martes, 28 de marzo de 2017
SUS TERMINOS: CAPITULO 14
Paula le hizo pasar cinco días infernales. O a Pedro se lo pareció. Se había acostumbrado tanto a ella que ya ni siquiera podía esconderse en el trabajo.
Cuando apareció en el Pavenham para asistir a su reunión semanal con Mickey D., Pedro tuvo que echar mano de todo el aplomo de los Alfonso. Estrechó la mano de su cliente e invitó a Paula a poner los bocetos en el nuevo mostrador de recepción, entre las fotografías y los planos que él ya había dispuesto allí. Después, adoptó una voz tranquila y profesional y empezó a hablar sin dirigirle una sola mirada.
Ya le había echado una cuando llegó, y había sido suficiente.
No era sólo que Paula se hubiera puesto una de esas minifaldas que lo volvían loco. Además, la había conjuntado con unos leotardos que se ajustaban maravillosamente a sus largas piernas, una blusa de cuello redondo que dejaba ver su estómago cada vez que se movía y unos zapatos de tacón alto que terminaban en una franja del mismo color de la blusa, dorado pálido.
Incluso se había hecho un peinado alto, dejándose un mechón que le caía sobre el lado izquierdo de la cara.
Estaba tan bella que Pedro deseó soltarle el pelo, introducir los dedos por debajo de su blusa y desesperarla a base de caricias.
Sin embargo, Paula no estaba más cómoda que él.
Cuando hablaba con Mickey, tenía que hacer un esfuerzo por concentrarse en el trabajo. Pedro se encontraba a menos de un metro de ella, con expresión imperturbable, y le pareció más guapo que nunca; llevaba un traje de lino, de tono algo más claro que sus ojos, y una camisa blanca, sin corbata, que enfatizaba el moreno de su piel y le daba un aspecto encantadoramente informal.
Lo encontró tan sexy que lo odió con todas sus fuerzas. Y cuando lo miró de nuevo, la lengua se le trabó y tuvo que carraspear para seguir hablando.
Mickey D. miró los planos, cruzó los brazos sobre el pecho y observó con atención a la pareja.
—Noto cierta tensión —dijo.
—¿Tensión? No, el proyecto va muy bien —afirmó Pedro.
—Ya hemos empezado a pintar el piso bajo —explicó Paula.
Mickey asintió lentamente.
—Sí, ya lo sé, pero percibo que hay algún tipo de problema en mi equipo. Y creo que deberíamos solucionarlo.
Pedro apretó los dientes. Paula miró a Mickey y el músico sonrió un momento, volvió a asentir y añadió:
—Huelo una relación romántica a varios kilómetros. Cuando os hayáis casado tantas veces como yo, también lo notaréis.
—Eso no tiene nada que ver contigo —afirmó Pedro.
—Pero una plantilla feliz es una plantilla productiva, mi querido amigo. Cuando algún miembro de mi grupo se enamoraba, su creatividad aumentaba de forma portentosa. Tenéis que hablarlo. Hacedme caso. Sé que no queréis escucharlo, pero…
—Mickey… —dijo Pedro, con tono de advertencia.
—No hay nada que decir —intervino Paula.
—No deberíais mentir a un cliente.
Paula se giró hacia Pedro y lo miró con desesperación, como pidiéndole ayuda; pero Pedro se encogió de hombros y apartó la mirada.
—Lo siento, Paula, yo no soy quien establece las normas aquí.
—¿Cómo que no? Estableciste una hace tiempo. Aquélla sobre lo que se podía o no se podía hacer delante de un cliente…
Mickey los interrumpió.
—Dudo que podáis decir o hacer algo que me sorprenda. Podría contaros historias que os pondrían el pelo de color gris.
Pedro sonrió, pero su sonrisa desapareció cuando Mickey dijo:
—¿Qué vas a hacer, amigo? Por experiencia propia, sé que las mujeres siempre piensan que la culpa es del hombre.
—No lo sé. Si tienes respuesta a esa pregunta, es que eres más listo que yo.
—Ah, ya veo. No te funciona el viejo radar físico, ¿eh?
—No demasiado.
—Ya basta —protestó Paula—. Podéis seguir hablando de vuestras cosas si os apetece, pero yo me voy. Estoy muy ocupada.
—Ya te dije que era toda una mujer, Pedro.
—Sí, lo dijiste, Mickey.
Paula apretó los labios, irritada.
—Me voy.
—Me temo que no. Yo soy el jefe y digo que te quedas. Los problemas dificultan el trabajo en equipo, y no lo voy a permitir. Además, la vida es demasiado corta.
—Pero…
—Voy a salir a fumar un cigarrillo y a hablar con mi productor sobre mi gira por Estados Unidos. Vosotros os vais a quedar aquí y vais a discutir el asunto durante media hora como poco. Y espero resultados. Vuestros malos rollos podrían influir negativamente en la decoración de mi querido hotel.
Mickey les guiñó un ojo y se marchó.
Pedro y Paula permanecieron en silencio durante un rato, sin saber qué hacer.
—No puedo creer que se lo hayas dicho —dijo ella—. ¿Qué ha pasado con la famosa ética de Alfonso e Hijo?
—La culpa la tienes tú. No se puede decir que te hayas dado mucha prisa en hablar conmigo…
—Ni que tú me lo hayas puesto fácil.
—Sabías dónde encontrarme.
—¡No soy yo quien ha cambiado las normas!
—¡Tal vez sería más fácil si me explicaras qué normas son ésas!
Era la primera vez que se levantaban la voz, y los dos lo sabían. El aire se cargó de electricidad. La situación era tan tensa que Pedro suspiró, sacó las manos de los bolsillos y decidió poner en marcha su plan.
—Podemos solucionar el problema, Paula.
—Yo no he empezado.
—No, ya lo sé, ha sido nuestro cliente —espetó—. Y si hasta un cliente nota que tenemos un problema personal, es que tenemos un problema muy grave.
—Podrías haberlo negado…
—Mickey D. es muchas cosas, pero no un estúpido. Además, tiene razón. O encontramos una forma de solucionarlo, o tendremos que cambiar la forma de trabajar hasta que terminemos el proyecto.
—No puedes despedirme —afirmó, alzando la barbilla.
—No tengo intención de despedirte. Eres una mujer de gran talento y estás haciendo un trabajo magnífico —afirmó, sin levantar la mirada de los planos y bocetos—. Esto no tiene nada que ver con tu trabajo, sino con nosotros. Y si no encontramos una solución, tendremos que mantener las distancias.
—No sé cómo solucionarlo, Pedro.
Pedro la miró a los ojos.
—¿Pero quieres solucionarlo?
—¿Sinceramente? Preferiría no quererlo. Creo que todo sería más fácil.
—¿Por qué?
Ella apartó la vista. Era obvio que se debatía por dentro.
—Habla conmigo, Chaves… cuéntame lo que te pasa.
—No sabría por dónde empezar.
—¿Te ayudaría que te cuente lo que siento?
Paula lo miró, pero no dijo nada.
—He estado pensando. Eso es lo que pasa cuando no me das las respuestas que necesito… tengo que buscarlas por mi cuenta —continuó—. Haremos una cosa. Te diré lo que creo y tú me sacarás de mi error si me equivoco.
Paula siguió mirándolo.
Pedro frunció el ceño y siguió adelante.
—Creo que el problema tiene algo que ver con lo que soy.
—¿Con ser un arquitecto?
Pedro se metió las manos en los bolsillos.
—No, no eso no. Con ser un Alfonso.
Paula estuvo a punto de derrumbarse. Lo había adivinado. Tal vez, hasta lo había sabido desde el principio.
—Sí, es por lo que soy, no por quién soy. Pero las dos cosas van juntas. No puedo cambiarlo, Chaves. No podría aunque quisiera.
—Ni yo te lo pido.
—Lo sé, pero tampoco lo olvidas —puntualizó—. Sin embargo, comprendo que mi contexto familiar te disguste. Implica ciertas responsabilidades y es verdad que puede ser una carga muy pesada.
El discurso de Pedro empezaba a avanzar por caminos inquietantes para Paula, pero decidió esperar y dejar que se explicara.
—La mujer que comparta mi vida no sufrirá problemas mediáticos como los paparazzi y cosas así, pero tendrá las mismas responsabilidades y deberes que el resto de los Alfonso. Habrá manos que estrechar, fotógrafos ante los que posar y todo un legado que mantener. No es un trabajo fácil. Siempre he sabido que…
A Paula se le encendió una lucecita en la cabeza.
—¿Por qué no es fácil? ¿Porque te sientes atrapado en tu propia vida?
Pedro sonrió.
—Me siento muy cómodo en mis zapatos. Yo siempre he sabido lo que se esperaba de mí, y me gusta; pero a mi hermana, no. Si llegas a conocerla y desarrolláis la confianza suficiente, es posible que ella misma te lo cuente.
—¿Por eso te importa tanto el Pavenham? ¿Porque quieres hacer algo a la altura del apellido de tu familia?
Pedro sonrió con tanta tristeza que Paula sintió una punzada en el corazón.
—Ah, en eso estás cerca de la verdad —respondió—. Tengo un objetivo profesional… ¿has visto la placa que está en el edificio de la plaza Merrion?
—¿La de Alfonso e Hijo?
—Exactamente. Pues bien, estoy decidido a que la segunda parte, «e Hijo», desaparezca antes de finales de año.
Paula sonrió.
—¿Y por qué es tan importante para ti?
Pedro soltó una carcajada.
—Puede que te parezca una tontería…
—Explícamelo.
Él se apoyó en el mostrador y cruzó los brazos.
—Cada generación de los Alfonso añade su parte a la historia familiar. Mi padre fundó la empresa y se hizo famoso como arquitecto. Yo no intento robarle lo que consiguió ni demostrar que puedo estar a su altura; simplemente creo que la empresa debe crecer y ampliar sus mercados. Si quito la segunda parte de la placa y alguna vez me convierto en padre, mis vástagos no se verán obligados a añadir un «e Hijo» o «e Hija» al apellido. Con Alfonso, bastará.
La mirada de Pedro se volvió más cálida, al igual que su sonrisa.
—Así, todos formarán parte de ello. Puede que no pase a los anales de la historia por tomar esa decisión, pero me parece lo correcto.
—Y el éxito del Pavenham te ayudaría a convencer a tu padre, claro.
—Sabía que te parecería una tontería…
Ella sonrió y lo miró por debajo de sus largas pestañas.
—No, no me parece una tontería, ni mucho menos. De hecho, te confieso que me siento ligeramente orgullosa de ti.
Los ojos de Pedro brillaron.
—Vaya. Muchas gracias, señorita Chaves…
—De nada, señor Alfonso…
—Bueno, volvamos a nuestro problema. Porque Mickey D. regresará en cualquier momento…
Pedro caminó hacia ella. Paula esperó; su pulso se había acelerado.
—Creo que tú y yo compartimos algo muy valioso.
—Yo también lo creo.
—Ambos sabemos que no hay garantía alguna de que termine bien. Aunque no existieran dificultades externas…
—Sí, lo sé.
—Tendremos que ver adonde nos lleva, pero eso implica que los juegos se han acabado. Ya no seremos sólo un par de amantes.
—¿Por qué no? —preguntó él—. Me gusta ser tu amante…
—Y a mí, ser la tuya. Pero sabes que no me refiero a eso.
—Sí, ya lo sé. Sin embargo, no podré ayudarte con tus problemas con mi familia si no me dices lo que sientes. No quiero que cambies tu forma de ser, Chaves. No quiero que cambies por nadie, y mucho menos por los Alfonso.
Paula tomó aire, cerró los ojos y suspiró.
—El de tu familia no es el único problema.
Él frunció el ceño.
—Ah, claro, también está la tuya —dijo él—. Tendrás que ayudarme con eso…
—¿Cómo lo sabes? Todavía no los conoces…
Él la miró con humor.
—¿Todavía? Dijiste que no me los presentarías nunca.
—¿Y por qué crees que lo dije?
—Lo desconozco. ¿Es que están mentalmente desequilibrados o algo así?
Paula hizo una mueca de disgusto.
—Sobre ese aspecto hay muchas opiniones.
—Descuida. Llevo tanto tiempo contigo que ya me lo había imaginado —ironizó.
—Qué gracioso eres —protestó—. Pero no tienes ni idea, Pedro… mi familia podría destrozar la reputación de los Alfonso.
—Lo dudo.
Paula rió.
—Pues no lo dudes.
—Está bien, explícate…
Pedro se metió las manos en los bolsillos.
—¿Sabes que te pasas la vida con las manos en los bolsillos? Cualquiera diría que no sabes qué hacer con ellas…
—Me las meto en los bolsillos por no tocarte.
—No recuerdo que mi contacto te moleste.
Pedro sacó una mano, comprobó la hora en el reloj y dijo:
—Mickey D. volverá dentro de diez minutos, y pienso dedicar cinco de esos diez minutos a besarte apasionadamente. Así que date prisa y explica lo que tengas que explicar. No me cambies de conversación.
—Mis padres son muy liberales. Ni siquiera están casados.
—¿Y cuál es el problema? Si crees que entre los Alfonso no hay gente que tenga hijos sin estar casados, te equivocas.
—Ya, pero tu familia tiene responsabilidades políticas e industriales, si no recuerdo mal…
—Sí, en efecto. Tenemos un primer ministro, un ministro y un presidente, además de varios directores generales de empresas.
—Pues ése es el problema. Para mis padres, tu familia es lo más parecido al mal absoluto. Y como son tan sinceros, se lo dirán tranquilamente.
Pedro rió.
—Bueno, voy a sacarme las manos de los bolsillos.
—No, todavía no, Pedro. Tienes que entenderlo. Mezclar a nuestras familias sería como desencadenar una explosión atómica.
—¿Eso es todo? ¿Eso es lo que tanto te preocupa?
—¡Maldita sea! —exclamó, frustrada—. ¡Si seguimos adelante, llevarás la anarquía al centro de tu propia familia! El asunto terminará en las portadas de los periódicos, y los Alfonso sufrirán un golpe muy duro a su reputación.
—Hemos sobrevivido a escándalos peores.
—No, no. No puedo hacerte eso, Pedro. No quiero hacerte daño. Adoro a mis padres, los quiero con toda mi alma, pero tú también me gustas y yo….
Pedro se acercó y la tomó entre sus brazos.
—Basta ya, Chaves, deja de darle tantas vueltas. Te estás preocupando inútilmente, por algo que todavía no ha sucedido.
—Pero sucederá, y tenemos que estar preparados por si…
Pedro le puso un dedo en los labios.
—Cállate un momento, por favor.
Ella frunció el ceño y él sonrió de forma deliciosamente sexy.
—Ahora te voy a besar, aunque sólo sea para que no sigas hablando. Pero antes, tendrás que escucharme un momento. Porque voy a establecer una norma.
—Pero si odias las normas…
—No, sólo odio las normas que desconozco —puntualizó mientras le acariciaba la mejilla—. No volveremos a preocuparnos por ese asunto. Este fin de semana vas a conocer a mi familia; y el que viene, iremos a tu casa y me presentarás a la tuya.
—El fin de semana que viene es el cumpleaños de mi madre.
—Mejor que mejor. Pero entre tanto, tú y yo nos vamos a olvidar de nuestras familias y vamos a empezar de nuevo. Saldremos a cenar, veremos a nuestros amigos, iremos al cine, pasearemos, nos tumbaremos en el sofá y veremos películas en el televisor. Sin embargo, hay algo que no vamos a hacer: acostarnos.
Paula lo miró con perplejidad.
—Ese plan apesta…
Pedro rió.
—Sí, lo sé, pero antes nos saltamos los preliminares y creo que debemos recuperar el tiempo perdido. Aunque eso no significa que no nos podamos besar…
Pedro le dio un beso leve, como para demostrarlo, y Paula suspiró cuando se apartó de ella.
—También podemos acariciarnos, pero sólo hasta cierto punto —continuó—. Ah, y las demostraciones públicas de afecto estarán permitidas. Pero nada más. Hablaremos de nuestras cosas, de las cosas que nos gustan y que nos divierten, de lo que nos vuelve locos y de lo que nos apasiona.
—Tú me apasionas.
Él le dedicó una de sus sonrisas irresistibles y ella apretó las piernas contra él.
—Juega limpio, Chaves, porque esto me va a costar tanto a mí como a ti. Pero si sobrevivimos a la prueba de nuestras familias, volveremos sobre nuestros pasos.
—Sigo diciendo que tu plan apesta.
Paula se puso de puntillas y le dio un largo y apasionado beso; tan apasionado, que deseó más de lo que podrían hacer durante las dos semanas siguientes.
—Lo sé, pero concédemelo. Por una vez…
—¿Sabes que te odio?
—En este momento, yo también me odio.
Pedro giró la cabeza, alzó el índice y añadió:
—Espera cinco minutos, Mickey, viejo amigo. Tengo que besar a mi novia.
SUS TERMINOS: CAPITULO 13
—¿Son tus padres?
Paula se encogió mientras echaba los ingredientes de una ensalada griega a un bol. Pedro la besó apasionadamente en cuanto llegó, y todavía podía sentir su sabor a mar; pero cuando ella entró en la cocina, él aprovechó la ocasión para deambular por el pequeño apartamento y observar cada libro, cada objeto decorativo y, naturalmente, cada fotografía.
Se giró hacia él y lo miró.
—Sí, son mis padres.
—¿Cuántos años tenías?
—¿Llevo un mono de color verde chillón?
—Sí, exageradamente chillón, y una especie de camiseta rosa. Menos mal que tu gusto con la ropa ha mejorado…
—A los seis años, ese tipo de combinaciones te parecen divertidas.
Paula prefirió no mencionar que sus compañeros de clase no estaban de acuerdo. Le dedicaban epítetos nada cariñosos por su forma de vestir.
—¿Dónde estabais? ¿En una cabaña? ¿De vacaciones?
Ella suspiró.
—No, ésa era nuestra casa. Mis padres siguen viviendo en ella, aunque la ampliaron hace tiempo —explicó.
Pedro frunció el ceño, sorprendido. Era evidente que procedían de mundos distintos.
—¿Dónde está?
—En la península de Dingle —respondió, mientras echaba aceitunas a la ensalada—. En la zona menos turística.
—¿Y a qué se dedican?
Paula lo maldijo para sus adentros. Estaba orgullosa de sus padres; ellos la habían convertido en una mujer independiente, fuerte y segura y no se avergonzaba de lo que hacían, pero ese asunto le recordaba su adolescencia, una época particularmente infeliz de su vida.
Carraspeó y respondió:
—Tienen un centro vacacional.
Pedro dejó la fotografía en su sitio.
—Ah, esa zona es magnífica para los deportes acuáticos. Los vientos son perfectos para el windsurf…
—Bueno, no es un centro turístico normal —explicó ella, buscando una forma de explicarlo—. Es una especie de… lugar de descanso.
Pedro la observó con interés.
—Has despertado mi curiosidad.
Paula apretó los labios, frunció el ceño y aliñó la ensalada.
—Te dije que procedemos de mundos muy diferentes…
—Y no entendí lo que querías decir. ¿Podrías explicármelo?
Ella lo miró y se humedeció los labios con la punta de la lengua. Pedro llevaba unos vaqueros desgastados y un polo de color azul oscuro; como había pasado todo el fin de semana en el mar, su cabello parecía más rubio que nunca y su piel, más morena. Estaba arrebatador. Y lo había echado tanto de menos que su corazón pegó un respingo en cuanto le abrió la puerta de la casa.
Pero la situación avanzaba hacia el desastre. Procedían de mundos tan distintos que él no se resistiría a la tentación de burlarse de ella y ella lo acusaría de ser un esnob. Luego haría algún chiste pesado a su costa, como los que había soportado durante su adolescencia, y sería el principio del final.
Pedro arqueó las cejas, esperando una contestación.
Paula suspiró.
—Dirigen un centro de terapia sexual. Las parejas van allí para aprender técnicas, meditación, yoga… esas cosas. Mi madre es maestra tántrica.
La expresión de Pedro no varió en absoluto. Paula esperó a que dijera algo, y como se mantenía en silencio, estuvo a punto de tirarle la ensalada a la cabeza. Pero por fin, habló.
—Comprendo.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Comprendes? ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—Bueno, puede que necesite un par de minutos para asumirlo…
Paula pensó que todo estaba perdido. Pedro ya habría adivinado el tipo de educación que había recibido y el contexto en el que se había criado. En cuestión de segundos, llegaría a la conclusión de que su relación no tenía ningún futuro. Y al final, decidiría que mantener una simple aventura era la mejor solución para ellos.
Por fin, después de todo lo que había sucedido, Paula se saldría con la suya. Pero curiosamente, no le alegró.
—Bueno, debo reconocer que me he quedado en blanco cuando has mencionado lo de la terapia sexual —confesó él, con una sonrisa—. Pero sólo porque he pensado que nosotros no necesitamos ninguna terapia…
—Ni yo lo estaba sugiriendo —espetó.
—Me parece un trabajo muy interesante. ¿Por qué no me cuentas más?
Paula lo miró con asombro. No esperaba esa salida.
—Estás bromeando, ¿verdad? O eso, o lo de la terapia sexual te ha excitado.
—Chaves, estoy excitado desde que he bajado del coche y he llamado a tu puerta. Esta conversación sólo alimenta ligeramente mi imaginación, que como bien sabes, ya está bastante desarrollada.
Paula se quedó estupefacta.
—¿Es que no te importa?
Pedro la miró sin entender nada.
—¿Por qué habría de importarme? Como mucho, el trabajo de tus padres explica que no tengas ni las inhibiciones ni los prejuicios sexuales de algunas mujeres. Tuviste muchísima suerte. Seguro que tus padres te animaron a hablar con franqueza sobre cualquier asunto… por eso eres tan segura como eres. Recuérdame que les dé las gracias cuando me los presentes.
Paula pensó que no tenía ninguna intención de presentárselos, pero Pedro se inclinó sobre ella y añadió, en voz baja:
—Dime más cosas de esos masajes sexuales.
—Pedro, no vas a conocer a mis padres.
—Bueno, no estoy sugiriendo que vayamos a verlos ahora mismo…
—No vas a conocerlos —insistió—. Nunca.
Pedro apartó la mirada de repente, y su expresión se volvió tan triste y distante que Paula se arrepintió de lo que había dicho e intentó volver a la situación anterior.
Se acercó a él, le puso una mano en el brazo y dijo, en tono de broma:
—Vamos, Pedro… Los ligones no quieren conocer a los padres de sus amantes.
—¿Es otra de tus normas?
—Sí, por supuesto que sí —respondió, cerrando los brazos alrededor de su cintura—. Pero creo que puedo hacer algo sobre esos masajes sexuales que tanto te interesan.
Él entrecerró los ojos.
—¿Cuánto tiempo vamos a seguir así, Paula?
La sonrisa de Paula se esfumó.
—¿Así? ¿Cómo?
—Fingiendo que entre nosotros no hay nada importante. Comportándonos como si no supiéramos que lo nuestro es mucho más que una aventura sexual.
Paula lo soltó y retrocedió.
—¿Lo ves? Ya estás huyendo, como siempre —continuó él—. No lo entiendo. En serio. Pensé que tenías miedo de dejarte llevar porque ese tipo, Dylan, te engañó y te partió el corazón; pero cuando hablamos por teléfono, me confesaste que no había sido tan importante para ti.
—Es cierto, no lo fue. No estaba tan enamorada de él. Simplemente… me decepcionó. Y supongo que también me sentí algo humillada porque no sospeché lo que estaba haciendo, pero nada más.
Pedro asintió.
—No confías en mí, Chaves. Ahora mismo, por la expresión de tu cara, sé que no querías que supiera lo de Dylan.
Paula intentó defenderse.
—No quería que lo supieras porque no tiene nada que ver con nosotros.
—Pues entonces, ¿cuál es el problema? ¿Por qué te niegas a asumir lo que sentimos el uno por el otro? —preguntó.
Por primera vez en mucho tiempo, Paula no supo que decir.
Sólo sabía que Pedro era extremadamente peligroso para ella; si le dejaba entrar en su mundo, podría hacerle más daño que ninguna otra persona en toda su vida. Pero en ese momento no podía usar el sexo para evitar sus preguntas. Él estaba demasiado distante. Y ella, más angustiada de lo que quería reconocer.
Al ver que Paula se negaba a responder, Pedro frunció el ceño.
—Muy bien, como quieras. Avísame cuando estés dispuesta a decirme lo que te pasa. Sabes dónde encontrarme.
Pedro alcanzó la chaqueta, que había dejado en el respaldo del sofá, y la agarró con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
Paula lo miró con asombro. Se iba a marchar.
—Pensé que estábamos de acuerdo en que no buscábamos nada serio…
Él inclinó la cabeza de un modo que enfatizó el sarcasmo de su voz.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo me he mostrado de acuerdo con tus normas?
—Pedro, yo…
Pedro la interrumpió con tono seco, como si se estuviera mordiendo la lengua para no decir algo más grave.
—Deberías haberme dado una copia de tus normas cuando empezamos a acostarnos. Al menos lo habría sabido y ahora no me sentiría condenado a hacer malabarismos para evitarlas.
Pedro sacudió la cabeza, se pasó una mano por la cara y sentenció:
—Estoy cansado, Chaves, cansado de jugar un juego que no entiendo y en el que no puedo ganar Eso es todo. Pero en fin, ya he dicho todo lo que te podía decir… si quieres hablar conmigo, sabes dónde encontrarme.
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