viernes, 10 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 16




«El problema de estar en un barco es que no se puede ir a ningún otro sitio», pensó Paula mientras paseaba de un lado a otro por la cubierta.


Todavía sentía el calor de los labios de Pedro sobre los suyos. 


Apretó un dedo contra su boca y aún tenía aquel tacto desconcertante del inesperado beso vibrando en ella.


¿Pedro Alfonso la había besado? ¡Pero si a Pedro ni siquiera le gustaba!


¿O sí?


Siempre había pensado que no se fijaba en ella, que la pequeña y tonta Paula no era la clase de chica que llamaba la atención de un tipo como Pedro Alfonso.


¿Y si lo era? La idea le provocó un escalofrío. ¿Ella y Pedro Alfonso?


¡Cielo santo!


Llegó hasta la popa y se detuvo a observar el cielo negro, mientras trataba de ordenar sus ideas.


Había sentido un deseo, una necesidad que jamás antes había experimentado.


Se había notado caliente, hambrienta y desesperada. Había deseado que aquel beso no hubiera cesado jamás. ¡Había deseado a Pedro!


Con el cuerpo impregnado de un apetito desconocido comenzó a moverse de un lado a otro, tratando de fijar su atención en la noche estrellada, en aquel cielo de terciopelo negro que le ofrecía su reposo.


Pero el rostro de Pedro se le apareció ante los ojos como una imagen viva. Su boca se curvaba mientras decía: «Para esto estoy aquí».


Dejó de andar y se quedó completamente inmóvil. Y, mientras dejaba que la brisa la acariciara, consideró el significado de aquellas palabras.


¿Había ido hasta allí solo para «cortejarla»?


Le resultaba increíble. No era propio de Pedro.


Pedro Alfonso me desea —dijo en alto, mientras saboreaba su nombre formulado con claridad, tal y como había saboreado su beso una hora antes.


No, no solo la deseaba. Según había dicho, ¡quería casarse con ella!


Bueno, tampoco lo había dicho explícitamente, pero lo había dado a entender.


¿Quería de verdad casarse con ella?


No, no podía ser.


Pero si recapitulaba todo lo que le había ocurrido, la conclusión era siempre la misma.


Y ella, comportándose como una necia, en lugar de haberle preguntado a qué se refería, había optado por salir corriendo.


—¿Pedro Alfonso quiere casarse conmigo? —preguntó en alto, incapaz de convertir aquella frase en una afirmación.


Se quedó inmóvil, mirando al vacío, y sintiendo, ¿qué? ¿Paz? ¿Felicidad? ¿Satisfacción? ¿Algo inevitable?


¡Oh, Paula! Negó con la cabeza ante sus idiotas conclusiones.


La sensación que invadía su pecho la tomó por sorpresa. Se rió y notó las lágrimas deslizándose por sus mejillas.


Era presuntuoso pensar que Pedro pudiera ser para ella. No se lo creía y, al mismo tiempo, quería creerlo. Y eso también la sorprendía.


Llevaba tanto tiempo soñando con encontrar a su otra mitad… Primero había pensado que era Mateo, luego, en sus fantasías, Santiago Gallagher. Pero se había dado
cuenta recientemente de que aquellas no eran más que ideas que le permitían mantener sus esperanzas vivas, y que no se relacionaban con la realidad. Porque aún no había aparecido en su vida un hombre de verdad.


¿Sería Pedro Alfonso ese hombre?


¿La amaba?


¿Y ella lo amaba a él?


Jamás lo habría imaginado. Lo había odiado durante años, a pesar de la fascinación que le provocaba.


Mirar a Pedro había sido siempre para ella como mirar al sol: peligroso y fascinante. Su capacidad para disfrutar de la vida, su alegría constante, su simpatía siempre la habían deslumbrado. Recordaba con qué entusiasmo escuchaba las
historias que Mateo le contaba sobre él. Paula había tenido siempre sentimientos contradictorios respecto a Pedro. Por un lado lo admiraba y por otro había temido que la influencia sobre Mateo acabara por decidirlo a no casarse con ella.


Y eso había sido exactamente lo que había ocurrido. 


Precisamente aquel capítulo había hecho que su fascinación se convirtiera en resentimiento.


Además, siempre había tenido la sensación de que Pedro no le prestaba mucha atención. Normalmente, lo único que hacía era tomarle el pelo y, en los últimos meses, interponerse en su camino continuamente.


Pero siempre había pensado que lo hacía solo por fastidiarla.


De pronto, ya no sabía qué pensar, pero estaba intrigada, sorprendida… atónita.


La había besado y ella casi se había derretido en sus brazos. Y, en lugar de haberse permitido ver hacia dónde conducía todo aquello, había salido huyendo, víctima de un ataque de pánico.


Ya no podía regresar, porque podría encontrarse con Simone que, sin duda, estaría dispuesta a despedirla.


Extrañamente, la posibilidad no parecía afectarle. Le daba lo mismo lo que su jefa hiciera.


En aquel instante solo podía pensar en Pedro.


Algo se estaba removiendo dentro de ella después de aquel beso, algo había ocurrido entre ellos. Le asustaba y le atraía al mismo tiempo. Y, lejos de lo que esperaba de sí misma, la situación no la incitaba a meter la cabeza debajo de la tierra,
sino que le provocaba curiosidad. Necesitaba saber más.


Y estaba dispuesta a hacerlo al día siguiente.


Hablaría con él después de que su jefa la hubiera despedido.


Mientras tanto, se dedicaría a saborear aquel beso recibido, y a pensar en lo que le había dicho.


Sabía que no podría dormir, pero le importaba poco.



jueves, 9 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 15






¡Lo había estropeado todo! ¡Maldición!


Conocía a Paula y sabía que había que manejarla con extremo cuidado, hacer que se sintiera en un entorno cálido y seguro.


¿Qué acababa de hacer?


La había tomado en sus brazos y la había besado de un modo apasionado, en absoluto tierno. Había sido un beso hambriento, descontrolado, casi desesperado. Y así era como se sentía él exactamente.


Se pasó la mano por el rostro.


Encima, le había soltado todo aquello sobre buscarse un tipo de Elmer como esposo y le había confesado, sin pensar, que para eso estaba allí.


Claro que si ella hubiera dicho:
—¿Un tipo de Elmer? ¿Quién? ¿Tú?


Quizás entonces no le habría importado haber hecho el comentario.


Sin embargo, había nombrado a Spence y a Logan, pero a él ni siquiera los había considerado como posibles candidatos.


Y, mientras la besaba, le había dado la impresión de que, durante un momento, se rendía a él, se dejaba llevar. La felicidad, no obstante, no había durado mucho.


Pronto se había apartado de él y había salido del camarote como alma que llevara el diablo.


Él había querido seguirla con la intención de pedirle disculpas, pero corría tan desesperadamente por el pasillo que había sido imposible.


Al oír la voz de una mujer que la llamaba y que decía «Mademoiselle Chaves», se había detenido de golpe.


Su jefa la había mirado atónita hasta que había desaparecido por la primera esquina del corredor. Luego se había vuelto hacia él, fijando los ojos durante unos largos segundos sobre su torso desnudo. Acto seguido, había alzado la mirada hasta su rostro.


—Vaya —había dicho en un tono helador—. Su «amigo».


Era increíble cuánta duda y desconfianza podía expresarse con una sola palabra.


Pedro hizo acopio de todo su valor y se obligó a sí mismo a calmarse. No hacía falta un psicólogo para darse cuenta de que la mujer estaba dispuesta a despedir a Paula. Y no necesitaba un especialista para deducir que, si se convertía en la causa de ese despido, además de ser el tipo que le había dicho que Mateo no se casaría con ella, tendría razones más que sobradas para que lo odiara de por vida.


Pedro inspiró lentamente.


—Sí, soy su amigo —dijo—. Desde hace mucho tiempo. Crecimos juntos y la he invitado a que pasara a ver unas fotos de allí de Elmer.


La información salió firme y determinada. Esperaba que la mujer se lo creyera.


—¿Fotos? —dijo ella y le miró, una vez más, el torso desnudo.


—Sí —afirmó él—. Echa de menos su casa. Se lo dijo a su hermana y esta se lo dijo al hombre para el que trabajo. Paula es una buena chica, pero un poco inocente. Se ha pasado toda su vida en Elmer. Pero decía que quería ver mundo y, al final, lo ha hecho. Estamos realmente orgullosos de ella.


En realidad era cierto, a pesar de lo que le molestaban las cosas que hacía a veces. Pero Paula estaba demostrando que tenía mucho valor.


—¿Así que ha venido a ver cómo estaba? —preguntó la mujer.


—Sí. Su hermana pensó que estaría bien que alguien comprobara si las cosas le iban bien. Yo consideré entonces que era un buen momento para unas vacaciones y decidí venir para que nos sintiera a todos un poco más próximos a ella. Y ha funcionado. Ya no se siente tan sola. Ni siquiera se ha quedado a ver todas las fotos. Al darse cuenta de la hora que era, ha salido a toda prisa diciendo que tenía que irse a trabajar. Así es ella, tremendamente responsable.


—Ya…


No sabía si la mujer se había creído o no la historia. Durante unos segundos se limitó a asentir mientras él solo podía rogar porque la mujer no le causara a Paula problemas.


—Ciertamente es una muchacha muy responsable —dijo, finalmente, con una inesperada sonrisa—. Muy trabajadora. Pero sí es, efectivamente, un tanto inocente y no ha sido buena idea que se metiera en el camarote de un caballero.


—Somos amigos —dijo él una vez más—. Solo he venido a darle un cierto apoyo moral.


—Ahora ya la ha visto y ha cumplido con su labor. Así que Paula se concentrará en su trabajo —afirmó la mujer.


Pedro asintió.


—Por supuesto.


—Me alegro de que estemos de acuerdo —sonrió de nuevo.


Pedro sabía lo que la mujer quería oír.


—Comprendido.


—Buenas noches, monsieur —dijo finalmente y se alejó por el pasillo con la cabeza alta y sus andares sofisticados, del brazo de su acompañante.


Pedro se metió en su habitación, cerró la puerta y se apoyó en ella.


¿Qué demonios había hecho? ¡Había besado a Paula Chaves y casi le había confesado que había ido hasta allí para casarse con ella!


Y su respuesta había sido salir corriendo.


El teléfono sonó y él respondió.


—¿Y bien? —dijo Arturo—. ¿Qué tal va la cosa?





HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 14





Si Simone la pillaba allí, Paula sabía que su carrera como estilista en el barco habría terminado.


Allison le había dicho que no se metiera en los asuntos ajenos. Stevie y Troy le decían que no había nada de malo en que los pasajeros se lo pasaran bien. Eran todos adultos y sabían lo que les convenía.


Y, seguramente, tuvieran razón, pero a Paula le daba igual. 


No sabía por qué le importaba tanto lo que hiciera, pero le importaba. Quizás era por que todo el mundo sabía que Pedro era de Elmer y él estaba enturbiando el buen nombre de su ciudad.


—¿Cómo? —Stevie la miró incrédulo al oírle decir aquello.


—¡Es verdad! —exclamó ella. Pedro Alfonso estaba destrozando la reputación de Elmer y ella tenía que hacer algo al respecto.


Y eso era, precisamente, lo que se disponía a hacer. Solo esperaba que la feroz supervisora no la sorprendiera llamando a la puerta del camarote de uno de los pasajeros.


Golpeó enérgicamente con los nudillos y esperó. Pasaron un par de segundos.


«No está», pensó Paula. De pronto, la puerta se abrió.


Y allí apareció Pedro, a pecho descubierto.


—Estoy demasiado cansado y… ¡Paula! —abrió los ojos con genuina sorpresa.


—Todas esas mujeres pueden acabar destrozando a un hombre.


Él se quedó boquiabierto.


—Mujeres. Las rubias, las pelirrojas, las castañas. Por cierto, a una acabo de teñirla de platino, te lo digo por si no la reconoces por la mañana.


—¿De qué demonios estás hablando?


—Ya sé para qué has venido —le dijo ella en un tono helador.


Pedro parpadeó y pareció repentinamente nervioso. Se movió inquieto y eso llamó la atención de Paula, que no pudo evitar mirar su torso. Involuntariamente, se imaginó ese cuerpo en el jacuzzi. Furiosa con la dirección que estaban tomando sus pensamientos, cerró los ojos.


—Quiero que pares.


Él se puso rígido y tragó saliva.


—¿Que pare el qué?


—Sabes muy bien qué. Quiero que dejes de perseguir mujeres, de seducirlas, de engañarlas.


Pedro la miró fijamente.


—Ya… —él sonrió ligeramente.


—Lo digo en serio —dijo Paula, negándose a dejarse embriagar por aquella sonrisa letal—. Quiero que dejes de hacerlo.


—De acuerdo.


—¿Qué quieres decir con ese «de acuerdo»?


Él se encogió de hombros.


—Que no lo haré más.


—Bueno, pues bien. Me encargaré… —pero antes de que pudiera terminar su frase, oyó que alguien se aproximaba. Eran un hombre y una mujer y ella tenía un reconocible acento francés.


Paula se metió rápidamente en el camarote de Pedro.


—Cierra la puerta.


—¿Qué?


—¡Cierra la puerta!


Pedro así lo hizo. Luego se volvió, se apoyó en la puerta y se cruzó de brazos.


—¡Qué buena idea! —dijo él.


—No, no lo es. Pero era Simone, mi jefa, la que venía por el pasillo —le explicó.


Él levanto una ceja.


—¿La mujer francesa?


Paula hizo una mueca y asintió.


—Es un poco «especial».


—Ya —Pedro la miraba fijamente con una expresión indescifrable.


Nerviosamente, Paula se encaminó al otro extremo del camarote. Pronto se dio cuenta de que había sido un gran error, pues los dos estaban allí, de pie, mirándose el uno al otro.


—¡Déjalo ya!


—¿Dejar qué?


—De mirarme de ese modo.


—¿Qué modo?


—Como si… como si… —pero no pudo decir «me desearas». Era ridículo pensar algo así. Era el modo en que Pedro miraba a todas las mujeres, menos a ella—. ¿Qué te pasa? ¿Es que te has quedado sin mujeres?


—Algo así.


Ella protestó.


—Lo que me había imaginado. Pues no pienses que aquí vas a obtener lo que necesitas.


—¿No?


—No —respondió Paula con dureza—. ¡No eres adecuado para un lugar como este!


—¿Y tú? —preguntó él en un tono de reto.


—¿Qué quieres decir?


—Que este no es nuestro lugar adecuado.


—Yo trabajo aquí.


—Has venido huyendo.


—¡No!


—Sí. Tenías un trabajo en Elmer y una vida estupenda.


—Sí, claro —dijo Paula—. ¿Viviendo con mi madre y su nuevo marido o con Patricia y su nuevo esposo?


—¡Podrías haberte buscado un marido! —dijo Pedro.


Herida, Paula le respondió.


—¿Y qué crees que trato de hacer aquí?


Pedro comenzó a moverse de un lado a otro del camarote.


—¡No hacía falta que te vinieras hasta aquí para eso!


—¿No? ¿Qué podía encontrar en Elmer? —preguntó ella irónica—. ¿Debería haber puesto un cartel en la puerta pidiendo marido, o mejor un anuncio en el periódico?


—Podrías haber mirado a tu alrededor, haber encontrado a alguien de la zona —le dijo él sin apartar la mirada de ella.


—¿Quién? ¿Logan Rees o Spence Adkins, un ex convicto y un policía corrupto? Menuda tentación. No son mi tipo, lo siento.


—Gracias a Dios —dijo Pedro.


—¿Quién más había?


—Piensa —le dijo, y sus ojos se encendieron de deseo.


Antes de que ella pudiera responder, la tomó en sus brazos y la besó apasionadamente.


Por supuesto que a Paula la habían besado más de una vez en su vida. Había experimentado el fervor de la pasión adolescente de Mateo y sabía lo que era el deseo masculino.


Pero jamás había sentido la intensidad que la revolvía en aquel instante.


Tampoco había sido objeto de una mirada tan sinceramente hambrienta. Estaba notando el poder de aquel deseo de hombre dirigido exclusivamente hacia ella. ¿Y procedía de Pedro Alfonso?


Justo antes de derretirse en sus brazos, Paula recobró el sentido, apretó las manos contra su pecho y lo empujó.


—¿Qué demonios…?


Paula no pudo terminar la frase.


—Para esto estoy aquí, Paula —dijo él con la voz aún llena de deseo.


Paula gimió desconcertada.


Luego, en un gesto desesperado, se encaminó hacia la puerta. La abrió con tal fuerza que casi golpea a la pareja que estaba en el pasillo.


—!Mademoiselle Chaves! —gritó Simone.


Pero Paula no se detuvo.