miércoles, 12 de abril de 2017

MI MAYOR REGALO: CAPITULO 7




Pedro llevaba ya dos semanas viviendo en el apartamento y
empezaba a habituarse a la rutina del trabajo. Todas las mañanas todas las noches se acercaba a casa de Paula para verla, e incluso habían comido juntos un par de veces. 


Por lo demás, prefirió guardar las distancias. Todo el mundo en el pueblo esperaba que ocupase el lugar de Leonel, tanto personal como profesionalmente. Bien sabía Dios que deseaba capturar a su asesino. Y hacer su trabajo. 


Pero cuidar de la viuda de Leonel era una tarea complicada.


Si no la deseara tanto... Pero la deseaba. Y ahí estaba el problema.


Localizar al asesino de Leonel era la prioridad principal del
departamento del sheriff. Carl Bates parecía haberse desvanecido de la faz de la Tierra, pero Pedro sabía que era sólo cuestión de tiempo que las pistas existentes acabaran revelando el paradero del traficante de drogas. Una vez que lo hubieran detenido, todo sería fácil. Dos agentes habían presenciado el asesinato de Leonel. Ningún jurado del mundo lo declararía otra cosa que culpable.


Aunque los deberes profesionales de Pedro estaban claros, no sucedía lo mismo con sus obligaciones personales. Tenía la responsabilidad de velar por Paula. De protegerla, no de llevársela a la cama. Pero el hecho de verla a diario, aunque fuese brevemente, estaba haciendo estragos en su libido.


Mientras reunía los aparejos de caza y los cargaba en el Jeep que había adquirido de segunda mano, se planteó seriamente marcharse esa mañana sin ver a Paula.


Quizá ni siquiera se hubiese levantado aún. Sin embargo, una ojeada a la casa le bastó para saber que ya estaba despierta. Las luces de la cocina estaban encendidas. Quizá pudiera tomarse una taza de café con ella y luego reunirse con Benjamin para ir de caza. Así, al menos, no se sentiría culpable.


Pedro llamó a la puerta trasera. Nadie contestó. Volvió a llamar. Nada.


Luego oyó unos fuertes y repentinos ladridos, obviamente emitidos por Ricky y Fred. Se asomó por el recuadro de cristal de la puerta e inspeccionó la habitación. Estaba vacía, salvo por los dos perros que miraban hacia la puerta trasera con aire receloso.


Quizá Paula había vuelto a acostarse y había olvidado apagar la luz.


Se llegaría a verla por la noche, cuando regresara.


Pedro se dio media vuelta y se dirigió hacia el Jeep, sintiéndose un tanto aliviado. Si no la veía esa mañana, quizá pudiera pasar el día sin pensar en ella. No le gustaba la maldita obsesión que tenía con la viuda de Leonel. Jamás había permitido que nada ni nadie influyeran en su manera de vivir.


¡Diablos! ¿A quién trataba de engañar? Paula no se estaba
mostrando exigente en ningún aspecto. Todo lo contrario. 


Parecía percibir su reticencia, sus reservas, y jamás le pedía nada.


Era él quien tenía el problema, no Paula.


— ¿Pedro?


Al oír su voz, él se giró rápidamente y miró hacia la puerta abierta de la cocina. Vestida sólo con un camisón, Paula permanecía tras la jamba, con la cara pálida y el cabello despeinado. Ricky y Fred salieron al porche para protegerla, lanzando a Pedro una advertencia en forma de gruñido.


—Buenos días. Lamento haberte despertado —Pedro no se movió.


Apenas podía respirar. No podía entrar a tomar un café con una mujer en camisón. Al menos, no con aquella mujer.


—Ya llevo un rato despierta —Paula se agarró al marco de la puerta y cerró los ojos—. Estoy llevando muy mal lo de las náuseas matutinas. Estaba en el aseo cuando llegaste.


¿Náuseas matutinas? Sí, claro, las mujeres embarazadas solían vomitar a menudo durante los primeros meses. 


Aunque Pedro tenía limitados conocimientos acerca del embarazo, recordaba haber oído que comer galletas de soda ayudaba a combatir las nauseas.


— ¿Has tomado galletas de soda? —preguntó.


—Sí, pero no me ha servido de nada —Paula abrió los ojos
lentamente e intentó sonreír.


— ¿Por qué no llamas al médico para que te recete algo?


—Tendré que hacerlo si la cosa empeora.


— ¿Puedo ayudarte en algo? —inquirió Pedro, esperando que ella dijese que no.


—No. Gracias —Paula se fijó en la escopeta y en los arreos de caza cargados en el Jeep—. ¿Vas de caza?


—Sí. Benjamin y yo hemos pensado que será una buena manera de pasar algo de tiempo juntos. Volveré esta noche. Si no llego demasiado tarde, vendré a verte.


—No tienes por qué. Estaré perfectamente... —Paula dio una boqueada, se tapó la boca con la mano y entró corriendo en la casa.


Ricky y Fred la siguieron.


Demonios Otra vez se había puesto mala.


«Se recuperará» se dijo Pedro. «Ella misma lo ha dicho. No necesita que te quedes y hagas de enfermera. Vete de una vez.»


Pedro se subió en el Jeep, introdujo la llave en el contacto y arrancó el motor. Permaneció allí sentado durante un par de minutos, mientras el sol de la mañana extendía su manto de luz e iluminaba el nuevo día.


«A qué esperas? Márchate, maldita sea. ¡Márchate! ».


Detuvo el motor, se guardó las llaves en el bolsillo y se apeó del Jeep. A continuación subió al porche.


«Eres un idiota, Alfonso.»


Después de entrar en la cocina, cerró la puerta y salió al pasillo.


— ¿Paula?


Ella no contestó, sino que emitió un gemido.


Pedro prefería vérselas con una manada de lobos antes que entrar en el cuarto de baño. Al verla de rodillas delante del inodoro, se detuvo bruscamente en la puerta. Maldición, parecía tan vulnerable...


— ¿Paula?


Ricky y Fred le olfatearon las piernas. Pedro los rebasó con cuidado.


Paula alzó la cabeza y lo miró con ojos lagrimosos. Un fuerte nudo se le formó en la boca del estómago. Ella abrió la boca para hablar, pero se giró de repente y vomitó otra vez.


— ¿Qué puedo hacer, cariño? —inquirió Pedro.


Paula tomó un pañuelo de papel y lo utilizó para limpiarse la boca.


Luego lo arrojó al inodoro y tiró de la cadena.


— ¿Puedes darme una toalla húmeda?


—Desde luego —a desgano, Pedro entró en el espacioso cuarto de baño y buscó en el armario. Tras hallar una toalla en el lado derecho, la humedeció en el lavabo y echó una nueva ojeada a Paula. El sudor penaba su pálido semblante y empapaba el camisón. Tenía una mirada suave y suplicante en los ojos.


Pedro se arrodilló a su lado, le tendió la toalla y resistió la tentación de limpiarle la cara él mismo.


—Gracias —tras limpiarse, Paula puso la toalla en el lavabo y se rodeó el vientre con los brazos.


— ¿Sigues sintiéndote mal?


Ella asintió.


—Tengo calambres.


— ¿Y eso es normal?


—Que yo sepa, no —Paula le tendió la mano—. Ayúdame a
levantarme, por favor. Será mejor que llame al doctor Farr.


— ¿Crees que algo va mal?


—Aparte de los calambres, no dejo de vomitar, Oh, Pedro, estoy muy preocupada.


El la levantó y la abrazó.


—Todo irá bien, cariño. Acuéstate. Yo llamaré al doctor Farr.


—El número está junto al teléfono de la mesita de noche —dijo Paula—. Tendrás que dejarle el recado en el contestador.


Pedro la llevó a la cama, se sentó y descolgó el auricular del teléfono.


Seguidamente abrió la libreta situada en la mesita y marcó el número del ginecólogo. Mientras sonaban los tonos de la llamada, miró por encima del hombro a Paula.


—Tienes calambres y vomitas sin cesar. ¿Algo más?


—No, creo que eso es todo.


En cuanto se activó el contestador automático, Pedro explicó la situación y pidió al médico que devolviera la llamada inmediatamente.


Paula levantó la cabeza y la apoyó en el brazo de Pedro. El dio un salto.


—Gracias. Si quieres seguir con tus planes e irte con Benjamin, por mí está bien. Seguro que el doctor Farr llamará enseguida.


—Oh, demonios, me había olvidado de Benjamin. Tengo que llamarlo para decirle que... ¿Tienes conectado el servicio de llamada en espera?


—Sí.


Pedro se quitó del brazo la mano de Paula y le dio un apretón suave y tranquilizador.


—No me iré hasta que esté seguro de que te encuentras bien —dijo mientras marcaba el número de su hermano.


— ¿Sí? —respondió Benjamin.


—Soy yo —dijo Pedro—. No puedo ir. Paula se ha puesto enferma. Estamos esperando a que el médico nos llame.


— ¿Qué le pasa?


—Tiene calambres. Y vomita continuamente.


— ¿Quieres que Sofia y yo vayamos? —preguntó Caleb.


—No, gracias. Creo que podremos arreglárnoslas. Te llamaré luego.


—Claro.


Paula se deslizó hasta el borde de la cama e intentó levantarse. Pedro colgó el auricular rápidamente y luego la agarró del brazo.


—Otra vez me siento mal —explicó ella.


—Ten ánimo, cariño —Pedro la tomó en brazos y la llevó al cuarto de baño. En cuanto la dejó en el suelo, Paula se inclinó sobre el inodoro y yació su estómago.


— Dios mío, Pedro —boqueó intentando inhalar aire—. Me siento tan mal...


Sosteniéndola por la cintura con un brazo, Pedro alargó el otro y abrió el grifo del lavabo para humedecer la toalla. Tras limpiarle la cara y la barbilla, volvió a dejar la toalla en el lavabo.


—No voy a esperar a que el médico nos llame. Te llevaré a urgencias ahora mismo.


Ella asintió, pero muy levemente, Como si el movimiento le causara dolor.


—Me parece una buena idea —se aferró a la camisa de Pedro—. Tengo miedo. Temo que le pase algo al niño. ¿Y si...? —Tragó saliva para contener las lagrimas—. ¿Y si aborto?


—Nos vamos al hospital. Llamaré de nuevo al doctor Farr para pedirle que se reúna allí con nosotros —Pedro llevó a Paula hasta el tocador y la entró—. Quédate aquí. Iré a buscarte un abrigo y unos zapatos. No te muevas. Luego te llevaré en brazos al coche.


Mientras iban camino del hospital, Pedro no dejó de pensar en la posibilidad de que Paula pudiera abortar. Luego, los interminables minutos en la sala de espera se le antojaron horas. ¿Por qué diablos tardaban tanto?


—Ya puede pasar, sheriff Alfonso —anunció por fin la enfermera—. El doctor Farr ha terminado de examinar a la señora Chaves, ella pregunta por usted.


Pedro titubeó un momento. ¿Y si había perdido el bebé? Sin pérdida de tiempo, abrió la puerta y vio a Paula sentada en el borde de una camilla. Ella alzó los ojos y le sonrió. Eso sólo podía significar una cosa. Pedro sintió como si le propinaran un golpe en el vientre con un puño de acero.


«No ha perdido el bebé, gracias a Dios!»


—El niño se encuentra bien —dijo Paula.


— ¿Y tú? —quiso saber Pedro.


—Paula se recuperará sin problemas —declaró el doctor Farr—. Ha pillado un virus estomacal que le ha producido calambres y vómitos ininterrumpidos. No hay nada que temer. Le hemos puesto una inyección que mitigará los síntomas del virus. Deberá tomar mucho líquido y descansar —el doctor Farr se volvió hacia Paula—. Si por la tarde no se siente mejor, iré a casa a visitarla.


—Si promete algo así, es que está muy seguro de que me pondré bien —bromeó ella entre risas.


El doctor Farr le dio a Pedro una palmadita en el hombro mientras lo acompañaba a la puerta.


—Me alegra que esté cuidando de Paula. Necesitará la ayuda de un buen hombre durante los próximos siete meses.


Pedro asintió con una sonrisa forzada.


—Se ha hecho demasiado tarde para que vayas de caza con Benjamin — preguntó Paula—. Me siento fatal por haber impedido que disfrutéis de un día en el campo.


Pedro entornó los ojos.


—Había olvidado que no eres partidaria de la caza.


—Bueno, cualquiera que desee matar pobres e indefensos animales tiene derecho a hacerlo. Lo que no entiendo es cómo la gente puede disfrutar con ello.


Pedro descolgó el abrigo de Paula de la percha y se lo echó sobre los hombros.


—Vamos, futura madre. Volvamos a casa.





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