Pedro alargó el otro y abrió el grifo del lavabo para humedecer la toalla. Tras limpiarle la cara y la barbilla, volvió a dejar la toalla en el lavabo.


—No voy a esperar a que el médico nos llame. Te llevaré a urgencias ahora mismo.


Ella asintió, pero muy levemente, Como si el movimiento le causara dolor.


—Me parece una buena idea —se aferró a la camisa de Pedro—. Tengo miedo. Temo que le pase algo al niño. ¿Y si...? —Tragó saliva para contener las lagrimas—. ¿Y si aborto?


—Nos vamos al hospital. Llamaré de nuevo al doctor Farr para pedirle que se reúna allí con nosotros —Pedro llevó a Paula hasta el tocador y la entró—. Quédate aquí. Iré a buscarte un abrigo y unos zapatos. No te muevas. Luego te llevaré en brazos al coche.


Mientras iban camino del hospital, Pedro no dejó de pensar en la posibilidad de que Paula pudiera abortar. Luego, los interminables minutos en la sala de espera se le antojaron horas. ¿Por qué diablos tardaban tanto?


—Ya puede pasar, sheriff Alfonso —anunció por fin la enfermera—. El doctor Farr ha terminado de examinar a la señora Chaves, ella pregunta por usted.


Pedro titubeó un momento. ¿Y si había perdido el bebé? Sin pérdida de tiempo, abrió la puerta y vio a Paula sentada en el borde de una camilla. Ella alzó los ojos y le sonrió. Eso sólo podía significar una cosa. Pedro sintió como si le propinaran un golpe en el vientre con un puño de acero.


«No ha perdido el bebé, gracias a Dios!»


—El niño se encuentra bien —dijo Paula.


— ¿Y tú? —quiso saber Pedro.


—Paula se recuperará sin problemas —declaró el doctor Farr—. Ha pillado un virus estomacal que le ha producido calambres y vómitos ininterrumpidos. No hay nada que temer. Le hemos puesto una inyección que mitigará los síntomas del virus. Deberá tomar mucho líquido y descansar —el doctor Farr se volvió hacia Paula—. Si por la tarde no se siente mejor, iré a casa a visitarla.


—Si promete algo así, es que está muy seguro de que me pondré bien —bromeó ella entre risas.


El doctor Farr le dio a Pedro una palmadita en el hombro mientras lo acompañaba a la puerta.


—Me alegra que esté cuidando de Paula. Necesitará la ayuda de un buen hombre durante los próximos siete meses.


Pedro asintió con una sonrisa forzada.


—Se ha hecho demasiado tarde para que vayas de caza con Benjamin — preguntó Paula—. Me siento fatal por haber impedido que disfrutéis de un día en el campo.


Pedro entornó los ojos.


—Había olvidado que no eres partidaria de la caza.


—Bueno, cualquiera que desee matar pobres e indefensos animales tiene derecho a hacerlo. Lo que no entiendo es cómo la gente puede disfrutar con ello.


Pedro descolgó el abrigo de Paula de la percha y se lo echó sobre los hombros.


—Vamos, futura madre. Volvamos a casa.





martes, 11 de abril de 2017

MI MAYOR REGALO: CAPITULO 6




Paula subió las escaleras de madera que conducían al apartamento de encima del garaje. Una por una, fue cerrando las ventanas que había abierto esa misma mañana para airear el interior, y encendió rápidamente los calentadores. Inhaló profundamente y sonrió. Todo olía a fresco y a limpio. Había barrido, pasado la aspiradora y limpiado el polvo antes de ir a Marshallton a su primera cita con el médico.


Entró en el dormitorio con las sábanas limpias y las colocó
primorosamente. Tras hacer la cama, retrocedió e inspeccionó su trabajo. Aquél iba a ser el dormitorio de Pedro durante el siguiente año. Iba a dormir en aquella cama todas las noches... tan cerca de ella y, al mismo tiempo, tan lejos.


Podía imaginarlo en aquella habitación, echado en la cama. 


¿Dormiría en ropa interior? ¿Con pijama? ¿Desnudo? El pensamiento de Pedro desnudo en la cama le produjo escalofríos. Era alto y musculoso, aunque tenía las caderas y el vientre perfectamente lisos. Recordó el aspecto que solía tener de adolescente, con nada puesto salvo un par de tejanos cortos, cuando lavaba el coche o cortaba el césped. 


Ya entonces poseía un cuerpo increíblemente atractivo. 


¿Cuántas veces se había quedado mirándolo durante tanto tiempo, que Sofia y Teresa habían tenido que sacarla de su ensueño? Conforme crecía, fue resultándole más fácil ocultar su obsesión por Pedro, hasta el punto de que, con el tiempo, pudo verlo y hablar con él sin evidenciar el menor atisbo de interés.


Tía Alicia le había advertido que los hombres como Pedro Alfonso no se casaban nunca. Los chicos inteligentes, guapos y ambiciosos como Pedro usaban a las mujeres y luego las tiraban. Tía Alicia lo sabía por propia experiencia.


 Había entregado su corazón a un hombre, y él se lo había devuelto hecho mil pedazos.


—No confíes en la pasión, Paula —le había dicho Alicia Williams más de una vez—. Cuando un hombre hace que estés dispuesta a vender tu alma para estar a su lado, aléjate de él. Al final te partirá el corazón y te dejará como si fueras basura.


Paula había combatido sus sentimientos por Pedro Alfonso desde que podía recordar. Se había apartado de él, sabiendo que su tía tenía razón. Aunque hubiera podido conseguir que Pedro se fijara en ella y la deseara, jamás hubiera podido esperar de él la vida que quería vivir... Una vida de felicidad junto a un marido y unos hijos. Con
Pedro podría haber conocido la pasión; podría haber volado a lo más alto entre sus brazos, pero, ¿a qué precio?


Paula no había estado dispuesta a arriesgarlo todo por un romance con él. Casarse con Leonel había sido lo mejor... o, al menos, eso había pensado.


En realidad, no había conseguido olvidar a Pedro. Cada vez
que Lowell le hacía el amor, ella deseaba estar con Pedro Alfonso. Había privado al hombre más gentil y cariñoso del mundo del legítimo lugar que le correspondía en su corazón. 


Y se había sentido culpable durante los dos años que estuvieron casados.


Pero la culpa era una emoción inútil. Las cosas eran así y no podían cambiarse.


Lo curioso era que Leonel hubiese deseado que ella fuese feliz. Y si Pedro Alfonso era el hombre que podía darle la felicidad, Pedro Alfonso hubiera aprobado la unión de ambos.



¿Qué unión?, se preguntó. No estaba casada con Pedro ni era probable que lo estuviese nunca. Ya empezaba a hablar la Paula tímida y cobarde, se dijo. Sabía que no debía escucharla. Estaba harta de hacerlo. Al fin y al cabo, estaba embarazada de Pedro. Del hombre al que amaba. Al que siempre había amado. ¿No iba siendo hora de que fuese valiente y aprovechase la oportunidad?


Quizá no fuese la mujer más guapa y excitante que él había conocido.


Quizá fuera cierto que no deseaba casarse ni tener hijos. 


Pero ella podía hacerle cambiar de opinión. Podía lograr que la amase. Podía...


Paula se enjugó las lágrimas que empezaban a deslizarse por sus mejillas. Se sentó en el borde de la cama, se llevó ambas manos al vientre y se concentró en su hijo aún no nacido.


—Si no tengo valor para hacerlo por mí, tendré que hallar la valentía necesaria para hacerlo por ti, cariño mío. Mereces tener un padre. Leonel Chaves hubiera sido un padre maravilloso para ti. Pero ya no está con nosotros. Sólo nos queda Pedro Alfonso. Con suerte, serás niño y te parecerás a él. Y todos sabrán que es tu padre.


Paula se levantó de un salto, puso apresuradamente toallas limpias en el cuarto de baño y, por fin, echó un último vistazo al salón y a la pequeña cocina. Nada del otro mundo. Pero estaba limpio y resultaba acogedor.


Tras consultar el reloj, exhaló un suspiro de alivio. Aún tendría tiempo de preparar la cena, poner la mesa y tomar un relajante y largo baño de burbujas. Esa noche daría el primer paso en su plan de conquistar el corazón de Pedro Alfonso.



****


Normalmente, Pedro llevaba vino cuando alguna mujer lo invitaba a cenar en su casa. Pero Paula estaba embarazada, de modo que el alcohol quedaba descartado. Además, recordaba que Paula siempre había sido abstemia. Tras echar una ojeada a su aspecto en el espejo retrovisor del coche, se ajustó la corbata y se retiró un mechón de cabello de la frente.


¿Por qué diablos estaba tan nervioso? Parecía un quinceañero en su primera cita. Y no se trataba de una cita, se dijo, sino de una cena con una amiga.


«Una amiga que, casualmente, está embarazada de ti.»


No podía desterrar de su mente aquel hecho, por mucho que lo intentara. Paula Chaves estaba embarazada. Y nadie era culpable de la situación. Ni él, ni Paula, ni siquiera Leonel. 


Ninguno de ellos podía haber previsto el futuro.


Pedro alargó el brazo por encima del asiento, tomó el ramo de flores que había adquirido en la única floristería de Crooked Oak, y luego abrió la portezuela.


La luz del porche resplandecía como un faro de bienvenida. 


El viento otoñal lo azotó conforme se aproximaba a la puerta.


Si lograba superar la cena con Paula sin ceder a sus más bajos instintos, aún tendría esperanza de pasar los siguientes doce meses sin aprovecharse de la viuda de su mejor amigo. Paula necesitaba su amistad y su apoyo durante el período de embarazo. Pero nada más.


Pedro llamó al timbre. Sus instintos le dijeron que huyera. 


Que huyera rápidamente.


Paula abrió la puerta, flanqueada por sus dos perros.


—Pasa. Hace fresco, ¿verdad? Dicen que esta noche caerá otra helada.


El permaneció inmóvil, mirándola, con la mandíbula tensa y los ojos abiertos como platos.


Estaba encantadora. Absolutamente encantadora. Radiante, delicada y femenina con su falda rosa de pana y su jersey a juego. El largo pelo castaño le caía suelto sobre la espalda y sobre un hombro.


— ¿Sucede algo? —preguntó Paula.


—No, no pasa nada —Pedro entró en el vestíbulo, cerró la puerta y alzó el ramo de flores.


— ¿Son para mí?


—Leonel me dijo una vez que las lilas son tus flores favoritas —Pedro se aclaró la garganta—. Recuerdo que llevabas lilas en tu boda. Tú y las damas de honor.


Paula se acercó el ramo de lilas rosas y blancas al pecho.


—Son preciosas. Gracias. Me sorprende que te fijaras en las flores que llevaba en mi boda.


—Soy muy observador. Me han enseñado a fijarme en los detalles.


«Como, por ejemplo, en lo nerviosa que estás, aunque no lo
aparentes. O en que abriste la puerta en cuanto llamé, lo que
significa que me estabas esperando ansiosamente.»


—Por favor, acompáñame a la cocina. No veo razón para que cenemos en el salón. Al fin y al cabo, esto no es una cita. Sólo somos dos amigos que cenan juntos.


«A quién intentas convencer, cariño? ¿A mí o a ti misma?»


—Mmm, huele estupendamente —dijo Pedro al entrar en la cocina.


—Estofado de pollo —informó Paula mientras vertía la comida en dos enormes tazones—. He hecho pan de maíz para acompañarlo, pero si prefieres pan de molde...


— ¿Pan de maíz? —Pedro se relamió—. Aún recuerdo el pan de maíz que hacía tu tía Alicia.


—Sí, utilizo su receta —Paula colocó los tazones en la mesa, sirvió dos tazas de café y luego puso la bandeja con rebanadas de pan. A continuación introdujo las lilas en un jarrón y las colocó en el centro de la mesa. Pedro le retiró la silla para que se sentara. Ella le sonrió, y él tuvo que hacer un esfuerzo para no tomar su rostro con ambas manos y besarla hasta dejarla sin aliento.


¿Tenía idea de lo dulce y vulnerable que le resultaba? ¿De lo tentado que se sentía de borrar aquella inocencia casi virginal de sus ojos? ¿Y cómo era posible que una mujer que había estado dos años casada aún proyectara semejante aura de inexperiencia?


—Te acuerdas de la tarta de manzana de tía Alicia? —preguntó Paula.


— ¿Bromeas? La tarta de manzana de Alicia Williams era famosa en todo el condado de Marshall —Pedro contempló la embriagadora sonrisa de Paula—. No estarás sugiriendo que has preparado una tarta.


—He pensado que puedes llevarte la mitad al apartamento y tomarla con café por la mañana.


—No suelo desayunar mucho, pero en este caso haré una excepción.


La comida de Paula estaba deliciosa, y Pedro comió hasta sentirte repleto. No podía recordar cuándo fue la última vez que comió tanto.


Pero, claro, tampoco recordaba cuál fue la última mujer que le preparó una comida.


En cuanto Paula empezó a quitar la mesa, él se levantó de un salto y le quitó los platos de las manos.


—Espera, deja que te ayude.


—Déjalos en el fregadero —indicó ella—. Yo los pondré en el
lavavajillas. Me imagino que querrás ver el apartamento. ¿Has traído tus cosas?


Pedro amontonó los platos en el fregadero, se secó las manos en un paño y luego se giró hacia la mujer que lo observaba con ojos ávidos.


«No me mires así, cariño», quiso decirle. Pero no estaba seguro de que ella supiera lo fácil que le resultaba interpretar su tórrida mirada.


—Sí, me gustaría verlo. Y sí, he traído mis cosas.


—Entonces, vamos. Te enseñaré tu nueva casa —Paula se volvió y señaló con el índice a sus dos perros, que los habían seguido entusiasmados hasta la puerta trasera—. No, Fred. Ricky y tú no podéis acompañarnos. Os quedaréis aquí.


— ¿Fred y Ricky? —Pedro dejó escapar una risita mientras observaba a los animales—.Unos nombres curiosos.


Tras subir las escaleras del apartamento, Paula abrió la puerta, entró y encendió la luz.


Pedro inspeccionó toda la habitación con una sola mirada. 


Acogedor.


Limpio. Pequeño. Su apartamento de Alexandria era tres veces mayor. Probablemente se sentiría constreñido al principio, pero acabaría habituándose.


—Es bonito.


—Ya sé que es pequeño. Pero tiene un dormitorio aparte y un bonito aseo con ducha. Además, la entrada es independiente.


— ¿ay algún motivo para que creas que deseo una entrada
independiente?


—Pues no, la verdad es que no —Paula se sonrojó levemente—. Lo decía por si alguna vez decides traer compañía...


— ¿Compañía femenina, quieres decir?


—Sí, compañía femenina. Vas a vivir en Crooked Oak un año entero, así que imagino que saldrás de vez en cuando.


—De vez en cuando —repitió él. Luego cruzó los brazos y miró directamente a Paula—. ¿Te importaría, como mi casera, claro, que trajera mujeres al apartamento?


Al parecer, la pregunta la pilló desprevenida. Abrió la boca para responder, pero luego la cerró y se aclaró la garganta.


—No es asunto mío si decides traer aquí a las mujeres con las que salgas.


—¿A pasar la noche? —Pedro sabía que debía avergonzarse del placer que sentía al fustigar así a Paula. Parecía verdaderamente apurada.


—Pedro, yo... yo...


—Seré muy discreto.


—Gracias. Te lo agradecería.


—Si quieres puedo llevar a la mujer en cuestión a tu casa para que le eches un vistazo. Si la apruebas, se quedará a pasar la noche. Si no, la llevaré a su casa.


Paula se quedó mirándolo, sin habla, durante varios segundos antes de echarse a reír.


— ¡Pedro Alfonso, debería despellejarte vivo! ¡Me estabas tomando el pelo! —riéndose como una colegiala, avanzó hacia él y le dio una palmadita en cada brazo. El prorrumpió en carcajadas y la abrazó. En ese momento, bruscamente, las risas cesaron, y Pedro se percató de lo íntimamente que la estaba abrazando, de lo quieta que ella se había quedado de pronto.


Bajó la mirada para ver sus ojos en el mismo instante en que Paula alzaba la cabeza para mirarlo a él. Sólo pudo percibir el deseo que se reflejaba en aquellos hermosos ojos azules, la tentación que constituían aquellos labios suaves y rosados.


Ella deseaba besarlo, ¿verdad? Si no, ¿por qué lo miraba de aquel modo?


Sería lo más fácil del mundo tomarla en brazos y llevarla al
dormitorio. Pero un hombre no se acostaba con Paula a menos que estuviera dispuesto a ofrecerle un compromiso. 


El compromiso de una vida junta.


Pedro le posó un beso suave en la frente y a continuación la soltó.


—Será mejor que vaya por el equipaje. Aparte de la maleta, he traído un par de cajas llenas de trastos.


— ¿Necesitas ayuda?


—No quiero que levantes peso —dijo él—. Aunque aún no se te note, estás embarazada.


—El doctor Farr dice que estoy sana como un caballo.


— ¿Quién es el doctor Farr?


—Mi ginecólogo.


— ¿Y cuándo lo has visitado?


—Hoy ha sido la primera vez. Tengo otra cita dentro de un mes. Y, alrededor del quinto mes, me dirán si es niño o niña.


—De modo que el doctor Farr dice que estáis bien. Tanto tú como el niño.


—Perfectamente.


— ¿Qué prefieres que sea, niño o niña? —preguntó Pedro.


—Lo cierto es que no me importa. Leonel y yo nos alegramos tanto con la noticia del embarazo... —Un pesado silencio se cernió entre ambos durante varios segundos.


Por fin Paula sonrió y siguió diciendo—: Cuando quieras
acompañarme a una de las citas con el médico, serás bienvenido. Bueno, será mejor que te deje para que puedas subir tus cosas. Ha sido un día muy largo y estoy agotada. ¿Hasta mañana, pues?


—Espera, te acompañaré...


—No será necesario. Conozco el camino.


Pedro permaneció en lo alto de las escaleras y la observó hasta que hubo entrado en la casa.


¿En qué diablos se había metido? No había previsto los sentimientos que le inspiraría Paula... ni el abrasador deseo que le provocaría...


Pedro decidió que lo primero que haría tras instalarse sería buscarse a una mujer dispuesta. Sólo conseguiría mantenerse apartado de la viuda de Leonel mitigando su deseo... con otra persona.