Había tenido un sueño realmente extraño. Paula y él dormían juntos, se tocaban.
Ella le acariciaba el pelo, incluso lo había besado antes de que se quedaran dormidos…
Se despertó confuso y desorientado, enredado entre las sábanas, tratando de recordar con más precisión el sueño.
Pronto se dio cuenta de que ya no estaba mareado, de que las luces ya no se balanceaban y de que había un vaso en la mesilla.
Entonces pensó que, quizás, no hubiera sido un sueño.
Paula había estado allí.
Se dio la vuelta y extendió el brazo. El otro lado de la cama estaba vacío, pero la almohada estaba aplastada contra el cabecero y la colcha estaba revuelta.
Posó la cabeza sobre la almohada e inhaló con fuerza. Era el aroma suave y refrescante de Paula. Ella había estado allí.
Pero se había marchado.
¿Por qué?
Recordó vagamente que le había acariciado la cara y le había dicho con una amplia sonrisa:
—Voy a ver si mi jefa me necesita. Enseguida vuelvo.
¿Cuánto tiempo hacía de aquello? No sabía qué hora era, pero, a través del ojo de buey se veía un sol intenso. Debía de ser tarde. Y no había regresado. ¿Por qué?
¿Se lo habría pensado dos veces? ¿Habría hecho algo imperdonable mientras estaba dormido?
Trató de recordar, y todo cuanto le vino a la memoria le resultó embarazoso.
Había estado toda la noche enfermo, vomitando. Pero ella había permanecido a su lado.
Podría haberse ido después de haberle traído aquella bebida. No lo había hecho. Se había quedado a su lado y le había pedido que pusiera la cabeza sobre su regazo.
Algo más tarde, se había despertado y la había visto tumbada a su lado.
Estaban los dos dulcemente abrazados.
Se había pasado diez años imaginando lo que sería estar en la cama con Paula Chaves, ¡y jamás había supuesto algo así!
Y, sin embargo, había sido algo hermoso, algo honesto y real, algo que no había experimentado con ninguna otra mujer. Paula era la primera con la que se había limitado a dormir en el estricto sentido de la palabra.
Se incorporó lentamente temeroso de que su cabeza le jugara una mala pasada.
No ocurrió. La habitación ya no se movía, su estómago no estaba revuelto. Tenía mal sabor de boca, pero eso tenía solución. Se lavaría los dientes, se daría una ducha y se
vestiría.
Después, se iría a buscar a Paula Chaves. Tenían que hablar.
***
Simone sonrió y continuó con firmeza.
—Lo siento —le dijo—. Stevie está enfermo y Allison no puede hacerlo todo ella sola. Stevie tenía un montón de cortes de pelo para esta mañana y una serie de masajes para la tarde. Es una suerte que tú también estés cualificada para ello.
—Pero…
No había «peros» posibles. Sustituir a alguien cuando se ponía enfermo era parte de su trabajo.
Pero Paula tenía otros planes.
Después de dejar a Pedro, se había encaminado a su habitación, se había dado una ducha rápida, se había puesto el uniforme y había subido a ver a Simone, confiando en que pronto podría volver con Pedro, pues era su día libre.
Necesitaba hablar con él.
—Así que empiezas ahora —no era una pregunta, sino una orden—. Tu primera clienta está aquí.
Paula suspiró, respiró profundamente y se puso su mejor sonrisa de crucero, con la esperanza de que Pedro entendiera por qué no regresaba.
Allison no dejaba de mirarla con un gesto interrogante.
—Te eché de menos anoche —le dijo en una afirmación que en realidad significaba: «¿Dónde te metiste?»
Paula se limitó a sonreír y a asentir.
—Sí.
Allison insistió.
—¿Qué estuviste haciendo?
—Nada —respondió Paula. Y era la verdad. ¡Había estado en la cama con Pedro Alfonso y no había sucedido nada! Aún…
Solo de pensar en lo que podrían hacer le provocaba sudores fríos y sofocos.
Pero tenía que reconocer que lo sucedido entre ellos había sido realmente hermoso.
Estar allí, tendida con él, acariciándolo, había convertido la pasada noche en la más memorable de su vida. Lo que, sin duda, venía a demostrar cuan pobre y carente de emociones había sido su existencia en general.
Allison seguía mirándola expectante. Pero Paula no dijo nada más.
Se centró en su trabajo, mientras su primera clienta le contaba cómo iba a pasar el día en tierra, en una isla privada que el crucero alquilaba para disfrute de sus pajeros, y que Paula ya había visitado.
Pero no se podía centrar en nada de lo que la mujer decía, pues no paraba de pensar en Pedro.
¿Estaría dormido aún? ¿Qué pensaría al despertarse? ¿Recordaría que ella había estado allí?
Ella jamás lo olvidaría.
No habían tenido ocasión de hablar, solo se habían tocado. Pero, lo cierto era que no habían necesitado palabras.
No obstante, aún le resultaba difícil entender todo aquello, creerse lo que estaba ocurriendo.
¿Y si ella estaba equivocada?
Recapituló una y otra vez lo sucedido para cerciorarse de que no eran imaginaciones suyas.
—¡Te he dicho que solo me cortaras las puntas! —dijo indignada la mujer a la que estaba atendiendo.
—¡Oh! Ya… es que tengo, tengo que igualar esta zona —se justificó, sin poder evitar ruborizarse.
Trató de concentrarse, pues no estaba bien que dejara calvas a las pasajeras del barco.
Simone la miró a través del cristal de su oficina con aquel rigor implacable.
Paula hizo acopio de todas sus armas.
—¿Ha pensado alguna vez optar por un pelo más corto y a capas? Eso le destacaría los pómulos, así.
La mujer volvió la cabeza para verse desde otro ángulo.
—Podría ser interesante —dijo, cambiando su gesto arisco.
—Creo que le favorecería.
—De acuerdo —dijo la clienta.
Paula sonrió y comenzó a cortar, decidida a no pensar en Pedro por un momento.
Pero, apenas si acaba de tomar aquella determinación, cuando lo vio por el espejo.
—¡Oh! —se sobresaltó y dio un tijeretazo que, por fortuna, no tuvo consecuencias nefastas—. Lo siento —farfulló a la mujer que la miraba atónita y furiosa, y se volvió hacia Pedro—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Allí estaba él, afeitado, vestido y mucho más guapo de lo que lo recordaba.
Aunque estaba un poco pálido aún, su mirada brillante y su gesto expresivo compensaban todo lo demás. Lo veía más atractivo que nunca
A juzgar por el gesto de su clienta, Paula no era la única que lo pensaba.
También lo miraron las dos mujeres que estaban esperando, Allison y, por desgracia, Simone.
—Me dijiste que volverías —le dijo él.
—Lo iba a hacer. Pero Stevie está enfermo y he tenido que sustituirlo.
—Necesitamos hablar —no era consciente de que todas las miradas se centraban en él. Paula tampoco veía a nadie más.
Hasta que, de pronto, vio de reojo que Simone se levantaba y se disponía a salir de su cubículo.
—No podemos hablar ahora —dijo Paula.
—¿Por qué?
—Por mi jefa.
—¡Vaya, el «amigo»! —dijo Simone. Le lanzó una sonrisa glacial a su empleada y arqueó sus cejas perfectas—. Creía que ya habíamos hablado.
—Así es. Pero ahora necesito hablar con Paula.
—Paula está trabajando. ¿Quiere que le dé una cita?
—No, él solo…
—Sí. Quiero una cita con Paula —dijo firmemente.
Simone lo miró fijamente durante unos segundos. Luego, abrió lentamente el libro de citas.
—Lo siento, pero Paula no tiene ni un minuto libre. ¿Quiere una cita con Allison?
—No.
—Pues, entonces, no puede ser. Ahora, si nos disculpa —Simone le indicó a Pedro con un gesto el camino de salida.
Pedro se tensó y permaneció impasible y estático ante ella.
Paula inspiró convencida de que estaba a punto de ocurrir un desastre. Lo mismo debieron pensar Allison y las clientas presentes a juzgar por sus gestos.
Pero después de unos largos segundos, Pedro se encogió de hombros y asintió.
—Por supuesto —dijo él encaminándose hacia la puerta. Pero antes de salir, se giró hacia Paula—. Volveré.
Paula se preguntó si él regresaría hecho una furia o no. Con Pedro Alfonso nunca se sabía.
Trabajó el resto de la mañana bajo la estricta mirada de Simone, hasta que por la tarde pudo refugiarse en la sala de masajes.
Allí le resultó más fácil concentrarse en sus propios pensamientos y soñar con Pedro sin peligro de cortarle a nadie una oreja.
Después de una larga sesión, le llegó el turno a su última clienta. Llamó a Marguerite para que la hiciera pasar y miró en su lista de quién se trataba.
—Lo mejor para el final —se dijo al ver que era Gloria Campanella, una saludable y rica viuda de ochenta y cinco años que se pasaba gran parte del año haciendo cruceros de un puerto a otro en busca de no se sabía qué.
—Va en busca de la mejor cura para la soledad —decía Armand—. La pareja perfecta.
Era una mujer vestida siempre de un modo impecable y con un Martini en la mano. Stevie era el que la peinaba y le daba los masajes, el único que sabía llevarla y encandilarla. Con el resto usaba su lengua bífida y todo el mundo sabía que era mejor no llevarle la contraria.
La puerta se abrió y Pedro entró.
Paula lo miró atónita.
—¿Qué estás…?
—No podía esperar.
—Pero… ¿y la señora Campanella? ¡La señora Campanella se va a poner furiosa y Simone también!
—Simone no tiene por qué enterarse.
Claro que se enteraría.
—La señora Campanella…
—La señora Campanella ha cambiado de opinión.
—¿Qué? ¡Nunca lo hace!
—Esta vez sí. La he chantajeado.
—¡No puede ser!
Pedro asintió, perfectamente serio.
—No estaba realmente muy interesada en que tú le dieras un masaje —dijo él—. Prefería a ese tal Stevie.
—Ya, pero…
—La invité a un Martini y escuché la historia de su vida. Es una mujer solitaria y le gustan los hombres, especialmente los vaqueros.
A Paula le resultaba difícil imaginarse a la pequeña e inmaculada señora
Campanella, que siempre le recordaba a un boceto de los diseños originales de Félix Diamante, junto a Pedro vestido con sus vaqueros y su camisa.
—Pero no me puedo creer…
—Está muy ocupada planeando su viaje a Elmer —le dijo Pedro—. Le dije que, si me dejaba, le concertaría una cita con un vaquero de noventa años.
Paula se quedó boquiabierta.
—¿Arturo? —¿con Gloria Campanella? Eso era increíble.
—Era lo mínimo que Arturo podía hacer por una buena causa.
—¿Qué causa?
—Nosotros.
Ellos. Allí estaban al fin, cara a cara. Pedro Alfonso y Paula Chaves, no mucho menos extraño que Arturo Gilliam y Gloria Campanella.
Sus miradas se encontraron. Paula se humedeció los labios nerviosamente.
—¿Realmente…. realmente has venido al crucero por mí?
—Sí —dijo Pedro—. Así es.
—Pero yo pensé… —se detuvo y recapacitó sobre lo que iba a decir, sobre lo que había creído durante todos aquellos años. Agitó la cabeza de un lado a otro—. Pesé que no podías soportarme.
Pedro la miró perplejo.
—¿Qué?
—Cuando Mateo te trajo con él aquel día para decirme que se iba contigo, ni siquiera me miraste. No querías tener nada que ver conmigo —le dijo.
Pedro apartó la mirada.
—No podía —se metió las manos en los bolsillos y miró por la ventana.
—¿No podías? ¿Qué no podías?
—Mirarte.
Ella lo observó confusa.
—¿Por qué?
Alzó los ojos.
—Porque eras la chica de Mateo
—¿Qué?
Pedro se encogió de hombros y se alejó de ella.
—Ya me has oído.
—¿Tanto importaba eso? —preguntó Paula tratando de entender lo que intentaba decirle.
—Se supone que no debía querer a la novia de mi amigo —dijo Pedro.
Ella abrió la boca y luego la cerró incapaz de decir nada.