sábado, 25 de marzo de 2017

SUS TERMINOS: CAPITULO 4




Al entrar en el edificio, Pedro le soltó el brazo y la miró de soslayo para comprobar su reacción. Paula era importante para él; pero no sólo desde un punto de vista profesional, sino también personal: cuando la vio acercarse con aquel vestido verde, estilo años veinte, y el pañuelo de seda ondeando en el viento, su cara se iluminó con una sonrisa. 


Era una mujer impresionante, sumamente atractiva, y no podía negar que la deseaba. Incluso había soñado con ella durante la noche.


Pero el comentario sobre Mickey D. iba en serio. Si lograba alterarlo y desequilibrarlo tanto como a él, le estaría muy agradecido.


Paula contempló el interior del hotel y soltó una expresión de asombro.


—Guau…


Él sonrió.


—Me alegra que te guste. Acabo de hablar por teléfono con el contratista y me ha dicho que las obras van más deprisa de lo que habíamos calculado, de modo que el diseñador podría empezar a trabajar cuando quisiera.


—Es enorme…


Al oír la palabra «enorme», Pedro pensó en algo bien distinto y tuvo que carraspear.


—Sí. Cincuenta habitaciones, cuatro suites y un ático. Además de un restaurante, un bar, un gimnasio, salas de conferencias y de reuniones… suficiente para que estés ocupada durante una buena temporada.


Ella se volvió y clavó sus ojos verdes en él. Pedro notó que, por primera vez en el día, su seguridad empezaba a agrietarse.


—¿Cuándo tiene que estar? —preguntó.


—Ayer —contestó una voz desconocida para ella.


Pedro suspiró, cerró los ojos, la miró y dijo:
—Paula Chaves, te presento a Mickey D., el nuevo propietario del Hotel Pavenham.


Merrow estrechó la mano del famoso músico de rock, que llevaba cazadora de cuero y gafas de sol.


—Encantado de conocerte…


Mickey se bajó un poco las gafas y la miró de arriba abajo, con admiración.


—Vaya, eres lo más bello que he visto en este sitio desde que empezamos. Dime una cosa, Paula Chaves… ¿sales con alguien?


—No, no salgo con nadie. Así tengo más tiempo para trabajar.


Mickey sonrió, mostrando su diente de oro.


—Deberías trabajar menos y disfrutar más.


—Ah, no te preocupes por eso, Mickey —dijo ella, con ojos brillantes—. Yo no he dicho que no dedique tiempo al disfrute…


Paula se giró hacia Pedro, que miraba a su cliente con cara de pocos amigos y añadió:
—¿Verdad, Pedro?


Él no dijo nada. Se limitó a maldecirla para sus adentros.


—Ah, por cierto, ¿te ha dicho Pedro que mis padres me concibieron mientras oían uno de tus discos? Mi madre es una de tus fans…


Mickey le soltó la mano y su sonrisa cambió ligeramente. 


Paula acababa de llamarlo viejo de forma sutil.


—En tal caso, deberías traer a tu madre cuando terminemos la renovación del hotel.


—Sí, estoy segura de que le encantaría —afirmó, echándose el cabello hacia atrás—. ¿Vas a enseñarme el hotel tú mismo?


Para sorpresa de Pedro, Mickey D., el tipo insoportable que le hacía la vida imposible desde hacía varios meses, ofreció el brazo a Paula y sonrió.


—Será un placer, Paula. Me encantaría… ¿Te he dicho ya que estoy enamorado de tu trabajo? Lo descubrí una noche, en un club de Cork. Ya sabes, el de sofás redondos y decoración de harén… Te quedó muy bonito, muy sexy.


—Ahora que lo mencionas, tengo unas cuantas ideas que podrían ser útiles para tu establecimiento. He estado leyendo sobre hoteles para adultos…


Paula le dio el vaso de café a Pedro, como si en lugar de un arquitecto fuera su secretario personal.


Pedro hizo una mueca de disgusto. Le parecía admirable que hubiera domado a Mickey D. en unos pocos minutos, pero temió que pretendiera decorar un hotel clásico como un burdel y le molestó que se apretara tanto contra el músico.


Echó un trago del café que le había dado y dejó el vaso en el suelo.


Pedro, ¿por qué no vienes con nosotros? —dijo ella con la voz sexy que utilizaba por teléfono—. Así podrás explicarme los cambios que has hecho mientras me hago una idea general de lo que buscamos…


Pedro le pareció una idea oportuna, pero el tono de Paula aumentó su irritación. Aquél era su proyecto, desde el principio hasta el final. Su reputación personal y la de su empresa estaban en juego.


—He pensado que podríamos introducir motivos irlandeses en la decoración…


—¡Qué gran idea, Mickey! Madera tallada, pizarra y ese tipo de cosas…


Pedro sonrió. Lo de los motivos irlandeses no era idea de Mickey, sino suya. De hecho, había necesitado tres reuniones para convencerlo.


Paula alzó la mirada y contempló los techos del hotel.


Pedro se adelantó a ellos, se metió las manos en los bolsillos y dijo:
—Hemos salvado la mayoría de las molduras. Y la escalera sigue siendo la original… buscamos una mezcla entre moderno y clásico.


—Eres todo un visionario, Mickey —dijo ella.


—Me gustaría aceptar el cumplido, pero me temo que todo es idea de Pedro. A decir verdad, me ha quitado de la cabeza un montón de ideas extravagantes… y convencerme a mí no es nada fácil —admitió.


Mickey D. acababa de dedicar a Pedro el primer cumplido que le había hecho sin gruñir o encogerse de hombros. Sin embargo, Pedro pensó que se había quedado muy corto con la autocrítica; Paula no tenía la menor idea de todo lo que había tenido que aguantarle durante los últimos meses.


—¿Qué decías antes sobre los hoteles para adultos, Paula? —preguntó Mickey—. Me gusta esa expresión. Suena como si incluyera sexo…


—Y el sexo vende, Mickey.


—Desde luego que sí.


Pedro sintió la tentación de estrangularla y dijo:
—Me temo que hay leyes al respecto…


Paula sonrió con malicia.


—Tienes una mente muy perversa, Pedro…


Él entrecerró los ojos. Paula se apartó de Mickey y dio un paseo por la sala.


—Seducción. Esté lugar debería vender seducción —declaró con su voz baja y sexy—. Una seducción sutil, con rincones poco iluminados y texturas que combinen lo masculino y lo femenino. Ante, terciopelo, cuero, sedas…


Pedro se detuvo junto a su cliente, que se quitó definitivamente las gafas de sol. Los dos observaron a Paula mientras ella sonreía, cerraba los ojos, se mordía el labio inferior, tomaba aliento y finalmente retomaba su discurso.


—Y aromas… plantas y flores por todas partes. Rosas, espliego y madreselva para que los clientes noten su olor al pasar ante ellas y lo recuerden más tarde, cuando se hayan ido. Así, asociarán el hotel con una sensación agradable y seductora.


Pedro sintió que se estaba excitando e intentó borrar el olor a espliego de su memoria. Mickey se había quedado boquiabierto, casi hechizado por sus palabras.


—Sí, el Pavenham debe mezclar lo moderno y lo clásico —continuó ella, pasándose la lengua por los labios—. Los interiores deben resultar tan sensuales que los clientes sientan la tentación de tocar las superficies, de acariciar la gamuza, de hundirse en el terciopelo de los sofás y de notar el erotismo del cuero contra la piel…


Los dos hombres se mantuvieron en silencio, atónitos.


—Cuando entren en el restaurante, deben tener la mejor experiencia gastronómica de su vida, aunque pidan el plato más sencillo. Las vajillas y la cubertería tienen que estar a la altura de lo demás, y la luz y la decoración general serán tan cálidas que se sentirán como en casa. El Pavenham será el hotel más seductor de la ciudad.


Paula se detuvo ante ellos. Y al ver que no decían nada, preguntó:
—¿No estáis de acuerdo?


Mickey miró a Pedro y dijo:
—Contrátala. Ahora mismo. Dale lo que pida.


Paula sonrió.


—¡Excelente! Me pondré inmediatamente con los bocetos —declaró—. Llámame mañana si tienes alguna idea interesante, Pedro… Y encantada de conocerte, Mickey; estoy segura de que nos veremos con frecuencia. Por cierto, ¿alguien sabe dónde está mi café?


Pedro apretó los dientes y contestó:
—Junto a la puerta.


—Ah, gracias… ¡Hasta luego entonces!


Pedro la observó mientras ella se alejaba. Al llegar a la entrada del hotel, Paula se inclinó para recoger el vaso de café y le ofreció una vista aún más generosa de sus largas piernas. Desapareció enseguida, y él se quedó con la sensación de que un tren acababa de atropellarlo.


—Menuda mujer —dijo Mickey, dándole una palmada en la espalda—. Es más de lo que nadie podría desear.


—Sí, desde luego —ironizó.


El músico se puso las gafas de sol.


—Sospecho que después de trabajar con ella me voy a sentir como un gatito. Pero si es capaz de hacer la mitad de lo que ha dicho, me daré por contento.


—Lo hará, descuida. Me aseguraré.


—No lo he dudado en ningún momento, Pedro —afirmó, sonriendo de oreja a oreja—. Se supone que los Alfonso sois los mejores en vuestro trabajo. Y ya sabes que yo sólo contrato a los mejores.


Pedro no se sintió presionado por el comentario de Mickey. 


Pero mientras caminaban hacia la puerta, tomó una decisión: no esperaría al día siguiente para llamarla por teléfono; la llamaría de inmediato y, esta vez, él sería quien hablara y ella, quien escuchara atentamente.


Paula iba a prestarle atención. Costara lo que costara.









SUS TERMINOS: CAPITULO 3




Sus amigas le recomendaron que se pusiera su vestido verde de estilo años veinte, lo cual hizo; y mientras pasaba las manos sobre la tela, se alegró de haberse dejado convencer: la ropa hacía al hombre y aumentaba la confianza de la mujer; era una ley de la naturaleza. También dijeron que se dejara el pelo suelto, con el argumento de que a los hombres les gustaban las melenas. Y Paula siguió el consejo porque resultaba más cómodo que hacerse un peinado, aunque al final se ató un pañuelo a juego con el vestido.


Sin embargo, la propuesta de que llevara zapatos de tacón alto, no resultó tan bien. Cuando estaba a punto de llegar al hotel, decidió entrar en un bar que le gustaba especialmente, de la calle O'Connell, y pedir un café para llevar; lamentablemente se encontraba al otro lado del río, de modo que no tuvo más remedio que cruzar el puente; además, había tanta gente en la cola que perdió demasiado tiempo y tuvo que volver a la carrera. Todo un problema con sus tacones altos, pero Paula necesitaba el café: la noche anterior había tomado demasiados cócteles con su grupo de amigas.


Pedro la estaba esperando en la entrada del hotel, hablando por teléfono con alguien. Al verlo, el pulso de Paula se aceleró. No llevaba un traje de ejecutivo como el día anterior, sino unos vaqueros y una camisa blanca arremangada que le recordaron enormemente al desconocido de Galway.


Estaba muy guapo, y su atractivo aumentó cuando el sol se asomó entre las nubes e iluminó su cabello rubio.


Paula pensó que si ella hubiera nacido hombre y hubiera sido como él, habría exudado la misma seguridad. Además de su aspecto físico, Pedro procedía de una de las familias más ricas, más antiguas y más famosas del condado. Hasta cierto punto era lógico que equilibrara tantas virtudes con cierta tendencia a comportarse como un cretino.


En ese momento, Pedro se ajustó la cinta de la cámara que llevaba al hombro y soltó una carcajada como si su interlocutor telefónico hubiera dicho algo gracioso. Fue un sonido tan profundo y masculino que Paula lo oyó entre el ruido de los coches y sonrió sin poder evitarlo; de hecho, la dejó tan trastornada que chocó con un transeúnte y estuvo a punto de derramar el café.


Pedro cortó la comunicación, se guardó el móvil en el bolsillo, caminó hacia ella y la miró de la cabeza a los pies.


—¡Buenos días! —dijo Paula, sonriente—. ¿Llevas mucho tiempo esperando?


Pedro comprobó la hora.


—No, eres muy puntual. Me gustaría poder decir lo mismo de Mickey D.


—Las estrellas del rock no llegan nunca a tiempo. Sería demasiado convencional.


—Hum…


Pedro la miró como si pensara que ella también sabía mucho de comportamientos poco convencionales.


—Bueno, ¿entramos y hablamos del proyecto del hotel o nos quedamos aquí y hablamos sobre el clima? —preguntó ella.


—Primero deberíamos hablar sobre lo de ayer.


—Sería mejor que empezáramos con algo que no nos enfrente o nos condene a una posición horizontal —ironizó.


Pedro frunció el ceño.


—De eso es exactamente de lo que tenemos que hablar. No debes decir esas cosas cuando estemos delante de un cliente o de los trabajadores.


Paula sopló el café para que se enfriara.


—Si me tratas como si fuera una niña de doce años, tendrás que afrontar las consecuencias —afirmó ella—. Sé comportarme delante de los clientes; y en cuanto a los trabajadores, disfrutan con las bromas… si no se bromea de vez en cuando, los días se pueden volver interminables.


—Sí, pero…


—Creía recordar que tenías más sentido del humor, Pedro. ¿Es que lo alquilaste en algún sitio para pasar ese fin de semana en Galway?


—Veo que estás decidida a molestarme.


—No, pero parece que tengo facilidad para ello. Si no te tomaras tan en serio a ti mismo…


—Me tomo muy en serio mi trabajo.


—Tomarse en serio el trabajo y ser rígido son cosas diferentes. Créeme, una pizca de encanto puede hacer milagros.


—¿Crees que no puedo ser encantador? —preguntó, mirándola con intensidad—. Sabes de sobra que sí, Paula.


Ella lo miró, vio su media sonrisa y sintió el mismo estremecimiento que había sentido en Galway. Pedro le gustaba tanto que consideró la posibilidad de hacerle el amor allí mismo, en la escalinata, a plena luz del día; pero habría sido ilegal.


Pedro clavó la mirada en sus zapatos de tacón alto y la fue subiendo poco a poco, observándola con detenimiento, hasta llegar a sus ojos. Entonces, dio un paso adelante y se acercó.


—Puedo ser encantador —continuó—. Incluso mucho más que encantador si me sirve para obtener los resultados que quiero.


Paula pensó que aquello iba a resultar más difícil de lo que había imaginado. Trabajar con Pedro cuando se portaba como un cretino, era pan comido; pero si se ponía encantador, tendría graves problemas.


Paula alzó la barbilla, orgullosa.


—Nunca mezclo los negocios con el placer, señor Alfonso. Yo también me tomo en serio mi trabajo.


Acto seguido, alzó el vaso, tomó un poco de café y sonrió.


Pedro la sorprendió con una carcajada.


—Touché, señorita Chaves. Parece que contigo no me voy a aburrir.


Ella se giró un poco, miró a la gente que pasaba a su alrededor y dijo, en tono de broma:
—¿Todas tus personalidades múltiples están aquí? Porque si llego a saberlo, habría extendido el saludo matinal a las demás…


Pedro la tomó del brazo y la llevó hacia las enormes puertas de roble.


—Venga, vamos dentro. Ah, y si consigues quitarme de encima a Mickey D., te prometo que seré encantador mucho más a menudo.


—¿Eso es una amenaza?


Él rió.


—Es una promesa. Sincera.






SUS TERMINOS: CAPITULO 2




Pedro la maldijo para sus adentros y volvió a meterse las manos en los bolsillos. Paula le ponía tan nervioso que no podía estarse quieto. Y eso era verdaderamente excepcional en él.


—¿Por qué no echas un vistazo al hotel y te lo piensas? —preguntó—. Por favor…


—Me agrada que lo pidas con tanta amabilidad, pero francamente, si hubieras esperado veinticuatro horas, habría pasado a verlo de todas formas. Ya había tomado la decisión.


—Podrías habérmelo dicho por teléfono…


—Pensé que te lo había dicho —afirmó, encogiéndose de hombros—, pero supongo que se me pasaría porque en ese momento estaba trabajando. Y de todas formas, te pedí que me llamaras mañana.


Pedro la miró durante un buen rato, hasta que el silencio incomodó a Paula y la empujó a preguntar:
—¿Qué pasa?


Él negó con la cabeza.


Paula sintió que otra carcajada se formaba en el fondo de su garganta. Aquello era surrealista. Parecía increíble que el hombre que le había regalado la mejor experiencia sexual de su vida fuera Pedro Alfonso.


Pero de haberlo sabido en su momento, se habría acostado con él de todas formas. Pedro había encendido su pasión con una simple mirada, y la había llevado a un estado de placer tan continuado e intenso que muy pocas mujeres llegaban a alcanzarlo. Además, ella era de ascendencia irlandesa y las irlandesas aún tenían mucho camino por recorrer en cuanto a la vivencia del deseo; su tradición condenaba el placer por el placer, de modo que Paula pensaba que aquella noche fantástica había sido su contribución a la causa del feminismo. Su madre habría estado orgullosa de ella.


Echó otro trago de tila y esperó a que él hablara. No le importaba de qué; si hubiera empezado a recitar los resultados de la liga de fútbol, Paula habría escuchado con atención. Tenía una voz profunda, preciosa, que le hizo estremecerse cuando habló con él por teléfono; pero en ese momento no cayó en la cuenta de que Pedro y el amante de aquella noche eran la misma persona. Al fin y al cabo, habían pasado varios meses desde entonces.


Su misterioso hombre de Galway estaba relajado, vestía con ropa informal, era extraordinariamente divertido y resultaba más sexy que el pecado.


En cambio, Pedro Alfonso, del estudio de arquitectos Alfonso e Hijo, llevaba un traje de ejecutivo y había sonado brusco e impaciente durante la conversación telefónica. Entre ellos no había más punto en común que el atractivo físico, pero eso bastaba para que Paula estuviera decidida a relajarlo un poco más.


Él entrecerró sus ojos de color avellana y apretó los labios de tal forma que el hoyuelo de su barbilla se marcó más. 


Después, alzó la cabeza y preguntó:
—¿Trabajar contigo es tan difícil como hablar contigo?


—No sabía que yo fuera difícil —comentó con inocencia.


—¿Te viene bien que quedemos mañana, a las nueve?


—No lo sé, tendré que comprobar mis compromisos…


Paula volvió a sonreír cuando Pedro volvió a apretar los labios. Caía en sus provocaciones con tanta facilidad que no se podía resistir a la tentación. Y por otra parte, el proyecto del Hotel Pavenham era tan interesante que la boca se le había hecho agua al saberlo.


—Sí, a esa hora me viene bien —añadió.


—Perfecto —dijo él, relajándose un poco—. Supongo que sabes dónde está…


—Es el viejo mausoleo de Aston Quay, ¿verdad?


—El mismo.


—Pues sí, sé dónde está.


Paula tomó un poco más de tila y esperó; por el movimiento de Pedro, que cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, era evidente que había algo más.


Estaba tan tenso que pensó que la tila le vendría bien. O un valium. O el único método natural que se le ocurría para aliviarlo.


De repente, tuvo calor.


—¿Eso es todo? —preguntó.


—No —dijo él—. ¿El hecho de que durmiéramos juntos va a suponer un problema en el trabajo?


Ella no pudo resistirse a tomarle el pelo.


—No recuerdo que durmiéramos mucho…


Pedro intentó adoptar un tono profesional.


—Este proyecto es tan valioso que…


—Que han invertido millones, sí, ya lo mencionaste por teléfono —lo interrumpió, mirándolo a los ojos.


—No me refería a eso. Iba a decir que es muy importante para mí.


—¿Por qué? ¿Qué tiene de especial en comparación con el resto de los proyectos de tu empresa?


Él frunció el ceño y apartó la mirada.


—Eso no importa.


—Yo diría que sí…


—No quiero que el trabajo se mezcle con…


—¿Prefieres que no aparezca mañana a las nueve? Veo que no confías mucho en mi capacidad profesional.


Pedro bajó la voz y adoptó un tono de resignación.


—Mira, Mickey D. y sus amigos de Apocalypse me están volviendo loco desde hace seis meses. Trabajar con ellos es muy difícil, y no quiero que la situación se complique con otra persona difícil a quien tendré que ver casi todos los días.


—No me conoces. Estás sacando conclusiones apresuradas, Pedro.


—Como bien sabes —puntualizó—. Y el problema es justo el contrario, Paula… que sé más de ti de lo que nunca he sabido sobre una mujer con quien voy a trabajar. No puedo permitir que el negocio y el placer se mezclen.


Paula intentó mantener la calma.


—Comprendo. Necesitas a alguien que trabaje contigo, no contra ti —afirmó.


—Exacto.


—Alguien que pueda diseñar los interiores del hotel sin apartarse del marco arquitectónico.


—En efecto.


Cuando Paula lo miró a los ojos, vio que Pedro alzaba rápidamente la cabeza como si hubiera estado admirando su cuerpo. Por lo visto, no era más inmune que ella a la atracción física.


Se humedeció los labios con la lengua y se mordió el labio inferior, lo cual provocó que él frunciera el ceño. A continuación, inclinó la cabeza hacia un lado, contempló las motas doradas de sus ojos marrones y volvió a hablar.


—Buscas un diseñador a quien puedas guiar desde un punto de vista artístico. Una persona maleable…


Paula enfatizó la palabra maleable de tal modo que los ojos de Pedro brillaron peligrosamente; pero antes de que pudiera decir nada, se acercó a él y procedió a cerrarle un poco la corbata, apretándosela al cuello.


—Estaré a las nueve, Pedro, y me reuniré con tu cliente porque me ha ofrecido un trabajo que me interesa. Sin embargo, no voy a permitir que nadie me manipule… ni siquiera un hombre tan hábil con las manos como tú.


Pedro estuvo a punto de gemir.


—Y ahora, si no te importa, debo dejarte. Tengo que volver con mis hojas doradas —continuó, sonriendo—. Es un trabajo que exige gran concentración y mucho tacto.


—Paula…


Ella hizo caso omiso y empezó a subir por el andamio.


—Adiós, Pedro. Te veré mañana por la mañana.


Ya estaba a mitad de camino del techo cuando oyó la voz de Pedro, que se dirigía a la salida:
—Eso es más de lo que conseguiste la última vez.


Cuando Paula llegó a lo alto, decidió dejar el trabajo para más tarde, sacó el teléfono móvil y llamó a su amiga Lisa.


—Hola, soy yo. ¿Te acuerdas del Festival de las Ostras de Galway?


—Claro. Fue cuando conociste a aquella maravilla de hombre…


—Sí. ¿Y recuerdas lo que nos prometimos? ¿Que lo sucedido en Galway se quedaría en Galway?


—Por supuesto…


—Pues me temo que ha surgido un problema.